Entre 1987 y 1992, la editorial Siruela lanzó al mercado una inolvidable colección, titulada El Ojo Sin Párpado, en la que muchos confirmamos nuestro amor por la literatura fantástica y de terror. Recuerdo haberla descubierto cuando ya había cerrado, pero todavía podían encontrarse con alguna facilidad volúmenes en las librerías: pude adquirir así joyas de autores que todavía son para mí de cabecera en el género como Arthur Machen, Algernon Blackwood o M. R. James, y descubrir obras tan misteriosas y fascinantes como La otra parte, de Arthur Kubin o Relato de otoño, de Tommaso Landolfi. En aquellos días tuve entre las manos una voluminosa novela titulada Adriano VII, de un tal Barón Corvo, obra y autor de los que jamás había oído hablar. La información de la solapa era atractiva: el Adriano VII del título era un papa inventado, y el tal Barón Corvo un escritor católico inglés con aureola de maldito que, como otros tantos, había acabado siendo objeto de culto en determinada época.
No fue suficiente entonces como para adquirirlo (con mis recursos económicos había que racionarse…), pero con los años fue picando mi curiosidad, a medida que iba conociendo más datos sobre el mismo (por ejemplo, un artículo de Luis Antonio de Villena titulado «Estampa del Barón Corvo», incluido en su recopilación de artículos Los andróginos del lenguaje, publicado por Valdemar en 2001). Supe así que el Barón Corvo fue el improbable título (según él, otorgado por una aristócrata romana que lo trató como hijo adoptivo) con que se presentó ante el mundo el inglés Frederick William Rolfe (1860-1913), un escritor cuya obra sólo podría haber surgido en medio de ese simbolismo finisecular que en Inglaterra tuvo figuras como Oscar Wilde o Aubrey Beardsley. Converso del catolicismo —como Chesterton o Graham Greene: cuántos buenos escritores ingleses están relacionados por la importancia de esta condición en su obra—, marcado por su abortado intento de ordenarse sacerdote (fue expulsado del seminario romano donde cursaba estudios porque sus superiores no vieron vocación suficiente en él), también por una homosexualidad que sólo reafirmó en los últimos y desordenados años de su vida, Corvo quiso ser pintor, quiso ser un revolucionario de la fotografía, quiso ser escritor de éxito, pero fracasó en todo lo que se propuso, sin perder nunca su inmenso y megalomaníaco ego, que lo llevó a ver conspiraciones por todas partes que habían cercenado todos sus proyectos.
Recientemente, antes de realizar un viaje a Venecia, en uno de los libros leídos para «documentarme» sobre ésta, el muy recomendable Venecia en el siglo XIX, de John Julius Norwich, recibí el definitivo estímulo. El último capítulo de este libro está dedicado al barón, que vivió sus últimos años en la ciudad de los canales. La descripción de su degradación final —que lo redujo a vivir prácticamente en un pequeño bote, medio muerto de hambre, mientras asaetaba los correos europeos mediante cartas insultantes hacia todos aquellos que alguna vez habían intentado ayudarlo— es tan interesante, que ya no me cupieron dudas: tenía que leer a este hombre singular.
Sin embargo, el gran problema es que no tenía el libro, que además no ha vuelto a ser editado desde el cierre de la colección donde fue publicado. Un excelente amigo y notable bibliófago, Benito Arias (ver el enlace a su interesante blog sobre filosofía y pensamiento en general, Erizos de filosofía, en la columna anexa), es quien ha terminado de proporcionármelo. Y ha sido una completa revelación.
Adriano VII es, en efecto, la historia de un falso papa. La novela arranca con un Proemio que describe las precarias condiciones de vida de su protagonista, George Arthur Rose —obsérvese la similar cadencia entre su presunto personaje de ficción y su propio nombre. Rose vive en un pequeño ático en las afueras de Londres dedicado a la tarea, hasta entonces no coronada por el éxito, de la literatura. De pronto, recibe la visita de nada menos que un cardenal y un obispo. Vienen a resolver la última voluntad de un importante feligrés que ha muerto remordido por las injusticias cometidas contra Rose, la principal su forma de obstaculizar su ingreso en la Iglesia Católica. El diálogo que se cruza entre los personajes revela sobre el protagonista tanto como ya había hecho la descripción de su habitación (modesta, pero con los pequeños lujos que todo sibarita, incluso reducido a la pobreza, es capaz de proporcionarse) o la forma de ocupar su tiempo. Rose es un individuo convencido tanto de su genio como de su vocación, al que el «mundo» se ha esforzado en apartar de su seno tanto como él ha luchado por seguir a flote, incorruptible, en pos de una misión, y que trata a los dos prelados con una desdeñosa superioridad. Impresionado por esa pertinacia, el cardenal se ocupa de que Rose reciba de inmediato las órdenes y cante su primera misa.
A continuación, la escena pasa a Roma. Se está celebrando el cónclave de elección papal, tras la muerte de León XIII. La novela describe con minuciosidad los ritos, las fórmulas, aún más, las intrigas nada espirituales, que tienen lugar entre los muros del Vaticano. Los cardenales no se ponen de acuerdo, y por una increíble concatenación de circunstancias —que Corvo narra de forma tan elíptica que apenas da pie a que se pueda cuestionarlas—, el neófito George William Rose se convierte en el nuevo papa, eligiendo para ello el nombre de Adriano VII en recuerdo del único, hasta él, pontífice inglés de la historia, el medieval Adriano IV.
El resto de la novela se encarga ya de narrar el apostolado de Adriano VII. En sus páginas Corvo se encarga de hacer un fascinante ejercicio de política-ficción, que empieza con la renuncia de la Iglesia a todas sus riquezas, que se entregan a los pobres, y a toda reivindicación temporal frente al Reino de Italia (recuérdese que, desde la unificación en 1871, la Santa Sede no reconocía su existencia ni tenía trato con él). Uno de sus primeros actos es hacer que vuelva a abrirse la ventana, tapiada desde esa misma fecha, que da a la Plaza de San Pedro para dar a los fieles la bendición urbi et orbe: esa imagen, hoy tan cotidiana, tampoco se podía hacer en esa época, pues el Vaticano vivía literalmente de espaldas a la ciudad de Roma. El Papa (que en la realidad se consideraba un prisionero en el Vaticano) pisa por vez primera, en decenios, las calles de la capital italiana, sometiéndose al primer baño de masas de la era moderna.
Lo más regocijante es la reordenación política que Corvo proyecta y que (una vez más sin detenerse en detalles: es claro el autor es bien consciente de que toda explicación prolija hubiera desmontado la credibilidad de la novela) concluye con la división de Europa en dos territorios: el Imperio del Norte, bajo soberanía directa de los Hohenzollern, y el Imperio del Sur, convertido en una especie de federación de monarquías bajo el liderazgo de los Saboya. En virtud de tal acuerdo, el káiser Guillermo II invade y conquista nada menos que Francia y Rusia. Adriano no olvida a su patria, claro, a la que hace práctica dueña de toda Asia y África. Estados Unidos, por su parte, se hace con el dominio de toda América (menos la británica Canadá) y a Japón se le concede Siberia. De ese modo resuelve Adriano los problemas del imperialismo: reduciendo los imperios a cinco.
Aunque sólo fuera por su increíble argumento, es evidente que Adriano VII ya sería un libro distinto a todos. Pero no hay que quedarse solamente en su trama. El irresistible atractivo de la novela nace de su absolutismo dramático: o se entra en él o no se entra. Y, para ello, es completamente necesario sentir una extraña empatía, mezclada con un punto indiscutible de rechazo, hacia su personaje central. No es necesario, casi, saber algo de Frederick Rolfe, del Barón Corvo, antes de leerlo, para darse cuenta del evidente grado de implicación personal que hay en él. ¡Si hay más de un capítulo en el que el protagonista, en acto de refutación directa ante quienes le leen las acusaciones que le lanzan sus enemigos, está claro que se está justificando, no ante los personajes del libro, sino ante el mundo exterior en el que Corvo tuvo que vivir y pelear y al final ser derrotado!
Adriano VII es no sólo un espectacular ajuste de cuentas con sus enemigos y con su propia vida de fracaso. Es la plasmación de un sueño que probablemente todos hemos tenido: darnos una segunda oportunidad, reconstruir de nuevo nuestra existencia alcanzando aquel sueño eminente que nos animó en edad más inocente. Frederick Rolfe da forma, así pues, a eso que hoy llamamos universo paralelo, un universo paralelo y solipsista, por supuesto, en el que incluso se sublima su propia insatisfacción ante la obligada represión de sus impulsos homosexuales (Adriano tiene como guardia de corps a un par de sacerdotes que pasan el tiempo, semidesnudos, haciendo ejercicios de gimnasia en una estancia junto a sus habitaciones privadas).
La lectura de esta novela, creo, debe ser completada, enseguida, con la de la particular obra que biografió (¿descubrió?) al escritor. Se trata de En busca del barón Corvo, de A.J.A. Symons, que en España publicó Seix Barral antes incluso de que lo fuera Adriano VII, en 1982, y que ahora mismo se puede encontrar en edición de Los Libros del Asteroide, con la misma traducción anterior (de Jordi Beltrán) y un buen prólogo de Juan Manuel Bonet.
¿Por qué esa obligada concatenación? En primer lugar, claro, porque ofrece las necesarias claves que componen el armazón de Adriano VII, y que aumentan incluso su disfrute (y animan a la saludable relectura). Pero también porque, en su género, la biografía, el libro es tan particular y extraordinario como la novela del barón. La palabra quest que porta el título original no tiene en el español búsqueda una traducción literal. Quest añade a ese significado un matiz épico en el sentido medieval: varias famosas novelas artúricas, en pos del Santo Grial, también lo llevan. Pues, en efecto, Symons entró en el universo Corvo a partir del súbito descubrimiento de Adriano VII y, fascinado tanto por la obra como por la falta de noticias sobre el autor, decidió que él sería quien descubriera lo que hubiese que descubrir sobre él, incluidas otras posibles obras. Y así se lanzó a un periplo de corresponsalías, investigación de campo, visitas a familiares, amigos (ex amigos en el caso de Corvo, más bien) y cualquiera que hubiera tenido algún trato con él, hasta tener en sus manos el conocimiento cabal de quién fue Rolfe, qué anheló, cómo fracasó y cuál fue su triste destino. En el camino, Symons también acabó encontrando (con la ayuda de alguna alma gemela que compartió su fascinación) el resto de piezas de su obra escrita, que hoy se halla razonablemente a disposición del público. No en España, claro, donde aparte de la novela que nos ocupa sólo está editada su última creación, El deseo y la búsqueda del todo, concluida en Venecia (a cuya colonia inglesa satiriza sin piedad a lo largo de su trama) en las más precarias condiciones: en la misma barca donde vivió sus últimos tiempos.
En busca del barón Corvo se lee como una apasionante investigación literaria, pues Symons tiene el acierto de ir narrando paso a paso su progresivo acceso a la información, respetando en lo posible el orden cronológico de la vida de Rolfe. Es admirable que el autor nunca deje que esa fascinación se convierta en boba identificación con el biografiado. Bien al contrario, remarca sus defectos y no deja la menor duda de que el gran responsable del fracaso de su vida fue él mismo. Sin embargo, nunca abandona su simpatía y, sobre todo, su templada comprensión por el personaje, lo cual dota de una indudable humanidad el retrato de alguien que, no duda en señalarlo, fue una persona rencorosa, egoísta, implacable cuando se creía ofendido (y era facilísimo ofenderlo) y dueño de una monstruosa megalomanía, pero también un hombre que malgastó su indudable genio.
Symons analiza su filiación al catolicismo y, en especial, su deseo de convertirse en sacerdote, a partir de lo que él mismo llama su «anormalidad» sexual: puesto que el apostolado católico implica el celibato, es un lugar donde un hombre al que no atraen las mujeres no llamará la atención. Sin embargo, yo creo que en ello hay también una evidente relación con su convencida vocación de singularidad. En Inglaterra, ser católico ya es suficientemente singular. Ser católico y estarle negada la fraternidad con los católicos es ser singular dentro de la singularidad. Y Rolfe siempre argumentó que la razón más poderosa de su fracaso (en todos los órdenes) se debía a una conspiración de los católicos ingleses… que no había hecho más que remarcar su opción por el catolicismo.
Por cierto, que he encargado en mi librería habitual El deseo y la búsqueda del todo, con el que, además, cerraré mi verano «veneciano», que algunas de las entradas de este blog se han encargado de registrar. Ya daré noticias.