Julio Verne murió el 24 de marzo de 1905. Su obra, sin embargo, no iba a cerrarse en dicha fecha. El autor había dejado una serie de manuscritos, unos más o menos concluidos, otros en diverso estado de redacción. Su hijo Michel se hizo cargo de esas obras, llegando a un acuerdo con Jules Hetzel, hijo de Pierre, el gran editor de su padre, por el cual se encargaría de la preparación de esos manuscritos póstumos, con vistas a su publicación. Así, entre 1905 y 1919 verían la luz ocho novelas y un libro de cuentos: El faro del fin del mundo (1905), El volcán de oro (1906), Agencia Thompson y Cía (1907), El piloto del Danubio (1908), La caza del meteoro (1908), Los náufragos del Jonathan (1909), El secreto de Wilhelm Storitz (1910) y La asombrosa aventura de la misión Barsac (1919), más los cuentos de Ayer y mañana (1910). En 1977, el experto verniano Piero della Gondola descubriría, entre los papeles del escritor puestos a su disposición por la familia, esos manuscritos originales, y pudo comprobar así que Michel Verne había modificado a su antojo, y de modo considerable, la mayor parte de esos textos. Inclusive, para la última de las novelas vernianas, no encontró redacción original alguna, con lo cual pasó a considerar que su único autor había sido Michel. Los hijos de los dos hombres que levantaron ese monumento que son los Viajes Extraordinarios habían sido los responsables de una monumental manipulación a la que fueron ajenos los incondicionales de Verne por casi tres cuartos de siglo.
Para quienes leímos esas novelas antes de saber nada de su reformulación, resulta de lo más interesante la comparación entre las dos versiones. En Francia, por supuesto, existen ediciones de todas ellas. En España, se había hecho con El volcán de oro, y, el año pasado, con Los náufragos del Jonathan, ahora rebautizada como El ácrata de la Magallania (traducción de Carlos Ezquerra, edición en Erasmus). Sobre esta(s) novela(s) me dispongo a hablar.
Verne la había escrito, y concluido, hacia 1898 con el título de En Magellanie pero, bien por decisión propia o del editor, no se llevó a cabo la publicación, tal vez por insatisfacción con el resultado final o por incomodidad ante el hecho de haber dado rienda suelta a un tema inédito en su carrera. Es fácil comprender por qué: con En Magellanie, Verne ensayó algo que nunca antes había hecho: una novela de tesis, y en concreto una novela de tesis ideológica. No es que no se hubiesen filtrado antes ideas políticas en sus obras (bien al contrario), pero en todas ellas eran un elemento más dentro de una trama que nunca se subordinaba a la exposición de las mismas. Es justo lo contrario de lo que sucede aquí: Verne idea una trama que es poco más que una justificación sobre la reflexión que le interesa desarrollar, que no es otra que una mirada sobre el pensamiento socialista de su época (más en concreto, sobre el anarquismo), y la imposibilidad de llevarlo a cabo, por loables que sean las intenciones de sus defensores.
El contacto de Verne, hombre profundamente conservador (como se deduce tanto del contenido de su obra como de su propia vida), con el anarquismo había sido mediante la sólida amistad con importantes figuras de la cultura francesa que profesaban dicho credo. En concreto, el geógrafo Elysee Reclus y el polifacético Gaspard-Felix Tournachon, periodista, ilustrador, aeronauta, pionero de la fotografía (es autor de la más conocida imagen de Julio Verne), conocido por su seudónimo de Nadar (obsérvese que Verne lo utilizó, bajo la forma del anagrama Ardan, como modelo de uno de sus tres viajeros del espacio en De la Tierra a la Luna). Aunque Verne nada tenía de anarquista, es evidente la atracción, más o menos subterránea, que para él siempre tuvo la figura del ácrata «modelo». La obra de Verne abunda en grandes solitarios que hacen de la libertad personal su completa bandera, siendo el más notorio de todos ellos el capitán Nemo. Como fuente de inspiración para el protagonista de El ácrata de la Magallania, sin embargo, suele señalarse un hecho real: la desaparición en tierras patagónicas de Johann Salvator, príncipe de Toscana, miembro de una importante familia nobiliar europea, el cual, en 1888, tras romper sus vínculos con la Casa Real austriaca, en cuyo ejército había rendido importantes servicios, adoptó el nombre de Johann Orth y, tras embarcarse con rumbo al confín de América del Sur, pareció evaporarse de la faz de la tierra. La rumorología luego hizo pasto con él, situándolo en los enclaves más dispares, pero a Verne parece ser que le atrajo sobre todo esa romántica ubicación en el confín del mundo, propia de un personaje que parecía haber roto por completo con su pasado. Hay que tener en cuenta que ese escenario debió interesarle sobremanera en sus últimos años, porque ahí ambientó dos de sus novelas finales, la que nos ocupa y la que lleva el sugerente título de El faro del fin del mundo.
En El ácrata de la Magallania, y sea cual sea el origen del personaje, éste no porta otro nombre que el apelativo de el Kaw-djer (el «Bienhechor» en la lengua de los indios del lugar), un misterioso forastero que recorre la zona del estrecho de Magallanes atendiendo a los indígenas gracias a sus conocimientos médicos, viviendo de los recursos de la zona en compañía de una pareja de indios, el piloto Karroly y su hijo Halg. Verne lo caracteriza desde el principio como un apasionado anarquista, y esa es la razón de su presencia en una zona del mundo que todavía no posee un dueño concreto (se la disputan los gobiernos de Chile y Argentina). El retrato que Verne ofrece del Kaw-djer es por completo positivo, como modelo de generosidad, abnegación, entrega a los demás y fortaleza moral. Lo cual no impide que el autor señale, desde el principio, el error que supone esa doctrina que se resume en la frase «¡Ni Dios ni amo!», que el exiliado gusta de pronunciar con pasión ante la apabullante naturaleza que lo rodea. Ateo, enemigo de todo gobierno, el Kaw-djer condensa en el grado supremo esa pasión por la libertad que tanto respira la obra de Verne. El gusto por la paradoja del muy burgués Verne se resume perfectamente en ese momento en que, al explicar cómo el Kaw-djer rehúye dar cualquier explicación a los representantes gubernamentales de la zona, el autor señala: «Son raros, y esperemos que lleguen a desaparecer por entero, los países en los que se pueda vivir fuera de toda costumbre, de toda ley, en la más absoluta independencia, sin ser molestado por ningún vínculo social» (Erasmus, pgs, 47-48, el subrayado es mío).
La refutación que realiza Verne de las ideas anarquistas, y comunistas en general —cuidado: no en el sentido que tendrá la palabra a partir de la Revolución Rusa, sino en el original, también utilizado por el anarquismo, de posesión en común de todos los bienes productivos— es por medio del obligado contacto del Kaw-djer con un grupo de náufragos procedentes de un barco estadounidense, el Jonathan, que encalla en la isla Hoste, muy cerca del confín meridional del continente americano. El Kaw-djer es testigo del infortunio, gracias a un magnífico recurso dramático de Verne: el personaje, sabedor del convenio chileno-argentino que termina por dividir y ordenar el territorio, se dirige al mismísimo cabo de Hornos sin saber a dónde lo llevarán sus pasos ahora, tal es el odio que tiene por leyes, gobiernos y fronteras… y allí , sin más lugar a dónde ir, el destino le envía a un grupo de desheredados (los pasajeros del Jonathan son pobres gentes que se dirigían a Sudáfrica para instalarse en una humilde concesión colonial) a los que ayuda a instalarse en ese perdido lugar, que el gobierno chileno les concede como territorio propio. El Kaw-djer se queda con ellos en ese último reducto independiente del mundo, pero allí asiste a la violenta anarquía que acaba apoderándose de la colonia, de tal modo que, ante las patéticas peticiones de los más responsables, deberá convertirse en lo que más odia: en su jefe.
Es decir, el más apasionado de los ácratas acaba recibiendo poderes absolutos, dictatoriales, por parte de esos náufragos-colonos (concepto éste muy propio de Verne) ante la triste constatación de que los hombres, sin leyes ni normas coercitivas sobre ellos, sin una autoridad carismática a la que obedecer, en suma, se convierten en lobos para aquellos que son más débiles. Por supuesto, la exposición de esta tesis carece de toda consistencia ideológica, incluso dramática. Verne no pierde el tiempo en desarrollos, en hacer evolucionar a su personaje de modo coherente: la escasa extensión de la novela es bastante perjudicial (en ese sentido, que el hijo llegara a duplicar el número de páginas en su versión, desde luego resulta más apropiado). Las situaciones siempre son simples; los conflictos, demasiado obvios; las transformaciones, rápidas. El Verne narrador omnisciente continuamente interfiere en el rumbo ideológico de su protagonista sentando cátedra de sus ideas negativas sobre el colectivismo, el socialismo, el anarquismo, etcétera. O sea, que las ideas pueden ser buenas, pero los hombres que las aplican (con excepción del Kaw-djer) suelen ser individuos embrutecidos y asociales, que sólo buscan el beneficio personal. Dicho de otro modo: la propiedad común es reivindicada por aquellos que no piensan trabajar y que abusan de los más débiles para salir adelante.
El extremo más delirante acaba siendo la conversión del Kaw-djer a la fe en Dios, que se produce en las últimas y muy precipitadas páginas de la novela (desde luego, por mucho que el manuscrito se presente acabado, es evidente que hubiera necesitado un «barniz» final por parte de su autor antes de su publicación), que concluye con la inauguración de un faro en el cabo de Hornos.
Pese a estas incongruencias ideológicas y dramáticas, El ácrata de la Magallania no es una novela despreciable. La descripción de las circunstancias personales del Kaw-djer convierte a éste en un personaje atractivo, digno de la estirpe de Nemo, Hatteras y Phileas Fogg, por mucho que esté completamente desaprovechado. Del mismo modo, la capacidad de Verne para otorgar una enorme intensidad a la descripción de paisajes y escenarios dota a la Magallania de un interés particular, aunque ya no posea el lirismo de las primeras y mejores obras del autor.
La sencilla novela original consta de 16 capítulos, sin división en partes. Michel Verne suprimió cinco de esos capítulos, mantuvo 11 (con importantes modificaciones) y añadió 20 más, completamente de su propia cosecha, hasta llegar a los 31, divididos en tres partes. Las supresiones tienen lugar en la parte inicial del libro: Michel prescinde sin contemplaciones de las descripciones históricas, geográficas, etnográficas y naturalistas del escenario magallánico, para ir enseguida (capítulo 3) al tropiezo del Kaw-djer con los náufragos del Jonathan. Curiosamente, entre lo suprimido también figura todo lo relativo al encuentro del protagonista con los misioneros cristianos que intentan convertir a los indios: en Los náufragos del Jonathan no aparece uno solo de ellos, ni menciones a las iglesias que se instalan en la colonia de Liberia ni, por supuesto, hay conversión final del protagonista.
Lo que hace Michel es lo que no hizo Julio: narrar con el debido detalle la crónica de una degradación (la incontenible situación que se desata en la colonia) y el desgarrado proceso mediante el cual el Kaw-djer debe renunciar a sus convicciones libertarias y asumir el mando completo sobre esos desgraciados. Donde Julio, además, resolvía en pocas líneas el conflicto que le obliga a proclamarse jefe, Michel consigue crear una notable progresión en la tensión narrativa y dramática. Aunque el conflicto sigue siendo más bien primario y poco sutil —Michel inventa un par de personajes muy toscos, en apariencia seguidores del mismo ideario que el Kaw-djer, con el fin de convertirlos en villains de distinto grado—, sí resulta muy intenso, pues sabe expresar de modo magnífico el proceso de descubrimiento de la responsabilidad política y moral de que son acreedores, ante sus semejantes, los hombres de cualidades notables en los momentos de desesperación. Por ello, los añadidos de Michel se corresponden con la penosa forja de esa nueva colonia, de los conflictos que surgen durante sus primeros meses, cuando todavía no hay leyes ni jefes, e incluso va más allá, al narrar también con detalle el episodio del ataque a la isla por parte de unos indios patagones que obliga a los «hostelianos» a un esfuerzo de lucha conjunta que les otorga, por fin, ese sentido comunitario, esa identidad necesaria. Y lo hace con un lúcido sentido descriptivo de los conflictos humanos. El escepticismo de Julio, que conducía finalmente a la aceptación de la responsabilidad personal, cede en Michel a un feroz fatalismo biológico digno de Hobbes, que acaba condenando al Kaw-djer a un terrible vacío existencial, cuando se hunden completamente sus sueños e ideas. Así, la construcción de una sociedad próspera y pacífica se hace al terrible precio de un baño de sangre y de la claudicación de sus ideas libertarias por parte del hombre que hace posible el triunfo de aquélla.
Los náufragos del Jonathan, hay que decirlo ya, y por encima de sus irregularidades, es una excelente novela, y lo es gracias a esa magnífica labor de reelaboración que el hijo efectúa sobre el argumento «prestado» por el padre. La diferencia estilística entre ambos es evidente: en las páginas que pertenecen exclusivamente a Michel desaparece cualquiera de las preocupaciones habituales en Jules por la exposición de las maravillas de la naturaleza, su sentido del lirismo o su habitual recurso narrativo a las preguntas retóricas, que abundan en El ácrata de la Magallania. Por otro lado, Michel incluso se permite incluir un guiño destinado a los lectores de su padre, o a éste mismo: dos niños huérfanos, los grumetes del Jonathan, reciben los nombres de Dick y Sand. Recuérdese que Dick Sand es el nombre del capitán de quince años (también huérfano e, inicialmente, grumete), ese personaje, hoy día muy cargante, con el cual Julio sublimó el anhelo de hijo ideal que hubiese deseado tener y que el díscolo y rebelde Michel nunca fue.
[El lector que desee conocer por sí mismo el final de esta espléndida novela debe dejar de leer aquí]
A este respecto, la conclusión de Los náufragos posee una fuerza inolvidable. En El ácrata, el Kaw-djer acaba aceptando plenamente su papel de líder de los colonos, y la novela concluye con la jubilosa inauguración del faro en el cabo de Hornos. Michel hace que el Kaw-djer renuncie a su jefatura cuando el gobierno chileno acaba imponiendo su «protectorado» sobre ese pequeño estado que tanta violencia ha conocido en su breve existencia, a cambio de la cesión personal de la misma isla de Hornos. Y allí marcha, sin despedirse de nadie, rumiando su fracaso, que Michel traduce de forma imborrable: «El libertario había dado órdenes, el igualitario había juzgado a sus semejantes, el pacífico había hecho la guerra, el filósofo altruista había diezmado a la muchedumbre y su horror por la sangre vertida no había conducido más que a derramar aún más». Consumido por el desengaño, el noble exiliado decide concluir sus días encerrado en el faro de Hornos, dando por tanto un último y desinteresado servicio a sus semejantes, pero sin querer saber nada de ellos, y no en vano esto lo simboliza la destrucción de la chalupa que lo lleva a la isla. La última imagen de la novela, puro Julio Verne también, sitúa al Kaw-djer en pie «como una altiva columna en la cima del arrecife», inescrutable, también orgullosamente dueño de su destino, como Nemo, como Hatteras, contemplando el mar sin fin que es metáfora de todos ellos, «lejos de todos, útil a todos, [donde] iba a vivir libre, solo; para siempre»
Esta novela, que Julio esbozó y que Michel reescribió casi por completo, lleva sólo la firma del primero. La historia de la literatura es paradójica: por su acción, el hombre que la transformó, sin advertir a sus lectores, ejerció un acto de manipulación completamente censurable. Pero su castigo es que esta notable manifestación de talento nunca llevará su firma, y quién sabe si los puristas de la obra del padre no conseguirán arrinconarla en el futuro, de tal modo que Los náufragos del Jonathan acabe en el desván de las obras malditas.
Thank you!!
Hola. Me ha gustado mucho tu aportación.
He retuiteado esta publicación en el Twitter de
la Sociedad Hispánica Jules Verne (www.shjv.org) y (twitter.com/VerneHispanico).
Un abrazo.
Hola, Nicolás. Gracias por tus palabras y por el enlace en twitter. También he visitado la página de la Sociedad Hispánica, que como es lógico me ha interesado mucho, puesto que Julio Verne es mi autor de cabecera, el novelista que me hizo amar la literatura y al que siempre vuelvo como a un viejo y querido rincón en el que siempre se está cómodo. En este blog, en la etiqueta «Julio Verne», me propongo repasar las siempre gratas lecturas vernianas y las películas a las que ha dado origen.