Los rostros de Sherlock Holmes

Captura de pantalla 2023-11-01 180500De todos los personajes literarios que han dado el salto a la gran pantalla para componer un ciclo cinematográfico extenso en el tiempo y, por lo tanto, sometido a múltiples acercamientos —Drácula y el monstruo de Frankenstein, o Tarzán de los Monos— quizá el más prolífico sea el inolvidable detective de Baker Street creado por Arthur Conan Doyle, esto es, Sherlock Holmes. En general, los actores que han dado vida a Holmes se han ajustado bastante a la popular imagen gráfica creada por el ilustrador Sidney Paget, el cual, sin ceñirse exactamente a la descripción de Conan Doyle, le dio ese famoso perfil afilado que ya tan imprescindible nos resulta y que plasmó en hasta 356 dibujos (correspondientes a una novela, la del sabueso, y treinta y siete relatos), por el que nos hemos acostumbrado a juzgar la adecuación física de todos aquellos que le han dado vida, con independencia de su talento interpretativo. Por ello, siempre se espera que el gran detective sea un individuo alto y enjuto, de frente despejada y pelo peinado hacia atrás, mirada penetrante y ademán enérgico. Del mismo modo, esos actores han tenido que manifestar una familiaridad con los atributos más famosos del detective (la lupa, por encima de todos) y soltar sin titubeos frases tan famosas como el «elemental, mi querido Watson» (que, recuérdese, es una frase apócrifa: Conan Doyle nunca la escribió). En relación con estos célebres iconos, no se olvide la divertida queja que Billy Wilder ponía en labios del personaje en su maravillosa película La vida privada de Sherlock Holmes (1970): él, que nunca había utilizado esa gorra de cazador con viseras y esa gabardina a cuadros que conforma su vestimenta más famosa (fue un invento del dibujante Paget sin seguir ninguna indicación del original), se ve obligado a llevarla ahora porque es lo que esperan de él… ¿Cómo iba a prescindir el cine del mito, surgiera o no de la pluma de Arthur Conan Doyle?

Desde los tiempos del cine mudo el personaje se prestó a la serialización, al ciclo de películas en que un mismo actor le daba vida. El primer ciclo importante, del que sobreviven cuatro de las cinco películas filmadas, es británico y fue realizado entre 1931 y 1937. El actor que dio vida a Holmes fue elegido precisamente por su más que notable Arthur Wontner, primer Holmes recordado del cineparecido con las ilustraciones de Paget: su nombre es Arthur Wontner, si bien hoy está sepultado en el olvido (salvo para los más irreductibles holmesiómanos, claro). Puede decirse que Wontner llegó al personaje por clamor popular y asomarse a sus películas deja bien claro que diríase el modelo exacto que pudo calcar Paget de haber coexistido en la misma época. Un Holmes demasiado mayor, sin duda, pues el actor tenía cincuenta y seis años cuando lo abordó, despidiéndose de él con sesenta y tres. Su interpretación no puede ser tan dinámica como nos acostumbrarían futuros intérpretes del detective, pero de ningún modo desmerece al lado de estos. No es cuestión de parecido (aunque ayude, claro) sino de presencia, de convencimiento. La mirada que Wontner aporta a Holmes es la mirada de un hombre extremadamente inteligente y seguro de sí mismo, capaz de reconocer en el acto una señal de peligro o el indicio que le lleva directamente a la solución del caso. Por lo demás, esas películas sin duda hoy resultan vetustas pero no dejan de ser agradables, sobre todo para el amante del mito, pues lo mejor de ellas es la recreación atmosférica. Y el Holmes literario, antes que un ejemplo de ingenio argumental, lo es de acierto atmosférico.

Huty1913428Aunque va quedando demasiado atrás en el tiempo, sin duda el Homes más notorio del cine, protagonista de una larga serie de películas compuesta por catorce títulos filmados en Hollywood entre 1939 y 1946, ha sido el también británico Basil Rathbone, cuyo físico también encajaba muy bien en el prototipo visual de Paget. Este excelente actor había compuesto una notable galería de villanos antes de encarnar a Holmes en películas que son las que hoy le otorgan su puesto en la gloria cinéfila, pero la verdadera popularidad se la daría el personaje de Conan Doyle. Ahora bien, quien conozca bien la carrera de Rathbone no dudará en afirmar que, precisamente, una de las más sabrosas sugerencias que nos despierta su elección es saberlo ahora situado con firmeza en el lado de la ley, cuando, antes, había probado sobradamente las heces del mal: qué mejor modo de conocer al adversario que sabiendo identificarse con él. Rathbone supo darle muy bien a Holmes esa facilidad para pasar de la reflexión a la acción que es una de sus características: nadie más alejado del mero detective de salón que él. En el corazón de su Sherlock laten sus grandes villanos enfrentados a Errol Flynn o Tyrone Power en inolvidables duelos a espada dentro de clásicos como Robin de los Bosques o El signo del Zorro. Su Watson, por desgracia, es otra cosa. El actor Nigel Bruce, muy mayor y de aspecto zumbón, fue utilizado ante todo como soporte cómico, algo indigno del muy serio cronista del gran detective.

Una particularidad de esta serie es que los dos primeros títulos se filmaron en la 20th Century-Fox y luego el personaje pasó a la Universal, cambiando la ambientación decimonónica inicial por una ubicación coetánea, de ahí que Holmes acabara enfrentándose a los nazis, nada menos. Los mejores títulos del ciclo —por ejemplo, Sherlock Holmes desafía a la muerte (1943), La garra escarlata (1944) o La casa del miedo (1945)—, sin embargo, destacan por la atmósfera de cine de terror, tan propia del estudio, que su director, Roy William Neill (firmante de algún que otro clásico menor del ciclo de monstruos), supo aplicar con acierto.

La Hammer lleva El perro de Baskerville al cineLa ubicación de Sherlock Holmes en el terror permitió que lo encarnara el genial Peter Cushing en El perro de Baskerville (1959), una producción del estudio británico Hammer Films filmada poco después de que el estudio británico revolucionara el género con sus acercamientos a Drácula y Frankenstein. Particularmente, es mi Holmes favorito del cine. Estoy totalmente de acuerdo con el hombre que más lo ha reverenciado en España, el gran crítico José María Latorre, en que no ha habido ningún otro actor como Cushing que fuera capaz de establecer semejante relación de afinidad con los objetos que definen a sus personajes, o sea, con la utillería. Moviéndose por el laboratorio del barón Frankenstein o combatiendo a los vampiros, Cushing siempre consiguió desprender una absoluta familiaridad con unos enseres y unos decorados a los que transmitía un increíble sentido de la autenticidad. Justo eso es lo que hace con Holmes: ningún otro actor ha conseguido convencernos de que la lupa del detective no es un mero adorno pintoresco sino un apéndice de absoluta utilidad. Del mismo modo nos hace creer que esas habitaciones de Baker Street tan recargadas de elementos como cualquier holmesiano espera no son un decorado sino que él lleva viviendo allí un tiempo considerable: que todo respira la vida que él les da. Los afilados rasgos del actor, por otra parte, también se adecuaban a la perfección a la impronta visual del personaje: Holmes y Cushing había nacido para encontrarse y es lástima que, en cine, solo lo hiciera en esta ocasión (en televisión, en cambio, la relación fue mucho más larga y fructífera, gracias a una mítica serie de la BBC de los años sesenta).

No es casualidad que un estudio especializado en terror adaptara la historia más famosa del Canon pues la atmósfera gótica ya se encuentra en el libro. Los rectores de Hammer acertaron, por ende, a confiar el proyecto al equipo titular de las previas y celebradas versiones de Drácula y de Frankenstein, con el director Terence Fisher a la cabeza y con Christopher Lee, tantas veces antagonista de Cushing, a cargo de un papel importante, el de sir Henry Baskerville, sin olvidar a un Andre Morell que compone un Watson magnífico, sin nada que ver con la estolidez de anteriores encarnadores del personaje. El aire de familia que el film desprende con relación a los clásicos del terror de la casa es indiscutible, no en vano el mismo decorado de la mansión de Baskerville ya había servido, con las variantes imprescindibles, para dar vida, por ejemplo, al castillo de Drácula. Añadamos que la iluminación que Jack Asher da a la fotografía es idéntica a la de sus films sobre las creaciones de Mary Shelley y Bram Stoker. Por ello es de lamentar que pese al excelente resultado la película no obtuviera el éxito esperado lo que, sin duda, nos hurtó un ciclo de Holmes como los que Hammer dedicó a los mitos antedichos.

Christopher Lee tambien fue Sherlock HolmesFisher sí volvería al personaje pocos años después, si bien para hacerse cargo de una coproducción internacional filmada en Alemania, cuya mayor curiosidad es que el papel de Holmes se le encomendó ahora a Christopher Lee (como bien saben los holmesiómanos, esto ha convertido al insigne actor en el único intérprete en haber dado vida tanto a Sherlock como a su hermano Mycroft, esto último en el film antecitado de Billy Wilder, amén de a otro personaje del Canon, el señalado Baskerville). El collar de la muerte (1962), por desgracia, carece del interés y consistencia del anterior título. El argumento narra un vulgar match entre Holmes y su archienemigo Moriarty, y un Fisher al que se nota poco motivado no consigue disimular que, ahora sí, los decorados solo parezcan decorados e incluso que la fotografía en blanco y negro carezca de espesor. En cuanto a Lee, por supuesto cumple con creces en un papel que, es evidente, le encanta, mas se advierte que lo hace sin la confianza debida en el resto de elementos, y además tiene que pechar con una inesperada prótesis nasal que le endosaron en la caracterización (y que no necesitaba: su físico, también alto, también delgado, también imponente, se prestaba por sí solo).

John Neville como Holmes en Estudio de terrorDos relevantes Holmes de los años siguientes enfrentaron al detective con el gran mito criminal (este muy real) de la Inglaterra victoriana, Jack el Destripador. No es una ocurrencia inaudita, pues las andanzas de los dos coincidieron cronológicamente y se sabe que el mismo Conan Doyle estuvo muy interesado por el caso. Los pastiches que unen al detective y al serial killer, por tanto, no son extraños. En cine, el primero es una modesta producción británica titulada Estudio de terror (1965), con dirección de James Hill. Holmes y Watson son encarnados por dos intérpretes solventes y adecuados, pero sin proyección fuera de su país, lo que puede ser una de las razones de la escasa repercusión de la película: John Neville (que años después fuera el estupendo barón de Munchausen de Terry Gilliam) y Donald Houston. Llama positivamente la atención que los responsables del film no intenten jugar la baza de la mitomanía, ni siquiera por el lado de la interpretación: estamos ante un Holmes que no despierta especial simpatía, que incluso parece interponer una cierta distancia frente al espectador. Sí resulta muy cercano el gran actor Robert Morley, con su oronda humanidad, encarnando a Mycroft Holmes en una composición de lo más sabrosa: es estupendo el momento en que, irritado al no conseguir extraer un solo dato de su hermano, que lo ignora mientras extrae horribles quejidos de su violín, el irritado Mycroft (fiel empleado del gobierno de Su Majestad) acaba clamando «en qué mala hora madre te lo compró».

Christopher Plummer y James Mason en Asesinato por decretoEl segundo enfrentamiento se produce en un film de mucho mayor nivel industrial titulado Asesinato por decreto (1979), que dirigió Bob Clark. El título se justifica al sustentar una de las tesis más conocidas acerca de la identidad del asesino: Jack el Destripador sería una recreación fabulesca ideada desde las altas instancias del gobierno inglés para encubrir los amoríos con mujeres de baja extracción social por parte de un miembro de la familia real caído en la más aberrante degradación. La pareja de actores ahora es mucho más conocida, y también espléndida. Christopher Plummer es un buen Holmes a quien su juventud y vigor le permite exhibir un dinamismo hasta entonces nunca visto, pero también sabe manifestar una indudable dignidad dolorida: no se olvide que en la presente historia Holmes es derrotado en toda línea, al verse obligado a no hacer pública la conspiración criminal para no provocar males mayores (no a los representantes de ese poder inmoral —hasta ahí Holmes no se rebaja—, sino para otras posibles víctimas aledañas). En cuanto a Watson, una vez más resulta demasiado mayor, pero para qué quejarse cuando lo encarna el gran James Mason con un sentido del humor que, por una vez, emana del personaje y no contra él.

Termino este recorrido por las versiones «canónicas» de Holmes (y dejo en el tintero muchas, por razones de espacio) y me encamino a otras que destacan por la mayor originalidad del planteamiento. Con independencia de que unas sean mejores y otras peores, en todos los casos se agradece como mínimo el esfuerzo por ofrecer algo diferente, teniendo en cuenta que el gran problema de todos los apócrifos holmesianos es la sensación de trivialidad, de contentarse con ofrecer un déjà vu sin más ambición que la de cumplir unas expectativas muy básicas.

El Sherlock Holmes aleman de 1937Sin duda, uno de los Holmes más atípicos e inesperados es un film llamado justamente así, Sherlock Holmes (1937), incursión alemana en el personaje de Conan Doyle justificada por el éxito del personaje por aquellas tierras, hasta el punto de haber nacido allí varias de las más vastas series apócrifas dedicadas al personaje en la narración popular (de una de ellas acabaría naciendo un héroe de enorme popularidad durante buena parte del siglo XX, el detective Harry Dickson, pero esta es otra historia1). No en vano, las portadas de esos fascículos en que se publicaban las aventuras de Sherlock Holmes aparecen como fondo de los títulos de crédito del presente film y, en la escena inicial en el tren con que abre la película, uno de ellos servirá, delirantemente, para que los revisores comprueben la identidad del protagonista.

La trama versa sobre dos tipos que se presentan como Holmes y Watson para embarcarse en una ambigua empresa sin dejar claro en absoluto claro si su objeto es cometer o combatir un delito. El film es modesto pero posee un contagioso encanto que emana en primer lugar del magnífico feeling que desprende la interacción entre sus dos protagonistas, dos de las más cotizadas estrellas del cine del Tercer Reich, Hans Albers (que, curiosamente, también interpretaría tiempo después al barón de Munchausen en una de las mayores superproducciones del régimen), quien compone un muy seductor truhán, carismático y seguro de sí mismo, y Heinz Rühmann (el protagonista veinte años después de El cebo de Vajda), que por su parte ofrece una notable vis comica, dando vida a un Watson afectuoso y vulnerable. El inteligente planteamiento desarrolla la idea de que la iconografía del personaje crea al personaje: Albers se presenta con el gabán y la gorra de cazador, la pipa y el estuche para el violín, más el acompañamiento de un fiel camarada, y cuantos se cruzan en su camino asumen de inmediato que no puede ser sino Sherlock Holmes. Lo divertido es que, después de que toda la película parezca partir del principio de que hay un Holmes real con el que el protagonista es confundido, en el final aparece el mismísimo Conan Doyle para, en su condición de padre de ese ente ahora ya definitivamente situado en la ficción, perdonar a quienes lo han usurpado. No es poca sofisticación conceptual para una película sin mayores pretensiones.

La mejor pelicula de Holmes la hizo Billy WilderMi película predilecta sobre el insigne personaje de Conan Doyle es, sin duda alguna, La vida privada de Sherlock Holmes (1970), la obra maestra además del gran Billy Wilder, pero como la he abordado varias veces en este blog remito a alguna de esas entradas. En cualquier caso, debe consignarse la fortuna con que el actor Robert Stephens, componiendo de entrada un Holmes prototípico (que, tanto por opción personal de Wilder como porque en el original ya está presente, aunque no sea tan explícito, exhibe un notable sentido de la ironía), modula su interpretación hasta impregnarlo de esa vulnerabilidad que es la marca de identidad del acercamiento del cineasta al personaje. El melancólico romanticismo que desprende este film, y que su autor aborda con un sentido de la delicadeza que muchos hubieran creído impensable en él, siempre situará este film como la cumbre de la filmografía holmesiana.

Si el film de Wilder aborda la relación, inexplorada en el Canon, de Holmes con el amor, pocos años después otra película se propuso desvelar las claves psicoanalíticas del personaje (y mejor no preguntarse si era necesario: de haber salido un buen film, la cuestión sería irrelevante). Se trata de Elemental, doctor Freud (1977), película dirigida por Herbert Ross a partir de una novela del propio guionista, Nicholas Meyer (luego, a su vez, director de cine), cuyo título original, eso sí, no es tan ingenioso como el español: La solución al siete por ciento, ya sabemos a qué se refiere.

Un Holmes fallido, Elemental doctor FreudDesde luego, no era mala la ocurrencia de que Meyer hiciera que Holmes entrase en contacto con el inventor del psicoanálisis, el doctor Freud, aprovechando una vez más la sincronía cronológica. Sin embargo, esta relación solo da para un conjunto de lugares comunes: las charlas didácticas sobre lo que esconde el subconsciente o el recurso fácil al hipnotismo para revelar los fantasmas internos del detective. Eso además de un lujoso paseo por Viena y por el Danubio. Esta «aclaración» de los traumas de Holmes presenta una innovación como poco inoportuna, incluso repelente: convertir a la mítica némesis del detective, el profesor Moriarty, en el inofensivo preceptor infantil de los hermanos Holmes, amante de su madre y responsable indirecto de la muerte de esta a manos de su progenitor en un arranque de celos. Triste reconversión, cuando encima el papel se le había confiado a uno de los mejores Moriarty posibles, Laurence Olivier, lógicamente desaprovechado por completo. Los actores que asumen los roles protagonistas son el británico Nicol Williamson (el mejor Merlín del cine, en el Excalibur de John Boorman, y el mejor Little John, en Robin y Marian, pero un Holmes solo correcto, sin el carisma necesario) y el estadounidense Robert Duvall (inverosímil del todo como Watson).

Después de ser huésped habitual del celuloide en las dos décadas anteriores, en los ochenta Holmes (el auténtico Holmes, quiero decir) desaparece de las pantallas, si bien en televisión triunfa bajo los rasgos de Jeremy Brett. También televisiva es una adaptación en dibujos animados que merece, cuando menos, reseñarse porque su creador fue Hayao Miyazaki, por más que este abandonara el proyecto tras realizar tan solo seis capítulos, suficientes sin embargo para que el sello visual de la serie sea por completo suyo, y que contiene al Moriarty más entrañable de la ficción (con esa inolvidable carcajada que, al menos en el doblaje español, consiste en un «ja je ji jo ju»).

poster-original-de-sin-pistaA mediados de los ochenta, la holmesiomanía fue animada por un conjunto de títulos, muy dispares entre sí, que propusieron curiosas variantes del mito. También les he dedicado un artículo, por lo que apenas citaré sus propuestas. En El secreto de la pirámide (Chris Columbus, 1985) se narra un primer encuentro adolescente entre Holmes y Watson en un internado londinense. El bonito punto de partida es desperdiciado por el trivial sentido del espectáculo que en esa década desarrolló la Amblin, sello de Spielberg que se esforzó lo suyo por banalizar el género de la aventura, pero aun así proporciona al mito alguna idea relevante. Me refiero a ese momento, bellamente emotivo, en que, cuando todos sus condiscípulos comentan sus proyectos de futuro, el joven Sherlock, que acaba de ver cómo la muchacha que ama pasa al otro lado de la ventana, señala ante la sorpresa de sus compañeros que su mayor deseo es: «No quiero estar solo», anhelo que todos sabemos que no se cumplirá. Sin pistas (Thom Eberhardt, 1987), hoy ignorada, parte de una premisa muy original, según la cual el verdadero genio de la deducción es Watson y Holmes es tan solo el nombre del supuesto detective al que aquel ha atribuido sus fantástico logros para encubrir su más seria faceta médica. Superado por el éxito, Watson ha contratado a un actor de poca monta para darle encarnación física ante el público y este ha acabado usurpando de verdad tal identidad. Irritado por tal postergación, Watson decide hacer público su talento… y nadie lo cree, porque no da el tipo. Magnífico planteamiento, que da lugar a un film por desgracia meramente agradable, en el que lo mejor son las excelentes encarnaciones de Ben Kingsley como el inteligentísimo Watson y de Michael Caine como el atontolinado pseudo-Holmes.

Holmes en España leyendo a GaldosUna de las más curiosas propuestas holmesianas encontró albergue nada menos que en el cine español, obra del siempre metafílmico y metaliterario José Luis Garci. Se trata de Holmes & Watson. Madrid Days (2012), cuyo punto de partida es a la vez emblemático y singular: los dos colegas se dirigen a Madrid, donde se están cometiendo unos crímenes que parecen llevar la firma de Jack el Destripador. El guion parte de la idea de que Holmes y Watson no solo dominan la lengua de Cervantes sino que sienten devoción por la cultura española del XIX (¡Holmes se lleva de regreso a Londres una edición de Fortunata y Jacinta en su lengua original!), una invención sin duda simpática pero del todo inverosímil: ni Garci ni los dos actores —un Gary Piquer muy envarado como Holmes y un José Luis García Pérez imposible como Watson, sobre todo cuando intenta convencer de su «mala» pronunciación del español— saben transmitir la necesaria convicción. Eso sí, la utilización que se hace del serial killer por excelencia es en verdad interesante: se trata de un mero nombre utilizado para justificar la reforma inmobiliaria de los barrios populares donde se esconde el supuesto villano. Una argucia capitalista que convierte a Jack el Destripador en un símbolo abstracto antes que en un ente concreto.

Las apariciones cinematográficas de Holmes nunca han finalizado, aunque cuando hayan acabado adoptando formas que ningún holmesiano hubiera previsto. Así, el director inglés Guy Ritchie, supuesto adalid de la modernidad, lo convirtió en héroe de acción en un ciclo de reminiscencias steampunk con dos entregas de 2009 y 2011, confiando el papel y el de Watson a dos actores a los que sospecho que se los eligió ante todo por ser guapos y comerciales, Robert Downey Jr y Jude Law, con resultados lamentables. Y aunque ya escapa del objeto cinematográfico de este libro, no puedo sino señalar que el mejor Holmes moderno es televisivo: el encarnado de modo memorable por Benedict Cumberbatch en la estupenda serie Sherlock (constituida por cuatro temporadas compuesta cada una por tres capítulos), que traslada al detective a la actualidad por medio de una apasionante reformulación que sabe respetar las líneas maestras del mito pero las personaliza con notable intensidad, al situar su centro dramático, ante todo, en esa faceta autodestructiva de un personaje cuyo exceso de inteligencia es su peor debilidad.

Poster de Mr. Holmes, con Ian McKellenVoy a cerrar mi recorrido por la figura de Sherlock Holmes con una historia que posee un coherente aroma de clausura, puesto que se adentra en la ancianidad del detective, sorprendido en concreto en 1947, a la edad de 93 años. Si bien mi descubrimiento ha sido a través de una película, Mr. Holmes (2015, Bill Condon), su origen es una vez más literario, al partir de una novela de Mitch Cullin cuyo título original es A Slight Trick of the Mind (traducible como ‘Un ligero truco de la mente’), aunque en nuestro país se ha editado con el mismo nombre de la película. El libro fue publicado en 2005 y aborda al personaje justo allí donde lo dejó Conan Doyle cuando le concedió el retiro: viviendo en un pequeño cottage en las costas de Sussex, dedicado a la apicultura.

Cullin no depara el esperable pastiche sobre el personaje, sino una reflexión sobre la muerte y la soledad, sobre la decadencia física y mental que acompaña a la vejez, que revela no solo un encomiable conocimiento psicológico sobre Holmes sino, sobre todo, una admirable capacidad para observar en su interior y otorgarle un hálito de realidad que difícilmente puede encontrarse en el resto de apócrifos holmesianos. Cullin no intenta ser Conan Doyle sino que toma su creación con el respeto y la perspicacia necesarios para contemplarlo y compartirlo con los lectores desde un punto de vista a la vez complementario y original con respecto al Canon. En especial, lo que hace que su libro sea la fábula holmesiana más perdurable que he leído de todos los apócrifos es el modo en que consigue expresar las dudas existenciales que es lógico que afecten a un hombre que ha hecho del orden y del culto a la razón una filosofía de la vida cuando, cada vez más cerca del final, contempla el progresivo deterioro de sus facultades y advierte, entonces, que la existencia y el universo son conceptos que se escapan muchas veces a toda explicación racional.

En su ancianidad, Holmes es apicultorEn el ocaso definitivo de su existencia, Holmes (a quien su amigo Watson llamó una vez el más inhumano de los hombres) descubrirá que el único consuelo estriba en refugiarse en lo humano: en el cariño y la comprensión de los demás. Tal vez sea demasiado tarde para él, se pregunta, por cuanto ha llegado a su avanzada edad sin tener a su lado a los pocos seres queridos que alguna vez tuvo (Watson, su hermano Mycroft, incluso la fiel señora Hudson, murieron hace mucho) y ya no queda tiempo para crear nuevos vínculos, sobre todo cuando la vida se empeña en golpearlo del modo más inesperado. Sin embargo, Mitch Cullin no ofrece un relato desesperado de la vejez del héroe, sino una búsqueda de la comprensión, de la empatía, de la conciliación con la existencia. Su novela, por tanto, supone un bello cierre a toda una trayectoria: de no escribirse ningún otro apócrifo ni realizarse ninguna otra adaptación (lo que no solo es imposible sino seguramente ni siquiera deseable), sería difícil encontrar un final mejor.

El principal activo con el que cuenta la película es desde luego la interpretación del gran Ian McKellen en el papel titular (en la realidad, el actor es diecisiete años más joven que su personaje, lo que lo obliga, según el segmento del guion, a aparentar mayor o menor edad), reunido de nuevo con el director Bill Condon para un planteamiento que recuerda un tanto al del famoso film que los uniera casi dos décadas atrás, Dioses y monstruos (1998), donde daba vida a otra celebridad en sus días de decadencia, en este caso el director de cine James Whale, que dirigiera, como sabemos, las dos primeras películas sobre el monstruo de Frankenstein para la Universal.

El libreto elige como principal eje dramático la angustia que siente Holmes ante su progresiva pérdida de memoria. Por ello, la trama se estructura, como en la novela, en torno al doloroso ejercicio de reconstrucción que el anciano emprende, emulando a su viejo amigo, para poner por escrito un caso sucedido muchos años atrás, que investigó con Watson ausente, y que apenas recuerda. Solo sabe que se le pidió que investigara los motivos de la conducta en apariencia irracional de una esposa hasta entonces modélica, que fue el último caso de su carrera y que el fracaso lo impulsó a retirarse.

El mayor fracaso de Sherlock Holmes

Un elemento de especial interés del film (en este caso original con respecto al libro, pues se remite al legado cinematográfico del personaje) es el modo en que juega con uno de los principios fundamentales del Canon: el hecho de que el detective sea un ser real convertido en figura popular por las crónicas de Watson. Así, el anciano Holmes descubre que, aun habiéndolo olvidado, en realidad Watson también narró este último caso, pero convirtió el fracaso en victoria por razones terapéuticas, al encontrar a su amigo abatido por una terrible depresión tras la conclusión trágica del episodio. El azar lleva a Holmes a entrar en una sala de cine y tropezarse con una adaptación de ese relato olvidado. La gracia es que ese Holmes «ficticio» que el «verdadero» Holmes contempla está interpretado por Nicholas Rowe, el actor que treinta años antes había sido el Sherlock adolescente de El secreto de la pirámide.

Lo que acabará redescubriendo Holmes es que él no estuvo a la altura de la misteriosa fascinación que le provocó esa mujer a la que debía proteger y en quien descubrió una extraña armonía con la naturaleza (se indica que su afición a la apicultura, que hasta entonces nada le había atraído, nació del incidente con una abeja que tuvo lugar durante la breve conversación que mantuvieron). Holmes pudo haberla salvado, al comprender la naturaleza de su abisal tristeza, pero su torpeza, fruto sin duda de su escasa habilidad para la empatía (es decir, por culpa de su misantropía más que de su misoginia), impidió que lo hiciera y el resultado fue trágico. Mr. Holmes, novela y película, por tanto, son capaces de estar a la altura de la ambiciosa reflexión que levanta en torno al personaje, triunfando plenamente en su propósito de humanizar al hombre que en sus años dorados pareció demasiadas veces una máquina sin sentimientos. No es poco el logro para despedir a tan inmortal creación.

Algunos Holmes del audiovisual

1 La historia, singular y hasta apasionante, de cómo se llega desde Sherlock Holmes hasta Harry Dickson la cuenta el especialista en literatura popular Francisco Arellano en la introducción al primero de sus volúmenes recopilatorios del personaje, editados bajo su sello La Biblioteca del Laberinto (Harry Dickson, el Sherlock Holmes americano, vol. 1, 2006).

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 Responses to Los rostros de Sherlock Holmes

  1. Avatar de Renaissance Renaissance dice:

    Encontrar de nuevo las versiones contemporáneas (de los años 40, debería aclarar) que se habían rodado ha sido una sorpresa. Las dos películas que había visto las tenía casi enterradas en la memoria, cuando fueron emitidas en televisión española hace mucho, y era lo bastante pequeña como para no terminar de entender que hacía Holmes, al que tenía asociado con la ambientación victoriana, combatiendo nazis…De entonces, creo que la versión animada de Miyazaki también fue el primer detective que vimos muchos, y si bien su aproximación un tanto más comica, con cierto fantástico y un desarrollo de inventos muy cercano al steampunk no es la más canónica, sí que es una de las más recordadas e incluso con más afecto que la llevada a cabo por Guy Ritchie. Esta, si bien la primera podía llamar la atención por novedosa (reconozco que me divertí con ella) y ser un poco la vuelta de Robert Downey Jr del pozo en el que estuvo durante los 90, se quedó en algo anecdótico y que marcaría el tipo de cine que seguiría haciendo después: coger un personaje mítico, y ponerlo a hacer cosas aparentemente modernas y rompedoras. No hace falta decir que el truco se agota rápido y no funciona mucho…
    Mi favorito, al menos durante mucho tiempo (y en parte, por pertenecer a una época en la que el único hobby que podía permitirme entre estudiar temarios y convocatorias de oposición) fue el de Benedict Cumberbatch que adaptarían Gatiss y Moffat. Sus tres primeras entregas adaptaban el material original a la actualidad de una forma muy original, recurriendo al lenguaje y comunicación contemporáneos y demostrando quizá la intemporalidad del personaje. Sus ultimas entregas, en cambio, me dejaron una sensación muy extraña: entre la caricatura, la impresión de estar ya rodando más un fanfic o de hacer a los personajes demasiado irreales, incluso para la coherencia interna de la serie. Ese desenlace, con Holmes enfrentándose a su hermana demente en en un duelo más propio de supervillanos que de una narracion detectivesca, no me pareció el mejor cierre para la etapa de Moffat.

    • Mi primer Holmes, antes incluso de leer los relatos de Conan Doyle, fue el de la Hammer encarnado por Peter Cushing en «El perro de Baskerville» (y desde entonces siempre ha sido mi favorito). Después seguramente llegaría el Holmes perruno de Miyazaki, con el mejor Moriarty de todos los tiempos («jajejijoju»), y ya en cascada los cuentos y todas las demás versiones. La de Wilder la vi con poco más de veinte años en una sesión especial en Málaga, en cine (mi primer Holmes en pantalla mágica) y desde entonces me parece la mejor versión del personaje.

      La serie de Cumberbatch, como puede leerse aquí en el blog, me fascinó desde el primer momento. En todas las temporadas, es cierto, de tres episodios uno solía ser flojo pero los otros dos justificaban la devoción. La última temporada, es verdad, es discutible. Se hizo con más distancia que entre las otras, seguramente porque en el intervalo sus protagonistas habían dado el salto al cine (Freeman acababa de hacer del hobbit Bilbo en la penosa trilogía con que Jackson quiso exprimir aún más a Tolkien). Y aunque la idea de la tercera hermana de Sherlock y Mycroft es descabellada, sin duda, en mi opinión se resuelve bien al incidir, ante todo, en la rehumanización de ese sociópata, que para mí es el tema central de la serie. Es el último Holmes memorable que conocemos, pero supongo que todavía habré de conocer alguno más (ya sea nuevo o que rescate alguna que otra versión antigua que se me haya escapado, no pierdo la esperanza).

      Y muchas gracias, siempre, por tus comentarios, largos y sustanciosos, en este blog ya un tanto viejo.

  2. Avatar de carlos carlos dice:

    Jajaja estoy pensando que el físico de Buster Keaton en «El jovencito Sherlock era bastante apropiado…

    Y bueno, aquí porque no sabemos apenas más que lo «malo de la URSS pero he leído críticas buenísimas de una serie que se hizo allí adaptando los relatos de Conan Doyle; y bastante gente piensa que es la mejor recreación.

    Yo sólo he visto alguna escena y me parece muy interesante. ¡Sería estupendo que la tele la rescatara

    Carlos San Miguel

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