El mayor embustero del mundo: el barón de Munchausen (II)

El barón fantástico (1961, Karel Zeman)

El barón fantásticoDe las tres versiones del personaje que conozco, la mejor es la menos conocida, incluso olvidada. Se trata de El barón fantástico, una película que debe ser situada en el contexto en que surgió para su mejor comprensión. Se trata de una producción de la extinta Checoslovaquia, un país con una fuerte tradición para la fantasía, que arranca del propio folklore patrio y que tuvo un inmejorable difusor en el teatro de marionetas, toda una institución en el país centroeuropeo (de lo cual ya hablé al referirme a Jan Svankmajer, autor de una memorable versión de Alicia en el País de las Maravillas1).. El cine recogió esta tradición gracias a talentos surgidos precisamente de esa escuela de creación, y gozó de un pequeño esplendor entre los años 50 y principios de los 70 que tuvo cierta repercusión en Europa occidental, revelando el talento descomunal de realizadores (y hombres-para-todo) como Juraj Herz, Oldrich Lipsky, Jiri Trnka o el propio Zeman. De hecho, esta película tuvo su estreno español.

Karel Zeman (1910-1989) se inició en el mundo del cine en 1943, desde el primer momento en el campo de la animación. En 1946 dirigió su primer film, un cortometraje titulado Un sueño de Navidad, y en ese formato obtuvo una enorme popularidad dentro de su país. En 1954 dirigió su primer largometraje, Viaje a la Prehistoria, combinando ya actores reales con figuras animadas para narrar justo lo que indica el título: unos niños recorren un río que los conduce hacia atrás en la historia natural, lo que permite al realizador ofrecer una asombrosa panoplia de criaturas remotas. Su siguiente film, Una invención diabólica (1958) —particular adaptación de una poco conocida novela de Julio Verne, Ante la bandera—, proyectó su obra fuera de las fronteras de su país y permitió el rodaje de un título aún más ambicioso, la ilustración de las aventuras del barón Munchausen que nos ocupa. Desde entonces y hasta 1980 rodó ocho largos y seis cortos, que esconden incontables maravillas, por desgracia sin apenas repercusión en nuestro país, donde, que yo sepa, sólo se ha estrenado El barón fantástico. Al menos, hace cuatro años, Track Media, en su colección «Maestros de la Animación», editó tres de los títulos de Zeman: los mencionados Viaje a la Prehistoria y Una invención diabólica, más el presente y El dirigible robado (1966), que todavía, creo, pueden encontrarse en grandes almacenes o tiendas especializadas. (¡Corred a por ellos!)

Esos cuatro films, más algún otro que puede encontrarse en Internet, nos revelan, en efecto, a un autor de talento fulgurante, un enamorado de la fantasía tradicional que él llevó a la pantalla mediante técnicas en su momento revolucionarias pero que hoy, de modo inevitable, nos resultan deliciosamente antañonas. Zeman fue un maestro de la fusión de actores reales y efectos animados; o mejor dicho, de la conversión, con total naturalidad, de seres humanos en habitantes de mundos de animación, con una gracia del todo verosímil en el aspecto técnico y, sobre todo, en el poético. Conocido, con justicia, como el Méliès checo (no en vano sus films producen la misma sensación mágica que en su día provocaron las obras del pionero francés tan estérilmente homenajeado por Martin Scorsese en su reciente La invención de Hugo), otra influencia fundamental se revela en sus películas tan pronto se entra en ellas: la del gran escritor (también francés, y no debe ser casualidad) Julio Verne. Zeman adaptó directamente dos de sus novelas, la señalada y Héctor Servadac (para el film Na Komete/En el cometa, de 1970), pero su presencia se palpa en muchos otros títulos, incluido, como ahora veremos, esta incursión en el universo del barón Munchausen.

El barón lunarEn sus mejores títulos, verbigracia El barón fantástico, Zeman sitúa sus personajes humanos sobre decorados que reproducen o evocan los viejos grabados extraídos de las fuentes literarias adaptadas (en la gran tradición editorial del siglo XIX). El collage o la utilización de vidrios pintados (inmejorables para las supuestas escenas submarinas que aparecen en tantos de sus films), el virado en color del fotograma (técnica heredada del cine mudo) o la combinación de distintos colores dentro del plano, como esas postales en blanco y negro que se pintaban a mano, el uso del stop-motion o animación paso a paso, así como de los dibujos animados (escuela centroeuropea, eso sí, nada que ver con Walt Disney): todos estos recursos, combinados y dosificados con extraordinaria coherencia, componen el universo narrativo, y onírico, del Méliès checo. Por supuesto, en ningún momento (y ésta es la diferencia con el cine fantástico actual) intenta Zeman deparar una sensación de realidad. Sus narraciones son abiertamente irreales, no sólo por lo muy evidente de las técnicas de composición, sino por el tratamiento musical y sonoro. Por ejemplo, en El barón fantástico apenas hay diálogo, y es el propio protagonista, con su voz over, quien relata sus peripecias y sentimientos, subrayando por lo tanto la impresión de que todo cuanto vemos es la elaboración de un conspicuo fantasista.

La magia que destila el film tiene como primer ejemplo su inolvidable arranque: el plano de unas pisadas sobre la arena de un paisaje terrestre es encadenado con otras pisadas que esta vez se hallan sobre la superficie lunar. Zeman, para llegar de una a otra, sintetiza toda la evolución, animal y humana, del dominio de los aires haciendo que su cámara, mientras sube cada vez más arriba, pase por distintas especies de pájaros… y de construcciones del hombre para volar, desde máquinas leonardescas a los primeros aviones, hasta llegar a un cohete espacial, del cual proceden las huellas a que me refiero. Son las de un cosmonauta, seguramente el primer hombre en alcanzar nuestro satélite… quien, sin embargo, de pronto se cruza con una larga serie de nuevas pisadas.

Baron prasilEl cosmonauta, que después sabremos que se llama Tonik, y tras tropezarse con un gramófono (!!) que pone en marcha con perfecta naturalidad, descubre que quienes se le han adelantado no son unos cualesquiera. Son nada menos que el presidente Barbicane, el capitán Nicholl y el francés Michel Ardan, los tres viajeros espaciales del inolvidable Gun-Club, surgidos de las páginas del verniano De la Tierra a la Luna; a continuación, con el mismísimo Cyrano de Bergerac y acto seguido con el barón de Munchausen. Es decir, con varios de los más notables visitantes de nuestro satélite que ha conocido la literatura universal (aunque podría señalarse que, en rigor, los viajeros vernianos nunca llegaron realmente a posar su pie en la Luna). Los cinco toman a Tonik por un habitante del lugar, por un «lunario» (sospecho que esta palabra es una versión, por una vez afortunada, del original «selenita», introducida por el por otra parte discreto traductor de la edición en dvd). En representación de todos, el barón Munchausen decide llevar al lunario a visitar la Tierra y mostrarle que tiene maravillas no desdeñables con respecto a las de la Luna.

Ése es el motor argumental del film, y desde el momento en que entra en escena Munchausen se convierte en el narrador y en el conductor de toda la historia, recuperando el tono que caracteriza al personaje en los libros que la anterior adaptación había olvidado. Es decir, Munchausen es un personaje que, a medias con genuina capacidad para convocar toda clase de asombros, a medias llevado por la fanfarronería del militar que se cree el dueño del mundo, vive toda clase de prodigios que acaban no siéndolo tanto por cuanto acaban haciendo de la fábula irreal un elemento familiar y cotidiano. La clave de la convicción que destila la película radica en que el mago que se encuentra detrás de toda la historia nunca intenta superponerse a ella, ni impostar un fácilmente paródico sentido del humor (Munchausen puede ser risible en alguna ocasión, pero lo es de modo interno a la aventura que se nos narra: no bajo una mirada externa). Seguir hasta el final las reglas del juego que uno mismo ha inventado, como si hubiese olvidado que se es el inventor, con lo cual se obtiene un grado de espontaneidad que general la adhesión más absoluta, es un prodigio que está al alcance de pocos. Lo remarca Fernando Savater, al que debo esta estupenda reflexión, acerca de Guillermo Brown, el inolvidable niño ideado por Richmal Crompton, que aparece en su imprescindible libro La infancia recuperada.

De acuerdo con el espíritu propio de las aventuras del personaje, El barón fantástico está compuesto por una serie de episodios, unos extraídos directamente de sus aventuras literarias y otros ideados para la ocasión. Hay un hilo unificador: el barón que muestra este planeta a un selenita que en realidad es tan terrícola como él, ciertamente lo lleva a un mundo extraño porque es la Tierra del siglo XVIII y no la del XX coetánea del cosmonauta. Pero en ella Tonik encontrará el amor en la persona de Bianca de Castelnegro, una bellísima dama italiana capturada por los turcos y trasladada al harén del sultán; belleza de la que el propio barón también se enamora, iniciando una rivalidad con Tonik por el corazón de la dama, que él honradamente cree estar ganando en todo momento porque le resulta inconcebible que una mujer no caiga rendida de fascinación ante protagonista de tan continuos prodigios. Justo es señalar el envidiable esprit del barón cuando acaba por comprender que nada tiene que hacer ante el apuesto lunario, e incluso será él quien, mediante un recurso de guión que destaca por su ingeniosa ingenuidad y que no detallaré, los una para siempre.

El barón, su amigo lunario y la princesa viven varias aventuras, cada una de las cuales permite imágenes, estampas, momentos o hallazgos de humor, todos ellos memorables. La primera es la clásica que tiene lugar en el palacio del sultán en Constantinopla: el cortés barón le ha conducido al país de la media luna, como deferencia hacia su invitado. Después de huir de allí con la princesa, a la que rescatan del harén del Turco, hundido su barco en la batalla naval subsiguiente, las lanchas atraviesan el océano bajo un cielo tachonado de estrellas (efecto que Zeman repite varias veces, siempre con imborrable fuerza estética), y diversos monstruos se cruzan con los botes: es inolvidable la araña que camina sobre las El barón fantasticaguas, allá en el horizonte. Una de las lanchas es engullida por una enorme ballena, con la que inician un vertiginoso viaje por todos los mares, que acaba evocando al Verne de 20.000 leguas de viaje submarino. Arponeado el monstruoso cetáceo, los viajeros llegan a una isla donde, de modo descacharrante, Tonik no inventa el barco de vapor… por un tornillo. El barón vive una aventura en solitario, primero llevado por los aires por un pájaro roc y después, liberado, en un viaje por el fondo marino cuyo momento más memorable es aquél en que un gran pez lo engulle… y lo deja salir tal como entró, pues en su lado posterior posee una boca idéntica a la que se lo tragó. Por último, el trío protagonista acaba en un fortaleza sometida a asedio (que permite al barón su imagen emblemática volando a lomos de la bala de cañón). Allí, su propietario hace detener al cosmonauta, acusándolo de ser un «peligroso fantasioso». Los dos amados se comunican gracias a que el llamado de ella, al propagarse por los sótanos, hace vibrar las cuerdas de una telaraña y así llega hasta Tonik, encerrado en los calabozos (otro de los inventivos encadenados con que nos regala Zeman).

El final [spoiler] supone un regreso al principio, a los paisajes lunares y al reencuentro de los pioneros del espacio, regreso que Cyrano, siempre capaz de elegir las palabras más adecuadas, saludará señalando que la luna siempre ha sido de los poetas y soñadores (imagen de Munchausen), de los fantásticos aventureros (los miembros del Gun-Club) y, para siempre, de los amantes (Tonik y la princesa): es hora de saludar a los audaces que ya están en camino. Y arroja su sombrero a las estrellas, sobre las que se recorta como un platillo volante, indicando el rumbo tal vez de una nueva aventura…

1 https://lamanodelextranjero.wordpress.com/2012/09/15/alicia-en-el-pais-de-las-maravillas-y-el-cine-ii/

Las aventuras del barón Munchausen (1988, Terry Gilliam)

El barón Munchausen, por GilliamHollywood sólo registraba una versión de Munchausen, y tan lejana como de 1911, cuando por fin sirvió una superproducción de enorme presupuesto al servicio del personaje. El director, también co-escritor del guión, al que se le confió el proyecto (y que concluyó en un tremendo fracaso comercial) fue el ex miembro del grupo Monty Python (aunque no es inglés, sino estadounidense) Terry Gilliam. En general, tengo a este hombre por un director cuyas ambiciones siempre han sido superiores a la medida real de su talento, que suele desperdiciar puntos de partida fascinantes y planteamientos del todo compartibles, sobre todo por dos debilidades: una completa falta de sentido de la medida (que le hace incurrir en una incontrolable exuberancia) y una debilidad por lo grotesco que nunca crea complicidad sino que resulta de lo más cargante.

Y, en efecto, es lo que le sucede a estas Aventuras del barón Munchausen. El planteamiento (adorable) es el de siempre en Gilliam: el hombre necesita la dimensión de la fábula para coexistir con la prosaica realidad (cuidado: no se trata de que la fantasía reemplace a la realidad, mensaje en el fondo simple e incluso trivial, sino de que para ambas hay espacio en la vida). Pero no sabe conducirlo a buen puerto, pues equivoca el desarrollo del guión (el arranque de la película es muy superior al del resto del film), no sabe equilibrar el juego de contrastes, fracasa por completo cuando aplica la debilidad por lo grotesque, consiguiendo que la película carezca de sentido del humor cuando pretende ser divertida y empacha en el intento de ser recargado a cualquier precio. Todo ello es indudable… y sin embargo Las aventuras del barón Munchausen se empeña en dejarnos el sabor de lo memorable, incluso de la entrañable. Es evidente que, para determinado tipo de espectador, Gilliam sabe remover en nuestro subconsciente, manejando temas que nos complacen, buscando referencias que no nos dejan indiferentes.

Terry Gilliam y su coguionista Charles McKeown (colaborador habitual de aquél en su doble faceta de actor —aquí es el sirviente de ojo certero del barón—y escritor) denotan haber tenido muy en cuenta la versión alemana de Josef von Baky a la hora de elegir los elementos más notorios de las aventuras del barón, pero parten de una premisa totalmente original y que otorga un notable interés, de entrada, a la película. La acción se sitúa en una indeterminada ciudad costera, y amurallada, que está siendo asediada por el Gran Turco. El tiempo, como señalan un par de rótulos, «finales del siglo XVIII», «la era de la Razón». Mientras las bombas caen sobre la ciudad, una compañía de actores de medio pelo pone en escena una obra sobre el barón de Munchausen para entretenimiento de los sufridos ciudadanos. En plena representación, en la que se está otorgando un especial relieve a la dimensión farsesca del personaje, irrumpe un anciano que viste casaca militar y que afirma que él es el real barón de Munchausen, el cual, tras organizar una tremenda zapatiesta en el escenario, se adueña del mismo y se dispone a contar su verdadera historia, comenzando por el hecho de que, según él, si la ciudad está siendo sometida a asedio por el Gran Turco, es porque lo están buscando precisamente a él.

Los 4 sirvientes mágicosEste juego entre lo real y lo fabulístico es el que otorga su indudable personalidad a la película de Gilliam. ¿Es ese estrafalario individuo quien dice ser o un pobre perturbado con delirios de grandeza? ¿Las historias que narra son auténticas o son fruto de su imaginación? Es más: cuando, finalizado el relato en el que explica por qué es buscado por el sultán, se lanza a la búsqueda de sus antiguos sirvientes —los notables criados inventados por Gautier— para poder liberar a la ciudad de sus sitiadores, búsqueda que compone el cuerpo del relato, ¿estamos asistiendo a unas peripecias que tienen lugar de verdad o no estamos sino ante otro relato del supuesto barón? De hecho, los cuatro sirvientes están interpretado por los mismos actores que interpretan a otros tantos miembros de la compañía artística a los que el anciano, en un primer momento, reconoció como sus antiguos criados. Es más, en el curso de esa búsqueda, durante la cual viaja primero a la Luna y después llega al Infierno para acabar en el vientre de un monstruo marino, otros actores de la compañía serán quienes personifiquen a algunos de los seres fantásticos con los que se tropieza en esos rincones fabulosos (una jovencísima Uma Thurman encarnando a Venus, por ejemplo). Otro elemento fundamental de ese juego sobre realidad/fantasía es el importante papel que tiene en él una niña, Sally (encarnada por una Sarah Polley con nueve añitos, tan buena actriz como de adulta), que es quien cree en él sin dudar un momento: ya se sabe que la Infancia y la Imaginación siempre se han llevado bien. En los momentos en que el mismo anciano duda de sus posibilidades, e incluso de su identidad real, será la firme fe de la niña la que ayude a sobrellevar esos instantes de debilidad y a retomar con energía su camino.

En consonancia con la gracia de ese planteamiento, lo mejor de Las aventuras del barón Munchausen se encuentra en su tercio inicial, es decir, mientras la acción se mantiene entre los muros de la ciudad sitiada, añadiendo el episodio que transcurre en Constantinopla, y se recupera, aunque no a la misma altura, cuando hacia el final se regresa al mismo escenario. Las imágenes de la ciudad devastada son ciertamente espectaculares, algo a lo que ayuda notablemente el rodaje en los auténticos y derruidos exteriores de un espacio destruido por una guerra: la parte vieja de la aragonesa Belchite, donde tuvo lugar una de las más terribles batallas de nuestra guerra civil. Y es magnífico ese contraste entre la letal realidad que asola las calles de la ciudad y la entrega a la fantasía que tiene lugar dentro de las paredes del teatro. Es espléndido el momento en que de la abierta representación se pasa a la recreación: el travelling mediante el cual la cámara de Gilliam, desde el escenario real y siguiendo al protagonista, se mueve hacia delante, para entrar, no en la platea, sino en el interior del palacio del Gran Turco donde tendrá lugar el episodio.

Los cañonazos con que concluye la aventura, dentro de la narración del barón, se convierten, mediante una afortunada elipsis, en los que se arrojan contra la ciudad sitiada, adonde vuelve la historia. No tardará en aparecer la imagen iconográfica que, lectores y espectadores, asocian al barón de Munchausen: éste volando por los aires mientras agarra una bala de cañón. Este «vuelo» supone el primer momento en que la fantasía penetra en el (supuesto) plano real, confirmando a la niña Sally que el anciano es, en efecto, el barón, y haciendo nacer la esperanza en el corazón de los ciudadanos sitiados. El barón, por tanto, es comisionado en busca de sus sirvientes para regresar y liberar la ciudad, y de ella escapa en un globo —en un guiño, no sé si consciente, al inicio de la verniana La isla misteriosa: los protagonistas de esta novela escapaban de la asediada Richmond de idéntica manera.

Uma-VenusLa primera escala tiene lugar en la luna, y aquí —después de un muy bello efecto de transición: el mar estrellado sobre el que se desliza la barca del globo, ya desprendida de éste, se convierte en el arenoso mar lunar— se estropea la historia. Entra en escena lo grotesque por medio del personaje del Rey de la Luna, quien, claro, no puede ser sino un «lunático» que ha perdido la cabeza, burdos subrayados encima potenciados por la presencia insoportable de Robin Williams. El mismo espíritu vacuo preside la siguiente parada, en el Infierno (convertido, cómo no, en una fábrica de armas), donde vive Vulcano (Oliver Reed) con su bella y siempre infiel esposa Venus (Uma Thurman saliendo de la famosa concha botticelliana), donde aflora un muy molesto, y supongo que consciente, sentido kitsch en el tratamiento de los escenarios. Por otro lado, Gilliam ya abusa del juego meta-dramático, haciendo aparecer en el curso de la aventura un elemento «crepuscular» (el barón y sus sirvientes advierten que ya son muy viejos para volver a la acción) que no está bien integrado.

Sin embargo, el regreso a la ciudad sitiada sirve para remontar otra vez el brío perdido. Esa conclusión posee varias de las mejores imágenes del film: el barón, con su caballo, emergiendo del agua porque se tira de su propia coleta (otra de las celebérrimas estampas heredadas del mito literario), o el velocista corriendo detrás de la bala que se dirige a matar al barón… Gilliam todavía tiene tiempo de dar una última vuelta de tuerca al juego realidad/fantasía, que aporta al film una conclusión tan arriesgada como deliciosa, y que no voy a detallar. Por lo tanto, pese a sus múltiples defectos, pese al desaprovechamiento general de su planteamiento, pese a las numerosas caídas en lo desaforado, no debe extrañar que Las aventuras del barón Munchausen, versión Gilliam, despierte una notable simpatía.

FICHAS DE LAS PELÍCULAS

Título: El barón fantástico / Baron prásil. Año: 1961

Director: Karel Zeman. Guión: Karel Zeman, Jiri Brdecka y Josef Kainar. Fotografía: Jirí Tarantík. Música: Zdenek Liska. Reparto: Milos Kopecky (Barón Munchausen), Rudolf Jelínek (Tomik), Jana Brechjová (Bianca), Karel Höger (Cyrano de Bergerac). Dur.: 83 min.

Título: Las aventuras del barón Munchausen / The Adventures of Baron Munchausen. Año: 1988

Director: Terry Gilliam. Guión: Charles McKeown y Terry Gilliam. Fotografía: Giuseppe Rotunno. Música: Michael Kamen. Reparto: John Neville (Barón Munchausen), Sarah Polley (Sally Salt), Uma Thurman (Venus), Robin Williams (Rey de la Luna), Eric Idle (Desmond/Berthold). Dur.: 126 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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