En Homonosapiens: Entre los doce hombres, uno sí tenía piedad

Poster de Doce hombres sin piedad

Entre los doce hombres, uno sí tenía piedad

Publico este mes en Homonosapiens un artículo acerca de una película que no solo supone uno de los grandes clásicos del género que, después del western, me parece el más propio de Hollywood (el thriller judicial), sino que, desde cualquier punto de vista (narrativo, dramático, atmosférico, interpretativo, sociológico…) me parece sencillamente extraordinario. Se trata de Doce hombres sin piedad (1957), un film cuyo origen, como se sabe, es uno de esos programas dramáticos de la edad temprana de la televisión estadounidense, filmado además en directo, y que se debe a la pluma de uno de sus más cotizados guionistas, Reginald Rose. La misma pieza también conoció una famosa adaptación por parte de Televisión Española en el mítico Estudio 1, dirigido por el especialista Gustavo Pérez Puig y con un memorable reparto de grandes actores de la época, muchos de ellos hoy bastante olvidados porque están asociados, sobre todo, a nuestra propia edad de oro de la producción propia de la que entonces era la única cadena catódica: José Bódalo, Carlos Lemos, Fernando Delgado o Ismael Merlo, encabezados por José María Rodero en el papel del jurado nº 8, el hombre cuya firme rectitud actúa como elemento de catarsis para unos compañeros que se disponen a dictar la culpabilidad del hombre que juzgan, lo cual quiere decir la pena de muerte. Pues bien, siendo entrañable este dramático, nada mejor que tenerlo en cuenta para comprobar la genialidad de la película: pues si ambas obras parten de un mismo original, el film trasciende la mera solidez del libreto para alcanzar una honda trascendencia humana: y ello porque, estoy completamente convencido de ello, en arte no puede haber ética sin estética. O dicho de otro modo, las ideas, por encomiables o compartibles que sean, necesitan ser revestidas de toda la fuerza propia del medio expresivo al que son confiadas. Y qué mejor demostración que esta adaptación cinematográfica de Doce hombres sin piedad.

Como tantos cinéfilos, confieso conocer mucho mejor el sistema judicial norteamericano que el español: y se lo debo al cine, por supuesto. Es por ello que siempre he desconfiado bastante de esa institución que es el jurado, que en España, además, no volvió a restaurarse (había sido suprimido en 1936, con el país en guerra) hasta una fecha tan relativamente reciente como 1996. Mi suspicacia, claro, se debe a esas películas en las que los doce hombres se convierten en el objetivo del duelo de ingenio, de marrullerías, de golpes de efecto cruzados, que entablan dos guerreros —uno, por lo común, noble y digno: el abogado defensor; el otro, habitualmente, astuto y demagogo— empeñados en hechizar a aquellos, como si carecieran de cualquier personalidad propia, de cualquier capacidad para decidir por sí mismos y solo supieran levantar (o bajar) el dedo pulgar, al modo de la antigua plebe romana a la que sus gobernantes manipulaba con sus juegos de gladiadores.

Pues bien, el primer rasgo de ingenio de Doce hombres sin piedad, lo que en su momento supuso toda una singularidad, fue sacar esta pugna de su espacio «natural», la sala del tribunal, y eludir por completo a fiscal y abogado: solo comparece, al principio, el juez para despedir a los jurados y recordarles la necesidad de que su decisión sea unánime, al tratarse de un caso de pena capital. Y el resto de la película se desarrolla en ese lugar donde (creo) nunca había entrado las cámaras: en la habitación donde delibera el jurado, donde esos doce hombres sin piedad (y hasta entonces, sin voz), por una ocasión van a tener sustancia real (un rostro, un carácter, una forma de razonar) por el espacio de la hora y media que durará su discusión. Y aun así, el escritor no dejará que los conozcamos más que por el número que han ocupado en la sala: el jurado nº 1, el nº 2, y así hasta doce. Solo en el final de la historia, cuando concluido el juicio abandonan el tribunal y salen a la calle, el hombre que de, todos ellos, decidió tener piedad desde el principio, el nº 8, y el que lo secundó primero, el más maduro de todos ellos, el nº 9, se presentan el uno al otro y abandonan el anonimato: pues son quienes decidieron que el hombre demuestra su condición humana pensando por sí mismo y no dejándose llevar por la facilidad de las circunstancias. He ahí el sencillo y bello mensaje del film

Y antes de que pulséis el enlace al artículo, no quiero pasar la ocasión de encomiar el nombre de quien debutaba en el cine con esta película, Sidney Lumet, y cuyo excepcional trabajo de realización es en gran medida responsable del excelso resultado. Tal vez el mejor de los directores que pertenecieron a la famosa generación de la televisión que debutó en Hollywood a mediados de los 50, la carrera de Lumet sería constante y longeva: su última película, hecho insólito, la filmó con más de 80 años cumplidos. Y aunque todavía está pendiente una verdadera revalorización de su figura, basta con revisar su filmografía para descubrir que en el medio siglo justo por el que se extiende su obra no solo hay una notable regularidad sino un nivel de calidad considerable.

Dejo para el futuro la promesa de un artículo sobre su trayectoria (tan larga que todavía tengo pendientes algunos de sus títulos más conocidos), pero me permito recordar algunos de sus mejores films, cuya mera evocación basta para defender su figura: El prestamista (1964), tenso drama sobre la violencia urbana, desde siempre uno de sus temas fundamentales; La colina (1965), un título que no sé cómo es posible que sea tan desconocido cuando ofrece uno de los retratos antimilitaristas más penetrantes que haya dado nunca el cine; La ofensa (1973), sórdido y lacerante descenso al corazón de las tinieblas de un policía hundido en la degradación más violenta, y al que un gran Sean Connery brinda la menos glamourosa de sus interpretaciones; Veredicto final (1982), un thriller judicial que, sobre el papel, parece incurrir en todas esas convenciones que negaba su debut en el cine, pero que brilla como un inolvidable dibujo de la redención invernal de su maduro protagonista (Paul Newman en el que tal vez sea el papel de su vida); La noche cae sobre Manhattan (1996), posiblemente la culminación de otra de sus preocupaciones fundamentales: la corrupción institucional, sobre todo la policial; y su última película, Antes que el diablo sepa que has muerto (2007), un amargo drama con trama de thriller (familiar) cuya dureza y valentía no solo desentona admirablemente en el Hollywood actual de las cómodas multisagas, sino que confirma que el anciano Sidney Lumet, del principio al final de su carrera, se mantuvo fiel a la irrenunciable independencia ética y moral que simboliza el jurado nº 8 de su opera prima.

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Doce hombres sin piedad / Twelve Angry Men. Año: 1957.

Dirección: Sidney Lumet. Guión: Reginald Rose, según su propio dramático para televisión. Fotografía: Boris Kaufman. Música: Kenyon Hopkins. Reparto: Henry Fonda (Jurado nº 8), Lee J. Cobb (Jurado nº 10), E. G. Marshall (Jurado nº 4), Jack Warden (Jurado nº 7), Martin Balsam (Jurado nº 1). Dur.: 96 min

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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