Conocer más o menos bien la obra de Akira Kurosawa no es conocer bien el cine japonés, claro que no. Pero ayuda a conocer, y amar, la historia del cine en general. El haber sido el director nipón más accesible para el público occidental tampoco lo trivializa: se puede admirar a Ozu, Mizoguchi, Naruse y los directores de la nuberu bagu, e incluso haber buceado en el increíble cine de género nacional y descubrir que no todas las películas del país son lentas y sobrias, y aun así sentir un apego especial por el hombre que dirigió esas cumbre que son Vivir (1952) o El infierno del odio (1963). Es lógico: fue nuestra puerta a una cinematografía que se revela realmente inabarcable; que es mucho más que esos referentes que he citado. Los siete samuráis (1954) es una de sus obras más conocidas. No extraña que sea una película tan amada, en el mismo Japón y entre esos espectadores occidentales a los que nos gusta encontrar en ella numerosos vasos comunicantes con géneros tan entrañables como el western o el cine de aventuras en su vertiente de capa y espada. Hollywood lo supo enseguida, realizando un rápido remake con el título de Los siete magníficos (John Sturges, 1960), con el que solo puede compararse por su argumento, como señalaré más adelante. Los siete samuráis es eso que se llama «obra total»: en la desmesura de su metraje (al servicio, sin embargo, de una historia concisa como pocas y de un dibujo de personajes que no puede ser más sencillo y a la vez más complejo) encontramos una memorable reflexión sobre esa criatura especialmente paradójica que es el ser humano. Los siete samuráis de Kurosawa no son de ningún modo magníficos: son seres de carne y hueso, no arquetipos (o peor, como sucede en el film americano, estereotipos). Su grandeza dramática está a la par que la narrativa: la película se disfruta como una mera película de aventuras, por supuesto, pero alcanza su grandeza en el estupendo dibujo de personajes y en la fascinación visual que depara el uso de esas fuerzas de la naturaleza que siempre fue el sello del gran director japonés.
La acción se sitúa en 1586, en el corazón de la turbulenta época justo anterior al definitivo asentamiento del shogunato Tokugawa en Japón, que pacificó el país y le dio doscientos cincuenta años de estabilidad. En este ambiente en que bandas de hombres armados recorren y saquean el país —el mismo en que Kurosawa situó su posterior y también extraordinaria La fortaleza escondida (1958)— se justifica su trama.
Los habitantes de una aldea perdida, periódicamente esquilmados por los bandidos, y ante la amenaza de que estos van a regresar tan pronto recojan su cosecha, condenándolos así al hambre, se aferran a una última esperanza: contratar a algunos samuráis para que los defiendan. ¿Qué guerrero va aceptar la mísera oferta que estos se pueden permitir, o sea, el mero sustento a cambio de jugarse el pellejo? Pues bien, los enviados de los campesinos consiguen encontrar a un samurái maduro y noble, Kanbei —en realidad, un ronin, un samurái sin señor obligado a convertirse en mercenario: la escala más baja de su noble casta—, que a su vez atraerá a otros seis. Y allá que parten a esa aldea para preparar la defensa, enseñando de paso a sus pobladores a recuperar la dignidad personal y a atreverse a combatir por lo que es suyo.
La primera sorpresa que ofrece el film es la mirada que ofrece sobre esos campesinos, en principio seres sencillos y nobles nacidos para ser víctimas, pues lo que hace es cuestionar precisamente esa nobleza primordial que, se supone, se respira en el mundo rural, un tópico deleznablemente conservador que en España se resume en la expresión «menosprecio de corte y alabanza de aldea». (El remake americano incurre precisamente en esta simpleza). Pero Kurosawa, por supuesto, no se marcha al extremo opuesto, esto es, convertir a los samuráis en ejemplo emblemático de virtudes heroicas, portadores del bien allí donde llegan.
Basta una sola y excepcional escena para desarmar las convicciones del espectador. Se trata de aquella en que Kikuchiyo (Toshiro Mifune) —el único de los siete que no pertenece realmente a la casta samurái— irrumpe en la cabaña donde descansan sus compañeros, loco de contento al haber conseguido que los campesinos de la aldea le revelen el botín de armas y pertrechos militares que escondían. Su fulgurante alegría contrasta con las miradas de reproche y dureza de los otros, que han adivinado que las armas son producto del saqueo y probable asesinato de otros samuráis errantes como ellos a cargo de los lugareños (un tema, por cierto, que aparece en varios clásicos del cine japonés, como la en su día muy famosa Onibaba): el mito del aldeano como paradigma de lo bueno se derrumba ante los ojos de los guerreros.
Pero será este Kikuchiyo —que para su desgracia conoce bien la vida campesina: es impresionante el momento en que tiene entre sus brazos al niño pequeño que acaba de perder a su familia y grita con desgarro: «¡Este niño fui yo!»— quien los despierte de su condescendiente superioridad moral. Con la vehemencia que lleva esgrimiendo desde que entró en escena, les recrimina primero que hayan creído que los campesinos eran lo que no son (su vida, cuyo objetivo principal es la supervivencia, no se lo permite: bien les había dicho él que lo normal era que les escondieran cuanto valioso estimaran en su aldea: así, por ejemplo, la hija obligada por su padre a pasar por muchacho; o las viandas que sólo sacarán la víspera de la batalla definitiva); y después les señala que son precisamente los samuráis, la casta guerrera y aristocrática, quienes les obligan a tal comportamiento, quienes les enseñan que la violencia es la principal norma de conducta ante los extraños. ¿Cómo puede extrañar que los malos instintos sean norma en ese mundo brutal y primitivo?
A propósito de esta memorable densidad del film japonés, creo oportuno realizar ahora la comparación con su remake americano, pues uno de los propósitos de este artículo es empujar al descubrimiento del original a quienes no lo crean necesario por conocer la versión occidental. Confieso no haber sentido nunca gran estima por el film de Sturges, aunque lo haya visto más veces que el de Kurosawa. Aquello que es su gran atractivo a la vez es el mayor de sus defectos: el pueril sentido de la mitomanía que revela. Mitomanía no exactamente hacia los actores, sino hacia el dibujo de personajes, en un sentido estelar muy propio de Hollywood. Si digo que no hacia los actores es porque, con la excepción de Yul Brynner, ninguno era muy conocido: como mucho, eran jóvenes prometedores (Steve McQueen, Horst Buchholz, este último una estrella en su Alemania pero no fuera de ella, como señalo en este artículo) o sólidos secundarios, de los cuales al menos tres se convertirían también en importantes estrellas, James Coburn y Charles Bronson en cine y Robert Vaughn en televisión (al más veterano, Brad Dexter, no lo conocía nadie y así siguió, aunque fuera un buen actor).
Los siete magníficos está concebida claramente de cara a la mítica, y ello desde el mismo título. Es cierto que este procede del rebautizo del film japonés para su estreno en Estados Unidos, pero es significativo que no se escogiera un término equivalente al original, pues el adjetivo «magnífico» no es un término profesional o de casta sino que alude a una cualidad. Así, y salvo una excepción, la presentación de los magníficos está pensada con el objeto de atraer sobre casi cada uno de ellos (la excepción, una vez más, es Brad Dexter) una imagen supuestamente carismática, que los defina de entrada mediante alguna característica principal: el problema es que así se quedarán para el resto de la historia, sin que medie ninguna evolución en su retrato.
Por supuesto, los dos protagonistas, Brynner y McQueen, son los que entran primero y quienes protagonizan una hazaña mayor que deje bien claro no solo su solvencia profesional sino su nobleza, al asumir una causa tan nobilísima como enfrentarse a los matones de un pueblo para que un indio pueda ser enterrado en su cementerio. Del resto de presentaciones destaca la de James Coburn, con su lacónica pero letal habilidad para lanzar cuchillos, pero por ello es triste que un personaje que aparece de forma tan atractiva luego sea el más opaco de toda la historia pues nada más sabremos de él (si se pretende que sea el equivalente del inolvidable Kyuzo, el maestro de espadas del grupo de samuráis, es sencillamente ridículo). De hecho, es buen símbolo de la falta de entidad de los personajes que, tan pronto entran en acción, el suyo ya no utilice ninguna arma blanca salvo en el momento de su muerte, cuando antes de caer al suelo, y a modo de estúpido gesto de cara a la galería, saca su cuchillo, ahora sí, y lo clava sobre el muro a cuyo pie cae. Porque esa es otra: los cuatros secundarios (menos magníficos por tanto) mueren de forma especialmente arbitraria, cuando ya la victoria se ha decantado por los buenos, de tal forma que perecen porque sí, para no robar el lucimiento de la despedida final de los tres protagonistas Brynner, McQueen y Buchholz.
Este peso mítico también cubre al villano del film, encarnado (estupendamente, eso sí) por Eli Wallach. Kurosawa en cambio pasa muy por encima de los bandidos: no le interesan más que como antagonistas casi abstractos. Ellos son la plaga que amenaza con arrasar la apacible vida de los campesinos y que servirá para probar la valía de los samuráis. Nada más.
No es necesario insistir mucho más que para subrayar el inevitable sentimentalismo en que incurre el film americano. Por ejemplo, en ambos títulos hay un personaje con facilidad para comunicar con los niños (Mifone versus Bronson), pero en este segundo caso hay un exceso de ternurismo que hace que el durísimo Hombre de la Armónica de Sergio Leone aquí nos resulte muy embarazoso. El film americano incluso no duda en dejar claro que el personaje del más joven pistolero acaba quedándose en el pueblo con la chica de la que se ha enamorado: elige, por tanto, ser agricultor. En el film japonés su equivalente, en la despedida, se queda mirando a esa muchacha que está plantando ostentosamente arroz con sus vecinos, y Kurosawa se niega a decirnos qué va a hacer a continuación. Que cada uno, de acuerdo con su debilidad mayor o menor por los buenos sentimientos, decida.
En Los siete samuráis la presentación de cada uno de los siete samuráis carece del menor propósito de subrayar su excepcionalidad, en buena medida porque la premisa dramática que Kurosawa maneja huye como de la peste de esa condición. Así, la hazaña que introduce al líder, Kambei, en la historia —ganándose la admiración de dos de los siete, el joven Katsushiro y el estrambótico Kikuchiyo, además de convencer a los campesinos de que es el hombre que necesitan—, se realiza en off visual. Es más, a modo de fantástica idea, lo que Kurosawa mitologiza (pero no de cara a la galería: es un plano construido desde el punto de vista de los asombrados testigos del hecho) es el resultado, haciendo que el ladrón que amenazaba la vida de un niño caiga mortalmente al ralentí.
La primera virtud sobre la que Kurosawa construye su película es su empeño en conseguir que cada uno de sus siete samuráis (aunque unos sean, como es natural, más protagonistas que los otros) tenga una voz propia, una personalidad singular, de tal manera que el espectador acaba considerando imprescindibles a todos. Es la única manera de que las muertes de varios de ellos (de hecho, sobrevive exactamente el mismo número que en el film americano) duela de igual modo en nuestro ánimo.
Los tres personajes que reciben más espacio son el jefe, Kambei, su joven discípulo, Katsushiro, y el aspirante a samurái (más ante sí mismo que ante los demás), Kikuchiyo. Kambei es el guerrero maduro, y por ello sabio, que tras una vida de lucha ha alcanzado al fin el control sobre sus pasiones, puesto que sabe que estas no conducen a la felicidad. Más que por sus palabras, siempre mesuradas y tranquilas, es el líder del grupo por el aire de serenidad que desprenden sus actos. A este respecto, resulta magnífica su presentación: para liberar a un pequeño, rehén de un ladrón (es la hazaña ya señalada), no duda en afeitarse el pelo (que en el Japón medieval indicaba la casta) para hacerse pasar por monje y así permitir que el bandido lo deje acercarse sin recelo (por cierto que el modo en que su cabeza va volviéndose a cubrir de cabellos es un indicador sutil del paso del tiempo). Takashi Shimura, el protagonista de Vivir, en su último papel de extensión para Kurosawa (luego siguió participando en su filmografía, pero —quizá de modo injusto— a través de papeles muy pequeños), está inolvidable: su personaje diríase un compendio de todos los anteriores y muy importantes que había interpretado para su maestro.
Toshiro Mifune, por su parte, está genial en el papel del aparentemente diáfano y en realidad muy complejo Kikuchiyo (complejo por el desgarro interior: un campesino huérfano que quiere renegar de su condición de tal —pese a que esta le delata a cada momento— e intenta hallar la dignidad y el respeto a que aspira de modo casi patético en esa condición de samurái). Recogiendo su previa interpretación del bandido de Rashomon, Mifune ofrece un registro de increíble extroversión que nunca resulta ridículo. Su comportamiento, bufonesco, delirante, atrabiliario, es la expresión de su alma torturada: es por ello que puede ser al mismo tiempo el más lúcido de todos —como en la escena descrita líneas arriba— o el más inconsciente —su infantil alarde de introducirse en el campamento enemigo para robar un fusil, intentando conseguir el mismo reconocimiento que poco antes había obtenido Kyuzo en una acción similar. Por cierto, qué estupenda manera de distinguir la personalidad de ambos personajes mediante la distinta formulación narrativa de cada una de las dos hazañas: la de Kyuzo se resuelve de modo elíptico, tan lacónico como su propio carácter: el maestro desaparece en la oscuridad de la noche y reaparece al día siguiente, entre la niebla, con el arma y afirmando sencillamente que ha matado a dos enemigos más; la de Kikuchiyo se muestra en todo su detalle y desmesura, a la medida de su protagonista.
De todos los personajes, lógicamente, es aquel con quien más se identifica el espectador: despierta fácilmente las risas, con sus cabriolas y requisitorias contra los «tontos» campesinos (en determinados momentos, incluso parece formar pareja cómica con Yohei, el aldeano de perenne expresión alelada), pero también el dolor (el duelo nocturno ante las tumbas de los dos compañeros muertos). En cuanto al joven Katsushiro (Isao Kimura), lógicamente, se subraya en él su bisoñez («es un niño», sonríe Kambei tras asistir a una de sus explosiones de alegría), de aprendiz de todo: de ahí sus continuas miradas admirativas (admira, en especial, de Kambei su sabiduría, y de Kyuzo su condición de perfecto guerrero) y el episodio romántico con Shino, la joven campesina ocultada como muchacho. El amor entre estos nada tiene de sentimental: es un amor que nace, antes que nada, de la atracción sexual entre dos jovenzuelos ardientes que además saben que muy probablemente no tengan tiempo para ningún cortejo: que deben ir al grano, vamos. Y además provoca una conmoción en la aldea, pues su padre, consciente de que el desnivel de casta impide el matrimonio (el medievo japonés nada tiene de la mirada romántica occidental), se queja amargamente de que ella ha sido deshonrada para siempre.
Los otros cuatro guerreros también tienen tiempo para perdurar en la memoria: el ya sobradamente citado Kyuzo (Seiji Miyaguchi), el mejor guerrero del grupo, siempre sobrio y eficaz, quien nunca hace un gesto o una palabra de más; Gorobei (Yoshio Inaba), el veterano que es una prolongación de Kambei, su mano derecha, siempre afable y valiente; Shichiroji (Daisuke Katô), orondo y jovial, perfecto complemento de hombres con más capacidad; y Heihachi (Minoru Chiaki, uno de los dos personajes de La fortaleza escondida que George Lucas convirtió en sus dos entrañables robots), el menos notable en la guerra, pero el más necesario en los momentos de unión por su carácter alegre y gregario (él es quien borda la bandera que une los símbolos de los samuráis y de los aldeanos: seis círculos para los samuráis oficiales y un triángulo para Kikuchiyo).
En el film de Sturges —director al que salvo de la mediocridad de su película, como demuestran sus otros westerns, tal vez menos famosos pero espléndidos: remito a otro artículo mío—, los aldeanos forman un conjunto del que nadie destaca salvo el anciano patriarca del pueblo. En Kurosawa, en cambio, están adecuadamente individualizados: el hosco y desconfiado Manzo; el trágico Rikichi (que es quien impulsa en primer lugar a los demás a buscar una solución y no contentarse con dejarse saquear), atormentado por la pérdida de su mujer, que marchó con los bandidos; el decano del pueblo, su oráculo (quien tiene a su cargo un parlamento estupendo, mediante el cual define a los campesinos como la gente que siempre tiene miedo: a los bandidos, a la lluvia, al hambre); el mencionado y cómico Yohei (parece surgido, salvando las distancias, de una comedia Paramount…).
[Quien no conozca el final de esta película debe dejar de leer aquí]
No menos importancia tiene el escenario donde transcurre la mayor parte de la historia, la aldea. Con inteligencia, Kurosawa procura que el espectador tenga siempre una idea clara de sus partes y contornos (por ejemplo, haciendo que la recorramos junto a Kambei, plano en mano, en su primer reconocimiento), de tal modo que cualquiera de nosotros estoy convencido de que podría orientarse en ella (aunque, eso sí, en realidad se aprovecharan varias localizaciones diferentes). Del mismo modo, es fundamental el tratamiento de la naturaleza: de la vegetación, del barro, del viento, de la lluvia. El tópico de Kurosawa como cineasta telúrico por excelencia no es tópico: es arquetipo. Kurosawa hace que el medio físico sea algo más que el espacio donde transcurren las incidencias: es el catalizador o el dramatizador de la misma.
De ahí que decidiera que el clímax final, la batalla definitiva en que todos, campesinos, samuráis y bandidos, luchan a vida o muerte transcurre por entero bajo una de esas imborrables tormentas de lluvia que son el sello de su autor. Como sucede con los famosos cuadros y grabados de Goya sobre la guerra de independencia española, el combate no ennoblece ni dignifica: degrada al hombre cualquiera que sea su motivo, puesto que cuando uno libra una lucha por su supervivencia nada cuenta salvo destruir al enemigo. Bajo esa lluvia que a todos molesta, sobre ese barro que hace que cuantos luchan manifiesten aún mayor fragilidad, no hay héroes ni villanos sino hombres que matan o mueren. Es inolvidable, por ejemplo, la muerte de Kikuchiyo —una vez más, que diferencia con respecto al film americano: el personaje seguramente más carismático aquí no sobrevive—, atacando sin piedad al bandido que ha matado con un fusil a unos de sus compañeros (para Kikuchiyo, de modo indigno de un verdadero samuráis: a cobarde distancia), salva la vida de Katsushiro y carga contra su oponente a costa de recibir un disparo a bocajarro, mas con tiempo para atravesarlo con su espada antes de caer muerto sobre el puente.
Los siete samuráis es un film lleno de belleza pero que a la vez sabe mirar a la oscuridad del alma humana, una película intensamente activa pero con espacio para la meditación, plena de humor y vitalidad pero con un poso trágico y elegíaco. No puede extrañar la admiración que siempre ha despertado entre cuantos se asoman a sus imágenes, sin importar la larga duración cercana a las cuatro horas (que no importan: nada puede cortarse de ella sin mutilarla irremediablemente, y durante décadas eso es lo que se hizo). Pasan los días desde que la vimos y sus personajes siguen abriéndose paso en nuestros momentos de sosiego: la risa carnavalesca de Kikuchiyo, el semblante sereno de Kambei, la figura afilada e inmutable de Kyzo, el desgarro terrible de Rikichi al descubrir a la mujer que lo abandonó en el antro de los bandidos, las incontrolables explosiones de alegría, de miedo o de rabia de los campesinos…
Y aunque sea difícil encontrar un momento o un plano que condense el valor de la película, para mí resulta imposible de olvidar ese cuadro final en que los tres supervivientes contemplan la pequeña elevación donde han enterrado a sus caídos, a los campesinos en primer término y a sus compañeros samuráis en sendos montículos coronados por su katana. Muy cerca, los lugareños ya están empezando a olvidarlos, concentrados en la eterna siembre del arroz, y ellos se miran con el embarazo de lo poco glorioso que ahora parece su hazaña, pero a la vez con la firme convicción de saber que la verdadera nobleza es cumplir lo que nos dicta nuestra conciencia.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Los siete samuráis / Shichinin no samurai. Año: 1954
Director: Akira Kurosawa. Guión: Akira Kurosawa, Shinobu Hashimotu y Hideo Oguni. Fotografía: Asaichi Nakai. Música: Fumio Hayasaka. Reparto: Toshiro Mifune (Kikuchiyo), Takashi Shimura (Kambei), Daisuke Katô (Sichiroji), Isao Kimura (Katsushiro), Minoru Chiaki (Heihachi), Seigi Miyaguchi (Kyuzo). Dur.: 207 min.