Aviso. En el intento de conciliar el deseo de dar a conocer obras que a mí me entusiasman con el propósito de compartir reflexiones con quienes ya las conocen, suelo advertir, hacia el final de los artículos, del desvelamiento de los finales. Ahora bien, puesto que a continuación voy a hablar de varias novelas policiacas (género en el que es imperdonable destripar sus soluciones), y puesto que no quiero renunciar al comentario global sobre aquellas, voy a advertir del spoiler de cada novela acotando los párrafos que los contienen con el siguiente signo: [**]. Creo que, incluso saltándoselos, el artículo mantiene la coherencia, si bien pido indulgencia por las molestias que pueda ocasionar.
En el año 2011, por desgracia con poca repercusión, se estrenaba en los cines una película española que, como mínimo, merecía atención por lo atractivo de su propuesta: un thriller policiaco ambientado en el seno de la División Azul, en pleno e insensato combate en el frente ruso. Se trataba de Silencio en la nieve, y aunque ciertamente no llegaba a estar a la altura de la magnífica premisa, cuando menos me valió para descubrir que se basaba en una excelente novela titulada El tiempo de los emperadores extraños, obra de un autor para mí entonces desconocido, Ignacio del Valle (el cambio del espléndido título original por el mucho más convencional de la película sirve bien como símbolo de la distancia artística que hay entre el libro y su adaptación). Supuso mi puerta de entrada a las peripecias del personaje titular, llamado Arturo Andrade, desgranadas hasta ahora en cuatro novelas. En ellas, Del Valle combina con gran fortuna dos géneros literarios especialmente de moda (la literatura policiaca y la histórica, en este caso en su ubicación cronológica en el arranque de la dictadura franquista) uniéndolas bajo el abrazo del relato existencial. Y consigue no solo fundir todas estas dimensiones (escapando del mero alarde documental en que incurren otros propósitos similares), sino deparar con su protagonista una creación de gran altura, un personaje complejo, rico, tortuoso, cuya tendencia a la autodestrucción parece verse atraída siempre por el escenario más terrible, ya sea en el orden físico o en el moral (porque, en realidad, para su autor ambos son uno solo). Cuatro novelas, tres espléndidas y una fallida aunque con interés, es el excelente saldo de una saga de la que todavía se esperan fructíferos capítulos.
Las novelas son las siguientes: El arte de matar dragones (2003), la mencionada El tiempo de los emperadores extraños (2006), Los demonios de Berlín (2009) y la última y casi recién publicada Soles negros (2016). La primera arranca en el Madrid del mismo 1939, el Año de la Victoria, y a partir de ahí el escritor va conduciendo a su atribulado protagonista hasta el frente ruso ya señalado, después al dantesco Berlín de la mismísima caída del Tercer Reich, para regresar, por último, a nuestra península, en concreto a la España profunda, a tierras extremeñas.
Todo ello al albur de las andanzas (o de la desorientación) de su protagonista, Arturo Andrade, que en la primera novela cuenta con 25 años y se encuentra, en apariencia, bien instalado dentro del bando de los vencedores, pero que enseguida dejará entrever que su principal característica es la de estar atrapado en una querella existencial consigo mismo, en parte porque arrastra de los días de la guerra una culpa que encuentra imposible de expiar, en parte porque se debate entre la lucidez de un carácter que nunca se deja engañar por los espejismos que permiten la supervivencia y el castrador entorno que, a la fuerza, ahoga esa lucidez en un marasmo de frustraciones.
La única ancla que Arturo encuentra para mantener la cordura es su desesperada necesidad de encontrar la verdad. Por supuesto, como sabe bien que la vida no tiene sentido, que no otorga recompensas a quien lo merece (y menos en las circunstancias históricas que él vive), que es siempre objeto del puro azar, él se aferrará desesperadamente a lo único que todavía puede conjurar el absurdo existencial: el desvelamiento lúcido y racional de lo que, por monstruoso, parece oscuro e indescifrable.
Este es, desde luego, un elemento fundamental en términos dramáticos, para comprender las novelas: explica por qué Arturo se empeña en no contentarse con la resolución de un caso que le da importantes puntos de cara al régimen franquista (en la primera novela) o le lleva a despreciar el asegurarse la mera supervivencia, que no es poco (en los capítulos que tienen lugar en los frentes de Rusia y Berlín), para aferrarse a esa madeja que, una vez resuelta, ni a él ni a nadie va a servir de mucho. ¿A quién le importa saber por qué razón se ha producido un fuego concreto en la inmensidad del infierno? Desde luego, a Arturo Andrade.
El nacimiento del personaje se produce en El arte de matar dragones. Lo que se nos cuenta de él, de entrada, es muy breve: extremeño, funcionario de bibliotecas en su Badajoz natal al inicio de la guerra, donde es testigo de la salvaje conquista de la ciudad por las tropas del general Yagüe, momento en que consigue pasarse con éxito al bando nacional amparado en su conocimiento de idiomas (alemán e inglés: más adelante, su habilidad se ampliará a otras lenguas que le serán preciosas), lo que le vale un puesto en la oficina de criptografía del ejército, y un progresivo ascenso que lo sitúa, en el Madrid de 1939, como teniente del servicio secreto español, conocido como la Segunda Sección, o la Segunda a secas. Sin familia ni amigos (aunque encuentra el mínimo asidero amistoso en Vicente, el limpiabotas cojo de la taberna que frecuenta para beber), el Arturo de este primer capítulo es un muchacho ensimismado y enteco, culto (otra razón que lo aísla del mundo), rápido de mente pero a quien comienza a mellarle una tuberculosis que actúa como imagen tal vez demasiado evidente del precipicio al que le conduce su profunda crisis existencial.
El atractivo título de la novela es, en realidad, el de una valiosa tabla del Prado que el protagonista debe buscar (Serrano Suñer, el cuñadísimo, está muy interesado por ella), después de descubrirse que fue robada durante los inciertos días del fin de la guerra, en que las autoridades republicanas intentaron trasladar todas las obras del Museo por la frontera con Francia. Ahora bien, el interés del escritor no se encuentra en el caso —de hecho, la tabla es recuperada a media novela— sino en la cualidad simbólica que ésta acaba teniendo para el joven investigador. Para ello, insiste en la misteriosa condición de la pintura como una obra de considerable densidad, ejecutada en el tránsito del medievo a una modernidad que ya anuncia. Pero sobre todo, Del Valle juega con la necesidad de Arturo (y de muchos otros habitantes de esa España sórdida, entre ellos del hombre que acabará siendo su antagonista) de velar la realidad indeseada, incluso de borrar el pasado indeseable, por medio del anhelo: la necesidad de los héroes y de las empresas donde hacer valer esas cualidades heroicas.
Arturo se obsesiona con su tema: con ese héroe dispuesto a enfrentarse al dragón (al Mal) para salvar a la princesa. La princesa la encontrará en una joven prostituta austriaca, de poco más de 16 años, la joya de un burdel frecuentado por prohombres del régimen, cuya virginidad se va a subastar en pocas semanas. El dragón es ese poso maligno que intuye en el trasfondo del caso que está investigando, y que posee demasiadas caras (un chulesco policía falangista con el que tiene un desencuentro personal, el misterioso espía apodado Greta que fue quien organizó el robo del cuadro desde la Barcelona republicana, los sicarios de todo tipo que se encuentra en el camino). Arturo busca héroes, dudoso de que él pueda tener esa condición, aunque subterráneamente anhelante de serlo: de ahí su obsesión por la muchacha o por seguir investigando un caso en apariencia resuelto.
[**] Ignacio del Valle ensaya ya aquí uno de los recursos más afortunados de su dramaturgia: el establecimiento de un juego de espejos entre el protagonista y las personas (vivas o muertas) que se cruzan en su caso. En este caso, la necesidad de cubrir la realidad con una elaboración mucho más atractiva (y consoladora), no tanto para huir sino como para tener algo con lo que volver a empezar. El magnífico final, así, revelará que el tal Greta a quien buscaba no es sino el limpia Vicente, otro ser necesitado de reinventarse, que es el demiurgo que ha operado entre las sombras para conducirlo hasta la tabla y luego salvarle de los enemigos que se ha hecho en el camino. Y todo ello no por bondad. Para su congoja, la transformación de Vicente en el espía invulnerable conocido como Greta se ha cobrado en él su empatía con la humanidad: si ha desarrollado hacia él esa lealtad insólita en alguien tan encallecido es por el inesperado beau geste (la denominación cinéfila, significativa, es del mismo lisiado, un mitómano ansioso por proyectar sus amadas películas en la vida) que Arturo tuvo un día al impedir públicamente que el policía falangista hiciera con él un abuso de poder.
Los personajes que circulan por las páginas de El arte de matar dragones necesitan reformularse o regenerarse (o mirar para otro lado, buscando consuelos más terrenales: prostitutas, poder, vicios…). Y el secreto de Arturo es más atroz de lo que podía sospecharse: no solo fue testigo de la matanza de Badajoz, sino que para justificar que nada tenía que ver con los rojos, él mismo descargó una ametralladora contra sus antiguos camaradas, pecado que nunca podrá perdonarse. De ahí que, en el final, y conducido ya más por la alucinación que por un control absoluto de sus actos, cifre en el rescate de la «princesa» su última oportunidad de redimirse, en una escena evidentemente inspirada en la conclusión de Taxi Driver (pero con una coherencia dramática muy superior a la del sobrevalorado film de Scorsese) que concluye con un baño de sangre y lo deja literalmente en el vacío más absoluto. [**]
Los acontecimientos con los que concluyó la novela anterior explican la degradación profesional de Arturo y su obligado alistamiento en la División Azul, escenario de El tiempo de los emperadores extraños, reducido ahora a ser un número más, incluso encuadrado, para alguien con su trayectoria previa, en un cuerpo tan poco digno como el servicio de sacrificios de animales. Pero está presente en el momento adecuado (el hallazgo de un soldado degollado en cuyo torso se ha grabado la siguiente frase: Mira que te mira Dios) y sus superiores, embebidos en una empresa que ven que se les deshace entre las manos (además de estar ocupados en rencillas «familiares» que reproducen las de la lejana madre patria, entre los puros falangistas y los pragmáticos franquistas), al comprobar sus antecedentes, le encargan investigar un caso que molesta mucho porque deja entrever que entre los gloriosos cruzados también hay indeseables.
De entrada, la novela parece plantarse en un terreno argumental que presenta la fastidiosa tentación del fácil «esteticismo criminal» que es envolver las acciones del asesino en determinados rituales más o menos enigmáticos, que en este caso además, de modo muy apropiado, tienen que ver con esa masonería que fue bestia negra del dictador Franco. Ahora bien, el riesgo se elude enseguida. La clave, una vez más, está en que Arturo proyecta a su alrededor sus propios miedos, sus propias angustias. Del Valle traza un amargo juego de espejos entre su protagonista y el soldado cuya muerte investiga, sobre todo cuando descubre que era un hombre acosado por fuertes remordimientos acerca de un suceso que, es evidente, contiene las claves de los asesinatos. El soldado, como Arturo, era un muerto en vida en busca del momento de hacer realidad su condición simbólica, de ahí que participara en un macabro juego de azar, la violeta (lo que ahora llamamos ruleta rusa).
Ignacio del Valle hace una espléndida utilización de ese escenario invernal en que se producen los hechos (hay un evidente aire a la magnífica novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco), aprovechando tanto la descripción del escenario como sus consecuencias morales en unos hombres que ya se limitan a intentar no pensar en la muerte inminente que es la promesa de cada día. El escritor cuida los detalles, por nimios que parezcan (por ejemplo, el brutal perro alemán con el que Arturo, cada mañana, juega a un duelo marcado por la cadena que impide que el can le destroce la garganta). Tampoco olvida subrayar el frágil andamiaje interior del personaje, que lo conduce pendularmente desde los actos más nobles (su defensa de un niño ruso desvalido) a los más mezquinos (la violación de la muchacha rusa con quien poco antes había vivido un encuentro sexual de inesperada gentileza, pero que ahora está en el sitio equivocado cuando Arturo necesita desahogar sus múltiples frustraciones).
[**] De acuerdo con el escenario escogido, el final no puede ser más desolador: Arturo acaba descubriendo la identidad del asesino, justo en el momento en que éste, manchado ya con tres asesinatos, acaba de descubrir que, fuera de la primera víctima, todos los otros es probable que fueran inocentes puesto que su esposa (violada a causa de un ajuste de cuentas contra el esposo, poco antes de partir todos a Rusia, y que es quien estaba identificando a sus atacantes gracias a las fotografías enviadas por aquél desde el frente), confinada definitivamente en la locura, está marcando a todos como culpables. Restalla así de modo admirable lo estéril que resulta finalmente toda venganza (toda guerra), y lo hace justo en el momento en que los soviéticos lanzan la ofensiva definitiva que destruye la posición española. De hecho, una vez más el escritor abandona a su personaje en la más absoluta desvalidez, en medio de una situación para la que no parece haber salida… [**]
Pero la hay, aun cuando sea para que Arturo acabe en un infierno aún peor, porque el infierno es infinito. Los demonios de Berlín se sitúa en la capital alemana durante los últimos días del Tercer Reich, mientras Hitler, enclaustrado en su búnker bajo la Cancillería, se dispone a cumplir la profecía nihilista final que encerraba el nazismo, y los soviéticos avanzan metro a metro por una ciudad devastada. Quienes hayan visto la casi coetánea película El hundimiento (2004) pueden situarse bien. El inicio de la novela, por otra parte, es de lo más atractivo: el hallazgo del cuerpo asesinado de un importante científico alemán que se arrastró, en la misma Cancillería, hasta ir a morir sobre la famosa maqueta de Germania, la ciudad que Albert Speer diseñó para los megalomaníacos propósitos de Hitler de hacerse una capital a la medida de sus mayestáticas fantasías.
Una vez más el azar hace que Arturo esté de servicio en la Cancillería la noche en que aparece el cadáver. Esta vez es la Gestapo (a la que, de algún modo, ha llegado el informe de su actuación en el caso anterior) quien pone en sus manos la investigación, pues pocos son los hombres de los que, en tales circunstancias, puede disponer. Y Arturo enseguida se pone en la pista buena: el científico asesinado participaba en el programa de elaboración de las WunderWaffen (las armas maravillosas con las que Hitler soñó con dar un vuelco a la guerra: las bombas atómicas, vaya) pero intentaba ponerse en contacto con un comando aliado escondido en Berlín para proporcionarle algo que podía acabar, a su vez, con los designios nazis. En este caso, una película, una grabación realizada en el Hofberg, la casa del Führer en las montañas bávaras, que encierra un secreto que se presume de gran importancia. Así, Arturo vislumbra que, en la sombra de esos sangrientos hechos, parece acechar la Sociedad Tule, un muy elitista grupo de ultraderecha, fundado tras la Primera Guerra Mundial, varios de cuyos miembros pasarían al nazismo, y que pese a haber sido oficialmente disuelta tras el ascenso de Hitler al poder, ha permanecido en la oscuridad durante todos los años de gobierno nacional-socialista.
Los demonios de Berlín, realmente, diríase una variante de la anterior novela, por diversas razones: desde la situación del personaje en un frente bélico sin el menor futuro para el bando donde, contingentemente, está alistado, a las relaciones de respeto y lealtad que traba con otros combatientes atrapados como él en la misma situación (un veterano kommissar alemán en quien cree encontrar un alma gemela; un soldado raso español, conocido bajo el alias de Manolete, que lealmente se encarga de cubrir sus espaldas, y a quien el autor recuperará en la siguiente novela), pasando por la importancia que tienen para el caso los secretos ocultos de la fuerza política que sustenta (ya precariamente) el poder. Inclusive, vive un descorazonador episodio sentimental, con una muchacha alemana, Silke, en quien por fin cree haber encontrado el bálsamo que necesita su alma, pero que será un espejismo.
[**] En particular, Los demonios de Berlín supone una magnífica aportación a la reflexión literaria sobre la naturaleza del nazismo. Y lo hace a partir de la resolución final del caso, del contenido de esa película: el terrible secreto que encerraba esa grabación doméstica es… ver a Hitler cagando. Desde luego, tal idea podía haber resultado meramente grotesca, incluso ridícula. Pero Del Valle la utiliza para sustentar una memorable reflexión de la resistencia de las ideologías totalitarias para descender desde el rango de lo absoluto (en que basan su fuerza mental) a lo concreto. En la conversación final con el oscuro demonio que se encuentra tras los crímenes, el fundador de la Sociedad Tule, Rudolf von Sebottendorf —un hombre olvidado durante todos los años del nazismo (de hecho, poco se sabe del personaje histórico real, y su muerte, trágica, se produjo en circunstancias extrañas en los últimos días de la guerra, si bien lejos de Berlín—, Arturo encuentra la confirmación de lo que él ya sospechaba sobre los totalitarismos, y en especial de esa excrecencia nihilista que es el nazismo: lo absoluto jamás puede salir de los márgenes de la abstracción. Lo concreto, humaniza; y en el caso de un ser como Hitler, trivializa. Y no hay acto más humano, más trivial, más revelador de que todos, incluso un Führer, tenemos la limitación de nuestros cuerpos… que el acto de cagar.
Por lo demás, Los demonios de Berlín combina con perfecto sentido de la narración la acción (hay una secuencia imborrable, que diríase imposible de funcionar más que en el registro visual, pero que lo consigue: la dantesca persecución por unos subterráneos donde la muerte acecha de mil formas distintas) con la reflexión; el lirismo con la sordidez; la divulgación histórica con la comprensión exacta de una época; el heroísmo cotidiano con la mezquindad diaria… Los demonios de Berlín me parece no solo la obra maestra, hasta el momento, de la serie Andrade sino una de las mejores novelas españolas coetáneas. Y que culmina con el mejor final de toda la serie: perdida la chica, muerto el kommissar, malherido Manolete, entregada la ciudad a la devastación soviética, destruida toda esperanza de humanidad, Arturo se refugia en el precario apartamento que compartía con Silke para poner en el gramófono un disco de Johann Sebastian Bach, el único bálsamo para conjurar a los demonios que lo rodean gracias a la magia de una verdad que sí es sublime: solo en la sencillez sin contradicciones (como la música del gran compositor) se encuentra la salvación. [**]
Si entre la publicación de cada una de las novelas anteriores habían transcurrido justo tres años, Ignacio del Valle deja pasar ahora siete antes de publicar Soles negros, la historia mediante la cual devuelve a su personaje a España. Tiene 33 años, regresa en aparente paz, reingresado de nuevo en el servicio secreto con el grado de capitán. Inicialmente busca refugio en su Extremadura natal, en concreto en la Cáceres rural, donde cree haber alcanzado por fin la ansiada ataraxia, rodeado de libros y de calma, ocupado en paseos por el campo y tardes de pesca. Pero, una vez más, es una ilusión. Su viejo fantasma, el alcoholismo, hace presa de él en cuanto su conciencia afiebrada advierte que está recobrando de modo demasiado fácil la paz. De convertirse en un borracho sin remisión lo salvan dos cosas: la aparición de Manolete, convertido ya sin duda alguna en su amigo (sin dejar de ser el camarada leal hasta la muerte a quien fiar la retaguardia); y el hallazgo del cuerpo maltrecho de una niña medio enterrado en una finca rural, caso que de inmediato Arturo se adjudica.
Después de sobrevivir, quién sabe cómo, a las odiseas rusa y alemana, Ignacio del Valle cierra el círculo (por el momento, claro…) abierto en el primer capítulo, y vuelve a la España franquista para levantar acta de un país que ya se ha hecho a vivir en la podredumbre de un régimen que, aunque mantiene la fachada de la regeneración moral, lo que hace es dejar medrar los vicios y las corrupciones de los de siempre, permitir que la violencia campee a su gusto y sacar el mejor partido posible al hecho partidista de una victoria levantada sobre la sangre y la infamia.
Ahora bien, por desgracia, fuera del tercio inicial del libro, Soles negros revela unos defectos que, aunque a veces se vislumbraban en el horizonte, el autor había conseguido eludir con talento en las novelas anteriores, pero que ahora se empeñan en ir ocupando poco a poco todo el espacio, reduciendo con mucho la fuerza que prometía. Porque el inicio es excelente y, sobre todo, prometedor, en especial cuando aborda la relación (muy propia del viejo cine norteamericano) entre Arturo y Manolete, pero va perdiendo fuelle.
¿Puede deberse, curiosamente, a la ubicación española? En efecto, diríase que Del Valle aborda la novela en términos demasiado contemporáneos, como pretendiendo plantear la explicación del presente a partir de ese examen del pasado (de hecho, no es casualidad que la intriga de la película gire en torno a uno de los escándalos del franquismo desvelados no hace mucho: el tráfico de niños arrebatados a mujeres sencillas o de vida escandalosa —en la novela, rojas— para entregarlos a parejas bien avenidas con el régimen). Con ello, no solo pierde hondura y espontaneidad (da la sensación de que el escritor está subido todo el rato a las espaldas de su personaje), sino que, además, en su exceso de ambiciones, acaba incurriendo en otros defectos.
Por ejemplo, si en las anteriores novelas la labor de documentación estaba al servicio de las exigencias de la trama, aquí sí parece que hay un empeño en mostrar un catálogo de las lacras, fuerzas vivas e instituciones (las tres palabras, desde luego, en este contexto, son sinónimas) del franquismo, sin olvidar cualquier otro elemento presente en la época, no siempre bien traído (por ejemplo, todas las páginas dedicadas al maquis, en mi opinión, sobran por completo). Del mismo modo, es un error que Del Valle descomponga la narración entre múltiples personajes (por ejemplo, casi en cada capítulo se incluye, destacada en letra cursiva, la narración en primera persona de una niña), perdiendo la perspectiva concentrada en Arturo, sin que por ello consiga abrirse a una mayor densidad dramática: sencillamente, se dispersa el interés.
En conclusión, Soles negros no es el capítulo que uno recomendaría para iniciar la lectura del ciclo de Arturo Andrade. Ahora bien, todavía contiene buena parte de la fuerza lacerante (en su observación de la omnipresente debilidad humana) que es común a todo él, muy bien expresado por los diálogos. Y vuelve a brillar la principal cualidad del personaje protagonista: su implacable obsesión por la verdad, al precio que cueste. Si no cejó en Rusia o en Berlín, menos lo hará ahora en su España natal, ese lugar que siente suyo aunque no pueda reconocerlo, ese hombre prematuramente envejecido, desengañado hasta la médula, que desprecia el mundo en que vive y a sí mismo, pero que todavía espera verse redimido, en parte, por ese compromiso de no dejar que la mentira lo contagie. Así, pese a las múltiples presiones que encuentra a su paso, desde arriba y desde abajo, con la única (y conmovedora) ayuda de su fiel Manolete, se introduce sin vacilación en el laberinto de espinas al final del cual sabe que, una vez más, lo espera el dragón, fuerte, poderoso, terrible… pero también vulnerable.
Que no lo dude nadie: yo espero con verdadera ansiedad un próximo capítulo de su historia.