Tomates verdes fritos en el café de Whistle Stop es una novela publicada en 1987, con gran éxito, por la escritora Fannie Flagg —su nombre real es Patricia Neal, como la inolvidable protagonista de El manantial, siendo realmente curioso que los inicios profesionales de la novelista fueran asimismo como actriz—, quien solo contaba antes con otro libro, Daisy Fay y el hombre milagro (1983). La trama que propone la escritora se desarrolla en dos planos temporales. El primero, que se desarrolla en el presente, tiene como protagonista a Evelyn Couch, una mujer que acaba de cumplir los 48 años de edad, acomplejada por su físico orondo y dominada por una sensación de infelicidad a la que en principio no sabe dar nombre (hasta que va abriendo los ojos sobre sus circunstancias personales, vitales y matrimoniales que carecen del menor aliciente). En la residencia donde visitaba a su suegra, Evelyn conoce a la anciana Ninny Threadgoode, la cual, desde el primer momento comienza a inundarla con los recuerdos de su vida en Whistle Stop, un pueblecito muy próximo a Birmingham, la capital de Alabama (estado natal de la propia Flagg). Precisamente, ese segundo plano está ocupado por tales historias, que registran un periodo de tiempo desde los años 20 hasta después de la Segunda Guerra Mundial, pero que se concentra, especialmente, en el duro periodo de la Gran Depresión y que tiene su centro en la relación entre dos mujeres, Idgie y Ruth, propietarias del único café de la localidad, que asimismo era su verdadero corazón. Las historias que Ninny narra a Evelyn no tardan en absorber a esta, hasta el punto de convertir el día de visita a la residencia en el principal aliciente de su vida, sintiéndose fuertemente implicada en las existencias de aquellos humildes residentes de Whistle Stop, y en especial en la relación de esas dos mujeres de extraordinaria personalidad.
El propósito de esta doble estructura es muy evidente: la identificación con las indomables Idgie y Ruth inspira en Evelyn un propósito de reafirmación feminista que le permite recuperar la propia estima y decidirse a enderezar su vida, recomponiendo su imagen física y dando un nuevo sentido a su matrimonio (es curioso, sin embargo, que no se hable nunca de romper con el autista esposo). En este sentido, el segmento narrativo protagonizado por Evelyn resulta toscamente parabólico, y su evolución personal no llega apenas a interesar, amén de incurrir en ideas tan fáciles como hacer que, en determinado momento, desarrolle un agresivo alter ego (al que da el nombre de Towanda, inspirado por la Idgie de las historias). Ahora bien, lo que sí resulta plenamente convincente es ese proceso de atracción hacia la anciana Ninny, tanto por su personalidad, al tiempo firme y dulce, intensamente vitalista, y desde luego, por las historias que narra.
Y es que el pequeño pero muy evidente triunfo de Tomates verdes fritos en el café de Whistle Stop radica en la autenticidad moral con que la autora consigue envolver al espectador en la crónica del devenir cotidiano de esos humildes protagonistas de los duros tiempos de la Depresión, consiguiendo de paso realizar una magnífica crónica costumbrista y una muy pertinente denuncia del racismo siempre presente en el Profundo Sur.
Fannie Flagg desarrolla su sustancia narrativa mediante un afortunado tejido caleidoscópico, sin especial orden cronológico, compuesto a partir de distintas costuras: los relatos en primera persona de Ninny, por supuesto, pero también muchos otros que ella no vivió e incluso, a modo de afortunado pespunte, la especie de hoja volante con cotilleos, impresiones e informes locales de la empleada de la oficina de correos, que actúa a modo de «voz del pueblo», y otorga un notable sabor a la atmósfera: cuando anuncia su marcha de Whistle Stop (una más entre el despoblamiento que provoca la retirada del ferrocarril), el lector descubre con una punzada de nostalgia que se había acostumbrado a sus breves pinceladas… La lectura de este segmento cronológico revela que Ninny constituyó una presencia bastante secundaria en las vidas de las protagonistas. Fue algo así como un elemento del coro, y sin embargo vivió aquellas con la misma intensidad o más que si hubieran sido la suya.
Tomates verdes fritos en Whistle Stop se erige, así, en eso que se llama (más de una vez con condescendencia, es cierto) «pequeña gran obra», que desprende un noble sentido de la nostalgia muy propio del género al que en rigor pertenece, la Americana, pero que a la vez matiza con un admirable sentido crítico hacia la sociedad retratada. En particular, consigue trascender la mera condición de «literatura para mujeres» a que parecía encauzada mediante una rica utilización de la mirada femenina, que incluye una bonita reivindicación homófila a través de la historia del amor que viven las dos mujeres que protagonizan el segmento de Whistle Stop.
En este sentido, brilla con luz propia el personaje de la agreste pero noble Idgie, cuya condición de criatura elemental podría haber desembocado en la fácil santurronería hagiográfica a poco que la autora se hubiera dejado arrastrar por un excesivo amor hacia su propia criatura. Sin embargo, la escritora consigue frenar esa tentación, ante todo por la forma en que esa narrativa caleidoscópica impide que la escritura se detenga demasiado sobre cualquiera de los personajes (salvo Evelyn, quizá por ello el menos interesante de todos). El resultado es una novela con cierta advocación fordiana (de John Ford, claro, el genial cineasta irlandés que tan bien supo retratar personajes sencillos pero no simples), que, además, sabe despedirse de modo inolvidablemente emotivo.
La historia fue llevada a la gran pantalla cuatro años después de la publicación del libro —si bien acortando el largo título original a Tomates verdes fritos— y asimismo fue saludada con una buena acogida comercial, ganándose la simpatía general: ignoro si influyó en esto, pero por esos años se estrenaron, con gran repercusión, varias películas que, desde su mismo título, remarcaban la importancia simbólica de lo culinario en su planteamiento: ¿recuerda alguien Como agua para chocolate (1992)? Ahora bien, el olvido casi completo ya ha caído sobre el film, lo cual no es de extrañar, pues, por desgracia, incurre en la práctica totalidad de los defectos que la novelista sabía eludir, y no consigue hacer brillar en la misma medida las virtudes que, no podía ser de otro modo, también sabe recoger.
Lo curioso es que a la misma novelista puede hacerse parcialmente responsable del resultado, puesto que es la firmante del guion, en colaboración con Carol Sobieski (guionista de trayectoria más amplia, si bien casi siempre para televisión, que murió sin llegar a asistir al estreno de la película: precisamente, ambas mujeres serían nominadas por su labor conjunta). Lo cierto es que el guion de Tomates verdes fritos simplifica, incluso trivializa, la entraña dramática, compleja dentro de su sencillez, de la estructura narrativa original.
El guion mantiene la disposición argumental en dos tiempos pero, al hacer que la voz superpuesta de Ninny actúe siempre como mediadora entre el presente y el pasado, sitúa ambos en el nivel. Como es natural, esto provoca un problema: ¿cómo sabe Ninny tanto sobre unos hechos en los que nunca aparece ningún personaje que responda a su nombre? Una posibilidad, claro, hubiera sido hacer, o sugerir, que esas historias sean la recreación fabulesca de una anciana cuya vida fue tan modesta que queda sumida bajo las de las personas mucho más interesantes que conoció. Otra, hacer que fueran por completo una invención de alguien que, a su ya considerable edad, convierte el anhelo de ficción en realidad. Sin embargo, el final opta por otra solución, que considero un grave error: sugerir que Ninny no es sino Idgie. ¿Por qué, entonces, el cambio de nombre? A cualquiera que haya leído el libro (y, quiero pensar, a quien no lo haya hecho también), le resultará más bien incongruente, sobre todo por las características personales de la anciana (dulce, amable, contemporizadora) en nada se corresponden con la Idgie descrita en sus historias (y que, como la de la novela, es salvaje, arisca y, desde luego, incapaz de la menor componenda, aun en nombre de la buena educación).
Por lo demás, la poda de acciones al pasar el libro a una película que no debía exceder de las dos horas, obliga a condensar hechos y situaciones, sin tiempo para que estos fluyan con la armonía necesaria. Así, en primer lugar, el segmento contemporáneo resulta casi catastrófico. La amistad entre las dos mujeres se ha de dar por sentada, sin la menor evolución, puesto que Evelyn queda abducida por los relatos de Ninny en un tiempo récord. Por otra parte, y pese a que la excelente Kathy Bates atempera en lo que pueda el desdichado dibujo de su personaje, Evelyn aquí está tratada con un trazo tan grueso que el ya de por sí débil retrato del libro, a su lado, parece de gran prestancia psicológica. El guion la convierte en un personaje al borde de la caricatura, trivializando el efecto que en ella producen las historias de Ninny puesto que, tal como aparece en la película, diríase que no es sino un curso acelerado de autoayuda para permitir «liberarla» porque sí.
Así, el periodo en que Evelyn desarrolla su agresividad (al contrario que en el libro) está tratado para que, por ejemplo, la platea jalee debidamente los cojones de Evelyn al tomarse la revancha adecuada contra las dos niñatas que le quitan el sitio en el aparcamiento, destrozando su coche, sin que se interponga el menor matiz crítico. Su transformación física, como es lógico, se resuelve vistiendo y maquillando a Kathy Bates como una mujer «moderna», y la personal, insistiendo en que tiene un trabajo (no se indica su naturaleza ni nada sobre él) en el que le va muy bien. Es decir, todo cuanto se nos expone sobre Evelyn hay que aceptarlo sin que haya habido la menor elaboración dramática que nos lo haya hecho necesario.
Es por ello que el interés de la película radica exclusivamente en el segmento que transcurre en el Whistle Stop de la Depresión, lo cual tampoco era tan difícil debido al notable interés que ya posee en el libro. En este sentido, el guion recoge sus principales peripecias, solo que exponiéndolas por orden rigurosamente cronológico. Al menos, hay un acierto, al darle el relieve necesario a la muerte de Buddy, el adorado hermano mayor de Idgie, consiguiendo que esa desaparición deje también un hueco en el espectador y haga perfectamente comprensible que su pérdida suponga la auténtica bisagra en la existencia de la muchacha: ayuda mucho, por cierto, la gentileza que le brinda al personaje un joven actor, Chris O’Donnell, que irónicamente no tardaría en ascender dentro de la industria, pero estropeándose del todo, incluso con papeles verdaderamente insufribles.
El guion, de modo inteligente, inventa que Ruth conocía a Buddy antes de su muerte y que incluso se había planteado un pequeño idilio entre ambos. Así, ese cariño por el muchacho supone el primer vínculo entre las dos mujeres, remarcando que la presencia de Ruth supone la tabla de salvación que impide a Idgie que su dolor la convierta en un ser totalmente salvaje y abandonado a sus instintos.
Eso sí, el film, mucho más pacato que la novela, se cuida mucho de plantear gráficamente la verdadera naturaleza sentimental de la relación entre las dos mujeres, si bien la buena interpretación de las actrices consigue sugerirlo adecuadamente. Por otro lado, y como era fácil de apostar teniendo en cuenta las claves del cine comercial estadounidense, el guion otorga una importancia mucho mayor que en el libro a la intriga criminal desarrollada en torno a la muerte del brutal marido de Ruth, de tal modo que el juicio puede considerarse el clímax de la película.
El mayor mérito de la película estriba en la buena recreación de ese escenario moral y emocional que supone el Café de Whistle Stop: incluso aquellos que llegamos al libro a partir de la película no podemos sino reconocer el acierto de su personificación visual y de los actores que se encargan de representar a los entrañables personajes que allí se reúnen. En especial, brilla con luz propia una actriz que mereció mejor suerte, Mary Stuart Masterson, que sabe traducir admirablemente un personaje tan difícil como el de Idgie (difícil precisamente porque era fácil cargar las tintas en los dos o tres aspectos más llamativos del mismo, y por tanto en acabar haciéndola cargante). La convicción de Masterson contagia a la película de una vitalidad y una entraña moral por encima de los méritos reales de la puesta en escena que se encarga de traducir los episodios del libro (alguno tan inverosímil como el asalto del Ku-Klux-Klan, por cierto).
En este sentido, es una pena que la dirección fuera encomendada a un debutante, Jon Avnet, procedente del mundo de la televisión (al que acabaría retornando después de unas cuantas películas más, de ninguna de las cuales se tiene el mayor recuerdo), puesto que su trabajo destaca precisamente por responder a lo que entonces se entendía peyorativamente por «realización televisiva» (han cambiado mucho los parámetros de juicio, cierto). Esto es: la máxima simplificación narrativa a la hora de contar todas las escenas, confiando en el trabajo del director de fotografía, los escenógrafos y, sobre todo, los intérpretes, salvo cuando el director cree que toca algún ampuloso movimiento de grúa o alguna panorámica sin más función que enseñar el decorado. Es una pena, porque el equivalente al trabajo lírico y dramático de Fannie Flagg no existe en la película, y esto supone un gravísimo lastre, responsable de que, en un primer visionado la película despierte una notable simpatía y, sin embargo, reduzca mucho este efecto cuando la vemos por segunda vez.
A pesar de todo, Tomates verdes fritos se sigue siempre con interés y en más de un momento consigue despertar ese sentimiento de noble humanidad que es el gran atractivo de la novela. Por todo ello, sigo recordando con gran simpatía una película que me gustó mucho la primera vez que la vi y a la que debo el descubrimiento de una novela entrañable.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Tomates verdes fritos / Fried Green Tomatoes. Año: 1991
Dirección: Jon Avnet. Guion: Fannie Flagg y Carol Sobieski, según la novela de la primera. Fotografía: Geoffrey Simpson. Música: Thomas Newton. Reparto: Jessica Tandy (Ninny), Kathy Bates (Evelyn), Mary Stuart Masterson (Idgie), Mary-Louise Parker (Ruth). Dur.: 130 min.
Me ha encantado, gracias. Para mí la peli no ha caído en el olvido. Es más, es una de mis pelis de referencia en la adolescencia. El libro me gustó muchísimo. No sé por qué me recordaba al Color Púrpura con menos sufrimiento. La alianza, la solidaridad y el amor entre mujeres… Es verdad que eso de utilizar una historia marco lo hemos visto muchas veces después… Puentes de Madison?, Titanic? Pero es como una llamada a despertar en el ahora .. en fin, no me enrollo, me gusta mucho tu blog!
Hola, Marta. Si digo que la película ha caído en el olvido (relativo, por supuesto) es porque hace ya años que no he vuelto a leer o escuchar comentarios sobre ella. En buena medida es porque no cuenta con elementos «cultos» a su favor (por ejemplo, un director con prestigio), pero evidentemente sigue viva en la memoria de quienes sienten un inmenso cariño por ella, que sé que no son pocos. El libro tampoco suele ser comentado, y eso que me parece que tiene muchas virtudes. Por cierto, que la otra novela que cito de la autora tampoco está nada mal, aunque sea a modo de ensayo de la que nos ocupa.
Muchas gracias por tus amables palabras y espero que sigas paseándote por este blog 🙂 !
Ya… aunque en Paramount la ponen de vez en cuando y sigue saliendo en listas (pelis noventa, feministas, lgtb…)… En cuanto al libro es una autora muy interesante, estoy de acuerdo contigo.
Claro que seguiré pasando!!!
Una de mis películas favoritas, lo que más tristeza me dio es que Idgie nunca pudo decirle a Ruth cuanto la amaba. Pero creo que Ruth se lo imaginaba. ❤️
Una de las virtudes de esta historia, precisamente, es la delicadeza con que se sugiere lo que no se cuenta directamente. ¡Muchas gracias por pasarte por el blog!