Drácula tiene casi la misma edad que el cine. Es decir, la inmortal novela de Bram Stoker, cuyo protagonista es uno de los personajes de ficción (¿es de ficción, no?) más paseados por la gran pantalla, se publicó en 1897, dos años después de la primera proyección de los hermanos Lumière. Dejando aparte una película húngara de 1921, perdida, que parece que apenas coge de ella el nombre de la criatura, la primera vez que fue llevada al cine fue en la excepcional película Nosferatu, el vampiro (1922), de F. W. Murnau, y ello, como se sabe, sin solicitar los derechos a la persona que por entonces los poseía, Florence Stoker, viuda del escritor, lo cual llevó a cambiar los nombres y poco más. Es por ello que la primera adaptación «oficial» del libro es la película homónima Drácula (1931), producida por el mítico estudio Universal que, gracias a su éxito y el de la inmediata El doctor Frankenstein, estrenada unos meses después, desencadenó la primera edad de oro del cine gótico asociada a los más famosos monstruos del género: los antedichos más la momia, el hombre lobo, el fantasma de la ópera, etcétera. Eran los primeros tiempos del cine sonoro, y la industria todavía experimentaba los profundos cambios traídos por el sonido. Uno de ellos, efímero, fue la fabricación de versiones en otros idiomas de las películas más destacadas de cada estudio, rodadas en los mismos decorados y con idéntico guión. Pues bien, casi el único caso en que disponemos de esa versión especular para poder comparar los resultados es, precisamente, la versión hispana de Drácula, usualmente comercializada en dvd y blu-ray con la inglesa y por ello fácilmente accesible. La confrontación entre ambas, curiosamente, y para escándalo de los puristas de «lo único» revela un título que, en determinados aspectos, es mucho mejor en español que en inglés, como intentaré señalar en las líneas siguientes.
Lo curioso, antes que nada, es que esta primera película oficial parte más bien de la previa adaptación teatral que de la misma novela, un caso muy habitual, por cierto, en los trasvases en Hollywood de reputados referentes literarios. La obra se estrenó en el Reino Unido en 1924 y era original de un actor y autor llamado Hamilton Deane, que al mismo tiempo se hizo cargo del personaje de Van Helsing al considerar que el titular era demasiado breve. Al ser trasladada a Nueva York, el empresario encargó a John L. Balderston (por entonces, un autor popular gracias a una obrita de tema fantástico que también se llevaría al cine poco después, La plaza de Berkeley, basada en una novela inacabada de Henry James) que realizara un barniz del original de Deane, sobre todo en cuanto a los diálogos. Los créditos de la película señalarían la autoría compartida de ambos en el original escénico.
Cualquiera que haya leído el libro de Stoker se preguntará enseguida cómo puede trasladarse a la escena un original con tantas páginas e incidencias, y que además recorre vastos escenarios y exige gran cantidad de decorados diferentes. La opción de Deane fue suprimir la estancia inicial en el castillo de Drácula (sin duda, la más sugestiva de la novela, la que todos —incluso los más críticos con ella— coinciden en señalar su mejor parte), así como el final de regreso en Transilvania, centrándose en la aventura londinense del vampiro, con arreglo a una importante modificación. El conde, lejos de ser el tipo repulsivo (aliento fétido, manos velludas…) descrito por Stoker, se convierte en un elegante caballero que frecuenta las reuniones sociales y pasa por un misterioso pero atractivo gentleman, distinguido por su exotismo. Deane, por ejemplo, fue quien aportó a la iconografía del conde la famosa capa con el cuello alzado (y ello, al principio, tan solo para ocultar mejor al actor, de espaldas al público, de cara al efecto especial de su desaparición). El estreno norteamericano, en cambio, introdujo a una nueva estrella como protagonista: el húngaro Bela Lugosi, que luego acompañaría al personaje en su paso a la gran pantalla, creando el primer gran tipo icónico del personaje —el fabricado por el actor Max Schreck en el film de Murnau, de tan genial, acabaría siendo irrepetible—, del que además no conseguiría escapar en el resto de su carrera.
Hay que indicar ya que buena parte de los defectos de este primer Drácula de 1931 estriba precisamente en ese origen teatral. Aunque la película corrigió la amputación de la parte transilvana (consiguiendo, claro, lo mejor de la misma), el resto del guión sigue las incidencias de la obra teatral, incurriendo en una monotonía visual y argumental bastante considerables —la acción prácticamente no abandona esos salones aristocráticos, y consiste en cansinas entradas y salidas de los personajes con expresión muy preocupada—, y haciendo que todo progrese únicamente por medio de los diálogos, defecto seguramente muy propio de esa época de «descubrimiento» del sonoro. (Por cierto que, como todavía no se había «inventado» la música de cine, la película carece de más sonidos que los propios de la acción —muy elaborados, eso sí, sobre todo en las escenas transilvanas—, más el famoso tema del Lago de los Cisnes de Chaikovski, utilizado en los créditos, y al año siguiente repetido, del mismo modo, en La momia.)
En su pase al cine, como es natural, la Universal advirtió las enormes posibilidades visuales de ese introito transilvano, por no hablar del hecho de que la presentación del personaje y sus circunstancias, en esa parte, es imprescindible para fijar las coordenadas terroríficas de la historia, y no convertirla en la mera intriga de salón con extranjero misterioso de la obra teatral… que, aun así, se mantiene en gran parte, dando lugar a un libreto que se caracteriza por su tono híbrido y desequilibrado.
Con estos mimbres, Drácula película, pese a mantener cierto parecido argumental con la novela, introduce numerosas novedades, que a quien no haya leído el libro posiblemente le importen poco, pero que a quienes sí lo hemos hecho nos parecen realmente curiosas (o chocantes). La mayor novedad, y una buena idea en sí misma por su sugestivo carácter sintético, es la fusión de dos personajes del libro en uno solo. En Stoker, el joven agente inmobiliario que llega al castillo de Drácula para llevarle la documentación de su nueva propiedad, la abadía de Carfax, en Inglaterra, se llama Jonathan Harker y está prometido a una joven, Mina Murray, que luego, con el vampiro en tierras británicas, se convertirá en uno de los objetivos de éste. El guionista Garrett Fort hace que el visitante de Drácula sea Renfield, el emblemático personaje que en la novela está internado en el manicomio vecino a Carfax y que hace las veces de «Juan el Bautista» del no-muerto, anunciando la llegada del Maestro y desconcertando con su comportamiento a los perseguidores del monstruo (ya se sabe: ingesta de insectos, comportamiento delirante…). Fort corrige así del modo más divertido al mismísimo Stoker, puesto que, en realidad, el libro nunca explica ni justifica la sumisión de Renfield al conde (tampoco hace falta, justo es decirlo…). En la película sabremos por qué: Drácula lo convierte en su esclavo en ese arranque final, y lo utiliza como instrumento para poder ir y venir por el manicomio: ya sabemos que los vampiros, para poder entrar en una casa, necesitan ser invitados por alguno de sus habitantes… aunque a esta necesidad no se hace la menor alusión en los diálogos, en lo que es una de las varias incoherencias que jalonan el film (el inglés antes que el español).
Otras alteraciones son la drástica relación de personajes secundarios —la versión Coppola, en este sentido (y solo en éste) la más fiel de todas las que se han hecho, demostró lo farragoso que podía ser el respeto a todo el dramatis personae—, mediante curiosas fusiones. Así, Mina Murray pasa a ser la hija del doctor Seward, el director del manicomio (en la novela, uno de sus pretendientes), y su prometido es quien recibe el nombre de Harker (John y no Jonathan), si bien es el mismo aristócrata lánguido del libro, allí llamado Arthur Holmwood. La mejor amiga de Mina, y primera víctima del conde dentro de este círculo, Lucy Westenra, es rebautizada como «Lucy Weston», quizá para no atolondrar los poco sofisticados oídos de los espectadores norteamericanos.
En fin, el director elegido por Universal para dirigir este Drácula parecía una apuesta segura, el gran Tod Browning, uno de los realizadores justamente más valorados del cine fantástico, si bien en realidad sus películas más famosas (las realizadas en el cine mudo de los años 20 con el gran Lon Chaney como protagonista: El trío fantástico, Garras humanas o Los pantanos de Zanzíbar), antes que films rigurosamente fantastiques, eran melodramas delirantes construidos en torno a la idea de lo Diferente, lo Grotesco, con especial inclinación por valorar, de modo trágico, un sentido del romanticismo negro, e incluso sórdido. El paso al sonoro de Browning tampoco se había saldado con éxito, y su relación con Chaney —el primer intérprete considerado para Drácula— había finalizado por la prematura muerte de éste, de cáncer de laringe, en 1930. Y su trabajo en este Drácula, desde luego, no puede considerarse entre lo bueno de su carrera, salvo en pequeños detalles, sobre todo en el arranque del film. Muy poco hay de su gusto por las atmósferas malsanas de sus mejores obras, si bien su nombre ha hecho que durante mucho tiempo esta película fuera la más valorada de la filmografía draculina, de modo injusto: nada tiene que hacer frente a la obra maestra de la misma, el Drácula de la Hammer dirigido por Terence Fisher en 1958, no digamos al Nosferatu de Murnau (ni a su magnífico remake de 1978, dirigido por Werner Herzog), y ni siquiera resiste a la nueva versión que hizo la misma Universal en 1979, dirigida por John Badham, con la obra teatral como base.
Debo al erudito del terror David J. Skal y a su magnífico libro Hollywood gótico. La enmarañada historia de Drácula, recién editado por Es Pop (y que hace un estupendo recorrido por la génesis literaria, teatral y cinematográfica del personaje, sobre todo hasta el film de Browning), la curiosidad por asomarme a la versión hispana de la película (que había visto muchos años atrás) para así poder revalorizarla. En primer lugar, y como bien defiende Skal, la mera existencia de las dos versiones proporciona una oportunidad inmejorable de conocer dos formas distintas de afrontar un mismo guión, con unos mismos diálogos y un mismo decorado: de estudiar (en el sentido menos pedante del término) lo que es propio de los creadores de una película, una puesta en escena y una valoración visual. Por cierto, que la segunda versión se rodó, muy apropiadamente, de noche, a la finalización de la jornada laboral de los creadores de la primera, cuando dejaban libres los decorados. El rodaje duró menos y el film se estrenó antes, siendo recibido de modo muy positivo.
No quiero tampoco sobredimensionar la versión dirigida por George Melford, puesto que en realidad hay un gran equilibrio entre ellas, repartiéndose del mismo modo las virtudes (la parte transilvana) y los defectos (la palabrería del resto del film), pero curiosamente las soluciones visuales de Melford en las escenas más atractivas son mejores que las de Browning (la presentación en pantalla de Drácula, por ejemplo). Además, la versión hispana, tal vez por un metraje de mayor duración —104 minutos por 79, y estos se hacen más pesados, lo confieso—, explica mejor diversas incoherencias que la inglesa deja aquí y allá (sobre todo el final: en Browning, Drácula se deja atrapar del modo más absurdo en su ataúd; en Melford, se indica, mediante un oportuno plano, que el amanecer sorprende al vampiro cuando sus adversarios han entrado en su abadía y no le queda más remedio que encerrarse en su lecho mortuorio). Pero fundamentalmente, donde una supera a la otra es en la valoración de un elemento fundamental en el mito vampírico: el sexo.
Curiosamente, éste es el gran ausente de la versión Browning, cuyas imágenes e intérpretes femeninas son sorprendentemente asexuadas. En la versión Melford, sin duda porque el público latino al que iba destinada era más «racial», la temperatura sube considerablemente. La protagonista del primero, la rubia Helen Chandler, de belleza delicada y lánguida (que, no se crea, produce cierto morbo…), da paso a una joven mexicana, la morena Lupita Tovar, que una vez mordida manifiesta el clásico ardor sexual de las poseídas por el vampirismo, lo cual se refuerza mediante generosos escotes y transparencias en los vestidos. Las famosas novias de Drácula que viven con él en el castillo, en la película inglesa, y compartiendo las divertidas palabras de Skal, parecen «institutrices zombis de pelo trenzado y comportamiento robótico»; en la hispana, por el contrario, por fin resultan adecuadas prometidas de la muerte y su presencia supura esa malsana sensualidad que uno espera de semejantes personajes. Su aparición, además, es memorable, en uno de los mejores planos de Melford, que elige un encuadre distinto para mostrar el acecho de las vampiras a Renfield en su estancia (sorprendiendo incluso al espectador). Por cierto, y significativamente, en uno de los pocos cambios con respecto al film inglés, son ellas las que vampirizan a Renfield. En la versión inglesa, cuando se disponen a hacerlo, aparece Drácula, las rechaza… y él mismo se inclina a morder el cuello del desvanecido infeliz, con lo cual asistimos a una curiosa situación homófila, seguramente sin intención por parte de los responsables del film (recuérdese que, desde el mismo libro a las principales versiones cinematográficas, Drácula siempre muerde a mujeres).
Por encima de todo, el gran activo del film de Drácula es su memorable protagonista, Bela Lugosi, capaz por sí solo de inspirar la atmósfera inquietante de sus mejores momentos. La magia que todavía desprende su presencia descansa en dos aspectos: una mirada que parece capaz de hipnotizar al mismo espectador (y que, en las escenas vampíricas, siempre es potenciada por la concentración del foco de luz sobre sus ojos, dejando el resto del rostro en una suave penumbra) y esa famosa dicción, solemne y arrastrada, que parece conferir a cada una de las palabras que pronuncia el efecto de un misterioso sortilegio. Las famosas frases puestas en su boca en ese arranque resultan así doblemente legendarias: «¡Los hijos de la noche! ¡Qué bella música producen!» en los prolegómenos de su encuentro con Renfield, o su famosísimo «Yo nunca bebo… vino», que con cualquier otro actor producirían hilaridad (Mel Brooks lo supo ver, en uno de los pocos gags ingeniosos de su aburrida parodia del personaje, filmada en 1995), con él resultan adecuadamente ambiguas y fascinantes.
Frente a él, el Drácula hispano fue encarnado por un actor cordobés, Carlos Villarías, cuya carrera discurrió siempre por tierras americanas, entre los USA y México. Villarías fue el único miembro del reparto al que se le permitió contemplar la interpretación de Lugosi con el evidente propósito de imitarla. Sin embargo, sus recursos eran obviamente distintos, y salvo en determinados momentos, como es lógico, nada recuerdan una a la otra. Sin esa particular fascinación gestual de Lugosi —por ejemplo, al carecer del fulgor en la mirada del húngaro, el director prefiere recurrir a primerísimos planos de sus ojos en los momentos de hipnosis—, Villarías en cambio ofrece un Drácula más «lógico», de reacciones más consecuentes (lo cual, claro, hurta el aire de alucinación que posee el personaje con Lugosi), sin lugar a dudas verosímil, pero por ello menos fantástico.
El otro gran intérprete de la versión Browning es Dwight Frye, cuyo genial Renfield sabe evolucionar muy bien de la aterrada ingenuidad inicial a la locura freak posterior: su risa enloquecida haría escuela. Frente a él, el madrileño Pablo Álvarez Rubio también interpretó un excelente Renfield, en un registro más trágico y menos delirante, perfectamente complementario con el del americano.
Ambas películas ofrecen 20 minutos iniciales de antología en las escenas que transcurren en Transilvania, sobre todo en el castillo de Drácula, cuyo principal decorado es un enorme vestíbulo en ruinas y con las paredes agujereados filtrando la luz de las estrellas —en la versión Browning, y por capricho personal del director, aparecen fugazmente, entre sombras, un grupo de armadillos (!!)—, que preside una gran escalinata en curva con una enorme telaraña en su mediación, que es por donde se aparece Drácula ante Renfield. En Browning, Lugosi desciende por ella con solemnidad, portando un candelabro; Melford, en cambio, obsequia con un sofisticado movimiento de cámara que va desde Renfield a Drácula, partiendo del visitante que acaba de ser asustado por un murciélago y que, al girarse, descubre la súbita aparición en medio de la escalera (justo a este lado de la telaraña) del conde, en pose muy teatral pero efectiva, hacia el cual se dirige, vertiginosa, la cámara, para recogerlo en plenitud. En general, la versión Melford mejora las escenas de Browning: el paso de la telaraña (intangible para el conde, Renfield deberá apartarla con un bastón) está narrado con más gracia y la vampirización final del personaje, como he señalado, es mucho más sugestiva. En cambio, es inigualable la presentación anterior del vampiro en Browning: su cámara recorre la cripta, húmeda y misteriosa, hasta llegar a un ataúd cuya tapa se entreabre para que de ella emerja una mano de finos dedos que se mueve como un arácnido y que ahuyenta hasta a las ratas que pululan entre las sombras. Estas imágenes, insuperables, serían recogidas también en la película hispana.
Después, llega el declive en ambas cintas. La secuencia del viaje en barco de Drácula está mejor contada por Melford, que recoge bien la inspiración en la genial secuencia paralela del Nosferatu de Murnau (se sabe que la Universal había adquirido una copia de la cinta para estudiarla). Al pasar ya a Londres, la película inglesa ofrece un magnífico momento —ausente en la hispana— cuando Drácula se cobra como víctima, en medio de la niebla, a una joven florista. Después, concentrada ya la acción en la casa-sanatorio del doctor Seward, ambas películas sufren ya la insustancialidad de la obra teatral de referencia, y en especial de la completa atonía del fundamental personaje de Van Helsing (peor en Browning, porque el actor Edward Van Sloan inspira bostezos desde la primera vez que aparece: el mexicano Eduardo Arozamena, sin pasarse, está algo mejor). El final vuelve a los escenarios góticos para contar el final de Drácula pero ya no recupera el tono inicial: la muerte del vampiro, bajo la estaca de Van Helsing, se produce, eso sí, en off visual (aunque la versión hispana ofrece un plano previo más cercano que la inglesa, aquí tan pacata como en todo lo demás). No hay violencia, no hay sangre, no hay colmillos y Drácula no posee el carácter de catalizador del despertar sexual de la mujer victoriana que inmortalizó Stoker. Todo eso llegaría, casi 30 años después, cuando el modesto estudio inglés Hammer Films compraría a la Universal su paquete de viejas películas de monstruos… para prescindir por completo de cualquier inspiración en ellas y crear su propia visión, mucho más moderna, mucho más violenta, mucho más transgresora. De ese genial Drácula (1958), dirigido por Terence Fisher, espero hablar pronto.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Drácula / Dracula. Año: 1931.
Dirección: Tod Browning. Guión: Garrett Fort; novela de Bram Stoker, a partir de la adaptación teatral de Hamilton Deane y John L. Balderston. Fotografía: Karl Freund. Reparto: Tod Browning (Drácula), Helen Chandler (Mina), David Manners (Harker), Dwight Frye (Renfield), Edward Van Sloan (Van Helsing). Dur.: 70 min.
Título: Drácula / Dracula. Año: 1931.
Dirección: George Melford. Guión: Baltasar Fernández Cué, adaptando el guión de la versión inglesa. Fotografía: George Robinson. Reparto: Carlos Villarías (Drácula), Pablo Álvarez Rubio (Renfield), Lupita Tovar (Eva), Eduardo Arozamena (Van Helsing). Dur.: 104 min.
Me has hecho revivir mi infancia. Mira que pasaba miedo. Miedo de no poder dormir sin tener pesadillas. Era curiososo porque aunque me daba miedo, no podía evitar ver toda la peli. Mi madre se reía porque me decía que me asustaba de vanpiros que no existen y en cambio no lo hacía de soldados que mataban «de verdad» en las pelis bélicas. Cosas de niños…
En cuanto al español Villarías da la impresión de que esté a punto de soltar una carcajada. Por cierto que no sabía que hubiera versión española.
Saludos.
Regí
Pues fíjate por dónde la primera película que me inspiró terror de verdad y pesadillas fue un «Drácula», pero no éste, sino el de Christopher Lee (ayudó bastante que la vi en casa de mis abuelos, dormí en cama ajena y la maldita ventana, entreabierta, se pasó toda la noche haciendo ruidos «raros»). En cuanto a la foto de Villarías, en efecto es una pose muy alambicada: se trata del momento de su presentación, cuando Renfield lo descubre de pronto, y parece que el vampiro está posando. El gesto, supongo, que intenta ser una mueca inquietante, pero parece a punto de soltar la carcajada de «malvado total».
Había olvidado el nombre, pero fue este Christopher Lee el que me daba miedo. Para colmo, mi abuela era muy aficionada q contar historis de miedo a los niños. Era de Úbeda (Jaen) y, según parece, se trataba de algo habitial: aparecidos que dejaban patatas calientes y cosas por el estilo. vaya con mi abuela Paz y sus cuentos de terror. Una pena que fuera yo tan pequeños. Eran historias populares que tenían vete a saber cuánto tiempo, dignas de haberlas trnascrito o grabado.
Saludos.
PD. Más tarde descubrí que por la zona de Alcoi también se contaban este tipo de historias: demonios, brujas, aparecidos, lobos…. En este caso si fueron recogidas por Enric Valor. (Rondalles valencianes – Cuentos valencianos)
Desde hace mucho había leído que la versión hispana era superior a la estadounidense. Todavía tengo ganas de verla especialmente al decir que los 100 minutos se hacen menos pesados que en la de Browning),aunque veo que aún conserva los mismos fallos.
Lo cierto es que exceptuando lolegendario que rodea la actuación de Lugosi, ese «clásico» me aburrió soberanamente. Los personajes entran, salen y se preocupan mucho. Nada que ver con la de Murnau, duque, con todo sus defectos, era mucho mas interesante y perturbadora.
Los fallos de ambas derivan del mismo guión, claro, que a su vez proviene de un planteamiento pesado y nada fantástico, salvo el arranque. La versión hispana no es exageradamente mejor, pero sí llama la atención que los momentos buenos sean más buenos y los aburridos, menos aburridos. Ahora bien, cada vez que Lugosi está en pantalla, hay que mirarle, cosa que no sucede con Villarías, aunque hace una interpretación muy digna. Y la versión de Murnau es incomparable, en todos los sentidos, con ésta. Precisamente la vi el día anterior a ésta y, claro, el día y la noche.