Nosferatu, el vampiro romántico

Cartel de Nosferatu, de MurnauParece ser que la primera película en explotar el nombre de Drácula —en su título, que según las noticias su argumento ya tiene poco que ver, cuestión que parece que nunca se podrá comprobar al formar parte del nutrido conjunto de películas silentes perdidas— es una producción húngara del año 1921 titulada Drakula halala (o sea, La muerte de Drácula), dirigida por Karoly Lathjay, y en la que figura como guionista Mihaly Kertesz, rebautizado en Hollywood como Michael Curtiz. Sin embargo, el primer film que parte directamente de la novela de Bram Stoker, y que constituye por lo tanto el debut cinematográfico del genuino Señor de la Noche, es la maravillosa Nosferatu, el vampiro (1922), dirigida por ese genio tristemente fallecido en la plenitud que fue F. W. Murnau. Nosferatu no solo es el único título sobre Drácula que cuenta con el aplauso unánime de la Crítica (y por tanto, merecedor de la etiqueta de obra de arte), sino además un ejemplo especialmente admirable de adaptación cinematográfica que no se contenta con vampirizar (nunca mejor dicho) un original ajeno, sino que, respetando unas líneas básicas, lo transforma, lo retuerce, elige transitar una senda que, sin duda, latía enterrada entre las páginas originales pero que el escritor descartó en beneficio de otras. Y es que, mucho antes de que Francis Ford Coppola y James V. Hart (¡o nuestro Paul Naschy!) pusieran sus manos en el personaje, Nosferatu ya utilizó a la criatura menos romántica que la literatura de terror contempla para dar pie (jugando con el excelente subtítulo original, «una sinfonía del horror») a una inolvidable sinfonía del romanticismo.

Como bien se sabe, es una adaptación espúrea. Los responsables del film, quizá por la modestia inicial de su empresa o sencillamente por la laxitud de las leyes de autoría en aquellos tiempos, no se preocuparon por pedir los derechos del libro a su legítima dueña, a la viuda del autor, Florence Stoker, lo cual, como también es notorio, provocó una batalla judicial que acabó ordenando la desaparición todas las copias de la película, con lo cual pudo haberse perdido irremediablemente una de las obras culminantes del género fantástico en toda su historia.

Los autores del film, eso sí, trataron de enmascarar mínimamente el referente original mediante el cambio de nombres, empezando por el del vampiro, para el cual recurrieron a una palabra hoy mítica, nosferatu, cuyo significado de «no muerto» conoce hasta el menos interesado por la criatura. Nosferatu es un término presuntamente rumano que extrajeron, eso sí, de Bram Stoker, el cual a su vez lo había adoptado de una de las obras que manejó para documentarse de cara a la ambientación de su novela: The Land Beyond the Forest [La tierra más allá del bosque] (1888), obra de Emily de Laszowska Gerard, y que ésta parece ser que transcribió mal a partir de alguna voz similar. Por lo demás, en esta película el vampiro nunca se dirige a Inglaterra sino a la ficticia localidad alemana de Wisborg, y el resto de personajes sufre otros rebautizos: Drácula se convierte en el conde Orlock; Jonathan Harker en Hutter; su prometida Mina, en Ellen; el profesor Van Helsing en el profesor Bulwer; y Renfield (sometido a una muy curiosa reconformación, de la que ahora hablaré), en Knock.

Ilustración del mismo Albin Grau para NosferatuNosferatu, el vampiro no solo es célebre por sus inmarchitables cualidades artísticas, sino por las circunstancias de su rodaje. Por un lado, el ambiente ocultista que rodeó su confección, y que comienza con el nombre de Albin Grau, dibujante, pintor y publicista cinematográfico, apasionado del ocultismo y miembro de diversas logias, además de amigo personal de Aleister Crowley, aquel famoso místico a quien el sensacionalismo mitómano del mundo bautizó como «el hombre más malvado del mundo». Grau, en asociación con el empresario Enrico Dieckmann, fundó una productora, Prana Films —el término significa «fuerza vital» en sánscrito— con el objeto de producir el «primer film ocultista» de la historia. Grau se implicó a conciencia en la película, acreditándose además como el diseñador artístico y del vestuario, amén de diseñar toda una galería de sugestivas imágenes y de escribir o encargar un conjunto de llamativos artículos dentro de una campaña de publicidad considerablemente atractiva.

Por otro lado, el irrepetible contexto del cine fantástico alemán de su época, popular hoy, con la comodidad que proporcionan las etiquetas, como Expresionismo, término que buena parte de los especialistas rechaza por su imprecisión: fuera de obras tan emblemáticas como El gabinete del doctor Caligari (1919, Robert Wiene) y unas pocas en su estela, así como determinados signos y elementos estéticos, las películas que conforman, supuestamente, esa corriente son muy diferentes entre sí e incluso sus responsables abominaban personalmente de la advocación expresionista. Ahora bien, en realidad, no puede negarse que hay un vínculo entre la práctica totalidad de las obras que conforman el cine (o la literatura) expresionista, y es el peso de esa corriente fundamental de la cultura alemana que llamamos Romanticismo.

Y Nosferatu es un film profundamente romántico. Lo es en su imaginería visual, y lo es en cuanto a la importancia dramática, fundamental, esencial, que otorga al tratamiento del amor. Mucho antes de que Coppola y Hart presentaran a Drácula como un gimoteante enamorado que inundaba de velitas el salón donde baila con su amada, incluso mucho antes de que otros Dráculas cinematográficos (unos dignos: el de John Badham y Frank Langella de 1979; otros risibles: el de Javier Aguirre y Paul Naschy de 1973) también cayeran enamorados, Nosferatu ya muestra a una criatura vampírica fascinada (hasta la muerte) por una mujer (Ellen, la prometida de Hutter, a quien descubre gracias al medallón que éste porta con su retrato), y esa fascinación (llamarlo «amor», en un ser tan divergente de lo humano como él, me parece exagerado) es lo que provocará su derrota. Ahora bien, y esta es una puntualización importante, todo ello sin necesidad de dotar al no muerto de la menor connotación positiva propia de un héroe romántico: no ya es que Nosferatu no pueda ser un héroe, es que ni siquiera cabe plantearse tal cosa.

Albin Grau contrató como guionista a otro nombre fundamental del cine fantástico de la época, a Henrik Galeen, inicialmente secretario personal del peculiar escritor Hanns Heinz Ewers (otro intelectual obsesionado con el ocultismo), posteriormente guionista de títulos como dos de las tres versiones de El Golem (la desaparecida de 1915, que codirigió además con Stellan Rye, y la más conocida de 1920) o El hombre de las figuras de cera (1924, Paul Leni), y por último director de la segunda versión de El estudiante de Praga (1925) o el clásico Mandrágora (1928), precisamente adaptación de la más famosa novela de su jefe.

Cartel francés del Nosferatu de Murnau que resalta la sombra monstruosa del conde OrlokGaleen sería el responsable de la transformación de la novela de Stoker. De ella, mantuvo la estructura argumental básica —es decir, la marcha de Hutter hacia el castillo de Orlock, su descubrimiento de que se las ve con un monstruo y la partida de éste hacia el lugar de donde procede el joven, donde acabará intentando tomar como víctima a su propia amada— pero modificó diversos elementos, por lo común de modo muy inteligente, puesto que la mayor parte de sus alteraciones sirven para sintetizar la voluminosa historia, casi imposible de llevar a la pantalla de modo literal sin incurrir en la más artificiosa prolijidad, como demostraría la versión Coppola-Hart. En esencia, Galeen prescinde de toda la simbología cristiana del mito del vampirismo (no hay cruces en esta película, ni ajos ni combate por la salvación de las almas… sino por la de los cuerpos); sintetiza en uno solo los personajes del jefe de Hutter, el dueño de la inmobiliaria que lo envía al castillo de Orlock, y de Renfield, lo que convierte a aquél en un pobre monigote enviado desde el primer momento al sacrificio; hace que Hutter esté casado desde el primer momento, lo cual refuerza el vínculo con la protagonista femenina, fundamental en el devenir de la trama; y aunque hace comparecer a un «profesor paracelsiano» (el calificativo procede de los mismos intertítulos) llamado Bulwer, éste no es un trasunto del gran Van Helsing, por lo cual de ningún modo se forma en la película ninguna compañía de cazadores del vampiro.

La gran aportación de Nosferatu al mito vampírico, digámoslo ya, es la consideración de que el no muerto y el ser humano son criaturas tan radicalmente opuestas que cabe dudar, incluso, de que el primero participara alguna vez de la naturaleza del segundo. En buena medida, esta condición deriva, claro, de la espantosa y genial caracterización del actor Max Schreck (cuyo apellido además significa «miedo»). Y no solo por su genial maquillaje —el cráneo mineral desprovisto de pelo, las orejas puntiagudas sin la menor reminiscencia «élfica», la profundidad inerte de su mirada o los alargados incisivos de rata que hacen las veces de colmillos—, sino también por sus movimientos, con ese característico envaramiento que incluso hace dudar de que posea articulaciones en brazos y piernas. Aunque es claro que sí se mueve, en el recuerdo el conde Orlok parece siempre inmóvil, con el cuerpo ahusado, afilado, conteniendo ya una implícita amenaza de agresividad, transmitiendo la impresión de que, en el momento en que lo haga, actuará con la rapidez de una araña.

Es un hallazgo de Murnau, hablando del movimiento, que utilizara determinadas argucias técnicas para subrayar, precisamente, la diferencia del mundo del vampiro con respecto al de sus víctimas (por mucho que ambos, ocasionalmente, parezcan compartir el mismo espacio). Así, la utilización de las velocidades de cámara: en las soledades de los Cárpatos, el desplazamiento de la carroza que lleva a Hutter hasta el castillo parece animado mediante la técnica del stop-motion —y el fotograma es virado en negativo (con el exterior del carruaje revestido de blanco), como sugiriendo que el infeliz agente inmobiliario está penetrando, irreversiblemente, en otro mundo—, pero más tarde, Murnau hará lo contrario, es decir, usará la cámara rápida para mostrar los portentos físicos del vampiro, como en el instante en que el espantado abogado contempla, desde lo alto de su habitación, cómo el conde, allá en el patio, carga las cajas con su tierra natal en un carro y sale a escape hacia nuevos espacios de caza.

Desde luego, pocas películas de terror contienen momentos tan verdaderamente espeluznantes como ésta. De esto da fe, sobre todo, la antológica parte que tiene lugar a bordo del barco que lo lleva a Wisborg, el Empusa, donde se hallan algunas de las más famosas imágenes del film, de la súbita erección del conde desde el fondo de su caja al momento en que sus larguísimas uñas comienzan a emerger de la escotilla o el furioso contrapicado en que el vampiro recorre el barco en dirección al timón, donde el capitán se ha hecho atar a la rueda, de modo que subraya al mismo tiempo su valor… y su impotencia.

El conde Orlok exhibe ya su monstruosidad sin recatoPor otro lado, el guion prescinde de las transformaciones físicas del vampiro: no ya en animal o en niebla, sino siquiera de hombre anciano en hombre de exultante vigor. La única modificación es la progresiva espantosidad de la caracterización de Schreck. Si inicialmente se presenta ante Hutter encubriendo su identidad y haciéndose pasar por el cochero que lo recoge en la montaña, y en sus primeros encuentros aparece, al menos, con la cabeza resguardada, ocultando la escabrosidad de su cráneo pelado, será en el momento del primer ataque al joven cuando ya exhiba su verdadera naturaleza, con la calva exultante. Posteriormente, los dedos de sus manos se irán volviendo cada vez más nudosos y sus uñas crecerán de forma inaudita (lo mismo que los famosos colmillos), hasta alcanzar esa interminable longitud que luego magnificará el uso de las sombras (por ejemplo, el ataque final sobre Ellen, cerniéndose sobre el pecho de la muchacha). Tan monstruoso vampiro porta la muerte sin poder disimularlo en modo alguno, y así en el camino que recorre desde el castillo hasta Wisborg va sembrando la peste, debido a las ratas que, alojadas en las cajas de arena que porta, van contagiándola por doquier (es magnífico ese primer momento en que, al ser roto uno de los cajones en el puerto de Varna, aparecen los mefíticos roedores entre la arena que aquél portaba).

Y sin embargo, y como señalaba, será el amor lo que provoque la destrucción del vampiro. Desde que ve el rostro de Ellen en el medallón de Hutter, Orlok se siente fascinado por la muchacha —«Vuestra esposa tiene un cuello precioso», es la frase con que saluda su belleza, que puede sonar de modo algo chusco—, y aunque Wisborg es el lugar donde ha decidido instalarse desde el principio, no puede descartarse que la posesión de la muchacha ya estuviera prevista por su factótum y discípulo en esa ciudad, Knock-Renfield, no en vano el lugar elegido por éste para su amo es el caserón abandonado y medio derruido que se alza justo al otro lado del río, frente a la casa de la pareja.

El amor es una fuerza incontenible en esta historia: si Hutter salva la vida ante el ataque de Orlok es porque Ellen, a medio continente de distancia, presiente lo que está sucediendo en el castillo transilvano y grita justo en ese instante, impidiendo la consumación del acto (Murnau lo expresa mediante uno de los más imborrables momentos de la historia del cine: un genial plano-contraplano de ambos personajes, asociados de modo imposible por la dirección hacia la que miran dentro del encuadre). Una vez el conde emprende su viaje hacia Wisborg, Hutter hace lo propio, huyendo a duras penas de su encierro en el castillo. El conde viaja por mar; el joven, por tierra, y ambos llegan el mismo día y casi al mismo tiempo (son fabulosas las imágenes del vampiro portando su propio ataúd por las calles de la ciudad, en dirección a la casa que ha comprado).

El final de NosferatuSi ya Ellen salvó a su amado a distancia, en la parte final de la película pasa a ser el personaje más activo de las fuerzas del bien (de hecho, el único habitante de Wisborg que realmente decide hacer algo), consciente de la naturaleza real del inexplicable mal que se ha abatido sobre la ciudad, e incluso del lugar donde se esconde el monstruo. Así, en el viejo grimorio que su esposo ha traído de su terrible aventura (y que recogió en la última posada antes de alcanzar el castillo de Orlok), descubrirá la forma de vencer al mal: mediante el sacrificio de una inocente, ella misma, que distraiga la atención del nosferatu de tal modo que olvide el primer canto del gallo. La conclusión, antológica, es bien conocida: Orlock se desvanece después de haber quedado como paralizado mientras muerde el cuello de Ellen y de él apenas queda un tenue humo que enseguida desaparece. Hutter solo tendrá tiempo de escuchar el magro consuelo de que sea su nombre (el mejor tributo dentro de una historia que hace uso del amor como el más sublime arma) lo último que escuchará de los labios de su amada antes de que ésta muera. Por cierto, que este final de Nosferatu por exposición al sol (hoy tan popular como un rasgo básico del vampirismo) es invención de la película, pues en la novela el conde, si bien disminuido, puede pasear en pleno día.

No quiero concluir este artículo sin recordar que, más de medio siglo después, el controvertido cineasta Werner Herzog tuvo la «audacia» (y lo pagó con una acogida muy hostil de críticos y cinéfilos) de realizar un remake del intocable original, que se tituló en España Nosferatu, vampiro de la noche (1979). Hoy día, el film destaca y seduce en el contexto general de la filmografía sobre Drácula, en especial por la forma en que funde el declarado objeto de «reproducir» el original —comenzando por la caracterización de su vampiro, si bien la ya de por sí particular fotogenia de su habitual Klaus Kinski provoca un encuentro de monstruosidades que a ratos choca y a ratos seduce— a la vez que lo impregna de su muy particular propósito de valorar por encima de todo la sugestión estética, hasta llegar a la pura alucinación, al modo de otras películas de su época más famosa, como Aguirre, la cólera de Dios (1973). El resultado es verdad que tarda en digerirse pero, con sus defectos, acaba fascinando.

Por cierto que no sería la última vez que Kinski encarnaría a Nosferatu. Una década después, en 1988, y ya con el astro en absoluta decadencia física y profesional, se avino a recrear el personaje para un film italiano de serie B titulado Nosferatu en Venecia (en España, conoció un fugaz estreno en cine, bajo el título de Nosferatu, príncipe de las tinieblas). Ambos títulos expresan sobradamente su atractivo. Por un lado, la ubicación del personaje, bajo una mirada definitivamente crepuscular, en una de las ciudades decadentes por excelencia del mundo. Por otro, su definitiva confluencia con el Drácula más famoso del cine (el de Christopher Lee, sobre todo, como indica el subtítulo hispano, copiado del magnífico segundo capítulo de su saga, en la Hammer, a las órdenes de Terence Fisher), mediante elementos como la fascinación sexual que provoca en las bellas damas y la incansable persecución de que es objeto por un trasunto de Van Helsing, interpretado por el también veterano Christopher Plummer). Aun llena de defectos (otra decadencia se suma a las anteriores, la del cine de género mediterráneo), su atmósfera malsana deja un buen recuerdo.

Nosferatu diezma a los tripulante del barco Empusa

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Nosferatu, el vampiro / Nosferatu, eine Symphonie des Grauens. Año: 1922.

Dirección: F.W. Murnau. Guión: Henrik Galeen; novela sin acreditar de Bram Stoker. Fotografía: Fritz Arno Wagner. Música: Hans Erdmann. Reparto: Max Schreck (Conde Orlock), Gustav von Wangenheim (Hutter), Greta Schroeder (Ellen). Dur.: 94 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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8 respuestas a Nosferatu, el vampiro romántico

  1. Renaissance dijo:

    El Nosferatu de Murnau me sigue pareciendo una de las mejores versiones sobre el vampiro y una película a la que según pasa el tiempo, se le buscan todo tipo de matices (llegué a leer un artículo muy curioso donde decían que Orlok se había planteado como la encarnación de una enfermedad contagiosa, de ahí su aspecto grotesco y la mayor identificación con las ratas y la peste, que se perdería en posteriores versiones). Sigo recomendando mucho hacer doblete con La sombra del vampiro, de Mehrige, que sin ser una obra maestra, es una recreación muy particular sobre la filmación de la película, aunque por desgracia, no mencionan las aficiones ocultistas de Grau.
    La versión de Herzog me resultó siempre muy desconcertante, nunca llegué a tener claro si me gustaba o no y en todo momento me daba la impresión de ser una película o a medio hacer, o muy artificiosa para los medios que tenían. En cambio, esa sensación le iba muy bien para la atmósfera decadente que trasmitía.

    • Hace tiempo que tengo pendiente la revisión de «La sombra del vampiro», que vi hace muchos años, y troceada, por rotura de la película en la época en que todavía se proyectaba a la antigua. El Nosferatu de Herzog creo que gana con las revisiones, porque yo mismo la aguanté regular la primera vez que la vi, en especial porque no conseguía ver a Kinski en el papel. Y ahora no es que lo vea mucho, pero el patetismo (voluntario o no) que rezuma, ayuda mucho al personaje.

  2. Werner Herzog vive sometido por el severo dictado de un furibundo y confeso materialismo. En no pocas ocasiones, con esa desmedida ansia de probidad que azota a quienes profesan ese credo, ha hecho inmodesta gala de ser un eficaz agente al servicio de la desmitificación, y no menos con motivo del estreno de su película «My Son, My Son, What Have Ye Done?», en la que reduce a la madre enamoratriz y plenipotenciaria de la tragedia griega a una proletaria histérica precisada de Prozac.

    Así cree uno que en una mañana fría de su Alemania natal el joven Werner debió de despertarse con una picazón en el cogote producto de haber visto la tarde anterior el Nosferatu de Murnau, y que quizá ese mismo día y todavía sin desayunar comenzó a pergeñar un vampiro desprovisto de vampirez, un no muerto tan ahíto de su existencia interminable que incluso con el cuello de Mina tierno de venas y jugoso de carnes entre sus colmillos, reducido a la pura animalidad del existir sin ser, sólo es capaz de pronunciar un largo suspiro agónico que informa al espectador de que la desmitificación se ha verificado correcta y asépticamente, tal y como prescribe el frígido ideario materialista, a la vista de todos y sancionada por un apellido de prestigio.

    Y sin embargo, pese a la desvergonzada intención de Herzog, porque hace falta ser desvergonzado para creerse tocado por los hados materialistas, erigirse en cruzado desmitificador e ir por ahí apropiándose de mitos, cuentos y leyendas para despojarlos de su sustancia, el resultado le parece a uno de una gran corrección formal y, lo siento por el joven Werner, hasta un tanto espectral en su simple y bestial crudeza.

    Fdo:

    José Antonio Martínez Climent
    En Alicante, a 31 de agosto de 2016.

    • Aun comprendiendo la irritación que puede despertar esta película (porque yo mismo la sentí la primera vez que la vi), creo que a Herzog no lo guía la detestable ansia desmitificadora que tan de moda se puso en los años 70, sino el deseo de particularizar su propia impresión «mítica» del «Nosferatu», película que es evidente que le impresiona… aunque pueda parecer increíble desear rehacer algo que a uno ya le parezca genial. Me baso en que, por lo común, los desmitificadores carecen del menor sentido de la abstracción, puesto que eso es, en buena medida, toda desmitificación: apostar por lo concreto, por lo que no deja dudas, por lo que está cómodamente reconciliado con la realidad. Y el Nosferatu de Herzog es un ejercicio de abstracción pura, hasta tal punto que llega un momento en que ese sentido de la estética que (para bien y para mal) era el principal objeto del cine de su autor, al menos en la primera parte de su carrera (la segunda la conozco poco y mal), se convierte en un fin en sí mismo.

  3. altaica dijo:

    No quería dejar pasar la ocasión (disculpa la brevedad y falta de análisis mínimo pero no paso por mi mejor momento) para escribirte estas líneas de agradecimiento por este magnífico artículo lleno de verdadera pasión y devoción por un clásico maravilloso del cine que siempre ha estado entre mis películas favoritas.

    Muchas veces no os podéis imaginar la compañía y entretenimiento que aportáis con vuestros textos a muchos de nosotros que por debilidad física o el motivo que fuere, estamos limitados espacialmente. Un lujo como siempre leerte. Por cierto, desde hace tiempo sigo un blog de un enorme cinéfilo llamado DICCINEARIO, en el que se ha venido y se sigue haciendo una lista vs ranking de las mejores películas de la historia del cine por décadas. Te recomiendo que lo visites y te animes a poner 20 obras por década. Yo soy “altaica” y aparezco el segundo de los que han votado después del autor Antonio. En cualquier caso, del listado general resulta un suculento menú de películas por década que no deja indiferente por su variedad y capacidad de descubrimientos. Saludos

    • Después de producirme una considerable emoción tus palabras, solo decirte que (como los demás autores de blog sobre el cine) precisamente lo que me impulsa a escribir es el deseo de compartir con otros cinéfilos, o amantes de los libros y cómics, las impresiones de las obras que tanto nos importan (yo en particular creo que hasta las que no nos gustan son básicas en el desarrollo de una forma de ver y leer, de entender la vida, en suma).

      Conozco bien el blog de que me hablas, y lo frecuento bastante (sé que su autor hace lo propio con el mío), pero nunca me había fijado en la sección de los rankings. Como soy un entusiasta de las listas de películas, voy a elaborar las mías propias a lo largo de estas semanas que quedan de verano. Gracias por la revelación, y un abrazo, Altaica.

  4. Estimado Sr. García,

    Le agradezco su amabilidad al considerar mi caprichosa nota sobre Herzog merecedora de respuesta.

    No me produce irritación el Anti Nosferatu de Herzog; antes bien, y como apunté al final de la nota anterior, el resultado me parece sólido en su ejecución y acertadamente resuelto, todo ello al servicio de su confesa intención desmitificadora del vampiro. Hace muchos años ya que perdí unas entrevistas que ahora serían pertinentes, publicadas en periódicos norteamericanos de papel, en las que el director abundaba en su propósito de no dejar títere mítico con cabeza, en reducir toda sustancia supramaterial a la crudeza del puro dato biológico.

    Precisamente veo a este Anti Nosferatu como una pieza muy lograda de falta de abstracción y de máxima concreción, lo que sumado a una ejecución de mucho oficio consigue una película redonda. Es ahí donde entra en juego mi escaso juicio para decir de Herzog lo que Dalí no se cansó de repetir sobre Picasso: que una pieza puede estar muy lograda en su belleza o en su horror. Si Dalí afirmaba que su amigo Picasso era el maestro supremo del espanto pictórico, y que con su obra lograba la Fealdad sus mayores avances en el mundo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, a mi me parece que Herzog puede estar muy satisfecho de haber firmado una obra que logra todo aquello que se propone, principalmente convertir a Nosferatu en un vampiro existencialista. Como dije arriba, en un vampiro sin encanto, todo angustia (ese hartazgo de la propia existencia expresado de manera magistral en el gatuno suspiro que emite tras morder a Mina), crudo, puramente biológico aunque no logre desprenderse del todo de un cierto adorno etnográfico: en un vampiro sin vampirez, precursor quizá del tratamiento exclusivamente materialista que en la actualidad se hace de todo tipo de muerto viviente.

    Cordialmente, su lector,
    José Antonio Martínez Climent

    • José Antonio, en efecto me parece muy acertada su definición de lo que pretende ser el Nosferatu de Herzog: un vampiro existencialista. El aire de patetismo, a ratos casi de indefensión, que levanta la presencia de Kinski (¿tal vez también por las razonables dudas que el actor debió de sentir acerca del pantano en que se estaba adentrado?), se ajustan bien a ella.

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