A propósito de La mejor oferta: las películas de Giuseppe Tornatore

La mejor ofertaEl reciente estreno de La mejor oferta confirma que su director, Giuseppe Tornatore, parece ser casi el único realizador italiano que tiene asegurada la distribución de sus películas en nuestro país. Aunque a veces diríase que la única película de Tornatore que se recuerda es la que lo reveló, Cinema Paradiso, y que desde luego sigue siendo su mayor éxito profesional, el cineasta transalpino tiene una filmografía bastante consistente formada por diez películas de ficción, más un documental, un episodio para un film colectivo y diversos trabajos para televisión. Y aunque sin duda su carrera es muy irregular, y en ella se encuentran unos cuantos trabajos directamente mediocres, también es cierto que tiene películas espléndidas. Quizá ninguna redonda, pero sí dueñas de momentos memorables y de argumentos excelentes. De hecho, tal vez sea esta reciente La mejor oferta un perfecto compendio de su filmografía: es una película que parte de una idea extraordinaria, que no consigue desarrollar en todo lo que prometía, que incluso en algún momento está a punto de caer en el desastre, pero que siempre se sigue con interés y que deja más de un momento de intensa emotividad. Por ello, voy a recordar las que me parecen sus mejores películas, y concluiré con una pequeña reseña del estreno.

Tornatore era director de una sola película, y que apenas trascendió, como El profesor (1986), cuando su segunda realización batió todos los récords de taquillas, fue recibida con críticas entusiastas y arrasó con todos los premios que pudo, incluido el Oscar a la mejor película extranjera. Se trata de Cinema Paradiso (1988). Una película de la que lo primero que hay que decir es que no puede ser más diáfana en sus propósitos: un film cuyo motor dramático, argumental y emocional es la nostalgia trabada con la cinefilia (en este caso aportando una dimensión que es, sobre todo, exterior a la propia historia que narra, pues implica al espectador que asiste a la película y sus propios referentes, muchos de los cuales desfilarán en ese cine de pueblo que le da nombre). Vamos, una película concebida para emocionar directamente, para lo cual cuenta además con una banda sonora del Ennio Morricone más melódico, una música que, escuchada fuera de las imágenes, no parece tan conseguida, pero que en cuanto resuena en el film se apodera por completo del espectador.

Pues bien, el prodigio de Cinema Paradiso es que consigue salir con bien de su propósito de bañar al espectador en puro sentimiento, y lo hace del modo más difícil: asumiendo el empeño sin el menor complejo y con la mayor de las convicciones. Para ello, —y de modo lógico en un film que se construye sobre la idea del paraíso que supone el tiempo recobrado gracias a ese prodigio que es la memoria—, el guión establece dos segmentos narrativos: uno es ese pasado ensoñador que ocupará casi toda la historia, pero ésta se inicia en el presente, al parecer gris y acomodado, de un hombre ya en su madurez, al que se dibuja brevemente como un triunfador (Salvatore), y que una mañana recibe la noticia de la muerte de alguien llamado Alfredo, a quien no había visto en treinta años, los mismos transcurridos desde que se fue de su pequeño pueblecito, Giancaldo.

El pequeño Totó de Cinema ParadisoEl mero nombre hará que Salvatore, sin poder dormir, vuelva la mirada atrás y regrese a ese Giancaldo cuando él era un niño de graciosos paletones llamado Totó y se vio fascinado por ese invento mágico llamado cine y por el hombre que manejaba todos los resortes que permitían su proyección, Alfredo. En torno a la relación entre el hombre y el niño, en la que aquél actúa como su padre espiritual (el verdadero murió durante la guerra, en el frente ruso), Tornatore narra el tránsito de la infancia a la juventud de ese Totó, antes de ser Salvatore, creando un universo entrañable en el sentido más noble de la palabra, que constituye un espacio a la vez moral y mágico para el niño, y en el que Alfredo oficia, durante sus primeros años, de sumo sacerdote que lo admite en la gran caverna (la cabina de proyección) de donde surgen esas historias que fascinan a los habitantes de Giancaldo. El momento culminante de ese sacerdocio será la noche en que, de modo «mágico», Alfredo hace que la película que se proyecta en el cine también pueda ser vista en la plaza del pueblo para aquellos que se han quedado sin entrada. Todo ello, eso sí, antes de que pague ese acto de magia con la pérdida de la visión y con estar a punto de morir a consecuencia del incendio del inflamable celuloide de la misma película que poco antes ha provocado tanta felicidad.

Aunque la segunda mitad del film, centrada en el Totó joven, baja su interés, sin embargo no lo pierde, hasta tal punto han trabado en el espectador los habitantes del pueblo, y permite una conclusión del todo maravillosa. Comienza con ese imborrable momento durante el desfile del cortejo fúnebre de Alfredo en que, al volver la vista hacia atrás, el protagonista reconoce/recupera a todos los que pasaron media vida en el cine, empezando por su ya anciano propietario, y cuya emotividad ya bastaba para haber sido el perfecto colofón del film. Sin embargo, Tornatore todavía incluye una coda final, el regalo del fallecido Alfredo para su querido Totó: una película formada por los empalmes de todos aquellos besos que en su día había censurado, inefablemente, el cura y que el proyeccionista guardó como un tesoro para que algún día todos pudiéramos contemplarlos con la mayor de las emociones. Y, como le pasa al estupendo Jacques Perrin que encarna a Salvatore, resulta imposible contemplarla sin que los ojos se llenen de lágrimas.

Como siempre que se da en la diana de modo tan claro, la siguiente realización de Tornatore fue asumida por todos como una prueba de fuego, y se saldó con un enorme rechazo de crítica y público. Y es lógico, porque Están todos bien (1990) es una completa lata, ésta sí del todo empalagosa y sin el menor interés dramático. Yo la vi, entre bostezos, en una sesión de un minicine de la que fui único espectador.

Polanski y Depardie en Pura formalidadPues bien, sorprendentemente, su siguiente película, Pura formalidad (1994) supuso un completo cambio de registro para el director. Ni cinefilia, ni sentimientos, ni nostalgia, sino una historia dura y tensa, concentrada en un único espacio (una comisaría por la que se cuela, sin remisión, la tormenta de lluvia que parece aislarla del mundo entero), una única noche y un par de personajes: un reputado escritor sorprendido en un crucial momento de crisis personal y creativa y el en apariencia mediocre pero astuto comisario de policía encargado de investigar las extrañas circunstancias en que aquél ha sido encontrado. Este cambio de registro sorprendió tanto que la película pasó completamente desapercibida. Sin embargo, en mi opinión, indudablemente es su obra maestra.

Resulta difícil contar algo de ella sin arruinar, para quien no la haya visto, el interés de su visión, por lo que advierto de que se lea con cuidado y se deje de hacerlo en el momento indicado. Baste señalar, para empezar, que es ante todo una amarga fábula existencial sobre el dolor y la soledad, sobre la incapacidad de determinados seres para escapar de la destrucción. Una fábula que remite, de modo tan evidente como coherente, al mundo de grandes fabuladores como Kafka (con su creación de universos terribles por su realidad al mismo tiempo lógica e imposible) y Dostoievski (sus reflexiones sobre la degradación humana y la subjetividad de la realidad). Para ello, asume inicialmente la forma de un thriller de «cámara», para ir deslizándose poco a poco hacia el fantastique metafísico. Y es que la clave [–spoiler hasta el final del párrafo–] es que esa intriga, pródiga en circunstancias absurdas, se explica por la ignorancia, o incapacidad para reconocerlo, por parte del protagonista, de su condición de muerto, de que esa comisaría que parece situada en ninguna parte es que, evidentemente, lo está de modo literal y es el pórtico hacia el otro lado.

La memorable elaboración atmosférica, por supuesto, se ve complementada, como no podía ser menos en una película de estas características, por el magnífico duelo interpretativo entre sus dos protagonistas: el actor francés Gérard Depardieu (de quien se aprovecha muy bien esa tendencia al exceso que impregna al intérprete, desde su mismo físico) y el director polaco Roman Polanski (quien, por el contrario, y como dicta muy bien su papel, efectúa una interpretación medida y contenida, salvo necesarias explosiones —es un personaje de una sutileza extraordinaria—, asombrando por la riqueza de sus registros, por mucho que ya hubiera brindado antes buenas actuaciones, siempre bajo sus propias órdenes). Aunque no carece de defectos (por ejemplo, una duración excesiva y cierta tendencia a la brillantez ensimismada en la realización), es un film admirable, que concluye con un final lírico y elegíaco, intensamente triste y conseguidamente bello, que permite una salida de escena a los dos actores del todo inolvidable, con esas miradas finales que remansan con desolada comprensión lo irreversible de las elecciones dictadas por la desesperación.

Acto seguido, Tornatore regresó a un cine más concreto y rodó El hombre de las estrellas (1995), una película en la que volvió al escenario de la posguerra italiana y a la utilización argumental del cine. La trama, sin embargo, descarta todo toque nostálgico pues versa acerca de un farsante de pocos vuelos que, en la Sicilia de los humildes años 50, recorre pueblo tras pueblo fingiéndose el enviado de una poderosa compañía cinematográfica para así atraer el dinero de los incautos con el mágico reclamo del cine. En el momento de su estreno no me llamó especialmente la atención, pero se ha ido revalorizando en la memoria, de modo que tengo mucha curiosidad por volver a verla. Nada más puedo decir sobre ella, por tanto.

La leyenda del pianista en el océanoEl siguiente proyecto del director supuso su salto a la gran producción internacional en inglés, con La leyenda del pianista en el océano (1998), rimbombante pero también grato rebautizo de un monólogo teatral de Alessandro Baricco que se titula Novecento. El singular personaje protagonista es precisamente un hombre llamado así, Mil Novecientos, que pasa toda su vida a bordo de un transatlántico llamado el Virginian sin bajar nunca a tierra, y donde se convierte, para aquellos que lo vieron tocar, en el mejor pianista que jamás haya existido. Un punto de partida que, en el fondo, entronca el film con una corriente coetánea de películas, de países muy diversos, que persiguen la etiqueta de «fábulas», cuyo planteamiento gira alrededor de un personaje con alguna cualidad personal o vital llamativa, que actúa, de modo consciente o inconsciente, como catalizador de las vidas de quienes lo rodean. A este modelo pertenecen títulos como Forrest Gump, Amélie o El curioso caso de Benjamin Button, y con todos ellos el film de Tornatore comparte una extrema sofisticación visual, un aire de familia narrativo en el que es importante la ruptura de la progresión lineal, ya sea mediante bruscas elipsis, digresiones o flash-backs, un evidente propósito de sugestionar sentimentalmente y un indiscutible propósito alegórico: normalmente, el personaje titular se pretende encarnación de la inocencia o de la sensibilidad, y aunque no siempre, su destino vital suele ser la soledad.

En concreto, Tornatore aspira a que todas y cada una de sus imágenes respiren un extremo onirismo, lo cual, como es lógico, se consigue unas veces sí y otras no, siendo fundamental, como siempre, la partitura de Morricone. Además, el carácter de cara producción de su film contradice de raíz esa glorificación de la pureza que encarna el personaje de Mil Novecientos, y en cualquier caso la rebaja bastante porque no puede evitar la caída en el exceso (de sofisticación, en primer lugar) a lo largo de tan ambicioso y dilatado metraje. Sin embargo, La leyenda del pianista en el océano, aunque no llega a despertar la suprema emotividad que persigue, aunque no consigue hacer a su singular personaje tan imprescindible y emblemático como pretende, aunque no llega a escapar del todo del fantasma de la pomposidad, resulta una película admirable por muchos motivos, y rebosa de imágenes y escenas memorables.

En concreto, si a mí esta película acaba provocándome una indudable emoción no es por el personaje de Mil Novecientos, sino por el del hombre que narra la historia, siempre permaneciendo en un modesto y conmovedor segundo plano. Me refiero a Max Tooney, alias Conn, el humilde trompetista que pasa una parte de esos años trabajando en la orquesta de a bordo y, él sí, vive fascinado y atrapado por el halo al mismo tiempo de inocencia extrema y perfección virtuosa del hombre a quien llega a considerar su mejor amigo. La fenomenal impronta visual de Pruitt Taylor Vince —la desmadejada corpulencia, el toque de indefensión que le otorga el nistagmo (movimiento incontrolable de los ojos) que padece el actor en la vida real— termina de sellar una interpretación maravillosa de un personaje imborrable, que le roba al carismático pianista la tristeza y la profunda comprensión que debían haberle pertenecido a éste. De hecho, y aunque probablemente sea debido a mi fascinación por la relectura en tono fantástico de la realidad, ¿acaso no puede interpretarse también que Mil Novecientos nunca existió, sino que es el producto catártico de la mente de un solitario en el momento en que la vejez, la decadencia y la soledad le exigen darle un sentido a su pobre vida? ¿Acaso Max no acaba demostrando ser un maravilloso narrador, capaz de absorber la fascinada atención de cuantos le escuchan, y Mil Novecientos la más fabulosa de sus narraciones?

El insuperable Geoffrey Rush de La mejor ofertaNo había visto ninguna otra película de Tornatore desde ésta última (y es que lo poco que vi de Malena me disuadió bastante), cuando ha llegado La mejor oferta. Una película que podía haber sido la mejor de su autor, pues cuando menos posee una hora inicial extraordinaria, además de un planteamiento que permitía, que exigía, haberse plasmado en una obra maestra. Pero que no lo consigue, entre otras cosas por el cambio de tono que sucede a partir de su segunda mitad, y el inesperado giro argumental con que concluye, que no es incoherente ni fallido, pero que uno cree que no era necesario, y que además, obligará a revisar la película, cuando lo haga, con otros ojos.

Durante esa hora inicial, La mejor oferta parece proponer un tipo de historia por el que siempre he sentido debilidad y que tiene en la inolvidable Un corazón en invierno (1994, Claude Sautet) su mejor exponente: el retrato de un autista emocional, un hombre de sensible interior que se ha construido un mundo acorazado a los sentimientos del exterior y que de pronto lo ve puesto a prueba con la aparición de una mujer. En este caso, ese autista emocional es un experto en arte y dueño de una prestigiosa casa de subastas, Virgil Oldman (el apellido, por supuesto, está elegido con intención), que un día entra en contacto con una misteriosa mujer, Claire Ibbetson, que lo ha llamado para que tase las obras de arte contenidas en su decadente villa, y cuya particularidad es que, al padecer agorafobia desde pequeña, no sólo no abandona en ningún momento su casa sino que, cuando en ella hay extraños, permanece recluida en una habitación secreta que se esconde tras la pared del salón.

El fascinante atractivo de esa hora inicial descansa en dos elementos. El primero es el magnífico dibujo de su personaje central: un hombre maduro, culto y refinado, de carácter soberbio, cuya vida aparece, lógicamente, trazada a partir de determinadas rutinas que remarcan su soledad. Oldman, que nunca ha tenido una relación con una mujer, sin embargo sí siente reverencia por la belleza femenina, solo que la recluye en una cámara secreta donde guarda, para su única contemplación, una maravillosa colección de retratos femeninos de todas las épocas (entre los cuales, claro, se reconocen obras emblemáticas de pintores como Rafael, Rubens, Guercino o Tiziano que serían imposibles en una colección así). El segundo elemento es el misterio que envuelve, inicialmente, al personaje femenino, al que Oldman tarda considerablemente en acceder, y siempre por teléfono (él, que en su desdén por lo moderno, ni siquiera tiene móvil), pero que lo va fascinando, tanto por sus circunstancias como por el hecho de que, por fin, se halla ante una mujer que lo atrae pero que es una quimera, un ideal, un ser sin sustancia. Precisamente, uno de los momentos más intensos del film es aquél en que Oldman, mientras habla con Claire por el móvil en su sancta sanctórum, recorre con la mirada todas las obras que cuelgan de las paredes, a su alrededor, en busca de una cara que darle a la mujer con la que habla.

Pues bien, la primera decepción es que cuando por fin Claire obtiene un rostro, un ser real, carece de la sugestión que las expectativas nos habían creado. El desarrollo de la relación entre esos dos seres que temen tanto como necesitan el contacto de otro, aun cuando interesa, resulta discutible, sobre todo cuando Tornatore, de modo poco afortunado, evoca al Hitchcock de Vértigo haciendo de Oldman un pigmalión que remodela a Claire según lo que él cree que hace bella a una mujer. Y, además, no resulta del todo convincente la conversión de ese misántropo cargado de ensimismada egolatría en un tipo que se abre a la amistad y la confidencia con casi cualquiera.

Las mujeres y la mujer, para Virgil Oldman

[Quien no haya visto la película debe dejar de leer aquí, porque se revelan importantes detalles de la trama]

Ahora bien, y aunque en los minutos previos ya se intuía, el melodrama sentimental que parecía encerrar La mejor oferta acaba convertido en un thriller con sorpresa final, pues todo resulta ser un montaje orquestado por Claire y quienes rodean a Oldman para robarle su colección de retratos femeninos, dejando al protagonista en la más completa desolación emocional, que lo lleva al borde de la locura. Cierto que, como decía, no resulta incoherente porque uno de los temas de la película en todo momento ha sido el concepto de falsificación (Oldman se enorgullece de su probada capacidad para distinguir lo verdadero de lo falso, la obra de arte genuina de la elaborada falsificación). Es buena idea, revestida además de desgarrada belleza poética, que la necesidad de Oldman por encontrar, también él, la encarnación del amor ideal en una mujer real, ciegue de modo patético su capacidad de discernimiento.

Pero al decantarse por este giro argumental, quedan al desnudo diversas lagunas del guión, diversos cabos sueltos, algunos demasiado ostensibles (todo lo que tiene que ver con ese autómata que Oldman va hallando por piezas en la casa de Claire, y que es el cebo para interesarlo por la villa). Con todo, la película recupera la intensidad curiosamente en su secuencia final, situada en Praga, que acaba con el protagonista esperando (deseando) que la pequeña señal que le dejó Claire poco antes de escaparse sea la promesa del reencuentro, seguramente ilusorio, en un restaurante de la capital checa, y que está a la altura de la delicadeza sentimental de su arranque. Y desde luego, quede señalado que, ante todo, La mejor oferta sostiene el interés en todo momento gracias a que el australiano Geoffrey Rush brinda una actuación inolvidable, brindando el papel más emotivo de su carrera, tal vez el único que ha sabido aprovechar en toda su medida las capacidades de su talento.

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: La mejor oferta / La migliore offerta / The Best Offer. Año: 2013.

Dirección y guión: Giuseppe Tornatore. Fotografía: Fabio Zamarion. Música: Ennio Morricone. Reparto: Geoffrey Rush (Virgil Oldman), Jim Sturgess (Robert), Sylvia Hoeks (Claire Ibbetson), Donald Sutherland (Billy Whistler). Dur.: 124 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
Esta entrada fue publicada en Autores y etiquetada , , , , , . Guarda el enlace permanente.

4 respuestas a A propósito de La mejor oferta: las películas de Giuseppe Tornatore

  1. benariasg dijo:

    Tuiteo tu comentario. La peli se mantiene bien en el recuerdo, me sigue gustando mucho.

  2. Bueno, pese a los reparos que he puesto -casi más que alabanzas, es verdad-, a mí también 🙂

  3. Antares dijo:

    Extraordinaria! Atrapante! le reconozco muy pocas debilidades, nos lleva de a saltos a un final sorprendente, para mi lo mejor que he visto en muchos años.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s