Hay historias que uno asocia a la Navidad: un cuento de Charles Dickens en la memoria de todos, varias películas del Hollywood clásico empezando por aquella sobre el pobre diablo al borde del suicidio a quien su ángel de la guarda muestra cómo hubiera sido su pequeña ciudad de no haber nacido él nunca, muchas novelas de aventuras (Salgari y Verne encajan especialmente en la época) o la saga de El Señor de los Anillos (y es que mi primera lectura me la regalé unas navidades de hace muchos años). En estas fiestas he leído dos libros, muy voluminosos ambos, que reúnen otras características: ser obras que en otra época del año no «pega» leerlas. Son dos novelas norteamericanas que reúnen una misma condición: hoy día, seguramente, se las recuerda más por sus versiones para el cine que por el original literario. En ello tiene que ver mucho el cambio del concepto de literatura juvenil: es difícil que hoy día unos padres las regalen a sus niños, sobre todo en el caso de la segunda. Se trata de Mujercitas y Ben-Hur. Ambas, además, tienen en común unas intenciones aleccionadoras. En el caso de la primera, proponerse como un modelo de conducta social y personal para la juventud. En el de la segunda, como un ejercicio de afirmación religiosa, que se remonta para ello al convulso periodo del nacimiento mismo del cristianismo.
Mujercitas
De las dos, la primera todavía tiene sus lectores, e incluso hoy día se asiste a una revalorización de su autora y de las intenciones con que la escribió. Siempre se ha dicho que Mujercitas es una historia llena de buenos sentimientos, edulcorada hasta el empalago y cuyo concepto de la mujer y su papel en la sociedad es muy conservador, tan conservador como era de esperar, claro, en la época que se escribió. Pero también es cierto que el mismo hecho de que la escribiera una mujer ya contiene una indiscutible carga revulsiva, pues, por mucho que en el ámbito anglosajón el siglo XIX deparó múltiples escritoras, hay que pensar que esa elección profesional (y cualquiera) debía despertar una enorme carga de crítica por parte de su entorno. Eran mujeres que no se conformaban con el puesto para el que la «sabia providencia» las había creado: ser buenas hijas, esposas y madres (aunque luego, con notable contradicción, en sus novelas, muchas veces fuera éste el mensaje que transmitían).
Louise May Alcott (1832-1888) nació en un hogar cultivado, pues su padre fue un pedagogo famoso en su época, y en sus primeros años se relacionó con los escritores de la llamada «escuela trascendentalista», como Emerson o Thoreau, que compartían las mismas ideas que su progenitor. Escritora desde muy corta edad, el gran éxito de su vida, Mujercitas, lo publicó en 1868. Al año siguiente dio a la imprenta su continuación, Good Wives, rebautizada en Europa como Aquellas mujercitas. Con frecuencia, ambas se editan juntas bajo el primer título. Es el caso de la edición de Lumen que yo he manejado, con traducción y prólogo de Gloria Méndez.
Lo que hizo Louisa May Alcott es convertir su propia infancia en el material de su narración. El hogar de los Alcott y el de los March está calcado: un padre admirado por todos (aunque demasiado ausente), una madre admirable en su labor social y cuatro hermanas, de las cuales la segunda (Jo en la novela) es la escritora. El escenario real es Concord, en Massachussets; en la obra literaria nunca llega a citarse.
Sin duda, lo primero que hay que reconocerle a la novela es el éxito que obtiene Alcott en el objetivo que perseguía: transmitir que el universo hogareño de los March (el suyo propio, por tanto) es un auténtico paraíso. No hay duda: incluso el lector más encallecido no puede evitar contemplar con simpatía y nostalgia ese mundo, más de uno incluso pensando que de algo parecido gozó él mismo en su infancia. Esa cualidad empática es evidente. De ahí lo interesante que resulte el personaje de Jo, la hermana que esconde a la misma Louisa May: aunque su carácter odia el convencionalismo de la buena sociedad y anhela convertirse en alguien independiente y de vida distinta a los demás, lo cierto es que, a lo largo de toda la historia, es quien más se esfuerza para que nada cambie. Es el guardián de las esencias de ese paraíso en la tierra, y para ello pretende un imposible: que ninguna de las hermanas crezca. Mucho antes de que J. M. Barrie escribiera el más triste cuento jamás escrito, Peter Pan, Jo March ya consiguió transmitirnos la idea de que el crecimiento es la más terrible condena a que puede ser sometido el ser humano.
Bajo este punto de vista, el personaje de Beth —que de otro modo parece una concesión al sentimentalismo— resulta el más estremecedor. Porque Beth, en efecto, es la hermana que no crece. Es la única que, significativamente, nunca hace planes para el futuro, la única que carece de una evolución personal, que de hecho en la segunda novela (que narra el acceso de las hermanas a la madurez) sigue siendo la misma Beth de la primera parte, solo que ya no es una niña, sino que se ha convertido en un espectro, en un fantasma, hasta que acaba desvaneciéndose literalmente. Y es que, por supuesto, la forma mediante la cual triunfa en su propósito de no crecer es la única que, hasta el momento, se conoce para luchar contra esa «imperfección» humana: la muerte.
Otro mérito de Alcott es el bien diferenciado retrato de las cuatro hermanas. Todas, por supuesto, son estupendas, pero la escritora no las hace cargantemente perfectas, y (casi) siempre tiene el sentido del humor suficiente para relajar la posible pomposidad de esos múltiples momentos en que las jóvenes advierten sus errores. Jo siempre ha sido el personaje más famoso de la obra: el más transgresor, el más imperfecto (lo cual da idea de la modestia de la autora). Sin embargo, de las hermanas el más delicioso y divertido me parece Amy, la menor, con sus aires de señorita vanidosa, pues en el fondo es la más real de las cuatro, y para mi gusto la que recibe el más conseguido tránsito de la niñez a la edad adulta: el poso de lucidez que guarda creo que la convierte en la más sabia de las cuatro hermanas, aunque la fresca espontaneidad de su trazo siempre la libra del modelo ejemplarizante que en el fondo cae sobre las otras. La mayor, Meg, es también la más convencional desde siempre puesto que su sueño en la vida es lo que llegará a ser: una esposa y madre modélica, un clon de la suya propia. En cuanto a Beth, siempre tan tímida, tan buena, es un personaje que incomoda incluso mucho antes de que se revele esa condición fantasmal que acabará teniendo.
Ahora bien, el mejor personaje de la novela, para mí, no es ninguna de las cuatro chicas, ninguno de los personajes femeninos de la historia, sino un chico: Laurie, el joven vecino de las March, con el cual la novelista consiguió un encantador retrato de la alegre inconsciencia de la juventud. Que mis dos personajes favoritos, Laurie y Amy, acaben enamorándose me parece un premio a mi constancia como lector de una historia que, es cierto, a ratos se hace dura de seguir.
La primera parte de la novela, Mujercitas propiamente dicha, se desarrolla a lo largo de un año justo, de una navidad a la siguiente, con el hogar de los March sorprendido por la ausencia del padre, que está en la guerra. Contiene los episodios más conocidos de la historia —no en vano las versiones para el cine de la novela se centran sobre todo en ella— y es la que justifica la fama del libro. La segunda parte comienza tres años después y se extiende a lo largo de un periodo de tiempo mayor para contar el paso a la edad adulta de todas las hermanas (salvo Beth) y su destino común, convertirse en magníficas esposas, haciendo honor al título de este segmento, Buenas esposas. La primera parte es más equilibrada y posee un mayor encanto; la segunda contiene tal vez los mejores momentos pero es mucho más irregular. En concreto, el mayor reproche que le hago a esta segunda parte es que, si hay una historia en la que no encajaba el radiante final feliz era ésta, y de hecho durante buena parte de ella la más honda tristeza se apodera de las páginas, sobre todo por la muerte de Beth (la escena, al borde del mar, en que hace afrontar a su hermana Jo la realidad de su destino posee una notable melancolía) y, en especial, por la sensación de fracaso que acaba teniendo Jo acerca de su propia vida. Es lástima que todo se enderece, y en exceso. Si por un lado el enamoramiento entre Amy y Laurie está muy bien contado, no sucede así con las páginas reservadas a Jo: el personaje del hombre que, al final, la hará felizmente convencional, el profesor Bhaer, es en mi opinión un error. Nunca debió haber existido.
Por supuesto, Mujercitas es también el relato edulcorado y bienpensante que tanto se le reprocha. No sé si es que Louisa May Alcott no puede evitar ser hija de su tiempo o que sabía para qué tipo de público escribía, pero, por desgracia, junto a profundas observaciones sobre la vida que se reserva a unas jovencitas en la América decimonónica, hay mucho sermón, mucho discurso ejemplarizante. Al final, todas las hermanas hacen lo que se esperaba de ellas, empezando por la misma Jo, que abandona sus ambiciones literarias para casarse y dedicarse a la labor social de educar a niños pobres.
Particularmente, lo peor de ese tono de púlpito (de púlpito protestante, eso sí) se debe al que considero el más odioso de sus personajes, la pluscuamperfecta señora March (en ese matriarcado que es el hogar de los March, el padre —por mucho que constantemente se hable de cuánto es admirado—, parece contar poco y aparece mucho menos, quizá como le sucedió al mismo progenitor de la escritora). En un determinado capítulo de la segunda parte, Alcott, por boca del editor al cual Jo lleva lo que ella cree una «obra maestra», incluye un consejo literario muy loable: «Quita las explicaciones, acorta el texto para que gane intensidad y deja que sean los personajes los que cuenten la historia». Es lástima que la misma escritora no siga tan sensata receta, y se empeñe en usar sus atribuciones como narradora decimonónica (por tanto, omnisciente) para contarnos los pensamientos, intenciones y juicios de todos los personajes. Se estropea así el efecto de las encomiables lecciones morales que la señora March intenta impartir a sus hijas: dejar que éstas cometan sus propios errores (que ella, tan-sabia, siempre ve venir) para que así aprendan. El problema es que Alcott se empeña en explicarnos, en cada momento y hasta la náusea, las bonísimas intenciones de la madre y la convierte en un pepito grillo de lo más molesto.
En cuanto a su paso por el cine, la versión más famosa (y por la que más gente ha amado esta historia), es sin duda la que produjo la Metro-Goldwyn-Mayer en 1949, dirigida por Mervyn LeRoy. El estudio era famoso por su conservadurismo y, precisamente, privilegia todos los aspectos más lacrimógenos, pacatos y ñoños del libro, si bien también permite una estética antañona que dota al film de cierto encanto. Lo peor, eso sí, es el irremediable lastre que supone la insoportable interpretación de June Allyson como Jo, encima aquí protagonista absoluta. Partiendo del imposible de que una actriz de 32 años (y que incluso parece mayor) dé vida a una jovencita de 15, su repertorio de muecas además la hace odiosa en todo momento. Y además, son pocos los miembros del reparto que hacen honor a los personajes originales (por ejemplo, una Elizabeth Taylor rubia y encantadoramente cursi).
Ben-Hur
¿Quién lee hoy Ben-Hur? Es posible que en tierras anglosajonas todavía se haga: estamos hablando de un auténtico best-seller de su época (fue publicado en 1880), cuya devoción popular puede observarse de la mano de sus adaptaciones cinematográficas para distintas generaciones, rodadas con todo el lujo que permitieron sus respectivas épocas, la primera en 1925 y la segunda en 1959, esta además y durante mucho tiempo la película que ostentó el récord de Oscars de Hollywood, con 11 estatuillas.
Su autor, Lewis Wallace (1807-1925), fue abogado y luego juez militar (fue miembro del tribunal que juzgó a los colaboradores en el asesinato de Lincoln), general en la guerra civil norteamericana, gobernador de Nuevo Mexico y embajador en Turquía. Una vida pública sin duda de lo más intensa, pero en la que aún tuvo tiempo para escribir una decena de obras literarias, de las cuales sólo ha trascendido la señalada.
El mismo Wallace señaló que el origen de su novela se halla en la larga conversación que sostuvo, durante un viaje en tren en 1875, con otro veterano de la guerra civil, Robert Ingersoll, en su época orador muy conocido por su defensa del librepensamiento, y al que apodaron el Gran Agnóstico. En esa conversación, Wallace vio cuestionada con enorme facilidad la sencillez de sus creencias y, al reconocer lo poco que sabía de su propia religión fuera de los lugares comunes recibidos de sus mayores, decidió documentarse sobre el origen del cristianismo, trabajo que acabaría dando origen a la novela.
Pues no puede haber ninguna duda: Ben-Hur es claramente un panfleto de rearme cristiano, con el escritor interpelando continuamente al «amable lector» para condicionar la lectura (esto, como es evidente, lo comparte con Louisa May Alcott). El subtítulo de la novela, además, es «A Tale of the Christ», y comienza con una larga primera parte que narra el episodio del nacimiento de Jesús desde el punto de vista, nada menos, que de los Reyes Magos. (A quienes conozcan la historia por la versión de 1959 no le sonará nada, claro, y es que en ésta fue suprimida.) El protagonista, sin embargo, es un joven judío de familia rica, Judá Ben-Hur, que al herir accidentalmente al nuevo gobernador de Judea, se ve sometido a un terrible destino: acusado de conspiración para asesinar, es condenado a galeras, sus bienes son confiscados por Roma y su madre y su hermana desaparecen en las mazmorras de la Torre Antonia, en Jerusalén, viéndose infectadas encima por la lepra. Rescatado del olvido por un militar romano que lo adopta y lo hace riquísimo, Ben-Hur, tras un lapso de varios años en los que se esfuerza por convertirse en un guerrero digno de Roma, regresa a su tierra para buscar a su familia y, sobre todo, para vengarse de quienes lo perdieron. Esta breve recensión, claro, recuerda a la de la magnífica novela de Alejandro Dumas El conde de Montecristo, que es posible que inspirara un tanto a su autor. Sin embargo, fuera de superficiales concomitancias, el sentido de la novela es muy diferente, y tiene que ver con la época y el lugar elegidos para su acción.
Judea, inicios de la era cristiana. La novela establece dos sendas paralelas entre Ben-Hur y su coetáneo Jesús, cuya primera aparición en la novela, fuera del momento de su nacimiento, es cuando da de beber al doliente protagonista, a su paso por Nazaret, encadenado y sometido a todo tipo de ultrajes en el camino a su galera. De hecho, Ben-Hur vive su propia pasión, solo que ésta le encamina hacia la venganza. Primero hacia el hombre que conspiró para su perdición (Messala, un joven romano que fue su compañero de juegos pero que regresa a Judea convertido en el prototipo del conquistador insolente y rapaz) y luego hacia los odiados ocupantes romanos, para lo cual se consagra en preparar una sublevación en espera de una señal que la precipite. Esa señal será la de la revelación del Mesías, ese ser anunciado por las escrituras, que viene a convertirse en el nuevo David, el Rey que restaurará la grandeza de los judíos.
Así pues, Wallace contrapone el concepto de Mesías judío (un líder terrenal iluminado por Dios para guiar al pueblo elegido) con el cristiano (un salvador de almas para toda la humanidad). En la novela, ambos Mesías son defendidos por los dos distintos guías espirituales a quienes se encomienda el protagonista: el primero por Simónides, el siervo de su padre que escondió a Messala y sus cómplices la fortuna de los Hur, al precio de ver quebrantado su cuerpo; el segundo por el egipcio Baltasar (que, claro, no es sino uno de los tres reyes magos… aunque aquí no es negro). El proceso moral de Ben-Hur lo llevará de la creencia ardiente en el primero (lo necesita para alimentar el fuego de su venganza) al reconocimiento del segundo cuando por fin se cruza en su camino y es testigo de su muerte en la cruz. Lo cual quiere decir: la superación del judaísmo por el cristianismo.
Ben-Hur es una novela larguísima y considerablemente irregular. En primer lugar porque, no se puede ocultar, su protagonista no consigue nunca inspirar la menor simpatía, ni como víctima ni como verdugo justiciero, ni como hombre desorientado en el camino de la fe ni como fervoroso creyente. No es, en general, Ben-Hur una novela de personajes, pues no deja uno solo en el recuerdo, ni siquiera el antagonista Messala (aunque cae algo mejor que el protagonista: debe ser el ángel de los canallas con sentido de la ironía…) y menos aún los secundarios. Otros defectos, inevitables, son las excesivas páginas dedicadas a exponer la tesis pro-cristiana (normalmente, por boca de Baltasar) o la muy maniquea contraposición entre los dos personajes femeninos que constituyen la alternativa sentimental del protagonista: la dulcísima judía Ester y la sensual egipcia (y por tanto, finalmente pérfida) Iras. Este último personaje podía haber dado más juego pero se desaprovecha porque el erotismo sensual no es el fuerte de Wallace, quien además ni siquiera saca partido a la jugosa contradicción de que sea la hija del personaje más positivo de todo el libro, el venerable Baltasar. Por cierto, que la película de 1959 prescinde por completo de él.
Precisamente, el tener tan reciente la película (ésta sí, excelente) sirve para cubrir huecos, para dar una imagen mejor a sus personajes (en función del actor). En mi caso, además, reconozco que uno de los atractivos de leer una novela después de haber visto la buena película que lo adapta es que me permite saborear con mayor detenimiento los detalles de ésta. Por otro lado, la edición que ha caído en mis manos es espléndida. La publicó la inolvidable y ya desaparecida colección Tus Libros de Anaya, en 1990, con un inolvidable diseño de página, que reproduce ilustraciones en los ribetes de todas ellas a partir de una edición original de un siglo atrás, revelando un cariño singular.
Al contrario que en el caso de Alcott y sus adaptaciones al cine, indiscutiblemente el Ben-Hur de 1959, la más famosa de sus versiones en la gran pantalla, es mucho mejor que su original literario. Y lo es por muchas razones: la buena concentración de la historia, que elimina muchos personajes y tramas accesorias; el acierto de darle todo el peso dramático a la rivalidad entre Ben-Hur y Messala, que en la novela es importante pero no fundamental, cuidando además el retrato de este último, que al menos durante todo el largo arranque no es nunca un villano unidimensional; el buen pulso de la realización, cuyo mejor ejemplo, por supuesto, siempre lo será la carrera de cuádrigas (aunque no la dirigió Wyler sino los responsables de la segunda unidad)… Pero, las cosas como son: si Ben-Hur sostiene sin problemas su larguísimo metraje es por la completa adhesión que merece, desde su primera aparición, la actuación del gran Charlton Heston, que pasea por la pantalla un dominio del encuadre que emana, antes que nada, de su poderosa presencia física, de una forma de mirar que es prodigiosa, de una forma de moverse como sólo sabían hacer los grandes de Hollywood de antaño o los mejores actores británicos. A la vista está que si Judá Ben-Hur no es un personaje memorable, la intensidad que le otorga Heston sí lo hace parecer.
(Disculpa que acumule tantos comentarios en tan poco tiempo, pero «La mano del extranjero» se ha convertido para mí en una lectura adictiva).
No tengo muy fresca la novela de «Ben Hur», pero en todo caso sí me atrevo a coincidir en que es una novela muy inferior a la película, al contrario de lo que sucede, por ejemplo, con «Quo vadis?». De todos modos, el tratamiento que daba Wallace a los magos de oriente era interesante desde el punto de vista de la verosimilitud histórica, propia de las «novelas arqueológicas» decimonónicas (la más ilustre, «Salambó»). Estos personajes, en la tradición cristiana que tomó forma en la Edad Media, simbolizaban a la humanidad entera: las tres partes del mundo (Asia-Europa-África) y las tres edades del hombre (Melchor anciano y Gaspar jovencito, aunque Baltasar lo acabó reemplazando como el imberbe del grupo). Wallace retomaba esta interpretación presentando a Melchor como hindú, Gaspar como griego y Baltasar como egipcio (por tanto, africano aunque no negro). La novedad era que cada uno de ellos era un hombre que buscaba la verdad dentro de su propia tradición espiritual o filosófica (se contaban sus respectivos itinerarios e inquietudes), y los tres eran llamados a ser testigos del nacimiento de la Verdad misma en el pesebre.
De «Mujercitas», creo que la película de la que hablas era un «remake» literal de una en blanco y negro que en España se llamó «Las cuatro hermanitas», donde quien hacía de Jo era Katharine Hepburn. Algo así como hicieron con «El Prisionero de Zenda» de Stewart Granger, que repetía el de Ronald Colman. Un cambio con respecto a la primera versión, y al libro, fue convertir a Beth en hermana menor: se adapta mejor a su forma de ser, como indicas, y supongo que además se ahorraban el tener que usar dos actrices para Amy cuando esta debiera crecer. Permíteme, a tenor de tu crítica, hacer una defensa del final de la película: en él, no solo no vemos a Jo abandonar sus pretensiones de escritora como pasa en la novela, sino que su pretendiente el señor Baher se presenta ante ella con su libro publicado. O sea, que parece confirmarla en su carrera. Ventajas que ofrece un romántico final bajo la lluvia, sin epílogo.
Lo más interesante de la novela «Ben-Hur», en mi opinión, es precisamente su arranque con la historia de los tres reyes en busca del niño Jesús, a la que Wallace dedica un considerable número de páginas (y luego acierta al hacer reaparecer a uno de ellos, Baltasar, para un papel importante).
«Las cuatro hermanitas», en efecto, es la primera versión sonora de la novela (hay, al parecer, dos previas mudas de las que no sé nada), absurdamente titulada así en España, con Katharine Hepburn y Joan Bennett. Yo la vi hace muchísimos años en tve, pero recuerdo poco de ella, salvo que era muy parecida a la versión en color… lo cual no es de extrañar porque se retomó el mismo guión. Es justo la misma operación que «El prisionero de Zenda», en que se hizo también así: supogo que no tanto por ahorrar un nuevo guión como por considerar bueno el ya hecho y decidir que no había más que remozar visualmente la historia (lo que no es poco) de cara a un nuevo público. En el cambio de Beth como hermana menor, por cierto, siempre he pensado que tuvo mucho que ver que la Metro quisiera sacar partido de su estrella infantil por excelencia de esos años, Margaret O’Brien, a quien se le daba mejor ese papel que el de Amy.
En cuanto al final de la película, es cierto que no es tan conformista como el del libro, y además supone un final más sintético: rompo yo una lanza también por él.
(Ah, y despertarse con ese aluvión de comentarios es una sensación muy grata, pues que mi blog provoque algún tipo de «adicción» no puede gustarme más. Y si abren además campo para pensar o aportan tantos datos como haces, es un verdadero placer.
Un abrazo.)