¿Un personaje sin autor?
Un caballero con casaca y peluca que surca los aires a lomos de una bala de cañón, o que se saca a sí mismo y a su caballo del agua por el procedimiento de tirarse de la coleta, o que, en medio de una tormenta de nieve, ata su caballo a lo que parece un poste en el suelo y despierta al día siguiente, con el paisaje ya deshelado, descubriendo a su corcel colgando de la aguja del campanario de la iglesia que ocultaba el manto blanco…
En España estas imágenes quizá no resultan tan familiares, pero en otras tierras, en especial inglesas y alemanas, enseguida provocan una sonrisa cómplice en generaciones de adultos que de niños, y no tan niños, gozaron de las aventuras insólitas de un personaje que posee el aroma de los sucesos más extraordinarios: el barón de Munchausen. Se trata de un aristócrata y militar alemán (de la época en que no existía un país bajo el nombre de Alemania sino muchos reinos y principados germánicos, unos más grandes que otros,) que nos cuenta toda clase de episodios a cuál más disparatado (como puede indicar la selección que encabeza estas líneas), pero que lo hace con la convicción y la dignidad de quien considera inadmisible que el carácter extraño de esas aventuras haga cuestionable la veracidad de quien las narra. Por supuesto, ahí radica la gracia de la obra: en el serio aplomo con que su protagonista cuenta, por ejemplo, cómo, en plena estepa rusa, un lobo persigue su trineo tirado por un caballo, salta sobre el animal, empieza a devorarlo desde los cuartos traseros introduciéndose literalmente bajo su piel hasta quedar atrapado, como el corcel, por el ronzal, y el barón, imperturbable, a golpe de látigo hace que el feroz depredador sea el que lo conduzca a su destino.
El barón de Munchausen, por supuesto, es una parodia. Pero no tanto de un género, la aventura, que todavía estaba por triunfar en el campo de la literatura (lo haría a la vuelta de más o menos medio siglo, en la centuria siguiente), sino de otros formatos ya sobradamente populares. Uno es el de los libros de viajes, en especial los que discurren por lugares tan apartados que es difícil encontrar a quien vaya a desmentir a su relator, y que desde la Edad Media tiene como ejemplos paradigmáticos, en el campo más o menos histórico, a Marco Polo, y en el de la ficción, a sir John de Mandeville. El otro el de las memorias, un género de especial relevancia en ese siglo XVIII que ya declinaba. La obra se presenta, en apariencia, bajo ese formato: los recuerdos de un respetable caballero sobre los años en que recorrió el mundo y en que, sin necesitar ponerse al servicio de nobles causas, los lances más extraordinarios iban saliéndole al paso. Y por supuesto, también se refiere (aunque dejando siempre, de forma caballeresca, que sea el espectador quien complete sus puntos suspensivos) a su irresistible éxito entre las damas, incluyendo, por qué no, a la mismísima Catalina la Grande de Rusia. No en vano las memorias de Casanova son una de las fuentes de inspiración más evidentes del autor o autores del personaje: en alguna película, de modo consecuente, ambos galanes cruzarían sus caminos.
La génesis de este personaje es casi más apasionante que la lectura de sus aventuras. Hubo un auténtico Hyeronimus Karl Friedrich, barón de Munchausen, militar al servicio del príncipe de Brunswick, que participó junto a su señor en las campañas de Rusia contra los turcos, que se retiró a los 40 años a sus posesiones en el campo y allí pasó el resto de su vida dedicado a la holganza propia de su clase social, ganándose la reputación de ser un formidable animador de la aburrida vida rural, gracias a los prodigiosos, divertidos e inverosímiles relatos de las peripecias que, presuntamente, había vivido a lo largo de sus años activos. Sin duda, el Munchausen real fue un magnífico relator que tenía la particularidad de narrar con total seriedad un conjunto de historias abiertamente inventadas, de tal modo que esa convicción acababa formando parte del entretenimiento. Sobre tal figura parece que empezaron a correr historias en tierras alemanas que a alguien empezó a ocurrírsele que sería bueno recopilar para entretenimiento general. (Recuérdese que en esos lares existe una tradición que es la de los «almanaques», o recopilaciones de todo tipo de historias reales, anécdotas, consejos sobre la vida cotidiana, que las familias leían por las noches al calor de un buen fuego.)
Lo cierto es que en 1785, y en inglés, una editorial inglesa publicó el Relato que hace el barón de Munchausen de sus campañas y viajes maravillosos por Rusia, una pequeña obrita de tan sólo 42 páginas, de autor anónimo, que obtuvo un éxito inmediato y colosal. Los editores publicaron al año siguiente una nueva edición, ampliada, añadiendo nuevas historias de su protagonista (¡en las que por ejemplo se encontraba con nuestro don Quijote!). Esta edición llegó a Alemania, país donde por evidentes razones iba a tener un especial eco, y allí su traductor, un poeta relativamente conocido llamado Gottfried August Bürger, no se ciñó únicamente a su trabajo de trasvase de idiomas sino que añadió por su cuenta y riesgo otros episodios. Desde ese momento (recuérdese que el respeto debido a los derechos de autor es una conquista demasiado reciente), en distintos países y ediciones, las aventuras del barón de Munchausen fueron retocadas, ampliadas, censuradas o alteradas a gusto del editor. Quizá la más recordada fue la versión francesa de 1862, que debe su gloria a dos razones: el gran escritor Téophile Gautier se encargó de la misma y el ilustrador Gustave Doré creó la imagen iconográfica definitiva del personaje. Gautier añadió alguno de los episodios hoy más conocidos de la leyenda del barón (gracias, por ejemplo al cine), como el de los criados de prodigiosos poderes —el hombre más rápido del mundo, el más certero, el más fuerte y el dueño de un soplido huracanado— que ayudan a su amo a ganar una apuesta al mismísimo sultán otomano en su palacio de Constantinopla, y que parece más bien una fábula extraída de las Mil y Una Noches.
El autor real de la primera obra (que partió, recuérdese, de un material previo, mucho más disforme, publicado originalmente en Alemania), sin embargo, parece ser que fue un muy particular individuo, mezcla harto curiosa de sabio leibniziano y trapisondista irredento, también alemán, llamado Rudolf Erich Raspe. Nacido en 1737 en Hannover (principado nativo de la actual casa reinante en Inglaterra, que cambió su original apellido germano por el más británico de Windsor por evidentes razones al estallar la Primera Guerra Mundial), Raspe fue el clásico niño prodigio parece ser tan habitual por aquellas tierras, que se labró una sólida carrera intelectual, apoyada en una buena red de corresponsales por toda Europa, mientras se ganaba la vida al servicio del landgrave de Cassel. Sin embargo, y además de su sólido trabajo intelectual, Raspe también fue un manirroto que acumuló una notable cantidad de deudas en poco tiempo, que intentó tapar aprovechándose de su control sobre las antigüedades del landgrave. Descubierta su muy liberal forma de «clasificar» lo ajeno, Raspe tuvo que escapar no ya de Cassel sino de Alemania y marchó a Inglaterra, donde también acabó alcanzándole la larga sombra de su mala reputación. Rechazado por la sociedad intelectual, no digamos ya por la de rancio abolengo, Raspe tuvo que dedicar su afinada pluma a realizar toda clase de trabajos alimenticios, y uno de ellos fue el del barón de Munchausen, que no quiso firmar para no asociar su nombre «respetable» a una obra de intenciones claramente cómicas.
Es evidente que es ocioso ir de puristas en torno a la autoría del barón, pues ha acabado por convertirse en una creación «colectiva», en un personaje construido por muchos, y ya no sólo en la literatura sino también en el cine, que es el aspecto del que me voy a ocupar en especial. Baste decir que, por las razones expuestas, resulta difícil encontrar una edición definitiva de sus andanzas. En España, por ejemplo, las dos ediciones más asequibles en los últimos años son las de Alianza Editorial y Anaya (inicialmente, bajo el entrañable sello «Tus Libros»), y una lleva la firma de G. A. Bürger, y la otra de R. E. Raspe. No he podido cotejar la primera, pero supongo que contendrá la versión germana re-creada por quien la firma. La segunda lleva un extenso apéndice final a cargo de John Carswell, el responsable de la edición inglesa que reproduce la casa española, que explica con bastantes pormenores la cuestión de la autoría, además de incluir las ilustraciones de Doré. Es una lástima, pero no he podido leer personalmente la versión de Gautier, que parece la más prometedora.
En cualquier caso, y en el ámbito de la narración, el barón de Munchausen se ha convertido en el prototipo de fabulador irredento, del gigantesco embustero capaz de soltar, sin inmutarse, la trola más grande. Parece ser que el auténtico Munchausen vio ensombrecidos sus últimos días al verse objeto de la sátira general y de la calificación de mentiroso mayúsculo. Algo seguramente injusto con quien sólo pretendía entretener a los distinguidos invitados que acudían a cenar a su casa para compartir un poco del aburrimiento que no puede sino provocar la vida en el campo. Como curiosidad final, señalo que el nombre de Munchausen ha servido también para dar nombre a un síndrome clínico, una alteración psicológica en la que el individuo que la padece se inventa síntomas o enfermedades para llamar la atención, y que parece una versión desorbitada de la hipocondría.
Las aventuras del barón Munchhausen (1943, Josef von Baky)
En plena guerra mundial, Joseph Goebbels, ministro de propaganda del Tercer Reich, decidió celebrar a lo grande el 25º aniversario de la UFA, la más emblemática productora del cine alemán, con una gran superproducción que, en Agfacolor y con un abierto derroche de medios, sirviera como inmejorable propaganda de las capacidades de la industria del entretenimiento para las masas que ya empezaban a pasar privaciones como consecuencia del conflicto. Lo paradójico es que escogiera a un personaje que podía ser utilizado fácilmente por los enemigos del régimen como fácil símbolo del mismo: un fabuloso oropel de falsedades. Sin embargo, lo que sucede es que, en el fondo, el barón fue objeto, como tantas veces, de una manipulación más. Es decir, es convertido en el prototipo de héroe germánico que se conduce por el mundo con insolente desenvoltura, saliendo con bien de cualquier apuro que se le cruza en el camino y ganándose el amor y el deseo de toda clase de bellas mujeres.
Por tanto, el retrato que se hace del personaje, que tiene menos que ver con el excéntrico tipo del original y mucho con el del alemán ideal que vendía la propaganda nazi. Aquí, el barón Munchausen resulta un héroe muy poco simpático, al que inútilmente se intenta rodear de cierta aureola de romanticismo fatalista (sobre todo en su parte final) por el hecho de que, gracias al conjuro vertido sobre él nada menos que por el conde de Cagliostro, vea envejecer el mundo en torno a él sin quedar atrapado nunca por las redes del tiempo, con lo cual ha visto morir a muchos amigos y mujeres.
El guión, en este caso sí de acuerdo con la visión literaria, lo trata más bien como a Casanova (que aparece también en el film, pero significativamente ya en el umbral de la ancianidad, lamentándose por el vigor perdido en comparación con él, que sigue igual de joven y por tanto de viril): hasta Catalina la Grande se comporta ante él como una colegiala embobada por un galán experimentado. En este sentido, resulta sonrojante la escena en que, ante una mera indicación del barón, se despoja de sus solemnes ropajes imperiales y se queda en ropa interior, cubriéndose con una picaruela (se supone) negligée, en un momento digno de Mariano Ozores, pero mucho más siniestro si tenemos en cuenta que, en el mismo momento del rodaje, lo que intentaban hacer los alemanes en Rusia no era ninguna frivolidad.
La historia comienza de modo ingenioso. En apariencia, nos hallamos en el siglo XVIII, es decir, en la ubicación cronológica esperable, como remarcan las pelucas, casacas y miriñaques de los personajes que desfilan en la pantalla. Pero de pronto alguien manda encender las luces y se revela que nos encontramos en pleno siglo XX, en un mundo de coches y electricidad, mientras se celebra un baile de disfraces. El anfitrión es, precisamente, el barón de Munchausen, y la película consistirá en el relato que hace de su vida a una pareja de jóvenes cuyo miembro femenino parece haber caído fascinada por el encanto del distinguido protagonista.
Ese relato se desarrollará en cinco escenarios: la casa paterna en la localidad alemana de Bodenweder (lugar nativo del auténtico barón); la Rusia de Catalina la Grande; Constantinopla, para ilustrar el famoso episodio inventado por Gautier; una Venecia donde Munchausen coincidirá con Casanova; y por último la Luna, donde se intenta otorgar a la historia de cierto aire de elegía por cuanto allí el tiempo marcha más rápido y el barón inmune al tiempo ve cómo su fiel sirviente envejece y muere con enorme rapidez.
Sobre el papel, todo lo que cuenta es de enorme interés, y se beneficia de una cualidad distinguible, siempre, en el cine alemán de género: su desbordante sentido de la plasticidad, que hace tan agradable visualmente sus mejores propuestas, desde el famoso expresionismo del cine silente, y que, en mi opinión, tiene su cumbre en el díptico aventurero que Fritz Lang propuso en su regreso a Alemania: El tigre de Esnapur – La tumba india (1959). Por desgracia, esto no es suficiente. Las aventuras del barón Munchhausen resulta un título acartonado y que ha envejecido muy mal, y eso no se debe sólo a la antipatía del personaje o a los ramalazos ideológicos que se cuelan aquí y allá. Es problema, ante todo, de la rígida dirección del húngaro Josef von Baky, incapaz de armonizar el trabajo visual y el desbocamiento argumental en un conjunto coherente. Los episodios que componen la historia desfilan por la pantalla de modo cansino, dando la sensación de que a Von Baky, interpretando sin duda las intenciones con que se le había encomendado el proyecto, sólo le preocupaba impresionar continuamente al espectador con el máximo derroche de maravillas que pudieran caber en el plano: los escenarios siempre parecen sobrepoblados.
Eso sí, lo que sí resultan muy conseguidos son los efectos especiales, entrañables incluso: la emblemática imagen de Munchausen volando a lomos de la bala de cañón (hay un buen momento en que, al saludar a los sorprendidos testigos a los que sobrevuela, la bala está a punto de dejarlo atrás), la caída final sobre la fortaleza (resuelta con un magnífico travelling subjetivo sobre la maqueta que se halla sobre un tambor giratorio), el rapidísimo mensajero (rodado a cámara rápida cuando está a punto de arrancar o de pararse y como una estela de humo en el horizonte cuando está lejos) o las volutas de humo de la lámpara recién apagada que acaban formando la palabra «Ende» en el plano final de la película.
En la próxima entrega, dos versiónes cinematográficas más del barón: una inolvidable (la checa de K. Zeman de 1963), otra muy irregular pero a ratos irresistible (la de T. Gilliam de 1988).
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Las aventuras del barón de Munchhausen / Münchhausen. Año: 1943
Director: Josef von Baky. Guión: Erich Kastner. Fotografía: Konstantin Irmen-Tschet y Werner Krien. Música: Georg Haneztschel. Reparto: Hans Albers (Barón Munchausen), Kathe Haack (Baronesa), Brigitte Horney (Catalina la Grande), Ferdinand Marien (Cagliostro). Dur.: 119 min.
El barón de Münchhausen supone la versión extrema de un «tipo» universal que entra en la literatura con el «Miles gloriosus» de Plauto. España habrá tenido los suyos, reales e imaginarios, claro que ninguno sin esa trascendencia universal… como no aceptemos en la nómina a Don Quijote, que algo de soldado fanfarrón tiene, e inventor de hazañas aunque en este caso inconscientemente. De hecho, muchas de las ilustraciones que he visto de Munchausen, a este se le da una apariencia física más bien quijotesca (flacucho y algo entrado en años): Doré, sin ir más lejos, ilustró ambas obras.
Fuera o no gracias a Gautier, pero en España algo sí se debieron de conocer sus aventuras, por lo menos desde el siglo XIX. En «Trafalgar», de Pérez Galdós, un embustero militar retirado llamado José María Malespina cuenta alguna anécdota claramente inspirada en el barón alemán. Recuerdo, por otra parte, versiones infantiles en mi niñez de las aventuras del «barón de la Castaña», que así se le llamaba, y también alguna más antigua, de los famosos cuentos de Calleja. Sin embargo, para mí la más importante fue la historieta del asturiano Chiqui de la Fuente (ahí sí se llamaba Münchausen), donde también le daban al personaje apariencia quijotesca.
En efecto, se notan mucho los parecidos razonables entre el Don Quijote y el Munchausen de Doré, que sin duda también emanan del original, aun cuando sea porque ambos personajes convocan un mundo de fábulas, si bien por razones diferentes.