Australia terrible (I): Picnic en Hanging Rock

La novela de Joan Lindsay, en ImpedimentaAl cine debo la firme sensación de que hay pocos lugares más inquietantes sobre la tierra que Australia. Ese enorme continente, pródigo en espacios vacíos, cuya densidad de población no llega a los tres habitantes por km2, ha acabado encarnando para mí, gracias a varias películas de los años 70, la imagen de un espacio que no ha conseguido superar el conflicto entre atavismo y civilización propio de un país tan «nuevo», y en cuyas inmensas planicies se esconde, siempre, el fantasma de la regresión. Inquietud que nace, por ejemplo de la mirada imperturbable, casi alienígena, de esos aborígenes a quienes los intrusos ingleses casi borraron de la faz de la tierra o de esos inacabables desiertos interiores donde de pronto emergen misteriosas formaciones rocosas que parecen esconder indecibles secretos.

El aura preternatural que emana de esa vaciedad australiana se halla en la base de dos magníficas realizaciones que —junto a otra incluso mejor, también basada en el sentimiento de la regresión, pero situada en espacios urbanos: La última ola, de 1977— siguen componiendo, ya casi de modo irrepetible, mi imaginario australiano. Una de ellas es, sin embargo, inglesa, aunque fue rodada en Australia: Walkabout (1971, Nicolas Roeg). La otra se trata de Picnic en Hanging Rock (1975, Peter Weir), una de las películas que reveló la existencia del cine de su país en el mundo entero a mediados de los años 70.

Picnic en Hanging Rock cuenta una historia sencilla, muy sencilla. El día de San Valentín del año 1900, un grupo de alumnas y un par de profesoras del selecto Colegio Appleyard, situado en el campo australiano, se dirigen a una pintoresca formación geológica conocida como Hanging Rock para compartir un día de esparcimiento. Tres alumnas y una profesora suben a la Roca y desaparecen sin dejar el menor rastro; otra, más pequeña, regresa llorando y en estado de shock. La policía y los lugareños registran a fondo el lugar pero no encuentran la menor huella de las desaparecidas. Sólo una de ellas será descubierta con vida cuando, una semana después, un joven que también había estado de picnic esa misma tarde y las vio subir a la montaña, vuelve al lugar para buscarlas y la encuentra. Eso sí, la joven tampoco sabrá dar la menor fe de lo que le había pasado a ella o a sus compañeras. Y la película concluye sin que llegue a darse la menor explicación sobre lo que realmente sucedió.

Cualquier reseña sobre esta película suele indicar que está basada en un suceso real de la crónica de misterios sin resolver de Australia. En Internet pueden encontrarse muchas referencias a ella: lo sospechoso es que los datos que ofrecen parecen más bien el resumen pormenorizado de la película, más alguna teoría (morbosa o peregrina) sobre los hechos. Lo único cierto es que el film está basado en una novela que ha quedado injustamente eclipsada por el recuerdo de la cinta. Fue publicada en 1967 por Joan Lindsay (nacida en 1896), obteniendo un enorme éxito en su país natal que ignoro si trascendió fuera de las lindes australianas. En nuestro país fue publicada hace ahora dos años por Impedimenta, en una muy bonita edición (como todas las suyas, por otra parte), con traducción de Pilar Adón.

Las niñas perdidasPor supuesto, en buena medida la sugestión que produce la novela y lo que cuenta es que la propia autora deja desde el primer momento en el aire la cuestión de si está novelando unos hechos reales o si lo está inventando todo. «El lector tendrá que decidir por sí mismo si Picnic en Hanging Rock es una historia real o ficticia. En cualquier caso, semejante cuestión parece no revestir demasiada importancia, dado que el fatídico picnic tuvo lugar en el año 1900, y los personajes que aparecen en este libro llevan mucho tiempo muertos.» La propia escritura de la acotación ya es buena indicadora del sutil sentido de la ironía que va a embargar toda la narración, y que indica, desde el primer momento, la extraordinaria sabiduría de esa escritora que, más allá de los 70 años, supo entregar una obra tan imborrable, que merece ser reivindicada no sólo por haber dado pie a un film de culto. En cualquier caso, y volviendo al tema de la presunta realidad, lo incontrovertible es la existencia de esa aglomeración rocosa cuyo nombre ya es de por sí significativo: la Roca del Ahorcado.

El argumento de la novela parte, por supuesto, de la minuciosa exposición de todo lo sucedido en ese día fatal, y ya en esas páginas se presenta la estructura narrativa de la obra: el protagonismo coral, que hace que su prosa posea un efecto caleidoscópico en el que el centro dramático va de un personaje a otro, de un escenario a otro, incluso recurriendo a presuntos artículos periodísticos, informes policiales o cartas personales. La historia avanza con venenosa diafanidad: los hechos más terribles (no sólo hay desapariciones, sino varias muertes violentas, una de ellas en un incendio, y un suicidio) son relatados con engañosa placidez, y es mérito de Joan Lindsay que la ironía, incluso el sarcasmo, implícitos siempre en la descripción de los personajes (la mayor parte de ellos considerablemente desagradables), sin embargo no impongan de modo redundante la voz de la autora. Es por ello que, si bien bajo la belleza de las imágenes del film bulle una indudable pulsión malsana, encuentro mucho más inquietante, más sutilmente maligna, la prosa del libro.

Así, la novela abunda en pequeños toques casi impresionistas en que, sin hacer evidente su intención, surge el efecto maléfico. «En la Roca, la oscuridad que había estado agazapada durante todo el día en sus fétidos orificios y cuevas se mezclaba ahora con el crepúsculo», escribe Lindsay para referir la inquietud que provoca en el joven Mike la caída de la noche sin haber concluido su búsqueda. O a modo de resumen, con una coda inesperadamente sarcástica, para señalar el efecto que ha tenido el suceso en sus protagonistas: «El picnic perturbó el normal desarrollo de sus vidas, en algunos casos de modo muy violento. Y lo mismo sucedió con numerosas criaturas de presencia mucho más insignificante. Arañas, ratones, escarabajos…».

La película, ya lo decía líneas arriba, sigue con gran fidelidad la novela (repitiendo literalmente buena parte de sus diálogos), y de hecho Joan Lindsay le otorgó abiertamente su bendición. Peter Weir afrontaba su segunda película, y en ella ya aparece, y en generosa medida, la cualidad que la mayor parte de la Crítica suele considerar que es la clave de su mejor cine: su capacidad para levantar atmósferas bañadas de sensualidad. Ahora bien, en Picnic en Hanging Rock hay un abuso de un elemento que en la novela se encuentra totalmente controlado: el esteticismo. La prosa de Lindsay se encuentra en el punto justo entre el barroquismo y la sencillez; si bien se complace en muchos momentos en la descripción de ambientes y sensaciones, siempre sabe cómo parar cuando puede incurrirse en el exceso, y además lo hace con esas abruptas codas que señalaba en los ejemplos anteriores, difuminando con ello la sensación estética en beneficio del efecto malsano.

Weir apuesta por la saturación esteticista, ejerciendo una opción arriesgada que, es cierto, funciona en muchos momentos, sobre todo en su magistral tercio inicial, no por nada el que ilustra la excursión a Hanging Rock. En ello ayuda un efecto fotográfico vaporoso del que quedó muy satisfecho, así como el cuidado de una banda sonora en la que destacan las composiciones para flauta de pan del rumano George Zamphir junto a (inolvidables) incorporaciones de fragmentos de Bach o Beethoven, así como diversos efectos realizados con sintetizador en aquellos momentos en que parece que es la propia Roca la que impone su sonoridad preternatural a la atmósfera.

El Colegio Appleyard (Martindale Hall)Ese inicio del film ya señala cuál será el diapasón que marcará la historia. Por encima de la natural alegría de un puñado de adolescentes que marchan a pasar un día de asueto lejos de los muros donde cada día se les impone la disciplina académica, Weir va introduciendo una serie de notas que hacen nacer en el ánimo del espectador una sensación de inquietud. Las secuencias iniciales podrían pasar por una apoteosis de la cursilería: jovencitas atándose sus corsés unas a otras, risas y bucles candorosos corriendo a alinearse para recibir las últimas instrucciones de la directora… Pero este aparente azucaramiento esconde algo más: algo que late en la atmósfera más que en las acciones. La más atractiva de las excursionistas, Miranda, se nos ha presentado hablando con una condiscípula, Sara, en unos términos que no hacen dudar de que ésta se halla enamorada de aquélla; misteriosamente, Miranda la reconviene: «No debes amarme tanto; pronto no estaré». No tardaremos en advertir que si Miranda, por su belleza y pureza, es el centro de admiración de profesoras y condiscípulas, Sara en cambio es algo así como el patito feo: es la única alumna castigada a permanecer en la escuela, obligada a memorizar unos poemas que considera absurdos y que se niega a declamar ante la señora Appleyard, pues prefiere recitar los suyos propios…

En el camino, las excursionistas charlan sobre la aureola de misterio del lugar a donde acuden; a las palabras de la racionalista profesora McCraw sobre su antigüedad, una de las muchachas afirma que el lugar ha estado «esperándolas» a ellas todos esos millones de años. Más tarde, ya en el lugar del picnic, los relojes se pararán a las doce del mediodía. Las alumnas no tardan en abandonarse a la indolencia sensual que parece demandar la naturaleza que las rodea (y la música elegida para la banda sonora, especialmente el adagio del Concierto para Piano nº 5 de Beethoven, parece en verdad mecerlas como a las hojas de los árboles). Miranda y otras tres compañeras piden permiso a la joven profesora de francés para explorar la roca; el plano en que Miranda mira por última vez a mademoiselle Poitiers (filmado con un suave, casi perezoso, ralentí) parece desatar un éxtasis tanto erótico como estético en la joven docente, que cree reconocer en su alumna favorita un ángel de Botticelli. Conforme las jóvenes ascienden, se diría que la roca va abriéndose para sumirlas en su seno (sólo recibe con hostilidad a Edith, la menos atractiva, la que se dará media vuelta); una de las jóvenes, contemplando desde las alturas a los pocos excursionistas que rompen la diafanidad del encuentro con la naturaleza, exclama que, de no ser por ellos, podría pensarse que no hay nadie más en el mundo entero; conforme dejan atrás las ataduras terrenales y liberan sus sentidos, se despojan de más convenciones: sus zapatos y sus medias. La forma como Weir narra este sentimiento de liberación es sublime: dos panorámicas que convergen desde distintas direcciones y se sobreimpresionan suavemente, una sobre el bello rostro de Miranda, otra sobre la solitaria roca. Por último, la adolescente gordita no quiere seguir adelante: sus tres compañeras, saltando sobre las rocas con las piernas desnudas, parecen ser engullidas por un hueco de la montaña…

La Roca del Ahorcado¿En qué dirección apunta el film acerca de la desaparición de las muchachas? En uno de los libros que más ha influido en mi percepción del cine fantástico, la obra de José María Latorre llamada así precisamente, El cine fantástico (1987, Ediciones Dirigido por…), éste apuntaba una lectura «mágica»: en medio de tanta belleza, en el reconocimiento de su propia sensualidad en marco tan propicio, las muchachas realmente se volatilizan, incorporándose a la armonía de la naturaleza. A mí personalmente, y como señalaba en la introducción de estas líneas, esas imágenes me producen un sentimiento de regresión, de ingreso en una realidad distinta, al modo de uno de los relatos más fascinantes, e incómodos, que he leído nunca, El pueblo blanco, de Arthur Machen, autor señalado por varios críticos como la fuente de inspiración de la película, cuento que constituye una de las más geniales exploraciones que ha dado la literatura sobre la posibilidad de que, en determinados momentos y bajo el influjo de determinada sensibilidad, la realidad se moldee, se transforme, se abra de un modo impredecible a nuestro paso.

Hay múltiples lecturas (repito: casi todas ellas ya implícitas en el libro). Por ejemplo, otra, no lejana de las anteriores, tiene que ver con el juego de contrastes entre la liberación sensual que viven las muchachas en Hanging Rock y el encorsetamiento de normas y convenciones que se vive en la escuela, metáfora (como todas las escuelas que aparecen en el cine, sobre todo si son internados anglosajones) de la propia sociedad que un día las acogerá. Sobre todo es la señora Appleyard, la directora, quien actúa como símbolo de la opresión, desde su aspecto (severa vestimenta, severo peinado —parece una encarnación de la Reina Roja tal como aparece en las ilustraciones canónicas de John Tenniel para la «Alicia» de Lewis Carroll—, severos gestos) a su comportamiento, que parece complacerse en la humillación, en el trato despectivo tanto sobre las alumnas como sobre sus empleados. En cualquier caso, en todo momento flota en el aire la sensación de que algo anómalo ha ocurrido, algo malsano: los propios lugareños, que actúan como una masa simple e instintiva, lo constatan, exigiéndole a la policía una explicación que ésta no puede darles (ante todo, porque no la hay) pero que ellos, en su tosca racionalidad, necesitan.

[El lector que desee conocer por sí mismo el final de esta excelente historia debe dejar de leer justo aquí]

En su segunda mitad, la película resulta mucho más pobre, puesto que el montaje final se ve obligado a concentrar sucesos y personajes, y a prescindir de muchas situaciones y desarrollos que enriquecen considerablemente la historia (por ejemplo, en torno al joven Mike). En cualquier caso, ambas acaban con el suicidio de Sara, devorada tanto por su incapacidad para superar la desaparición de su compañera como por la incertidumbre de su propio futuro (su tutor no da señales de vida y la señora Appleyard, que la detesta porque nunca ha dado el «bueno tono» que ella cree que merece su escuela, amenaza con echarla), con lo cual la pequeña, huérfana, siente incrementado de modo insoportable su sentimiento de orfandad. En la novela, la señora Appleyard se dirige a la Roca para morir allí ella también. En la película, cuando el jardinero, tras descubrir el cuerpo de la niña, acude a avisar a la directora, la descubre sentada en su mesa de mando, embutida por completo en un traje de luto, con la mirada ya perdida…

P. D. Por cierto, redactando estas líneas he hecho un último descubrimiento en Internet. Parece ser que la autora escribió un capítulo final para su novela, explicando el destino real de las muchachas, pero dejó instrucciones de que no se publicara hasta después de su muerte. Desde luego, no figura en la edición de Impedimenta que obra en mi poder. Y tampoco sé si quiero conocer esa explicación. ¿Hace falta?

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Picnic en Hanging Rock / Picnic at Hanging Rock. Año: 1975.

Director: Peter Weir. Guión: Cliff Green, según la novela de Joan Lindsay. Fotografía: Russell Boyd. Música: Gheorghe Zamfir y Bruce Smeaton; fragmentos de Beethoven, Bach y Mozart. Reparto: Rachel Roberts (Sra. Appleyard), Helen Morse (Mademoiselle de Poitiers), Anne Lambert (Miranda), Dominic Guard (Mike), Margaret Nelson (Sara). Dur.: 115 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Australia terrible (I): Picnic en Hanging Rock

  1. benariasg dijo:

    Qué gran película, y qué buen director, pero de las tres… me quedo con Walkabout 😉 Espero tu comentario, así como el de La última ola. Qué gran trío.

    • johncobble dijo:

      «Walkabout» es, desde luego, la más fascinante de las tres: dejarse llevar por esas imágenes tan bellas bajo los sones de la completamente hipnótica música de John Barry es una experiencia hipnótica. Pero siempre que la veo me desconcierta: ¿es posible decir algo concreto de una película en el fondo tan abstracta? En cualquier caso, tengo un comentario listo, pero tengo que pulirlo, porque a veces ni yo mismo sé lo que quiero decir 🙂

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