La brillantez según Mankiewicz: Eva al desnudo y De repente, el último verano

El trío estelar de Eva al desnudo... con la fugaz Marilyn Monroe en medio

El nombre de Joseph L. Mankiewicz viene asociado, de inmediato, a un término: brillantez. Mankiewicz fue uno de los pocos autores completos del Hollywood clásico en el sentido francés del término, es decir, director de sus propios guiones. Esto le convirtió en un hombre con un mundo propio, con un cine reconocible al instante. Así, cuando uno piensa en sus películas inevitablemente desfilan por la mente determinados elementos: estructuras narrativas sofisticadas que alternan los puntos de vista de varios personajes, personajes enclaustrados en universos absolutistas que toleran mal la intrusión, la concepción del Juego como una de las bellas artes, un sentido del cinismo que no es tanto una defensa contra el mundo como una mejor forma de entenderlo, el manierismo como atributo expresivo de la complejidad… Brillantez intelectual, dramática y estética, en suma. Un conjunto sin duda atractivo que, sin embargo, revela a un autor contradictorio (¿cómo no serlo, en realidad, con esas señas de identidad?) que cuenta con magníficas películas pero también con tropiezos… quizá por no saber superar el mayor peligro que ronda en estos casos, la autocomplacencia. Voy a ilustrar mi premisa hablando de dos de sus títulos más famosos, Eva al desnudo (1950) y De repente, el último verano (1959), advirtiendo de entrada que, para mí, el verdaderamente conseguido (incluso tensando los límites de lo conveniente) es el segundo, mientras que el primero me parece un título sobrevalorado, que se refugia cómodamente en su aparente brillantez (repito el término más de lo defendible, lo sé) para ser una obra más blanda y convencional de lo que parece.

Irónicamente, Eva al desnudo parece el proyecto más personal de los dos: no solo parte de un guión propio, sino que se centra en el mundo que tanto conocía (el teatro vale como metáfora del espectáculo en general, como dice uno de sus famosos diálogos, pues incluye la ópera, Ibsen y a Mickey Mouse, puesto que solamente se necesitan tres condiciones para que exista: magia, ficción y un auditorio), y lo hace bajo una mirada crítica. Fue su mayor triunfo, con sus 6 óscars (incluyendo dos para él como mejor director y mejor guionista), y el film que siempre se asociará, antes que ningún que otro, a su figura.

En cambio, en De repente, el último verano su nombre (o sea, su autoría) interfiere con otro igualmente relevante, el del dramaturgo Tennessee Williams, responsable de la obra original. Es más, Mankiewicz ni siquiera colaboró en su adaptación al cine, que es obra del también famoso escritor Gore Vidal. Desde el momento de su estreno, ha sido una película de valoración dispar: excelente para unos, pero muy discutible para otros, por lo común porque consideran que la «histeria» y el «histrionismo» habituales en el autor teatral son lastres que el director no consigue superar. Pues bien, he aquí la maravillosa contradicción que es el cine: sin necesidad de escribir una sola frase, partiendo de un mundo muy reconociblemente ajeno, Mankiewicz no solo consigue demostrar su capacidad para hacer intensamente visual lo que parece excesivamente literario (¡como no lo consigue en su propia Eva al desnudo, a la que sí se le puede hacer ese reproche!), sino que también sabe cómo sumar sus propias obsesiones a las de otro autor, haciendo de la confluencia una obra maestra cuya capacidad para revolver las consideraciones morales del espectador son inigualables: en este sentido, creo que hay pocas películas tan modernas como ella.

Eva al desnudo (1950)

Póster español de Eva al desnudoLa bien conocida trama del film entrecruza la trayectoria de dos mujeres: la primera, la gran diva teatral Margo Channing, creyendo que se encuentra en el pináculo de su carrera, en realidad se halla al borde de su decadencia, la cual se producirá en buena medida por su inseguridad ante la llegada de la edad madura; la segunda, Eve Harrington (la Eva del título español), aprovechando el cobijo que le da la primera en su misma casa, utiliza todas sus argucias de manipulación para iniciar su propia carrera a costa de precipitar el declive de aquella. En torno a estas dos mujeres, Mankiewicz presenta un conjunto de personajes que componen el círculo íntimo y a la vez profesional de Margo Channing (su director y a la vez amante, Bill Simpson; el matrimonio formado por Lloyd Richards, el autor de sus grandes éxitos, y su esposa Karen) más un crítico de envenenada pluma, Addison DeWitt, que será quien de hecho presente a todos los demás en la celebrada secuencia de apertura (la entrega anual del más prestigioso premio teatral, que se concede a miss Harrington) y dé pie a la sofisticada estructura de flash-backs encadenados mediante la cual nos irán contando, como promete el título original, todo sobre Eve.

El planteamiento de la película, lo reconozco, es sobradamente atractivo. Se trata de efectuar una mirada sobre el mundo del teatro que abarque todas sus dimensiones y posibilidades: a la vez una apología del mismo y una crítica, una descripción atenta a toda su fauna (desde la que se mueve en las alturas de la escena a los que obran entre bambalinas, de las actrices a los autores, del director al productor, sin olvidar al fundamental crítico que luego reparte, desde sus propias alturas, elogios y dardos) y un análisis de sus interioridades. Es más, rizando el rizo, lo que propone Eva al desnudo es un estudio, entre fascinado y sarcástico, del mero concepto de lo teatral, que puede desarrollarse en cualquier ámbito y lugar, y no necesariamente solo entre artistas.

Margo Channing y su amado Bill Simpson, amantes también en la vida real Bette Davis y Gary MerrillLa gran baza por la que apuesta Mankiewicz a la hora de caracterizar el personaje miliar de su dramaturgia, esto es, el de la gran diva Margo Channing es el juego de espejos que construye a partir de la elección de Bette Davis, actriz cuya época dorada ya hacía un tiempo que había quedado atrás (los grandes melodramas que hizo para William Wyler en el cambio de décadas entre los 30 y los 40) y que empezaba a cumplir una edad, con lo que eso siempre ha supuesto (en el Hollywood de ayer y de hoy: en el cine mundial, si nos ponemos), lo que en su caso, además, parecía más pronunciado: cuando hace Eva al desnudo, Bette Davis solo tiene 42 años pero parece acumular unos cuantos más, lo cual subraya el miedo de Margo Channing a que le arrebaten todo no por pérdida de facultades, sino de la juventud.

El riesgo de esa apuesta es evidente: hacer que el personaje Margo se viera suplantado, más de la cuenta, por la actriz que lo encarna (riesgo que se incrementa en función del feeling que sienta cada espectador hacia Bette Davis). Es cierto que buena parte de las grandes interpretaciones del Hollywood se basan en el rico juego de referencias entre el personaje escrito en un guión y la imagen cinematográfica que le aporta la estrella que lo encarna, pero en el caso de Margo Channing/Bette Davis el mínimo equilibrio que siempre debe haber entre ambos se quiebra siempre, y peligrosamente, en la misma dirección: la de la actriz, de tal modo que las crisis de histeria, los momentos de amargo sarcasmo o esos instantes bigger than life que se le conceden a Margo, quedan suplantados por los tics, el torrente histriónico y el abuso que efectúa de su famosa mirada desdeñosa. Unas veces sale bien, cierto (en la celebérrima secuencia de la fiesta en que ahoga sus tensiones en alcohol); pero muchas otras, no (y es que pretender estar única y genial hasta encendiendo un cigarrillo tiene sus límites).

En cambio, esta molesta interferencia entre personaje y actriz no existe en el otro gran rol de la historia: el de Eve Harrington, en buena medida, hay que reconocerlo, porque ni entonces ni después Anne Baxter ha tenido un peso mítico similar al de Bette Davis. Eso sí, como era una gran actriz (y dúctil: capaz de encarnar roles delicados y mujeres de enorme personalidad), Baxter borda su papel y le otorga más densidad de la que, a poco que uno recapacite, tiene en momento alguno. Densidad incluso sexual: en algún momento (por ejemplo, el final) se insinúan sus tendencias lésbicas, lo cual añade otros matices al personaje. Eso sí, y si bien con inteligencia Mankiewicz nunca nos muestra en acción a los dos personajes sobre el escenario, fuera de él Eve demuestra una notable capacidad para hacer creíble su papel: no hay sino que ver cómo consigue rendir, con una historia de sus penas que huele a falsa por los cuatro costados, a Margo y a sus amigos en la noche en que los conoce. Aunque su transformación final es demasiado rauda —sin solución de continuidad, pasa de ser un ángel de comedimiento a un demonio de perversidad—, desde luego Eve/Anne Baxter convence claramente de uno de los corolarios de esa visión de lo teatral: que para un actor hay poca diferencia entre la realidad y la ficción, entre su propia vida y la obra que muchas veces construye sobre aquélla.

La melosa Celeste Holm, la verdadera bruja mala de Eva al desnudoAl lado de estos dos personajes femeninos hay un tercero que pasa más desapercibido y que creo que Mankiewicz desaprovecha considerablemente. Se trata precisamente del personaje de Karen, la esposa del escritor y amiga de Margo, la chica buena y nada complicada (porque es la única de todos ellos que nada tiene que ver con el «arte») que, sin embargo, acaba siendo la verdadera bruja de la historia: no solo es quien fatalmente introduce a Eve en su círculo, sino quien le consigue el papel de suplente de Margo (y a sus espaldas) que utilizará como trampolín y quien (por querer darle una «lección» a su caprichosa amiga, esto es, llevada por una rabieta digna de una marisabidilla) sabotea el coche que le impide llegar a tiempo a la función que revelará al mundo el talento de miss Harrington. Es una pena que el guionista no termine de perfilar bien el personaje (¿es una chica aún más maquiavélica que Eve? ¿es sencillamente una tontaina que se cree que, por derrochar dulzura y buen gusto, siempre tiene razón?) y que su intérprete sea el miembro más flojo del reparto, Celeste Holm, pues con una actriz mucho más sutil (aunque la duplicación parezca absurda, es un personaje que precisamente hubiera bordado… Anne Baxter) habría sido el gran protagonista oculto de la historia.

Eva al desnudo, al menos para mí, tiene el inconveniente de parecer que su inteligentísima factura encubre un mecanismo de relojería frío y más monocorde de lo que sugiere. Su mayor pecado es que resulta una película previsible en casi todo momento y en la que (y al contrario de lo que pasa con las obras de su presumible categoría) nada nuevo se descubre con cada nueva revisión.

Mankiewicz ha sido definido en más de una ocasión como un cineasta de la palabra, y como es natural en Eva al desnudo hay múltiples diálogos o sentencias de notable ingenio. Pero aquí lo encuentro excesivo, por cuanto sumerge toda la historia en un completo absolutismo verbal en detrimento de la narración en imágenes o de la creación de una atmósfera visual: por mucho que el mundo retratado sea el del teatro, no dejamos de estar en una película, y hay demasiados momentos en que uno le pide al film que deje hablar al silencio. La duración del metraje, además, es desmesurada, y el fantasma de la arritmia comienza a asomar en el último tercio de la historia.

Ahora bien, para mí lo peor del film es que, pretendiendo ofrecer una mirada muy sarcástica y lacerante sobre el mundo del espectáculo (es decir, suponiéndose que Mankiewicz es muy crítico con los suyos), en realidad es una película mucho más blanda de lo que se estima.

MBDALAB FE009Eva al desnudo podía haber sido un magnífico retrato de la necesidad de máscaras, del peligroso juego con el fingimiento o del sustrato último de manipulación (natural o estudiada) que acaban formando la sustancia cotidiana de la vida de las gentes del teatro (del espectáculo). Sin embargo, no termina de serlo plenamente porque no consigue superar una considerable contradicción: el propósito crítico con el que Mankiewicz traza a sus personajes —una caterva de vanidosos que encontrará en Eve Harrington, cuya apariencia humilde e indefensa les da ocasión de jugar, según el caso, a hadas madrinas o a pigmaliones, la medicina que merecían— se tropieza con el cariño que también les acaba cogiendo, de modo que acaba rebajando, de modo inverosímil, el daño que sus actos irreflexivos merecían. Es inverosímil que la inmaculada Karen salga de tantos apuros sin mácula: queda en amago que su marido —un obtuso de mucho cuidado, cuyo retrato de escritor aupado por la moda y no por el talento borda el actor Hugh Marlowe— la abandone, precisamente para irse en brazos de Eve. Pero es que el arribismo de miss Harrington acaba siendo positivo para Margo, pues le abre los ojos a su absurda obcecación en seguir aceptando papeles impropios de su edad y termina por precipitar su matrimonio con Bill Simpson.

La blandura con que Mankiewicz trata a Margo y sus amigos choca, en cambio, con la severidad con que obsequia finalmente a la triunfadora Eve, a quien sí castiga: no sólo se excede al destapar la verdad sobre su pasado, haciendo que no solo sórdido sino incluso delictivo, no sólo la convierte en un juguete propiedad de Addison DeWitt, sino que le reserva la misma jugada que ella le hizo a Margo, al poner en su camino a una joven admiradora en quien se presagia una segunda Eva (con lo cual el autor incurre, de nuevo, en un excesivo mecanicismo). Con todo, es justo reconocer que la conclusión se salva por el soterrado matiz homosexual que sugiere y, en especial, por el memorable plano final de la nueva aspirante a estrella, haciendo reverencias imaginarias al espejo mientras se superpone el vestido de Eve: su cuerpo y su pose sonriente multiplicados hasta el infinito suponen una magnífica expresión visual de la necesidad del aplauso y del espejismo de oropeles para los integrantes de una profesión que estimula como pocas el narcisismo.

De repente, el último verano (1959)

Póster americano de De repente, el último veranoSuddenly, Last Summer es una obra en un acto de Tennessee Williams que fue estrenada en Nueva York en enero de 1958. En ella se encuentra contenido todo lo que cuenta su adaptación cinematográfica, si bien concentrando todas sus incidencias en una sola tarde, durante la cual el joven doctor Cukrowicz —que acaba de ganar cierta celebridad en el manicomio estatal de Nueva Orleáns por su revolucionaria técnica de lobotomía— debe decidir, a petición de la millonaria Violet Venable, si debe someter a dicha operación a su sobrina Cathy, la cual está a su vez recluida en otro sanatorio mental desde que vino de Europa donde, de repente, el último verano, asistió a la muerte de Sebastian, el hijo de Violet, de un supuesto ataque al corazón en un primitivo pueblo del Mediterráneo. A lo largo de esa tarde, y tras conversar largo y tendido con todos los implicados, Cukrowicz comienza a advertir que la señora Venable, en realidad, lo que quiere es bastante siniestro: con la excusa de su desmoronamiento mental, quiere vengarse de que su amado hijo la excluyera de las vacaciones veraniegas que siempre compartían para viajar con su bonita prima y, en especial, garantizarse el silencio de la joven acerca de la verdad de su amado Sebastian (que utilizaba a sus mujeres como reclamo para atraerse carnaza sexual masculina). Y como elemento de presión, la señora Venable (que ya ha comprado la autorización de la madre de Cathy con el señuelo de una rica herencia) ofrece la donación de un millón de dólares al manicomio donde trabaja el doctor.

En ese exiguo espacio de un acto, el cinéfilo que conoce a Williams sobre todo a través de sus adaptaciones cinematográficas puede encontrar un apretado catálogo de su gusto por los temas «fuertes» que hizo tan llamativa (incluso en la España de la censura) su obra: homosexualidad, incesto, proxenetismo, obscenidad, lujuria, mezquindad y, como remate, la aparición, muy polémica en su momento, del canibalismo (que tiene lugar, todo sea dicho, en un pueblecito español con el pintoresco nombre de Cabeza de Lobo: razón para que la película tardara 20 años en estrenarse en nuestro país).

Quien lea la obra después de haber visto más de una vez la película sentirá que en aquella hay un exceso de compresión de las incidencias que le son tan familiares, hasta tal punto que se tiene la sensación de que de un momento a otro va a explotar (o a implosionar). Gore Vidal, de hecho, respetó toda su esencia y trasplantó la práctica totalidad de sus diálogos, si bien amplía a varios días el tiempo en que suceden todos esos encuentros, así como los escenarios de la acción. En la obra todo tiene lugar en la casa de la señora Venable, espacio al que aquí nos asomamos, con inteligencia, solo en el arranque y en la conclusión, lo cual magnifica la primera y deletérea impresión que ofrece en el espectador como un lugar maligno en el que solo pueden suceder cosas malignas. De paso, añade otros dos, el sanatorio religioso donde inicialmente han recluido a Cathy (y que actúa como cárcel moral) y el manicomio estatal donde trabaja Cukrowicz (añadiendo otro personaje a la presión monetaria: el superior del médico). Este último escenario es fundamental, pues en él tienen lugar varias secuencias principales, además de aportar a la dramaturgia el contraste con la verdadera locura.

En De repente, el último verano, como en Eva al desnudo, se habla mucho —y se puede justificar que con mayor motivo por su origen directamente teatral—, pero esta vez las palabras constituyen un elemento expresivo más, fundamental pero no exclusivo. Porque la clave del triunfo de Mankiewicz estriba en haber apreciado que la mejor forma de hacer convincente el culto de Williams por lo malsano, por la transgresión sexual o por lo directamente morboso era mediante el inteligente uso de la opresión física literal para sugerir la opresión moral. Esto es, por un impresionante trabajo de atmósfera que hace que las imágenes de la película transpiren la incontenible asfixia que envuelve a todos los miembros de la familia Venable, componiendo una pegajosa jungla de medias verdades o de mezquinas mentiras que el doctor Cukrowicz, el único personaje equilibrado de la historia, el testigo que debe erigirse en juez, deberá desentrañar, librando a la joven Cathy de la tela de araña que sus parientes han tejido sobre ella.

Katharine Hepburn como Violet Venable en De repente, el último veranoTres son los personajes centrales de la historia, tres personajes interpretados de modo espléndido por tres actores en registros tan distintos como complementarios. Katharine Hepburn, como Violet, realiza en el fondo un papel similar al de Bette Davis en el film antedicho: una abeja reina cuya posición se tambalea por culpa de la edad, lo que hizo que su hijo prescindiera de ella en ese último verano. Es una idea excelente que Mankiewicz indique de modo paulatino ese envejecimiento —esa decadencia física—, de tal modo que al principio Violet Venable parece dominar por completo el ámbito de su reinado, procurando fascinar (como una araña al insecto que desea atrapar…) al médico, para ir poco a poco mostrando sus grietas, incontenibles al final, cuando la mente desvela también su deterioro y lo añade al del cuerpo. Por supuesto, acto de desnudez siempre tan incómodo en una actriz (que puede ver reflejado su propio proceso personal en el personaje que encarna) exigió una estremecedora participación por parte de Katharine Hepburn, la cual, tras aceptarlo con profesionalidad durante el rodaje, acabó por mostrar su desprecio hacia el director que la había empujado a tanto mediante un contundente salivazo. ¿Y por qué triunfa Hepburn tan completamente donde fracasaba Davis, cuando parece que la implicación es la misma? La clave está aquí en el director, que esta vez sí desnudó por completo a la actriz, sin rendirle ningún tipo de pleitesía mitómana como hizo con la protagonista de Eva al desnudo. Admirable por ambos, repito.

El director extrajo de Elizabeth Taylor la que tal vez sea la mejor interpretación de su carrera, desbordante de sensualidad y de sexualidad (es todo un icono su famosa imagen con el ceñido bañador blanco que Sebastian la obliga a lucir en la playa mediterránea), acertando plenamente en la creación de ese bello objeto usado por todos porque es agradable y atractivo, y al que luego se intenta dejar en la cuneta. En cuanto a Montgomery Clift, sea verdad o no que estaba ya medio destruido, con medio rostro paralizado, con los estragos del alcohol y con dificultad para memorizar sus textos, su mera presencia (al tiempo vulnerable y dotada de una noble firmeza) basta aportar una interpretación en sí misma. Y pocos personajes más genuinamente nobles, que mejor personifiquen la insobornable búsqueda de la verdad, que ese doctor honesto y humano que se niega a dar por sentado lo que sería más cómodo dar por sentado, como quieren todos, y que, al ser nuestro intermediario dentro de la acción, con su indomable postura, nos convierte a los espectadores en un poco mejores, al menos durante las dos horas del film.

Cukrowicz entiende bien dónde está la clave del asunto: en el auténtico protagonista de la historia, cuya presencia latente impregna casi cualquier instante de la misma, Sebastian Venable. Es decir, el dios que Violet idolatró en vida y al que en la muerte ha consagrado un auténtico culto al que está dispuesto a sacrificar todo, comenzando por la joven que cometió el sacrilegio de descubrir sus debilidades, su mortalidad (la del dios).

Montgomery Clift ante el jardín jungla de los Venable

Violet —en cuyos labios Williams pone en sus labios una frase que la define magníficamente: se pregunta cómo es posible que no haya una palabra que, a modo de contraposición del término «huérfano», defina a la madre que ha perdido a su hijo— ha erigido como templo su propia casa, y en especial el jardín que aquél diseñó. Pues la metáfora que antes empleaba de la jungla no es casual, sino que se erige en el leit-motiv visual de la película: el jardín de Violet Venable es literalmente eso, una jungla tropical, cálida y venenosa, morbosa a la medida del hombre que la ideó, en uno de cuyos rincones, y protegida bajo una urna de cristal, cuida una planta carnívora a la que alimenta personalmente con moscas y mima por su especial delicadeza. La planta es una hipóstasis de Sebastian, como en el fondo lo son la jungla entera, los objetos de su habitación (incluyendo una reproducción del famoso mártir que le da nombre, símbolo como bien se sabe de la homofilia), o la demencia que se respira entre las paredes de ladrillo del manicomio estatal. Pues el mensaje que poco a poco se abre paso en la conciencia del doctor Cukrowicz es que el fallecido Sebastian es un emblema de la muerte; que lo era antes de dejar el mundo de los vivos.

La muerte ligada a una vida que solo se preocupó por los placeres propios, utilizando a cuantos lo rodeaban, devorando su esencia y luego dejando a un lado del camino a quienes ya no pueden dar más de sí a sus fines: a su propia madre. De hecho, el pecado de Cathy es haberse acercado demasiado al dios para descubrir que bajo su impoluta fachada de delicadeza y sus impecables trajes blancos se encontraba, como es natural, un ser demasiado humano y por tanto con unas necesidades que su inmenso egoísmo necesitaba saciar a costa de todos. Violet Venable quiere silenciar lo que quiere que nadie, empezando por ella misma, oiga.

Así, el sentido del canibalismo final —el elemento más polémico de la obra, y que la película respetó con valentía— que parece ser la explicación de la muerte violenta del joven se inviste así, de una aureola de horrible sacralidad: del mismo modo que sabemos que las tribus primitivas devoran a sus enemigos vencidos para así apropiarse del valor y la energía que tuvieron en vida, los jóvenes que lo acechan, lo acosan y lo persiguen hasta el asalto final buscan apoderarse así de esa belleza (incomprensible, deslumbrante) de ese hombre que los ha tentado a lo largo de esos días, concediendo a unos favores y luego contentándose con darles un hueso como si fueran perros, o incluso menos.

La increíble sexualidad que transmite Elizabeth Taylor en De repente, el último veranoTodo este torrente de malsanidad desbordante, tan proclive a incurrir en el exceso más indigerible, fue sin embargo sujetado por Mankiewicz con férrea mano y potenciado a través de lo que no hizo en Eva al desnudo, la narración visual, es decir, el dominio de los recursos de un director y no de un guionista. De repente, el último verano supone una lección sobre cómo filmar una conversación (en una película donde se habla tanto), sabiendo cuándo recurrir al plano/contraplano para atender sin distracciones a lo que dicen los personajes o cuando debe hacer que éstos se muevan por el decorado (como expresión de su turbulencia interior). O por el contrario, cómo mover la cámara para expresar el punto de vista subjetivo del director sobre un personaje (que da pie a uno de los mejores momentos del cine de su autor: la panorámica mediante la cual la cámara se aleja del rostro de Cathy, sobre la barandilla superior de la estancia común donde están los dementes, empequeñeciéndola a ella e integrándola con las pobres mujeres situadas a sus pies, inmejorable expresión de que la mujer —en un momento de desaliento, al advertir por primera vez que su cordura, su vida, no interesa a nadie de su familia— ha decidido suicidarse).

La culminación de todo, por supuesto, se encuentra en la secuencia del desvelamiento final de la verdad por parte de Cathy, en la turbia sustancia emocional que Mankiewicz le dio a las imágenes mediante la sostenida presencia de la muchacha en el plano (a ratos en una esquina, en sobreimpresión, contando esa historia que parece una alucinación; a ratos en brutal primer plano de la actriz). El intenso y descontrolado relato de Cathy encierra el alma de la verdad, pero es una verdad antes emocional que objetiva: es el conjuro de la vida contra la muerte, del bien contra el mal, contra Sebastian.

Si existe alguna película que haya estado más cercana de demostrar que lo abstracto, es decir, aquello que no se puede (o no se sabe) nombrar es la verdadera amenaza para el hombre, es sin duda De repente, el último verano. Lo consiguió una conjunción admirable —lo admirable del cine es que todos logros se deben a la conjunción del talento— entre una historia que encierra en su interior la semilla del mal más abstracto y a la vez más instintivo, un director que supo cómo evitar el riesgo del mero sensacionalismo y se implicó hasta el tuétano en la confección de una atmósfera que se puede tocar, y de unos actores que entendieron unos personajes arriesgadísimos, buena parte de los cuales podían haber degenerado hacia la caricatura. El resultado es una película tan escalofriante como incómoda, que posiblemente requiera una progresiva maduración en el alma del espectador (doy fe de mi propia evolución personal ante ella), pues también encierra, creo, la semilla de su propia destrucción. Una obra turbadora, lacerante, genial. La demostración de que Joseph L. Mankiewicz fue mucho más que un director brillante.

FICHAS DE LAS PELÍCULAS

Título: Eva al desnudo / All About Eve. Año: 1950.

Dirección y guión: Joseph L. Mankiewicz. Fotografía: Milton Krasner. Música: Alfred Newman. Reparto: Bette Davis (Margo Channing), Anne Baxter (Eve Harrington), George Sanders (Addison DeWitt), Celeste Holm (Karen Richards), Gary Merrill (Bill Simpson), Hugh Marlowe (Lloyd Richards). Dur.: 138 min.

Título: De repente, el último verano / Suddenly, Last Summer. Año: 1959.

Dirección: Joseph L. Mankiewicz. Guión: Gore Vidal; obra teatral de Tennessee Williams. Fotografía: Jack Hildyard. Música: Malcolm Arnold y Buxton Orr. Reparto: Katharine Hepburn (Violet Venable), Elizabeth Taylor (Cathy Venable), Montgomery Clift (Dr. Cukrowicz). Dur.: 114 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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11 respuestas a La brillantez según Mankiewicz: Eva al desnudo y De repente, el último verano

  1. jose emilio dijo:

    Magistral tu amplio , extenso y documentado comentario en torno a un clásico realizador con obras excepcionales que quedarán ubicadas como maestras dentro de la Cinematografia.
    Un placer amigo José Miguel

    • Gracias de nuevo, Jose. Gran realizador, en efecto, Mankiewicz, con una obra que permite a cada cinéfilo encontrar el film que le llegue especialmente al alma. En mi caso, además de «De repente, el último verano», idolatro «El fantasma y la señora Muir» y «Operación Cicerón». Tres títulos que en apariencia no pueden ser más distintos…

  2. ALTAICA dijo:

    Por más que he querido comprender y asumir todo lo que en este argumentado artículo expones, no llego a vincular las razones y los juicios con la realidad de lo que yo analizo, observo y veo en ambas películas.

    Si hay una película que no me gusta del maestro, del genio absoluto que es Mankiewicz, es «De repente, el último verano», obra que muere en su profunda, acartonada y carcelaria teatralidad. No quisiera aquí entrar en un debate de análisis profundo sobre esta encorsetada obra desde un punto de vista cinematográfico, actoral y de desarrollo narrativo, pero sus lastres son tan evidentes que no comparto esas razones con las que pretendes darle enjundia y anular su evidente olor a naftalina. Puede también que Tennessee Williams no sea santo de mi devoción y sus tensos y arrebatados dramas no solo me chirrían, más aún sus “mundos” encerrados y muy vinculados a intensos dramas familiares, en realidad, me interesan más bien poco, por no decir nada. Muchos de sus intrincados laberintos son exagerados, por momentos elevados a la categoría de drama cuando en realidad deambulan en acontecimientos bastante “asumibles” e incluso cotidianos (no me refiero específicamente a esta obra). Es por eso que cuando se nos muestran como complejos artefactos sociales y tormentosos muñecos humanos no llego a creerme su desarrollo y planteamiento, salvando la capacidad interpretativa de los actores que han afrontado su vestimenta. Que obviamente no es el caso de Clift, actor que jamás me gustó y que en esta película frisa, con independencia de los motivos, el más triste ridículo.

    Ya conoces, creo, que también soy un auténtico fanático de «El fantasma y la señora Muir», pero es que la obra global de este cineasta es portentosa. Aún así, no puedo dejar de citar «Carta a tres esposas», sin ningún género de dudas, una de las mejores películas de la historia del cine. Un grana abrazo y agradecerte el magnífico trabajo que realizas en este blog. Es un enorme placer leerte.

    • Altaica, la razón fundamental por la que «De repente, el último verano» me parece una obra magistral es precisamente porque considero que es la labor de Mankiewicz en la dirección (lógicamente, en absoluta complicidad con los tres protagonistas) la que evita que reine esa sensación de desmelenamiento excesivo, de intensidad de manual y de morbo histérico que, en efecto, yo también asocio con Tennessee Williams. Cierto que hablo por la mayor parte de las adaptaciones al cine del autor: solo he leído directamente una obra suya, la que comento aquí (y como señalo, es un canto al exceso: es imposible acumular más temas «fuertes» en menos páginas) y visto en teatro otra más, «La noche de la iguana», que me pareció horrible, si bien buena culpa la tuvieron los actores, pues Williams, más que un caramelo para intérpretes, es un veneno para los mediocres.

      Lo que quiero señalar en este comentario es que Mankiewicz es un genio, sí, pero que frecuentemente su genialidad se centra preferentemente en sus ideas y no en la resolución en imágenes de las mismas. He leído muchas críticas en las que parece que no es un director de cine, sino un orquestador de conceptos sofisticados y un gran dialoguista. Y las que para mí son las tres obras maestras del autor lo son porque hace un trabajo de dirección excepcional sobre unas ideas también estimulantes, pero incluso arriesgadas (la maravillosa «El fantasma y la señora Muir» podía haber incurrido, en otras manos, en mera cursilería, y «De repente…», como señalas en un horror apolillado y falsamente trascendente.

      Ay, donde no hay acuerdo posible entre nosotros es con Montgomery Clift. Para mí fue uno de los más grandes, y eso que el modelo en que se movió, con la sombra del nefasto Actor’s Studio al fondo, era muy peligroso, y ahí están los casos de James Dean, de Brando, de Paul Newman y de tantos otros.

      Gracias, como siempre, por tu lectura atenta y por tus estimulantes críticas a mis críticas, No se esfuerza uno a mirar de modo diferente si no es contrastando las opiniones propias con las ajenas que sean divergentes (y valiosas, claro, que no toda divergencia es constructiva). Un abrazo.

  3. rexval dijo:

    Resulta curioso, pero el caso es que si miramos la primera foto (Eva al desnudo) la pareja de la derecha muestra dos futuros suicidas: el cuerpo y la mente.

    Excelente comentario.

    • Pues muy bien observado, Regí. Triste destino final el de Marilyn y Sanders, si bien la despedida de ella fue más triste todavía: la de él incluso guarda la elegancia que paseó por la gran pantalla.

      Un abrazo.

      • rexval dijo:

        Una pena. Dos personalidades muy diferentes la de Monror y la de Sanders. Cuando compré la peli me «engañaron». Me explico. En la portada estaba Marilyn y yo pensaba que era la protagonista – cosa que hicieron en más ocasiones -, pero valió la pena, gran película aunque la rubia salga tan poco.

        Un abrazo.

  4. Ángel Hernando Saudan dijo:

    Lo siento, llego tarde, pero apuntaré un par de detalles. Hace tiempo que no veo Eva al desnudo, por lo que no estoy en condiciones de debatir con José Miguel al respecto. Sí permanece en mi recuerdo la, como siempre, brillante composición de George Sanders. Creo también que Mankiewicz hizo mejores películas y mencionaré dos que no se han comentado: La condesa descalza (sí, ya lo sé, dentro del terreno de la mitomanía, pero qué se le va a hacer, tengo debilidad por ella) y una película magnífica de la que nadie se acuerda, como es Mujeres en Venecia.
    En cambio sí he visto hace poco, por primera vez, De repente el último verano. Me da la impresión de que es una película proclive a suscitar odios y adhesiones. A mí me pareció espléndida (lo siento, por los que no piensen así), con esa atmósfera malsana y decadente subyugante. Además, y ya es mérito, nunca estuvo mejor Liz Taylor, actriz que no es precisamente santa de mi devoción.
    Totalmente en desacuerdo con Altaica con relación a la opinión sobre Montgomery Clift. Vamos, vamos…Monty no solo fue uno de los grandes, sino un actor con una prodigiosa sensibilidad que da cien vueltas a actores de técnica «afín» como Marlon Brando o Paul Newman. Basta con ver (y diré películas menos conocidas) Los ángeles perdidos, Corazones solitarios o, sobre todo, Río salvaje.

    • Hace mucho de la última vez que vi «La condesa descalza», y aunque mi recuerdo es buenísimo, no sé por qué tengo cierta reparo a revisarla, quizá porque, como está claro, es una variante de «Eva al desnudo» aplicada al cine. En cuanto a «Mujeres en Venecia», no es de las películas de Mankiewicz que prefiero, aunque tiene escenas espléndidas y Rex Harrison (el inolvidable fantasma de la película del director que prefiero) está como siempre. O sea, genial. De todos modos, la revisión de Mankiewicz suele siempre reservar sorpresas, en un sentido o en otro. Hace mucho que no veo, tampoco, «El día de los tramposos» o «Julio César», y tengo curiosidad.

      Concuerdo sobre Liz Taylor: a mí nunca me ha parecido mejor que aquí, del mismo modo que, en general, me parece una actriz a la que le gustaba excederse en plan «diva». Su sensualidad la salvaba hasta cierto punto (como en «La gata sobre el tejado de cinco»), pero en «De repente, el último verano», convence desde cualquier punto de vista. Y sobre Montgomery Clift, reitero que para mí es uno de los actores más genuinamente sensibles que conozco, aun pareciendo (de modo superficial) de esa escuela de actores excesivos que mencionamos. Es más, no le conozco una sola interpretación mala (por desgracia, y como sabemos, no tiene tantas como otros actores).

  5. Franklin Padilla dijo:

    ¡Brillante análisis! Volveré a ver «De repente en el verano» (el título con que se exhibió en Venezuela). Como aquí no se proyectan films doblados, podré disfrutar de la magnífica voz de Katharine Hepburn.
    Muchas gracias,

    • Magnífica voz la de la señora Hepburn, en efecto. En España el doblaje es una tradición, que contó con una edad de oro durante varias décadas, de ahí que K. Hepburn contara con magníficas voces españolas. Hasta hace relativamente poco tiempo, en que las ediciones en dvd y bluray, además de la mayor oferta en salas de versión original (en mi ciudad, Málaga), ver películas dobladas era la única opción que teníamos los cinéfilos. La suerte, como digo, es que hasta mediados de los 80 el doblaje era excelente, pero con varias lacras: la supresión o alteración de diálogos por la censura franquista, la ausencia de banda sonora original (música, sonido ambiente) en las copias dobladas para la emisión televisiva… Más tarde llegó el exceso de oferta, la consiguiente inflación de puestos de trabajo, la entrada de cualquiera en la profesión y las imposiciones degradantes en las condiciones de trabajo (los actores de doblaje, en las grandes superproducciones, solo pueden acceder a copias que muestran parte del rostro del actor al que doblan, para ver el movimiento de labios: alucinante…).

      Ay, cada vez que surge el tema del doblaje me extiendo como un carrete: se nota que durante un tiempo, por lo bueno y por lo malo, fue una cuestión que me afectó mucho. En fin, que disfrutes de «De repente en el verano». Magnífica película.

      Gracias a ti por tus palabras. Un abrazo.

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