Burt Lancaster: acróbata, príncipe, charlatán

Burt Lancaster, inmortal Joe Erin en VeracruzNo tenía ninguna formación; en principio, nada en su trayectoria parecía anticipar su dedicación a la interpretación. Se había iniciado profesionalmente como artista de circo hasta que una lesión lo retiró de las pistas. Paseó su desorientación por diversos oficios (incluido el de la guerra) hasta que alguien advirtió que tenía buena planta y le dio un papel en el teatro. Poco después, esa vieja historia que muchas veces nos suena a mito pero que se hacía realidad de cuando en cuando, sucedió: un productor de Hollywood que buscaba un rostro nuevo pensó que le vendría bien para el personaje central de la película que iba a producir, un papel poco exigente en principio, que necesitaba poco más que una imponente condición física. Eso sí, el papel lo iniciaba directamente en el cine como protagonista, estatus del que solo lo apearía la edad, aunque seguiría disfrutando de roles extensos si ya no el principal. Tardó tiempo en ser respetado. Le perjudicaba, como a otros grandes actores (John Wayne, por ejemplo), que pareciera eso que ya se ha dicho: solo alguien con buena planta. Y en un principio, debe reconocerse, era ante todo una presencia. Su evolución como actor habría de ser de las más apasionantes que ha dado el cine. Ese muchacho de cuerpo envidiable y expresión enérgica acabaría revelando una variedad de registros muy superior a la de otros intérpretes de su estilo. Es más, demostraría una desconcertante facilidad para pasar de la actuación más sobria y ascética a la exuberancia más desatada, cuando no directamente histriónica (mas sin dejar entrever el mero narcisismo personal, al estilo de Marlon Brando o del Paul Newman joven, sino sabiendo ponerla al servicio de personajes que así lo demandaban). El hombre que solo parecía adecuado para personajes plebeyos que se expresan mediante la acción o la violencia de pronto fue descubierto por la crítica internacional como la encarnación perfecta de una aristocracia tal vez decadente pero todavía digna, exhibiendo una elegancia y una compostura que nadie habría adivinado en aquel tipo que saltaba sobre arboladuras y tejados. Encarnó como pocos la fuerza más exultante, pero también supo conmovernos dando vida al desmoronamiento de los sueños del vigor: a la decadencia física. Fue acróbata. Fue príncipe. Fue charlatán. Fue, sencillamente, Burt Lancaster, uno de los más grandes actores de todos los tiempos.

Seguramente ningún otro actor de la historia del cine haya comenzado su carrera de un modo más extraordinario que él. Se encuentra en el inicio del clásico del cine negro Forajidos (1946), en la parte del film que precisamente adapta el cuento breve de Ernest Hemingway que después los guionistas extenderían de modo estupendo. Dos killers se presentan, de noche, en el café de un tranquilo pueblecito y allí amedrentan con facilidad a sus empleados y clientes, anunciando que buscan para matarlo a un sujeto apodado el Sueco que saben que acude todas las noches a ese local. Uno de los clientes escapa y corre a avisarlo. Lo encuentra tumbado en la oscuridad de su habitación, pero al anunciarle la inminente llegada de los asesinos, el hombre no hace un solo movimiento de huida. Es más, le dice que no va a hacer nada, que está cansado de escapar. «Cometí un error en cierta ocasión», es la única (y memorable) justificación que dará. Cuando por fin queda solo, la cámara se acerca a él, el rostro todavía entre sombras, pero al escuchar el ruido que hacen quienes lo van a matar al subir las escaleras, se incorpora levemente y la luz nos revela ya por completo a un muy joven Lancaster. Acto seguido, los killers entran y comienzan a disparar a bocajarro: el plano muestra sus rostros hieráticos, iluminados por el relampagueo de los disparos. Una secuencia genial, digna de ese gran estilista que fue Robert Siodmak.

Burt y Ava, en ForajidosEse actor rubio, de rostro apuesto pero no delicado —de hecho, era más bello en plano medio que en plano corto: aquí, la cámara desnuda pequeños rastros de acné juvenil enquistado que endurecen su cara, alejándolo saludablemente de la apariencia efébica—, de voz imponente aunque no cultivada, no desaprovechó la oportunidad. El personaje del Sueco lo encaminó, lógicamente, a otros papeles dentro del mismo género: en Hollywood se estaba viviendo el esplendor del cine negro. En esa segunda mitad de los años cuarenta, y en general dentro de la Paramount, Lancaster se hizo un nombre familiar en el thriller, con personajes que, a uno y otro lado de la ley, sin embargo dejan poca huella en comparación con los posteriores. Sencillamente, fueron la escuela en la que el intérprete fue ganando soltura: buenas películas, aunque no excepcionales, como Fuerza bruta, Desert Fury, Al volver a la vida o Voces de muerte. Él mismo decidirá cerrarla tras el título que puede considerarse su culminación, El abrazo de la muerte (1949), en la que volvió a ser dirigido por Siodmak en un rol que puede considerarse el modo de cerrar el círculo abierto en el noir, puesto que vuelve a encarnar a un hombre manipulado con facilidad por una mujer fatal (la primera, fabulosa, había sido Ava Gardner; la segunda, entrañable pero menos imponente, Yvonne de Carlo) y empujado a la comisión de un atraco que concluirá con el clásico enfrentamiento entre los miembros de la banda.

En todas ellas, sean personajes dentro o fuera de la ley, Burt Lancaster pasea el mismo tipo: un hombre que se conduce con firmeza, si no siempre con sensatez. Tiene mandíbulas fuertes y sabe que su gesto serio es imponente: revela carácter y determinación. Sin embargo, su expresión severa todavía deriva fácilmente en simple hosquedad: con el tiempo, conseguirá que ese gesto suyo posea unos matices de los que todavía no es capaz. Los modos son lacónicos, la sobriedad lo sitúa al borde de lo meramente taciturno. Es poco amigo de dulcificar el gesto, tal vez temiendo desprender blandura (es un tough guy, después de todo), y de hecho cuando lo hace desprende cierto embarazo. Es curioso, porque enseguida descubrirá él atractivo de la distensión y convertirá la sonrisa radiante, incluso exhibicionista, en un atributo central de su panoplia de recursos para determinado tipo de personajes.

Con su inseparable Nick Cravat, en El temible burlon

Era ambicioso, muy ambicioso. No tardó en advertir que la carrera de un actor está siempre a expensas de que lo llamen: del favor del público, de la atención de un estudio o de las expectativas de un productor. Por ello, rápidamente decidió controlar su carrera y formar su propia compañía de producción junto a su amigo y agente Harold Hecht bajo el nombre de Norma Productions. Con el tiempo se unirá a ellos James Hill, a quien Lancaster había conocido como guionista, y el sello se convertirá en Hecht-Hill-Lancaster, muy activo hasta principios de los sesenta. Más tarde, ya en solitario, el actor seguirá interviniendo en la producción de varias de sus películas en el difícil tránsito a los papeles de hombre mayor.

Si bien el primer título que produjo fue todavía un thriller homologable con aquellos en los que intervenía como actor bajo contrato, Sangre en las manos (1948), enseguida emprenderá la producción de un ciclo de películas de aventuras con las que dará un giro completo a la imagen que había propuesto hasta ese momento. Recobrando sin complejos su pasado como acróbata (y de paso a su amigo y socio en aquel periplo, el diminuto y entrañable Nick Cravat), el actor estrena hasta cuatro films que serían un mito para la chavalería de la época: El halcón y la flecha (1950), Diez valientes (1951), El temible burlón (1952) y Su Majestad de los mares del Sur (1953). A tres de ellos he dedicado un extenso artículo en este blog, por lo que a él remito. Sus tramas y escenarios son muy diferentes entre sí, pero en todos Lancaster encarna a un aventurero de apariencia cínica que acaba comportándose con el mayor idealismo, defendiendo la causa de la libertad, sobre todo en los dos mejores, el primero (un clásico absoluto del cine, cuya calidad se justifica sabiendo que su director fue el genial Jacques Tourneur) y el tercero (en la que recuperó a Robert Siodmak, si bien ahora el actor era el jefe, y un jefe con las ideas muy claras, lo que acabó provocando el enfrentamiento dentro del rodaje).

Cartel de El halcon y la flechaCon la mirada bien puesta en los intérpretes que lo habían precedido dentro de semejante rol, sobre todo el mítico Douglas Fairbanks, sin desdeñar a Errol Flynn, pero mejor actor que estos, Lancaster no duda en arriesgar un registro extrovertido y una arrogancia del todo desprejuiciada. La sobriedad queda a un lado, y no digamos ya la hosquedad o el laconismo. El arquero Dardo y el pirata Vallo son hombres seguros de sí mismos, que se expresan tanto mediante una arriesgada cabriola como exhibiendo una sonrisa radiante que parece contagiarse en derredor suyo. Además, y con la excepción de Fairbanks, cuyo ejemplo empezaba a quedar lejano, nunca se había visto en el cine (el sonoro) que un actor realizara él mismo y sin la menor duda todas y cada una de las arriesgadas escenas de acción, con la correspondiente verosimilitud (y seguiría haciéndolo hasta edad avanzada). Por todo ello, no extraña la adhesión sin límites que el actor provoca en aquellos espectadores sin complejos, sobre todo entre quienes vimos estas películas con pocos años y hemos ido creciendo con ellas.

Podría pensarse que el actor se arriesgaba a otro tipo de encasillamiento: del tipo duro y lacónico del thriller al aventurero guasón de ademanes exagerados. Es mérito del actor que buscara papeles que diversificaran esa imagen (que además cerró tras la última de las cuatro películas antedichas: Lancaster tuvo siempre claro cuándo hay que clausurar una etapa y abrirse a otras). El primero fue el del poco carismático esposo borracho de Vuelve, pequeña Sheba (1952), una de esas películas «pequeñas y adultas» con las que Hollywood siempre ha intentado atraer a otro público, que existe, diferente al que devora el mainstream de todas las épocas. Este primer intento es discutible, quizá porque no supo administrar sus recursos: con el hándicap de lucir las clásicas sienes plateadas sobre rostro terso con que el cine americano de la época pretendía envejecer a sus actores (sin la menor credibilidad), al actor se le nota incómodo en un rol que es nuevo para él, y encima su partenaire femenina lo eclipsa por completo (la actriz Shirley Booth, que procedía del teatro, donde había tenido un gran éxito con la presente obra, ganó su correspondiente Oscar y prudentemente se volvió por donde había venido).

Anna Magnani y Burt Lancaster en La rosa tatuada

Ahora bien, Lancaster aprendería. Siempre lo hizo y siempre para bien. Tres años después aceptó un reto similar (con el mismo director en ambas ocasiones, por cierto, Daniel Mann). Esto es, la adaptación de otra obra teatral de prestigio dominada por un personaje femenino fuerte encomendado además a una actriz de superior reputación a la suya, en este caso la italiana Anna Magnani (que, para más inri, también ganó el Oscar). Lancaster aprendió del error anterior, comprendiendo que, siendo su personaje un sujeto excesivo que irradia vulgar extroversión, podía correr el riesgo de parodiarse a sí mismo en su registro carismático. Y no sucede así, porque el actor consigue otorgar a su Mangiacavallo una entrañable ternura, bañando su interpretación de una encomiable modestia que le permite complementarse a la perfección con la diva italiana. Era la interpretación más arriesgada que había ejecutado hasta entonces y, aunque los aplausos se los llevó la Magnani, como era de esperar, supo que ese era el camino.

Por otra parte, el actor había alcanzado ya la cúspide. El empujón definitivo hacia el cine serio se lo había dado su intervención en De aquí a la eternidad (1953), un film indudablemente mítico aunque a mí me parece muy artificioso y, sobre todo, tramposo tanto en el plano ideológico (su presunta denuncia de la institución militar esconde una hipócrita apología de los valores castrenses: como siempre, sobran algunas manzanas podridas, porque sin ellas el barril es sano) como en el desarrollo de personajes. Aun así, Lancaster brilla en su rol de sargento que sabe bien que, en un cuerpo dominado por la jerarquía y, por tanto, por la arbitrariedad, hay que transigir siempre con los que están arriba, aun cuando no siempre sea posible mantener una mínima dignidad. Además, dejó bien claro que era un actor que irradiaba masculinidad viril, como demuestra la famosa escena de la playa (que sigue siendo de lo mejor de la película), retozando entre las olas con Deborah Kerr. Una primera nominación al Oscar al mejor actor sancionó el triunfo y el nuevo estatus.

La mitica escena de la playa en De aqui a la eternidad

A mediados de los cincuenta, dueño de una carrera bien sólida, Lancaster tiene claro que domina con igual facilidad dos modos interpretativos. Hace muchos años leí en Carlos Aguilar que, en inglés, se corresponden con dos términos bien entendibles: el overacting (la exuberancia expresiva) y el underplaying (justo lo contrario: la sobriedad y el ascetismo en los gestos). Ni una ni otra garantiza de por sí una buena interpretación. La primera corre el riesgo de incurrir en el histrionismo desatado; la segunda, en la inexpresividad. Ahora bien, cierto es que el primero de los excesos siempre será más cargante que el segundo: entre Nicolas Cage o Ryan Gosling, lo tengo bien claro. Este me aburre, aquel me enfada.

batalla-de-gigantes-en-veracruzDos westerns que él mismo produjo en el año de 1954 y a las órdenes del mismo director, Robert Aldrich, sirven de inmejorable ejemplo. En el primero, Apache, de modo coherente con el laconismo que los blancos hemos aprendido a esperar de los indios, Lancaster no hace un gesto de más, y sin embargo basta para dotar a su Masai de la dignidad indomable que lo caracteriza. En el segundo, Veracruz, Lancaster da vida nada menos que a un granuja sin remisión, el primero de su carrera, pero consigue que resulte irresistible y que cada aparición suya despierte unas inmejorables expectativas de escuchar alguna sentencia que despierte la carcajada o contemplar algún acto de energía que nos haga saltar de emoción en el asiento. Su Joe Erin es sin la menor duda un villano, alguien capaz de sacrificar a su abuela por el dinero, pero su carisma canalla resulta tan contagioso que casi estamos a punto de perdonarle su egoísmo y su trapacería. Y esto resulta más meritorio en cuanto que su oponente es nada menos que el gran Gary Cooper, encarnando lógicamente el rol opuesto. De hecho, la gracia del planteamiento —entre sus muchas otras virtudes (para mí es uno de los westerns más grandes e influyentes del género)— radica en la alianza, evidentemente precaria, entre esos dos aventureros en la Revolución mexicana que sabemos destinados a enfrentarse al final el uno contra el otro pero que, mientras comparten objetivo e incluso padecen el espejismo de la amistad, sabemos que, de estar a su lado, iríamos con ellos hasta el mismísimo infierno.

A esas alturas, el actor se sabía capaz de llevar cualquiera de los dos registros en la dirección que quisiera. Es así que propuso un segundo villano total en su carrera, desnudándose mucho más que con el anterior en cuanto que aquí es un sujeto que no necesita hacer un gesto de más para amedrentar a quienes le rodean. Se trata del implacable columnista J. J. Hunsecker (Lancaster entendió bien que unas iniciales ya son una inmejorable carta de presentación para impresionar) al que da vida en la estupenda Chantaje en Broadway (1957), del gran Alexander Mackendrick, una de las más terribles miradas que se ha lanzado nunca sobre el mundo del espTony Curtis y Burt Lancaster en Chantaje en Broadwayectáculo, que desnuda sin glamour ni mitomanía, dejando bien claro que el elemento básico de ese espacio es el poder. Quien tiene poder lanza o derriba carreras, y con frecuencia es el mero capricho, la sensación de poder hacerlo sin más, lo que motiva una cosa u otra. Para dar vida a este personaje, el más ingrato de toda su carrera (lo cual remarca su valentía: él fue el productor de un film que no podía sino ser recibido de uñas y por tanto fracasar), Lancaster eligió acogerse al registro opuesto al de Joe Erin, negándole al público, por ello, cualquier mínima posibilidad no ya de empatía sino de comprensión. Empatía que, eso sí, y es una de las grandezas del film, también se le niega a cualquier otro personaje: todos en este film son débiles, estúpidos o iguales de mezquinos que Hunsecker. Es el caso del protagonista, el agente de prensa encarnado por un también impresionante Tony Curtis, cuya mezquindad, eso sí, carece del maléfico efecto que produce su jefe por ejecutarse desde una posición infinitamente más modesta. Es decir, no porque sea mejor que este, sino porque es inferior.

¿Actor sobrio o actor exuberante? En el cambio de década, dos de los mejores papeles del actor dieron cima a cada una de estas variantes.

Cartel de El fuego y la palabraLa primera es El fuego y la palabra (1960), adaptación de la novela de Sinclair Lewis Elmer Gantry a cargo de Richard Brooks, en la que da vida a un viajante dotado de un incontenible don de la palabra que descubre que esta facultad, que en su profesión solo da para vender alguna aspiradora más y para ser el borracho más jovial del bar, es capaz de arrebatar a las masas si se pone al servicio de uno de esos espectáculos de revivalismo religioso tan habituales en el Medio Oeste estadounidense (y tan incomprensibles en España) que acaban siendo un auténtico circo. El papel, lógicamente, permite a Lancaster lucir toda su capacidad para el arrebato histriónico. Y es que el show así lo exige, si bien la grandeza de la interpretación de Lancaster estriba en la ambigüedad con que consigue que su personaje parezca antes un artista de la comunicación que un mero farsante: un artista cuyo escenario es el mundo entero.

El fuego y la palabra contiene la que para mí, desde que la vi con corta edad, es mi escena favorita del actor. Tiene lugar antes de que este encuentre su posición en el espectáculo revivalista, pero lo presagia, incluso lo ilumina. Gantry ha tenido que saltar de un tren en marcha (por momentos, el viajante y el mero vagabundo se confunden) y llega descalzo y desaliñado a un pueblecito. Entonces, se siente atraído por el cántico que escucha proveniente de una humilde iglesia. Al entrar en ella descubre que es una comunidad negra, que al aparecer él deja de cantar el himno que entonaba (el magnífico I’m On My Way to Canaan Land) y lo observa con recelo. Ahora bien, Gantry se interna en medio de ellos y, con una sonrisa de felicidad, asume la voz tenor de la canción, con tanta convicción que todos los demás, comenzando por el pastor, visiblemente complacidos, se unen a él. He ahí la esencia del Gantry creado por Brooks y Lancaster: el hombre capaz de creer genuinamente en lo que hace y saber transmitírselo a los demás. He ahí la esencia del Lancaster más exaltado. Y esta estupenda interpretación le valdría el Oscar al mejor actor. Por cierto, es otro tema, pero merecería un análisis el hecho de que las interpretaciones exuberantes siempre reciban más reconocimiento, y por tanto, premios, que las sobrias.

Elmer Gantry canta el himno en la iglesia de los negros

El otro papel, en cambio, es sin duda aquel en el que menos gesto y palabras tuvo que emplear en sus años estelares. Se trata del juez Ernst Janning, uno de los magistrados cuya colaboración con el nazismo es enjuiciada en uno de los procesos menores de Nuremberg que constituye el eje de esa película vibrante y admirable en el terreno ideológico (esta sí) que es Vencedores o vencidos (1961), de Stanley Kramer. Teniendo en cuenta que Janning es muy diferente a sus despreciables compañeros de banquillo (la imagen que quiere dar de él su defensor, encarnado por Maximilian Schell, es la de un hombre digno que, en vez de huir cobardemente del país, prefirió quedarse y tratar de atenuar en lo posible la arbitrariedad inhumana del régimen nazi), Lancaster otorga a su personaje la más absoluta reserva, el más completo laconismo, siendo durante la mayor parte de la acción una figura estatuaria que casi ni parece que esté atendiendo a las acusaciones. Y sin embargo, basta un mero movimiento de su cabeza al abandonar la sala la infeliz pero digna mujer (Judy Garland, impresionante también) a la que condenó por «corrupción racial», para demostrar que él sí está atento, que a él sí le concierne lo que está pasando en la sala. Y qué inolvidable —es otro de mis momentos favoritos del actor— ese fabuloso instante en que, ante la terrible presión que su abogado está efectuando sobre ella (presión que aquel no ejecuta por mezquindad, sino porque entiende que ha de salvar a Janning para la nueva Alemania que emergerá de las ruinas), Lancaster acaba incorporándose, en el fondo del plano, para gritar con severidad a su propio defensor: «¿Es que vamos a empezar de nuevo?».

El juez Janning de Vencedores o vencidos

El actor estaba en la cima, podría haberse pensado, pero entonces llegó lo impensable. Uno de esos directores italianos cuyo prestigio artístico tanto envidiaban en el «comercial» Hollywood, Luchino Visconti, tuvo la osadía de entregarle el papel titular del príncipe de Salina en la adaptación de la novela de Lampedusa que dio origen a una de las películas más alabadas de todos los tiempos, El Gatopardo (1963). ¡Cómo! ¡Un cow-boy, un aventurero de sonrisa denticlor, un tipo especializado en papeles de charlatán o de borracho o de militar: un plebeyo, en suma, al que se le encomienda el rol de un aristócrata elegante cuya estampa ha de simbolizar ese sentido de la estirpe que un estadounidense, o sea, un miembro de ese país cuya historia comenzó anteayer, nunca podrá comprender! Y sin embargo, todos los críticos se rindieron. La rudeza que esperaban encontrar en él, que esperaban que no pudiera impedir que sacara a la luz en un gesto o en un movimiento cualquiera, sin embargo se vio sustituida por una distinción natural que diríase que no es aprendida sino, en verdad, heredada. El Gatopardo, por ello, fue, para quien todavía necesitara pruebas, la palmaria demostración de la increíble versatilidad de Burt Lancaster.

labiche-ejecutor-o-burt-lancaster-en-el-trenAl actor todavía le quedaban muchos años de carrera estelar. En los años sesenta, su nombre se asoció a un buen puñado de sólidas películas, de las cuales siempre he tenido debilidad por dos, que tiene por vínculo su condición de películas de acción con «conciencia», siendo este elemento el más débil en ambas, por resultar un tanto unidimensional, mas lo compensa el vigor narrativo. Una es Los profesionales (1966), segundo encuentro con Richard Brooks, regreso al western situado en la Revolución mexicana, donde compartió cartel con un reparto fabuloso (Lee Marvin, Robert Ryan, Jack Palance y, de remate, una maravillosa Claudia Cardinale). La segunda es El tren (1965), la cuarta y mejor de sus cinco colaboraciones, todas solventes, con el realizador John Frankenheimer, que narra una trepidante aventura ferroviaria en los días finales de la ocupación alemana de Francia, con las joyas del museo del Louvre como objeto de disputa. En ella, y a sus cincuenta y tres años, Lancaster ejecuta personalmente una serie de alardes físicos que parecen imposibles en un hombre que ya estaba en eso que llamamos la mediana edad. El más espectacular tiene lugar hacia el final, cuando se arroja por un terraplén, amenazando con trompicarse y desnucarse, para dar credibilidad al plano en que debe alcanzar, de nuevo, el tren sobre el que gira toda la acción. No puede uno asistir a esa exhibición y no conmoverse: donde otros verían narcisismo, otros vemos un insobornable sentido de la profesionalidad.

Sin embargo, esa mención del narcisismo permite llegar a uno de los papeles que más me gustan del actor, el de Neddy Merrill, el protagonista de El nadador (1968), con el que concluiré un recorrido que podría ser infinito sobre una filmografía tan amplia como inabarcable en un mero artículo. Esta película, seguramente discutible por culpa de las ínfulas de modernidad de su director, el olvidado Frank Perry, aun así también resulta magnífica en sus mejores momentos, aquellos en los que puede lucir su origen en un relato sencillamente impresionante del escritor John Cheever. La película, en apariencia, cuenta la epopeya de exaltación viril que ese hombre, Neddy, se empeña en ejecutar porque sí una mañana cualquiera en la lujosa zona residencial donde vive, recorriéndola hasta su propia casa, haciendo paradas en todas las mansiones que afloran en medio del bonito bosque donde están enclavadas, y en concreto, como indica el título de la historia, bañándose en todas y cada una de sus piscinas.

Como Neddy Merrill, el nadadorEn principio, el papel parece pensado para que Lancaster (tres años mayor que en El tren, por cierto) pueda lucir su espectacular estado de forma, magnificado por la circunstancia de que todo el tiempo luce únicamente un bañador. Ahora bien, lo que se nos cuenta es mucho más ambiguo de lo que parece, pues el relato propone una lúcida mirada sobre la figura del triunfador, tan fundamental en la sociedad y por tanto en el cine y la literatura estadounidenses, que obliga a ir revisando nuestras certezas a medida que avanza la historia. Y lo mejor, desde luego, reside en un Burt Lancaster que está literalmente conmovedor en su interpretación de Neddy Merrill. En un primer momento le aporta el gozoso carisma de quien se cree en su culminación, para ir poco a poco cargando su mirada de pequeños gestos de desconcierto, haciendo emerger una vulnerabilidad que estalla, de forma desgarradora, en toda la parte final. Una parte final que no voy a aclarar para aquellos que no la conozcan (y que deben leer antes el cuento, que no tiene más de veinte páginas) pero que desprende una amargura que el intérprete traduce en primera persona de modo absolutamente sobrecogedor.

Todos estos papeles, y unos cuantos más que inevitablemente se han quedado en el tintero, llevan a la misma conclusión: la carrera de Burt Lancaster fue rica en papeles imborrables, de una versatilidad en verdad admirable debido a la profunda ductilidad que acabó revelando un actor cuyos primeros pasos en el cine no parecían presagiarlo. Se movió con idéntica facilidad en los oscuros callejones de la gran ciudad, en las llanuras del Far West, en los navíos de las Indias orientales y occidentales o en los salones de baile de la vieja Europa. Su fuerza exultante no pareció abandonarle nunca e incluso en sus años de ancianidad supimos que en su interior todavía refulgía el carisma incontenible de sus días de acróbata, la contagiosa vitalidad de sus tiempos de charlatán o la lúcida serenidad de su empeño como príncipe. Siempre fue Burt Lancaster, por supuesto, pero enseguida supimos que Burt Lancaster había más de uno. Desde luego, al menos dos, el aventurero de irresistible sonrisa, a ratos noble y a ratos canalla, y el hombre que no hacía un gesto de más pero era capaz de levantarse, cuando todos guardan silencio, para impedir una última ignominia sobre la faz de la tierra, y mucho menos en su nombre.

Burt Lancaster, el principe Salina de El Gatopardo

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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6 Responses to Burt Lancaster: acróbata, príncipe, charlatán

  1. Avatar de wp4oka wp4oka dice:

    Saludos amigo, está entrada me ha gustado mucho. Soy fanático de Burt Lancaster, su forma histriónica, su rostro jovial, dinámico y jovial. lo harán único en su clase. Espero más sobre está figura del cine clásico de todos los tiempos; Burt Lancaster.

    • ¡Uno de mis actores favoritos de todos los tiempos! Lo he paseado mucho por este blog, por cierto. Le dediqué hace tiempo una entrada a sus films de aventuras (el enlace está en el párrafo donde los comento brevemente en este mismo artículo) y a muchas películas concretas les he dedicado largos posts: «El Gatopardo», «Veracruz», «El tren», «El nadador» y «Vencedores o vencidos», si no me he dejado ninguna.

      ¡Un abrazo!

  2. Avatar de Carlos San Miguel Carlos San Miguel dice:

    Me ha gustado mucho porque yo también soy admirador de Burt; es que era irresistible.

    El explorador de la Venganza de Ulzana es otro hito, creo yo. (Y aún tengo que ver «Que viene Valdez»)

    Y tiene una peli muy comercial y que seguramente es mala pero a la que yo tengo mucho cariño porque vuelve a reunir a Kirk y a Burt cuando ya tenían 70 años o por ahí: «Otra ciudad, otra ley» que me parece entrañable a pesar del papel de Douglas, -que hace mucho el tonto queriendo pasar por un joven ochentero (Burt, si embargo, se mantiene digno y con su elegancia de los años cincuenta)- y que termina cuando mejor está dejándonos con la intriga del asalto al tren.

    Carlos

    • Hola, Carlos. Ciertamente, «La venganza de Ulzana», magnifico western, contiene uno de los mejores papeles de Lancaster. Hace algunos meses, precisamente, dediqué una entrada a este film y, con más detalle también, a los otros dos en los que le dirigió Robert Aldrich y que comento en el post de ahora, «Apache» y «Veracruz». Por cierto que al revisarlo veo que utilicé como «foto de portada» la misma extraída de la última de estas películas jaja.

      También he comentado «Que viene Valdez», que a mí me gusta bastante, y algún otro western del actor en su etapa otoñal, en otro artículo anterior. Pongo los enlaces por si te interesan:

      https://lamanodelextranjero.com/2019/07/11/westerns-olvidados-de-los-60-y-70-ii/
      https://lamanodelextranjero.com/2023/09/10/los-westerns-de-robert-aldrich/

      En cuanto a «Otra ciudad, otra ley», esta película es la única que me queda por ver de todas las que hicieron juntos Lancaster y Douglas, que fueron buenos amigos y tienes varias magníficas («Duelo de titanes», «El discípulo del diablo»…). A ver si la recupero.

      Un abrazo y gracias por tu comentario.

  3. Avatar de carlos sanmiguel echeverría carlos sanmiguel echeverría dice:

    ¡ Oye, qué buena «El tren»… No pide verla completa pero lo que vi me encantó. Como soy del oficio, me fascinó esa parte documental donde se muestra todo lo relativo a la mecánica de los ferrocarriles: cómo funcionan muchos elementos como las agujas o los enganches entre los vagones y también me sorprendió el realismo con que los actores hacen de mecánicos, por ejemplo el viejo maquinista cuando está engrasando las bielas y sobre todo, la veracidad con la que Burt Lancaster funde el casquillo de bronce y encasquilla la biela de la locomotora… ¡es que parece que fuera su oficio. Y luego, lo que dices, aún parece el jovencito actor de El halcón y la flecha con esas proezas físicas. Otra cosa que me gustó es la reflexión sobre el verdadero valor del arte para una nación, especialmente del aquel arte particular que para los nazis era «degenerado» y que sí embargo era muestra de uno de los periodos más libres y creativos de su historia: el de las vanguardias.

    Carlos San Miguel

    • En películas como esta, en que es tan importante un objeto mecánico concreto, se agradece ese verismo. En mi caso, carezco de formación para saber si esa escena concreta se ajusta a la realidad, pero Lancaster consigue que, en efecto, creamos que así es. Si además tú, que conoces el tema, afirmas que es exactamente así, la satisfacción que uno siente al ver cómo los autores de un film respetan al espectador y no le dan gato por liebre es total. «El tren» es una gran película por esta y por muchas razones, desde luego.

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