En el curso de poco más de un año, hemos asistido al estreno de tres películas que parecen suponer un regreso a los códigos narrativos del cine mudo: tres films sin palabras, que han obtenido una notable repercusión (en distinto grado, eso sí) que pueden hacernos pensar si estamos ante una nueva tendencia o ha sido mera coincidencia cronológica. Se trata de una película francesa, The Artist (2011, Michel Hazanavicius), otra española, Blancanieves (2012, Pablo Berger) y una última portuguesa, Tabú (2012, Miguel Gomes). La primera es la que mayor repercusión internacional ha obtenido, de la mano de sus cinco Oscars de Hollywood (entre ellos los de Mejor Película, Mejor Director y Mejor Actor Principal, nada menos). La segunda ha conseguido también un buen eco, si bien en el terreno nacional, y de hecho su candidatura a los Oscars de este año no pasó el corte de las nominaciones. La tercera, recién estrenada, ha recibido múltiples alabanzas, si bien a nivel crítico: es el clásico film «de festival» de toda la vida, presentado como la típica película-que-hay-que-ver-en-este-momento y cuya carrera comercial no parece que vaya a ser notable. Y es que, de hecho, tampoco las otras dos batieron récords: The Artist, hasta recibir el espaldarazo propagandística de las famosas estatuillas doradas, no había arrastrado masas, y Blancanieves tampoco figura entre las películas más taquilleras del año pasado en España, aunque su previsible triunfo en los Goyas puede que convoque nuevamente al público.
No son, desde luego, las primeras películas conscientemente mudas que se ruedan desde que el cine silente fue barrido por el sonoro en todo el mundo (en unos países con más retraso que en otros) en la década de los 30. Por ejemplo, Mel Brooks realizó una película titulada directamente Silent Movie y en España rebautizada como La última locura (1976), en la que, divertidamente, el único actor que pronunciaba un diálogo era… el famoso mimo Marcel Marceau. Más recientemente, otras dos películas también ostentaban idéntica cualidad: la alemana Tuvalu (1999, Veit Helmer) y la argentina La antena (2007, Esteban Sapir). No he visto estas dos últimas (de la primera guardo un lejanísimo, y no bueno, recuerdo), de modo que no puedo hacer ningún comentario personal sobre ambas, pero las referencias son buenas.
Yo mismo voy a responder, muy sumariamente, a la cuestión que planteaba: es tanto una tendencia como una coincidencia. Tendencia y coincidencia porque el cine actual, en esta era en que se está perdiendo la identidad entre las películas y las salas tradicionales de proyección, en que se busca un público en cualquier parte donde pueda estar, solo o en compañía, en casa o fuera de ella, devora con completa rapidez cuanto van planteando tanto el cine comercial como el que se pretende artístico o intelectual. La recuperación del lenguaje del mudo tiene el mismo valor que el descubrimiento de los increíbles efectos especiales digitales o el continuo reciclado de tradiciones y narrativas procedentes de distintas épocas y geografías: el consumo de etapas a pasos agigantados, en una carrera que parece haber destrabado el freno e ir cuesta abajo, buscando la continua sorpresa, hasta llegar al punto de que ya nada sorprende… o sorprende por un espacio de tiempo tan breve que enseguida cualquier otra sorpresa viene a sustituir la primera.
Por tanto, sencillamente voy a comentar esas tres películas, sobre todo en relación al uso de los códigos visuales y narrativos del viejo cine mudo.
The Artist
El mejor modo de contemplar The Artist, creo, es olvidarse de intentar ver en ella otra cosa que un juego: una película que parece estar filmada como si se tratara de una película del Hollywood mudo (formato más o menos cuadrado, fotografía en blanco y negro, estética muy reconocible, elementos compositivos tan típicos como el continuo cierre del iris sobre el plano…). Ese parece es fundamental, porque, por supuesto, y salvo que se sea muy incauto o no se haya visto mucho cine mudo —me temo que este es el film ideal para que entusiasme a aquellos sin especial inquietud por conocer las películas mudas de verdad—, la película no esconde en ningún momento su condición de artificio muy consciente de su naturaleza. En este aspecto, claro, es un film muy honesto.
En primer lugar, y aunque sea contradictorio (¡una película muda sobre el triunfo del sonoro!), su historia pretende ser una crónica del fin de una época y del comienzo irreversible de otra, más «moderna», a través de una historia que recoge uno de los hechos emblemáticos de la mítica cinematográfica sobre tal momento de transición: muchas de las grandes estrellas del mudo vieron cómo sus carreras se hundían al no conseguir adaptarse a las nuevas condiciones. Así, el director Hazanavicius se mueve desde la mítica, y en concreto desde el juego cinéfilo sin mayores pretensiones: lo que quiere es llamar la atención y despertar una sonrisa, incluso también una lágrima, además de hacer sentirse al espectador cómplice de su juego, de la ilusión de estar asistiendo ante una recreación de algo que ya ni existe ni puede existir. Recreación dirigida tanto al espectador capaz de reconocer los mimbres de la reproducción (del cine a lo Fairbanks que representa su protagonista al musical años 30, a lo Fred Astaire y Ginger Rogers, propio de la radiante escena final) como al que, más joven o menos cinéfilo, sencillamente se deje llevar por la envoltura de lo que no conoce, con el atractivo añadido del revestimiento moderno que se le da a algo antiguo. Encontrar mayores ambiciones en el propósito me parece una tarea inútil.
Se podría argumentar que es coherente que el film sea mudo por cuanto el protagonista, George Valentin, no es un actor que se vea atropellado, sin poder evitarlo, por la locomotora del sonoro, sino un artista que, como Charles Chaplin, considera muy superior la poética del silente y que, tras un intento de resistencia (la realización de otro film mudo, encima escrito y dirigido por él, cuando ya los estudios se han pasado en su integridad al sonido), se aparta del cine. Por lo tanto, The Artist mantiene la ausencia de sonido como correlato dramático que sustenta al personaje Valentin. Una idea simple que no sencilla, me parece a mí, cuyo momento clave es la escena en que Valentin descubre el sonido dentro del plano en el que «vive» (el ruido del vaso que bebe, los rumores, incluso las palabras, de quienes se mueven por el estudio), pero no consigue escuchar su propia voz: símbolo de la nueva situación que, enseguida, lo va a superar. Escena muy atractiva pero que, creo, pierde parte de su fuerza al resultar que ha sido tan sólo un sueño (o pesadilla). Y que Hazanavicius estropea, mediante el subrayado, cuando, mucho más adelante, con el protagonista ya inmerso de lleno en su desoladora caída, descubre en otra escena, que ya no consigue ni escuchar las palabras de quienes lo rodean (aunque se trate, tan sólo, de un policía que lo reprende). Es decir, después de mostrar a Valentin como una figura quijotesca y consecuente con sus convicciones, el director denuncia que su tenacidad es sólo orgullo suicida.
Estas escenas, por otra parte, vuelven a señalar la múltiple paradoja en que se envuelve toda la película: el cine mudo no dejaba escuchar las palabras hacia el exterior (o sea, el espectador) pero jugaba con el artificio de que, en su interior, los personajes, por supuesto, sí se escuchaban. Al jugar en exceso con el sonido que se escucha o no se escucha, que lo hace en parte o lo hace del todo, Hazanavicius tensa demasiado el hilo de la credibilidad, y en el camino descuida aquello que hubiera salvado ésta: su condición de fábula abiertamente irreal. Es decir, The Artist acaba intentando resultar demasiado «real», cuando menos en su dramaturgia, pero los elementos mediante los cuales lo hace no resultan reales ni mucho menos creíbles. Es decir, cuanto intenta ser demasiado conscientemente meta-dramática, The Artist no es nada
¿Qué es, entonces, la película? Es un juego cinéfilo, repito, que como todos los juegos cinéfilos que parten de un absoluto inicialmente sorprende e incluso deslumbra, pero que, también como todos ellos, acaba por cansar. La sorpresa se mantiene durante su media hora inicial, indudablemente lo más afortunado de la película. En ella (no por casualidad, mientras todavía estamos en el periodo del cine mudo), se consigue hacer simpáticos a sus dos personajes protagonistas, en parte por el efecto de extrañamiento que, incluso para los conocedores, supone la reconstrucción de los estilemas del mudo, y en parte, o sobre todo, por las acertadas composiciones de Jean Dujardin y Bérénice Bejo, quienes entienden muy bien el juego. Pero después, cuando la historia se desliza al drama, o al melodrama, acaba mostrando su vacuidad esencial, e incluso acaba incurriendo en molestas referencias cinéfilas. La peor, para mí, es el uso que se hace del inolvidable tema de amor compuesto por Bernard Herrmann para Vértigo (1958, Alfred Hitchcock) en un momento en que no tiene sentido: la larga escena en que Valentin/Dujardin abandona la casa de Peppy/Bejo, en un rapto de orgullo al descubrir que ella fue la compradora anónima de sus pertenencias en subasta, y se dirige hacia su casa con la intención de acabar con su vida. En momentos como éste, The Artist denota su mayor pecado: la insustancialidad cinéfila, el vanidoso prurito del director de incorporar referencias porque le gustan. El problema es que, cuando ese gusto es compartido, puede que fastidie su burda vulgarización.
Blancanieves
No me dejo llevar por ninguna euforia patria al señalar que la película de Berger es la mejor de las tres (sin ser ninguna obra maestra, claro). La primera diferencia a favor de nuestra Blancanieves es que, al contrario que esa pompa de jabón que es The Artist, en ningún momento intenta proponerse como una reconstrucción de ese cine pretérito: sencillamente, utiliza unos recursos expresivos que, es cierto, ya están en desuso, porque su poética se ajusta a las necesidades del arriesgado planteamiento concebido por Berger. Y aquí se encuentra la clave: guste o no esta Blancanieves, como mínimo debería apreciarse lo que supone su apuesta. Pues, utilizando las claves argumentales del famoso cuento popularizado por los hermanos Grimm, Blancanieves propone un particular acercamiento a un género que es muy nuestro: la «españolada», con sus elementos imprescindibles de toros, religiosidad popular, flamenco y demás tópicos andaluces, apuntes raciales y pasión. Una españolada que, además, en su segunda mitad realiza una inaudita fusión con diversos elementos estéticos, éticos y estilísticos de nada menos que el universo del gran Tod Browning, y no sólo el de La parada de los monstruos (1932), referencia imprescindible, claro, sino el de esas películas mudas ambientadas en siniestros ambientes circenses y que efectúan una apasionante radiografía de la ambigüedad del antagonismo entre los conceptos de normal/anormal.
Berger sitúa su Blancanieves en Sevilla, en los años 20, y hace que la niña sea la hija de un famoso torero, nacida la misma tarde en que su padre recibió una terrible cogida que lo dejó parapléjico, muriendo además su madre, una famosa cantaora, en el parto. Bajo tan tremendo signo fatalista, la vida de la niña es claro que tiene que desarrollarse bajo el sufrimiento, sobre todo cuando, muerta su abuela, cae en manos de una madrastra (la enfermera que cuidó al torero en aquellos días aciagos) que no sólo la trata como a la mismísima Cenicienta sino que intenta por todos los medios que no vea a su padre, a quien mantiene prácticamente como un prisionero a su merced. Huida de la malvada al precio de caer amnésica, Carmen será recogida por una troupe de enanos toreros que la incorporan al espectáculo bajo el sobrenombre de Blancanieves. Con ellos descubrirá unas habilidades con el toro que avisan de los genes que bullen bajo su grácil cuerpecillo, y que la devolverán al mismo ruedo en que su padre vio truncada su vida…
La trama está ambientada, como puede verse, en una España de tarjeta postal que parece pensada por alguno de los escritores extranjeros que en nuestro país sólo parecen haberse enamorado de esos elementos tan raciales, empezando por el Merimée de Carmen. Sin embargo, Berger y su equipo consiguen que esa España sea un sueño, como lo eran las recreaciones hollywoodienses en films como Sangre y arena (1942, Rouben Mamoulian) o la reconstrucción que hizo el cine polaco en Manuscrito encontrado en Zaragoza (1964, Wojciech J. Has). No de otra forma hubiera resultado verosímil la historia: el notable encanto plástico de sus imágenes potenciado por el fatalista onirismo que proporcionan los recursos del cine mudo. Por ello hay que destacar, por supuesto, la labor de iluminación y el juego con el blanco y negro; la excelente banda sonora, así como el modo, a veces increíble (la escena flamenca con Ángela Molina) en que es expresada, sin palabras, la música, tan fundamental en toda españolada; el trabajo escenográfico, y claro, el trabajo de los intérpretes.
En este campo, quien me convence menos es Maribel Verdú (cuya expresividad la encuentro demasiado rígida para el formato mudo). Pero los demás están espléndidos, desde las dos actrices que hacen de Blancanieves (la niña Sofía Oria y la joven Macarena García, ambas adecuadamente candorosas, adorables), a un Daniel Giménez Cacho cuyo rostro sabe pasar de lo pétreo a lo vulnerable con enorme maestría y a una Ángela Molina en el primer papel en el que consigue gustarme (¿tal vez porque a ella sí le favorece, y mucho, no utilizar su voz?). Y no digamos los diminutos actores que hacen de los enanos, que se benefician grandemente del atractivo de su ingrata fotogenia: destaca, en particular, Emilio Gavira (el Rompetechos del Mortadelo y Filemón de Javier Fesser) en su encarnación del Enano Gruñón.
Tabú
Lo primero que hay que indicar de Tabú es que, a diferencia de las otras dos películas reseñadas, no es completamente muda: sólo lo es su segunda mitad. Pues su historia se divide en dos espacios y dos tiempos diferentes, la Lisboa coetánea (en color y sonora) y el Mozambique de los años 60 (en blanco y negro y mudo… hasta cierto punto, porque se mantiene el sonido ambiente y una voz en off habla y habla y habla, sustituyendo hasta la extenuación el uso de los rótulos típicos). Aunque el estreno de Tabú ha servido para alimentar diversos debates sobre el posmodernismo en el cine, sobre la recuperación de la inocencia, sobre la inteligente forma de revisitar la tradición cinéfila y, sin embargo, utilizarla de modo creativo… confieso que a mí esta aburridísima película no me parece más que el clásico ejemplar del cine europeo de calidad de siempre, sólo que revestido bajo la apariencia, siempre tramposa, del capricho.
Dejando a un lado lo más aparente, lo que narra Tabú no encierra grandes sorpresas (ni tenía por qué hacerlo, claro). Es la historia de amor ilícita —se dice todo el rato— entre una mujer casada y un hombre de mucho menores recursos económicos en el Mozambique de los años 60, con el fin de la época colonial en lontananza. Romance que, muchos años después, recuerda la misma mujer, ya convertida en una anciana medio senil, interesando a la humanitaria vecina que se ocupa de ella (una mujer madura y solitaria, por tanto receptiva a las historias de amores contrariados). Ambos momentos, ya se ha dicho, se narran en sentido inverso a su cronología.
Recuerdo un comentario de José María Latorre que, hace años, me impresionó. Hablaba este gran crítico de cómo algunos directores intentaban aparentar mayor complejidad por el sencillo hecho de complicar la forma de narrar una historia: él decía que estos directores, en vez de decir «5», gustaban de decir «1+3+1» o «2+4-1» (cito de memoria, los ejemplos serán distintos). Pues bien, algo así me parece que es Tabú, y de ahí que hablara de capricho (aunque no tengan nada que ver fuera de lo más superficial —su estructura de cine mudo—, los films de Hazanavicius y de Berger, con independencia de sus respectivos resultados, resultan más coherentes en función de lo que pretenden sus respectivos directores).
Sinceramente, la doble estructura narrativa que propone Miguel Gomes para contar esta historia me parece tan gratuita como innecesaria. Por separado, ambas partes podían haber tenido interés propio: juntas, son un mero artificio, y la única «coherencia» que poseen es que las dos aburren y desinteresan igualmente, si bien de distinta manera. Prescindo al hacer esta reseña de esas reflexiones sobre el lenguaje del cine y su evolución, sobre la búsqueda de la inocencia posible o imposible a la hora de hacer y mirar cine y demás bizantinismos que, para que yo los tuviera en cuenta, tendrían que ir acompañados de una historia y una narrativa que me interesaran. Pero, tal como se cuenta, Tabú es una película fallida. No antipática, lo reconozco, porque he visto caprichos más pretenciosos, pero sí fallida.
Lo mejor de la película, irónicamente, sucede justo al inicio y es un prólogo (argumentalmente sin nada que ver con los dos segmentos señalados) en el que vemos a un explorador que se interna en el África desconocida del siglo XIX llevado, según nos indica un narrador en voice over, por el deseo de olvidar la pena que le ha producido la pérdida de su esposo. Cosa que no conseguirá (la esposa incluso se le aparece en mitad de la sabana), de tal modo que acaba suicidándose, mediante el sistema, más bien insólito, de arrojarse al río para que se lo coman los cocodrilos. Ese prólogo resultará ser una película que está viendo, con notable emoción, la protagonista del segmento lisboeta, Pilar (Teresa Madruga), la mujer que acabará recibiendo el testimonio de la historia de amor vivida por su anciana vecina en días coloniales. Prólogo que, además, no es gratuito pues anticipa la evocación del dolor por la ausencia del ser querido que es uno de los temas esenciales del film, además de introducir ya esa textura de película muda-pero-contada y la ambientación africana. Además, posee una cualidad de extrañeza, un aire fantástico tan naif como etéreo, que es una pena que la película lo pierda por completo tan pronto termina el prólogo.
En fin, no tiene mucho sentido explayarse sobre el film. El segmento lisboeta, pretendiéndose ascéticamente emocionante, en realidad no es sino directamente moroso, y se traduce en unas imágenes de una frialdad marmórea. Y encima abusa de esa temible pretensión, tan clásica en el cine de calidad mundial, de eternizar planos de sus personajes en actitud reflexiva, como sugiriendo una densidad dramática sin cuento. Ahora, peor es la segunda parte, que en teoría, y al menos por su mayor pintoresquismo cinéfilo, tenía que haber sido la más atractiva, por mucho que, eso sí, posea imágenes de cierta belleza. Y es que, pese a que juega con esos referentes que todos los espectadores tenemos sobre ese tipo de historias pasionales en ambientes tropicales, desde La senda de los elefantes a Mogambo o Cuando ruge la marabunta, la gran ausente del relato es, precisamente, la pasión. Y ello por no hablar de un guión que abunda en incoherencias o de lo cansino que se hace que esa voz del narrador explique todo, pero todo, incluidas las sensaciones que debían sugerir los planos o las miradas de los actores.
En fin, no sé si pecaré de trivial, pero en mi aburrimiento creo reconocer (o el tedio hace volar la imaginación en mucho) una chusca bromita cinéfila (aunque, si es así, hay que tener valor para evocar lo que evoca). La mujer tiene un cocodrilo que inicialmente no tiene nombre, hasta que lo bautiza con un nombre que le recuerda a su amado: Dandy. ¿Es muy descabellado pensar que el finísimo realizador Miguel Gomes ha querido hacer un juego de palabras —hay que atender a la fonética del nombre— con ese personaje que en los 80 el estomagante actor australiano Paul Hogan paseó por un par de olvidadas películas, o sea, Cocodrilo Dundee?
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: The Artist / The Artist. Año: 2011
Director y guión: Michel Hazanavicius. Fotografía: Guillaume Schiffman. Música: Ludovic Bource. Reparto: Jean Dujardin (George Valentin), Bérénice Bejo (Peppy Miller), John Goodman (Al Zimmer), James Cromwell (Clifton) . Dur.: 100 min.
Título: Blancanieves. Año: 2012
Director y guión: Pablo Berger. Fotografía: Kiko de la Riva. Música: Alfonso Vilallonga. Reparto: Maribel Verdú (Encarna), Macarena García (Carmen), Daniel Giménez Cacho (Antonio Villalta), Ángela Molina (La abuela). Dur.: 104 min.
Título: Tabú / Tabú. Año: 2012
Director: Miguel Gomes. Guión: Miguel Gomes y Mariana Ricardo. Fotografía: Rui Poças. Reparto: Teresa Madruga (Pilar), Laura Soveral (Aurora anciana), Ana Moreira (Aurora joven), Carloto Cotta (Ventura joven). Dur.: 118 min.