A propósito del estreno de Exodus —subtitulada Dioses y reyes, supongo que para no confundirse con la de todos modos olvidada película de Paul Newman de 1960—, se viene a la memoria que, siempre, Navidad y Semana Santa han sido fechas propicias para las películas bíblicas, ya fuera el estreno en cine o la emisión por tv. Desde el cine mudo, Hollywood siempre consideró el Libro de los Libros como una fuente suculenta de historias con la que cubrir dos objetivos: la difusión de las enseñanzas verdaderas (en una época en que los rectores de Hollywood, ya fueran judíos, protestantes o católicos, eran firmes defensores de la religión) y la posibilidad de atraer a la taquilla con un espectáculo serio de alto presupuesto. La historia de Moisés, narrada en el Éxodo, el segundo de los libros de la Biblia, es un ejemplo eminente. Descontando una primera versión muda (o la chusca parodia que propuso Mel Brooks en un breve episodio de La loca historia del mundo, y que revelaba que los mandamientos de Dios eran quince en un primer momento, pero una tabla se le cayó al suelo al torpe Moisés y…), el cine sonoro la ha llevado en un par de ocasiones a la pantalla. De la versión de 1956, Los diez mandamientos, la más recordada, a la reactualización de Ridley Scott, en la superficie, hay pocas diferencias de planteamiento (argumentos parecidos, incluso en la parte que ambas inventan; derroche de medios; horror vacui: todos los planos están sobrecargados de gente, edificios, animales u objetos) y, antes de que se crea otra cosa, tampoco de resultados (la actual es muy mala, pero la antigua tampoco es una maravilla).
Lo que ha cambiado es el Hollywood que las ha creado. A la versión de 1956 no le importa exhibir la enorme arbitrariedad de los actos divinos por cuanto cree firmemente en su justicia. La de 2014 tiene mala conciencia porque es consciente de que hoy no se puede vender esa historia sin cuestionarla al menos un poco. Lo mismo sucede con el terreno en el que cada una de ellas juega sus bazas visuales. En la primera película, los decorados de cartón-piedra y los efectos especiales (que hoy resultan deliciosamente artesanales) forman parte de la dramaturgia, como un elemento más. En la segunda, la historia es la excusa para lucir los espectaculares diseños de Imagen Generada por Ordenador o CGI, y lo demás es secundario. El espectador que ha asistido a su estreno es también distinto. O en el fondo muy parecido: yo diría que los promotores de ambos films han pensado en las dos épocas que su público potencial, por diferentes razones (en el segundo se excluyen, creo, las religiosas), no requeriría películas de gran exigencia, por cuanto las dos coinciden en la enorme simplicidad dramática de sus planteamientos.
Los diez mandamientos (1956, Cecil B. DeMille)
Cecil B. DeMille ha pasado a la historia del cine como el director «bíblico» por excelencia de Hollywood, pero lo curioso es que, de entre sus cerca de 80 películas como director, solo rodó cuatro que se correspondan con esa acreditación, si bien figuran entre las más populares de toda su filmografía: las versiones mudas de Los diez mandamientos (1923) y Rey de reyes (1927), además de Sansón y Dalila (1949), y el remake sonoro del primer título. Este film, sin duda, fue el mayor éxito de toda su carrera, amén de cerrarla (falleció tres años después, en 1959) y hoy día es el título que primero se viene a la cabeza al pensar en el nombre de su autor: si el concepto de «testamento cinematográfico» puede aplicarse en contadas ocasiones, sin duda ésta es una de ellas. Y es que su implicación es indudable: no sólo abre en persona la película, justificando la historicidad del relato que va a dar sobre la juventud de Moisés como príncipe de Egipto (que no aparece en la Biblia) con el presunto recurso a historiadores judíos de la Antigüedad, sino que él mismo es quien pone la voz de Dios.
La especulación que realizan los guionistas consiste en proponer una historia triangular de celos (fraternales y sexuales) entre Moisés, adoptado por Bitia (hermana del faraón Seti), el príncipe Ramsés, hijo de Seti, y la princesa Nefertari, destinada a casarse con el futuro faraón, sea quien sea, pero que está enamorada de Moisés y desprecia a Ramsés. Para mayor intriga, la sucesión no está asegurada, pues Seti, hombre justo y de gran personalidad, está dispuesto a nombrar sucesor al más capaz de los dos príncipes, y en esta carrera Moisés cobra ventaja, primero como general (en su presentación como adulto, acaba de llegar victorioso de su campaña en Etiopía) y como administrador (construye una ciudad en honor de Seti, tarea en la que Ramsés había fracasado, y en la que toma contacto por primera vez con su pueblo, salvando incluso la vida de su madre real sin él sospecharlo: nadie salvo una esclava conoce su origen hebreo).
Pues bien, en la ilustración de esta delirante historia de celos y conspiraciones se encuentra lo mejor de Los diez mandamientos, puesto que es donde DeMille se muestra más cómodo (por paradójico que parezca teniendo en cuenta las intenciones del autor de hacer un panfleto religioso). Como ya había sucedido con sus mejores films (fueran del género que fueran), DeMille se demuestra como un consumado maestro del melodrama pasional más franco y menos sutil, delatando, como en su previa Sansón y Dalila, su instintiva comprensión de la cercana relación que hay entre el éxtasis religioso y el éxtasis erótico. Solo desde esta perspectiva, en la que es fundamental el fetichismo visual, tiene un pase el manifiesto kitsch que es el film en su totalidad: cuando éste se pone serio, la película acaba conduciéndose por el sendero del más pesado envaramiento.
DeMille era hijo de un pastor episcopaliano que marcó profundamente sus convicciones religiosas y de una madre que tenía raíces judías; pero sobre todo se dice de él que, en su vida pública y privada, reunía la doble condición, parece ser que nada contradictoria, de acendrado puritano y desatado erotómano. Es por ello lógico que, en la primera parte de Los diez mandamientos, el puritano DeMille entregue una desaforada exhibición de «pecado» —odio, envidia, violencia y lujuria (sobre todo lujuria) por completo exacerbados— para así, en su segunda parte, entregarse con el implacable rigor del Dios veterotestamentario al castigo de quienes se obstinan en permanecer en él. De ahí que el resto del film (la parte bíblica en sí) se revista de las trazas de una parábola mayestática gobernada por un personaje que ve la luz y deja atrás su condición humana para convertirse en la mano de Dios. Ese lucimiento del pecado, a ratos, amenaza con ser ridículo —las jóvenes que acompañan a la princesa Bitia en el arranque del film parecen coristas de alguna revista picante, con su mínima vestimenta (mojada, encima), su maquillaje y sus gestitos pícaros— pero, en el fondo, es necesario dentro del juego de depravación y catarsis propuesto por DeMille.
Otro elemento esencial es la labor de los actores. Conociendo las películas de DeMille, está claro que a este director le traía sin cuidado lo que se entiende, de modo ortodoxo, por interpretación: lo que buscaba en un actor era antes un modelo, una estampa bella que poder lucir para que los espectadores los admiraran. Eso no quiere decir que en sus films no aparezcan grandes actores (por ejemplo, Gary Cooper protagonizó hasta cuatro películas), pero si lo hacen no es por ser «buenos» sino por ser «guapos». El fetichismo de los cuerpos recorre toda la filmografía de DeMille, y su dirección de actores se reduce, prácticamente, a hacerlos posar ante la cámara.
Es por eso que, ante las imágenes de Los diez mandamientos, se nota que quienes entendieron bien lo que quería el director son Yul Brynner y Anne Baxter, que tienen a su cargo los dos personajes más humanos (en cuanto arrebatados por las pasiones: el odio, la ambición y — me repito, lo sé—, la lujuria). Brynner es para mí un actor entrañable, pero reconozco que era bastante limitado: su forma de actuar a lo largo de toda su vida consistió en hacer uso de una mirada presuntamente carismática y fulminante. En Los diez mandamientos, lo complementa con una serie de posturas que en el recuerdo producen hilaridad, pero que, metidos en la película, son imprescindibles para definir un personaje que es justo eso (y lo sabe): una apariencia, el heredero de unas prerrogativas y no alguien que lo merezca. Para mí, estupendo. Lo mismo se puede decir de Anne Baxter. Magnífica actriz, ella sí, pero que a priori parece un miscasting del director, pues no poseía ni la gran belleza ni el carisma sexual que requería la princesa Nefertari. Sin embargo, Anne Baxter, superando esas limitaciones, luce un salvajismo felino tan completo que parece poseída por un perpetuo celo y que es tan temible en su amor como en su odio. La mejor escena de la película le pertenece: el asesinato de la esclava que conoce el secreto de su amado, y que se nos narra con la cámara fija en el manto hebreo que es la prueba del origen, mientras escuchamos lo que sucede a pocos pasos de él.
Quien se encuentra bastante desorientado es el bueno de Charlton Heston. Entiéndaseme: mientras encarna al príncipe de Egipto que ignora su identidad real, Heston está a la altura de ese personaje que, casi sin pretenderlo, es el objeto de las pasiones desatadas (eso sí, de distinta índole) de Nefertari y Ramsés. Es más, incluso en la relación que lo une con el faraón Seti se intuye, por parte del anciano, cierto aroma homófilo antes que cariño paternofilial. Ahora bien, en cuanto el honestísimo Moisés descubre la sombra de su pasado, las cosas cambian. En primer lugar, resulta absurdo que todo un príncipe educado en la púrpura y acostumbrado a ser obedecido sin necesidad casi de formular una sola orden, decida convertirse en esclavo por voluntad propia, para así poder identificarse con su herencia largo tiempo hurtada, mientras se «busca a sí mismo». Como bien le dicen tanto Nefertari como su madre adoptiva Bitia, si lo que desea es corregir la suerte de sus «hermanos», lo lógico es asumir la corona —que, como hemos visto, la tiene prácticamente ganada— y, una vez asegurada, y en uso de su poder absoluto, hacer lo que le plazca. Pero no: Moisés se empeña en ir solito a la perdición, de paso endureciendo el sufrimiento de su pueblo, y ponerle su cabeza en bandeja a Ramsés. El conflicto todavía habría podido entenderse desde el punto de vista de la angustia moral y existencial que siente, de pronto, un hombre de corazón íntegro al ver tambalearse cuanto consideraba firme y seguro. Pero esta perspectiva dramática a DeMille le traía completamente sin cuidado, de ahí que lo que quede en pantalla sea ver a Charlton Heston luciendo un masoquismo inenarrable.
Y lo peor es que, a partir de ahí, el personaje se hunde. A Heston le iban los papeles del estilo que lucen sus dos compañeros: un actor con su presencia, con su atractivo físico, con el fulgor de su mirada, con su fuerza indiscutible (y además, un gran actor: todo lo contrario que el calvo Brynner), se manejaba de modo óptimo en términos pasionales, salvajes. Pero tan pronto asume su destino, todo cambia. Moisés, lisa y llanamente, es uno de los personajes más plomizos de todo el género pseudo-histórico, y desde que asume su misión divina, resulta imposible no tomar partido abierto por su rival Ramsés: el impotente patetismo de éste inspira mucha más simpatía. Le pasa lo mismo que a DeMille: cuando Los diez mandamientos se propone como un espectáculo kitsch sin complejos, divierte y entretiene; cuando se encamina por la senda bíblica, provoca el mayor de los bostezos y ya ni siquiera complacen los momentos en que retorna el delirio (la escena de la adoración del becerro de oro por los desagradecidos hebreos es un monumento al ridículo, con la multitud de extras agitándose como poseídos por terribles ataques de epilepsia).
Una pena. Guardaba un buen recuerdo de Los diez mandamientos, de los días inocentes de la infancia, pero la revisión no le sienta nada bien. Todo lo contrario de la que es la obra maestra, tanto de DeMille como del cine bíblico y, si me apuran, del género al que en rigor pertenece, la fantasía erótica: Sansón y Dalila (1949). Bajo la forma del clásico film ejemplarizante para satisfacción de los cristianos ortodoxos, lo que esta película propone en realidad es la más increíble plasmación de sado-erotismo perverso que se haya visto en una producción del Hollywood mítico, y que constituye una de las mejores ilustraciones del clásico tema de la mujer que convierte al hombre en pelele. Una cumbre del melodrama pasional, cuyas imágenes desbordan de un sentido de la sexualidad que no necesita de un solo desnudo para ser excitante: tan sólo de una actriz que se entrega sin pudor, Hedy Lamarr, y de un perverso erotómano tras la cámara, disfrazado de implacable juez moral… que, para «combatirlo» mejor, primero detalla el pecado y luego lo castiga sin piedad.
Exodus: Dioses y reyes (2014, Ridley Scott)
Son muchos los problemas que lastran esta nueva versión de la historia de Moisés, y que la conducen al terreno del bodrio caro que, fuera del momento de su estreno (cuando todavía la publicidad obliga a verla), lo lógico es que la vaya condenando poco a poco al olvido. Exodus existe porque la tecnología actual permite recrear en pantalla cualquier escenario y hacer creíbles las torsiones más increíbles de la realidad. Uno tiene la sensación de que estas películas se piensan antes en las oficinas de los creadores de efectos especiales que en la mesa del guionista o en la cabeza de un director. En este caso concreto, el principio visual que reina sobre la película es el de que todo vale, alardeando de una recreación minuciosa que acaba siendo más propia de un videojuego que de una película con pretensiones veristas. Y no solo porque, visualmente, compone un «potaje» de todos los elementos que cualquiera asocia con el antiguo Egipto, aunque procedan de épocas separadas incluso en mil años (aparece la construcción de una pirámide, cuando ya hacía tiempo que los egipcios se enterraban en tumbas subterráneas), aunque cometan dislates sin cuento (el templo rupestre de Abu Simbel convertido en lugar de enterramiento), sino porque es evidente que se hace por puro «efecto relleno».
Los créditos del guión, con descaro, no alegan inspiración en el libreto de Los diez mandamientos (a lo mejor es porque sus autores, como DeMille, también han recurrido a los mismos historiadores «antiguos»), pero el film parte del mismo enfrentamiento entre los jóvenes príncipes Ramsés y Moisés, aunque en esta ocasión, no haya ninguna deseable princesa que se interponga entre ellos (la película es sosa hasta para eso). Eso sí, hay ciertas diferencias. En primer lugar, la historia comienza directamente por el personaje ya adulto (en este caso, se comprende: ¿para qué perder el tiempo contando un origen que todo el mundo conoce?), favorito del faraón Seti puesto que su valía es claramente muy superior a la del hijo carnal de éste. Ahora bien, no hay ninguna duda de quién va a sucederlo: el «derecho de sangre» (otro anacronismo) se impone sobre la decisión del soberano. Por ello, no hay intriga a este respecto, sino un antagonismo moral y personal entre los dos hombres que, en teoría, han crecido como hermanos: mientras que Moisés, como hombre irreprochable, es leal a Ramsés, sin pensar en ningún momento en forzar un cambio de su posición, éste, es evidente, siente con amargura la postergación en el corazón de su padre y la envidia al advertir su inferioridad frente al otro.
Exodus podía haber jugado sus bazas, con personalidad, a partir de este planteamiento de confrontación fraternal, pero no lo hace salvo para abandonarse al rosario de tópicos de rigor. Por otro lado, se necesitaba a dos actores que supieran provocar un dilema dramático en el espectador. No es así. Christian Bale encarna a Moisés con el mismo gesto de perenne hosquedad (él lo llamará de carácter) con que da vida a Batman, y Joel Edgerton, como Ramsés, parece casi todo el rato que preferiría ir a la nevera a por unas cervezas y ponerse a ver un partido de fútbol americano en la tele.
Como Los diez mandamientos, en Exodus la caída de Moisés se produce cuando Ramsés descubre el origen hebreo de su «hermano». Recuérdese que en el verdadero Éxodo, el del Antiguo Testamento, no solo no se indica que este origen fuera secreto sino que Moisés lo conoce. A todo esto, justo es señalar que en la Biblia su ruina resulta mucho más trivial: mata a un egipcio que maltrataba a un hebreo y enterado el Faraón, su abuelo adoptivo, ordena detenerlo sin más, forzando su huida: resultan más coherentes, por ello, las propuestas de las dos películas. Moisés es desterrado, se instala junto a los pastores madianitas, casándose con la joven Sipporah —a quien interpreta nuestra María Valverde, tan aburrida como Bale: menuda pareja—, y finalmente es reclamado por Dios para la liberación de su pueblo. Por cierto, que el film presenta una invención harto cargante a la hora de representar a la divinidad: Dios ya no es una Voz, sino un niño regañón que se le aparece continuamente, complaciéndose en convertirlo en un mero peón a sus órdenes.
Como en la película de DeMille, lo peor de Exodus viene ahora. Si en el primer caso es porque su segunda parte es de una aburridísima gravedad, en el film de Scott es por dos razones: la completa desorientación sobre el contenido dramático de lo que quiere contar, y la sumisión a los efectos especiales.
Lo primero es muy propio de estos tiempos: la película intenta al mismo tiempo ser fiel al original bíblico y ponerlo en cuestión, lo cual indica una mala conciencia notable. Es decir, advierte que ese dios que lanza la muerte incluso contra niños inocentes no es nada políticamente correcto. ¿Cómo intenta atenuarlo, sin desvirtuar la historia canónica? Haciendo que Moisés cuestione (sólo un poco, eso sí) los designios de Dios y, sobre todo, poniendo cara de dolor ante Ramsés (o eso parece, pues en realidad Christian Bale no cambia de expresión) por lo que va a pasar. Al mismo tiempo, pretende conjugar cierto propósito «realista» con la inevitable fantasía que narra: así, la primera actuación de Moisés al volver junto a su pueblo (es ante todo un guerrero, no se olvide) es organizar una célula terrorista que solo provoca la ya conocida sucesión de acción-represión; igualmente, se intenta dar una explicación racional a las plagas… aunque aquí los guionistas entienden la broma y hacen que Ramsés, furioso, acabe ahorcando al funcionario «racionalista» en cuestión. Otro rasgo realista, ya directamente risible, es que Dios, en vez de grabar los mandamientos sobre la piedra (como en el film de DeMille)… ¡hace que el mismo Moisés los labre sobre las dos tablas!
Un último detalle es que incluso se plantea que el regreso de los hebreos a la Tierra Prometida, después de siglos de ausencia, será considerada lisa y llanamente una invasión por parte de sus actuales habitantes. Esta referencia al actual conflicto entre israelíes y palestinos, sin embargo, no va más allá, y su superficialidad —se hace solo para que no se diga que no se hace, es evidente— es tristemente simbólica de la inconsistencia dramática de la película.
El segundo aspecto acaba por ser el principal elemento de la función: la sumisión a esos efectos especiales tan realistas que solo despiertan indiferencia. Y eso sí, a lo grande. Por ejemplo, la plaga del agua del Nilo convertida en sangre se debe a la aparición de unos enormes y agresivos cocodrilos que siembran la muerte de cuanta criatura humana o animal se asoma a él, a lo largo de una secuencia que parece una parodia de Tiburón. ¿Y la escena que todos estábamos esperando, aquella que siempre se asociará a Los diez mandamientos? Los especialistas en CGI de Exodus hacen que, en efecto, sea de lo más creíble la retirada de las aguas, haciendo que inicialmente parezca una enorme marea hasta provocar la gigantesca ola final que acaba con los egipcios. Todo ello a lo largo de muchos minutos e incluso incluyendo un enfrentamiento final entre los dos hermanos con la ola a punto de abatirse sobre ellos. Pues bien, la sencilla imagen de Charlton Heston abriendo con un gesto las aguas del Mar Rojo sigue resultando tan impresionante como encantadora, insuperable por mucho que los efectos digitales hoy puedan rebasarla en verismo. Y es que, ¿a quién rayos le importa el realismo cuando la clave de los milagros, precisamente, radica en que son imposibles, y por tanto, mágicos?
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Los diez mandamientos / The Ten Commandments. Año: 1956.
Dirección: Cecil B. DeMille. Guión: Aeneas McKenzie, Jesse L. Lasky jr, Jack Gariss y Fredric M. Bank; libros de Dorothy Clarke Wilson, J. H. Ingraham y A. E. Southon. Fotografía: Loyal Griggs. Música: Elmer Bernstein. Reparto: Charlton Heston (Moisés), Yul Brynner (Ramsés), Anne Baxter (Nefertari), Cedric Hardwicke (Seti), Edward G. Robinson (Datán). Dur.: 220 min.
Título: Exodus: Dioses y reyes / Exodus: Gods and Kings. Año: 2014.
Dirección: Ridley Scott. Guión: Adam Cooper, Bill Collage, Jeffrey Caine y Steven Zaillian. Fotografía: Dariuz Wolski. Música: Alberto Iglesias. Reparto: Christian Bale (Moisés), Joel Edgerton (Ramsés), Ben Kigsley (Nun), John Turturro (Seti), María Valverde (Sipporah). Dur.: 144 min.
Lo de que en Éxodo Moisés mismo escriba las Tablas está tomado de la versión muda de Los diez mandamientos, la vi recientemente y esa escena me choco un poco.
Caramba, gracias por el dato que ignoraba: la filmografía muda de DeMille (en la que, según algún experto, se esconden las mejores joyas de su carrera) me resulta desconocida. En cuanto a la escena de este film lo cierto es que la había olvidado, como todo lo demás de ella (imagínate la huella que me dejó…) y ahora que reflexiono, contado con la convicción necesaria hasta puede ser sugestivo ese cambio con respecto al «original». Ahora bien, no me parece, aunque lo haya olvidado, que sea el caso de este engendro de Ridley Scott, uno de los peores directores (con buena fama) que conozco.