Robert Ryan, la furia a flor de piel

Robert RyanRobert Ryan era alto, demasiado alto. Su constitución era delgada, pero sugería un considerable vigor físico. La mirada, por lo general, hosca, subrayaba esta fortaleza. Su rostro cuadrado se alargaba en una frente alta y una cabellera bien poblada. Es curioso que en ocasiones me recuerde nada menos que a Montgomery Clift. Un Monty Clift, por supuesto, sin su apostura y, sobre todo, sin su nobleza. Pues si el inolvidable intérprete de Río Rojo también supo encarnar personajes ambiguos en los que esta dimensión descansaba sobre la duda del espectador a que por debajo de semblante tan puro pueda esconderse alguna mala intención (recuérdese La heredera, por ejemplo), en el caso de Ryan sucedía al contrario. Incluso cuando no encarnaba a ningún villano (y dio vida a muchos), uno no podía reprimir un gesto de desconfianza ante su personaje. Si no, claro, ¿por qué diablos se le había encomendado a él? Y es que Robert Ryan poseía una expresión de la que uno no podía fiarse (ni cuando encarnaba a un personaje en principio positivo), ya fuera torturada o ensimismada, perversa o circunspecta. No nació para encarnar a seres de personalidad diáfana sino a sujetos atrapados en terribles atolladeros existenciales cuando no a verdaderos hijos de perra. Seres que parecen siempre al borde del estallido, como expresa de modo inmejorable uno de sus mejores y sin embargo menos conocidos personajes, el infeliz delincuente al que encarnó en Odds Agains Tomorrow (1959), que en determinado momento dice así: «Las cosas solo me resultan fáciles cuando me enfado». Y cuando Robert Ryan se enfadaba, todo se desmoronaba a su alrededor.

Nació en 1909 y falleció en 1973, a los sesenta y cuatro años, sin duda demasiado pronto, por culpa de un cáncer de pulmón. Como tantos actores de su generación, llegó al cine como bien pudo haberse dedicado a otra cosa. Después de un pequeño contacto con el teatro, firmó un primer contrato con la Paramount, que apenas le sirvió para hacer roles de figuración, y algo más tarde con la RKO, estudio en el que tuvo más suerte, puesto que acabó ascendiendo a papeles de rango protagonista. La guerra interrumpió brevemente su trayectoria: sirvió un tiempo en la marina pero como instructor, sin probar el combate. Tras ser licenciado, regresó al estudio cuyo entrañable logotipo era una torre de electricidad que lanzaba rayos al cielo y allí es cuando por fin consiguió destacar.

Poster de Encrucijada de odios (1947)El papel que lo reveló sería fundamental para su trayectoria, pues en él fue donde manifestó en plenitud su capacidad para personajes que se dejan arrastrar por la ira, en este caso hasta incurrir definitivamente en el crimen vesánico. Se trata de Encrucijada de odios (1947), un clásico del cine negro con mensaje progresista —de entrada, una denuncia de la insensata violencia a que conduce el racismo, en este caso antisemita: el hombre cuya muerte se investiga era judío— que a muchos de sus participantes, comenzando por el director Edward Dmytrik, los puso en el punto de mira de los primeros inquisidores de la caza de brujas, y lo curioso es que de entrada el film ya había sido autocensurado, pues en la novela de partida (del posteriormente realizador Richard Brooks), la víctima era un homosexual. La investigación se desarrolla entre soldados que acaban de ser licenciados o están a punto de serlo en el Nueva York de la inmediata posguerra. La incógnita sobre el asesino se resuelve a media película y este no puede ser otro que ese tipo de mirada turbia llamado Montgomery que sostiene que tipos de la ralea del muerto se escaquearon durante la guerra mientras que americanos de verdad como él se sacrificaban. Es lástima que los responsables de la película se sugestionaran por el Tema con mayúsculas que denuncian, porque el tercio final abusa de momentos de enfático didactismo (el discurso del policía encarnado por Robert Young al joven soldado que le es necesario para tender una trampa al asesino; el innecesario detalle de aclarar que el judío había combatido heroicamente en Okinawa, recibiendo graves heridas por ello: es un error creer que aumentando la nobleza de la víctima esta es menos víctima) y un desarrollo de guion demasiado parvulario con el fin de hacer justicia y hacer pagar a Ryan sus infamias.

Lo mejor del film, desde luego, se debe a la atmósfera existencial que impregna las imágenes y que nace precisamente de su mirada sobre esos hombres a quienes (como dice el personaje encarnado por el excelente Robert Mitchum) durante varios años han dado incluso medallas por matar de forma legal y ahora, concluido ese periodo excepcional de sus vidas, se ven atrapados por el miedo o la desorientación en su regreso a la vida civil. En este sentido, la parte más sugestiva de la película es aquella que relaciona al pobre diablo del que se sospecha inicialmente —un soldado que incluso en la guerra ha sido incapaz de matar— con otros dos seres tan vulnerables como él, la joven prostituta encarnada por Gloria Grahame y el extraño sujeto que parece atraído por esta como una polilla a una llama, que borda el poco conocido secundario Paul Kelly. En esta afortunada dimensión es donde también cobra sentido el personaje encarnado por Ryan: en ese odio que brota de su interior mucho antes de que mate al infortunado judío al que convierte en chivo expiatorio de todos sus miedos, en detalles como su predilección por los oficios que implican violencia (antes de soldado, se nos dice, fue policía) o en su necesidad de humillar a todos los débiles que se cruzan en su camino. Aunque Ryan luego hizo honor a personajes mucho mejores (una vez clara su culpabilidad, el guion lo dibuja con trazos demasiado gruesos), en este turbulento soldado Montgomery ya brilla con especial fuerza esa capacidad suya para expresar la rabia interior.

afiche-de-una-mujer-en-la-playa-de-renoirEn ese mismo 1947, parece ser que con anterioridad al film de Dmytrik, Ryan dio vida a uno de sus mejores personajes, que expresa mejor que el anterior su capacidad para interpretar seres torturados, a un paso de la violencia sin que por ello sean necesariamente malvados. Lo hizo en Una mujer en la playa, la última y mejor película de la etapa americana del francés Jean Renoir, un film muy propio de la RKO por su atmósfera turbia, su ambigüedad genérica… y, por desgracia, lo abrupto del resultado final, debido a desencuentros del estudio con el director y a los consiguientes cortes de su metraje. Aun así, el resultado es fascinante. Ryan encarna a un guardacostas traumatizado por los recuerdos de la reciente guerra que le impiden volver a la «normalidad» que representa su novia de siempre y que acaba dejándose enredar por una tortuosa relación triangular al conocer a un pintor ciego (excelente Charles Bickford) que vive en una casa al lado del mar y a la sensual y mucho más joven esposa de este, que fue la que lo cegó de modo accidental y vive desde entonces encadenada a él, en una evidente situación de maltrato psicológico (y, se sugiere muy bien, físico). Este personaje es encarnado por la fascinante Joan Bennett de su mejor época, en un rol sugestivamente relacionado con los de femme fatale que encarnó para Fritz Lang en La mujer del cuadro (1944) y Perversidad (1945). El principal acierto de la película radica en el poderoso aroma de autodestrucción que baña a los tres personajes y que potencia la continua presencia de ese mar encrespado a cuya vera vive el matrimonio, al borde de un acantilado que, en una de las mejores escenas, tienta al protagonista con dejar que el ciego, al que no ha advertido de su cercanía mientras pasean, se despeñe y le deje así el campo libre.

En esos años de la RKO (o prestado brevemente a otros estudios), Ryan desarrolló una espléndida galería de personajes, moviéndose siempre entre la villanía desatada o la condición de antihéroe desdichado. En este último rol es donde brillan los extraordinarios papeles que hizo en las que para mí son sus mejores películas de esta etapa, las cuales no fueron estrenadas en cine pero acabaron convirtiéndose en clásicos gracias a sus prontas emisiones televisivas.

Poster de The Set-up

La primera es The Set-up (1949) —difundida en televisión indistintamente con el estúpidamente épico título de Nadie puede vencerme o el más ajustado de Tongo—, un clásico del cine sobre boxeo que dirigió un director, Robert Wise, durante mucho tiempo vilipendiado como mero artesano pero que, dejando a un lado disquisiciones autorales, cuenta con muchas películas espléndidas, entre ellas dos en las que dirigió a Ryan, esta y la futura Odds Against Tomorrow. Para tratarse de un mero «oficinista» del cine, Wise obró con notable ambición en este film —eso sí, por desgracia quiso dejarlo de manifiesto y lo peor de la película es su tendencia al subrayado—, comenzando por el propósito de ajustar el metraje (75 escuetos minutos) al tiempo durante el cual transcurre la historia. El escenario se reduce al estadio de combate, una habitación de hotel y el barrio popular donde se enclava todo. En ese espacio de tiempo tendrá lugar un decisivo episodio en la vida de Stoker Thompson, un boxeador con treinta y cinco años, edad en la que se es considerado viejo en ese «deporte», como bien le recuerda su esposa Jill (Audrey Totter, muy bien), que cada vez que lo ve marchar del hotel al ring teme que regrese con un daño irreversible. Stoker podría ser considerado un boxeador en decadencia, pero el dibujo del personaje no parece indicar que alguna vez haya alcanzado mucho mayor nivel: es un derrotado nato. Tanto lo es que su manager ha negociado un tongo con el gangster que promociona al rival de esa noche y no ha considerado necesario decirle nada, hasta tal punto considera que el combate solo puede acabar con la derrota de Stoker y así se quedará toda la ganancia.

Ryan, el boxeador que no se da por vencidoDesde el primer momento, de los dos rasgos principales de la personalidad cinematográfica de Ryan, la vulnerabilidad y la dureza, parece imponerse el primero. Ryan se pasea como un hombre consciente de su falta de valía o de la caducidad de su tiempo. Mas no sabe hacer otra cosa, piensa con resignado fatalismo, si bien esa tarde el amargo estallido de su esposa (que se niega a asistir al combate, como hasta entonces había hecho siempre) ocupa todos sus pensamientos. En el reducido espacio del vestuario donde se agolpan los púgiles que combaten esa noche —qué mejor información de la falta de categoría de esa velada de boxeo— es donde tienen lugar los mejores momentos del film: en el dibujo de cada uno de los diferentes boxeadores (el joven que inicia su carrera con cierto medro, el deportista en plenitud que sabe que todavía tiene mucho espacio para el progreso, el veterano todavía en peor condición que Stoker y que sin embargo tiene por modelo a un boxeador que después de incontables derrotas se rehízo con una victoria hasta llegar al campeonato…). Stoker se prepara como cada noche (excelente el sentido del detalle con que Wise muestra el ritual) pero no puede evitar que un hálito de angustia vital se apodere de su alma. La reacción será demostrarse a sí mismo que no está tan acabado, justo lo que no esperaba su traicionero manager que, al ver que se está imponiendo, le cuenta la verdad en mitad de la pelea: o cae sobre la lona o el mezquino gangster se lo hará pagar a todos. Pero es tarde: ese fracasado todavía alienta en su alma un soplo de dignidad…

El segundo título es una de las películas de mi vida, desde que la viera una madrugada de mis diecisiete años, asombrado de encontrarme ante un film de tan áspera belleza, de tan lírica violencia. Se trata de la tal vez obra maestra de Nicholas Ray, aun cuando este no hablaba muy bien de ella, seguramente por las alteraciones que hizo el estudio en la parte final (y eso que el final, tal como queda, no parece otro posible). Se trata de On Dangerous Ground (1951), titulada en su primera emisión en TVE a principios de los 70 como La casa en la sombra, cambiando luego la preposición y el singular por el plural en otros pases o en ediciones domésticas: yo prefiero La casa de las sombras, porque es el primero que conocí.

pster-original-de-on-dangerous-ground

Es una historia de soledad urbana, que se inicia en las abigarradas calles de Nueva York pero que concluirá en solitarios parajes rurales, invadidos por el invierno, en los que el personaje central, Jim Wilson, resolverá el desgarro existencial que lo atenaza. Al contrario que los cineastas actuales, que lo definen casi todo mediante el diálogo, Ray era un narrador en imágenes y le basta una genial apertura en tres movimientos para dejar bien sentada esa soledad cósmica de Jim. Tres policías que hacen el turno de noche se preparan para salir de casa. Los dos primeros tienen una mujer, y uno de ellos varios niños, que le ayudan a prepararse: unas manos cálidas les ayudan a enfundarse la pistola, les acarician, les dan fuerzas para la dura noche. El tercero, Jim, está terminando su cena con la pistola en la funda y examinando unas fichas policiales: no tiene a nadie que lo despida; solo tiene lo que es, ser policía. Un policía solitario que mira con disgusto la vida que lleva, que cada noche contempla con más disgusto la podredumbre de la gran ciudad, es un policía que se deja arrastrar por la violencia. La casa de las sombras nos contará el itinerario de ese individuo hasta que, en el plano final, por fin unas manos tiernas acogerán las suyas y le darán el amor y la comprensión que necesita.

ida-lupino-y-robert-ryan-juntos-en-la-casa-de-las-sombrasPara Robert Ryan, el de Jim Wilson seguramente sea el personaje de su carrera, aquel que le permitió lucir, en genial equilibrio, esa oscilación entre la dureza más implacable y la vulnerabilidad más desgarrada. El momento de más terrible violencia que conozco del cine es aquel en que se dirige al hampón de poca monta del que quiere sacar una información con la rabia aumentando segundo a segundo, y sin embargo la mirada dolorida parece pedir explicaciones de por qué siempre le obligan a sacar lo peor de él. Su jefe, presionado por los de asuntos internos, le obliga a hacerse cargo de una misión rural: perseguir al asesino de una niña. Y ahí es donde tiene el primer choque: al reconocer su rabia natural a flor de piel en la del frenético padre de la pequeña (impresionante Ward Bond) que le deja bien claro que cuando lo tenga a su alcance matará a ese criminal. Queda el encuentro, por fin, con la mujer que le enseñará a ver: Mary, la hermana ciega del perturbado, para Jim inicialmente alguien todavía más aislado que él por puras razones físicas pero en cuya negativa a cerrarse a la belleza que ofrece la vida, y en su rotunda afirmación de que ella necesita confiar en los demás, encontrará por fin la esperanza que necesitaba (qué inolvidable Ida Lupino, qué hallazgo que haciendo de ciega consiga dar a su mirada tan deslumbrante expresividad). La casa de las sombras es un bellísimo poema sobre la búsqueda de la luz que tuvo el mejor bardo que la podía contar, la pareja de actores más entregada e incluso la música más imborrable, de un Bernard Herrmann que impregna las imágenes de ese tono unas veces siniestro y otras onírico que necesitaba.

Concluido el contrato con la RKO, los cincuenta fueron años de sólida trayectoria para Ryan, situado siempre en primera fila, combinando los personajes protagonistas con importantes roles de antagonista, en muchas ocasiones el villano de la historia en tíltulos tan famosos como Conspiración de silencio (1955). Ahora bien, sobre todos destaca su participación en tres grandes películas de Anthony Mann en las que demostró su versátil ductilidad, pues no pueden ser más diferentes los tipos que encarnó en ellas: inescrupuloso carismático villano en un western, Colorado Jim (1953); militar perdido en la guerra de Corea, en un papel donde luce su faceta más sobria, en La colina de los diablos de acero (1957); cabeza de la familia más grotesca que pueda imaginarse, para lo cual luce un gozoso registro de extrovertida jovialidad, en God’s Little Acre (1958). Por cierto que lo que he dicho de Ryan vale para Mann: la disparidad (argumental antes que cinematográfica) de estas tres películas dejan bien sentado que fue mucho más que un mero director de westerns, que es con lo que se ha quedado la mítica cinéfila.

Ryan, villano carismatico en Colorado Jim (1953)

En Colorado Jim, encarna al forajido cuya custodia justifica la reunión de los personajes centrales (que han de realizar el clásico itinerario atravesado de peligros exteriores mientras resuelven sus conflictos interiores). Para mí, estamos ante el mejor rol de villano de los muchos que interpretó, por el modo en que se gana la atracción del espectador prácticamente limitándose a manipular a unos y otros en beneficio de su propia supervivencia. Su registro, por ende, es sutil y maquiavélico pues solo así puede engañar a todos en algún momento. En cambio, en La colina de los diablos de acero, en el papel del muy humano teniente al mando del precario pelotón que, de nuevo, ha de atravesar un paraje pródigo en enemigos (estamos en Corea), el Ryan más sobrio se basta para hacer honor a la reflexión que mueve a sus autores —en este caso, Anthony Mann producía a través de una compañía propia, la misma con la que abordaría la inmediata God’s Little Acre—, nada original pero plasmada con admirable eficacia: las guerras son el ejercicio de abstracción destructiva más grande que ha inventado el ser humano, pero quienes mueren son seres muy concretos.

God's Little Acre, o La pequena tierra de Dios, extrano film de Anthony MannEl personaje más inesperado de toda la trayectoria del actor se encuentra en ese film que en España se ha difundido, en televisión y dvd como La pequeña tierra de Dios. Se trata de Ty Ty, el jefe de una familia de granjeros de Georgia (en los tiempos emblemáticos de la Depresión) que lleva quince años dedicado a excavar su propiedad en busca de un quimérico filón de oro que su abuelo le anunció en el lecho de muerte. La extraordinaria novela original, de Erskine Caldwell, editada en España como La parcela de Dios —que hace pareja con El camino del tabaco, llevada al cine en 1941 por John Ford—, aborda la vida de esas gentes del medio rural en quienes la miseria física y la moral se confunden de modo estremecedor (Caldwell nunca defendió, como ha hecho tanto escritor militante, que la pobreza dignifique; bien al contrario, degrada), mediante un trazado de personajes primitivos cuando no primordiales que a simple vista resultan grotescos pero que a ráfagas también dejan entrever la extraña dignidad que posee el ser humano. En este sentido, el Ty Ty de Ryan nos confunde, nos desconcierta: tan pronto sentimos lástima por él como repulsión, y sin embargo descubrimos una indudable coherencia en sus actos (lo que lo levanta por encima de otros personajes, por ejemplo sus lamentables hijos) que sin embargo no le otorga la necesaria lucidez; bien al contrario (y los numerosos agujeros que minan su terreno son bien simbólicos), parece empujarlo cada vez más al hundimiento definitivo. El film, desde luego, no está plenamente conseguido, seguramente porque el mundo de Caldwell es bien difícil de llevar al cine (sobre todo si se amputa su falta de concesiones), pero desde luego es una obra admirablemente a contracorriente y en esa inesperada y cotidiana vulgaridad que expresa Ryan encierra una de sus mejores virtudes.

Cartel de Odds Against Tomorrow, excelente thriller de Robert WiseEl sino del intérprete siempre fue que sus mejores películas por desgracia pasaron en buena medida desapercibidas, cuando no fueron fracasos estruendosos. Es el caso de los dos excelentes films con los que cerró la década y que, para variar, no se estrenaron en España. El primero es un thriller con aroma jazzístico (no en vano la banda sonora destaca en ese sentido y uno de sus personajes centrales lo encarna Harry Belafonte). Se trata de Odds Against Tomorrow (1959), reencuentro de Ryan con un Robert Wise que no se esperaba el varapalo que sufrió esta producción suya, si bien se repondría sobradamente con el éxito inconmensurable de su siguiente trabajo, el mítico West Side Story (1961), que ni de lejos puede compararse con el primero. Su trama gira sobre el clásico robo que une a tipos dispares y acaba viniéndose abajo por el fatal azar, pero la clave está, ante todo, en su inolvidable atmósfera existencial. Los tres infelices que se unen sin tener nada que ver son un jazz singer que ha arruinado su talento y su vida familiar por su adicción a las apuestas (Belafonte), un ex policía degradado por turbios manejos que no se especifican cuando ya estaba a punto de retirarse (el veterano Ed Begley, extraordinario) y un sujeto que no sabe hacer otra cosa que vivir del delito violento y que, con amargura, descubre que la vejez no anda muy lejos y no tiene nada que justifique su vida. Por supuesto, este es el papel de Ryan, espléndido en un rol evidentemente de lo más adecuado, todavía más agrio por culpa del desatado racismo que lo devora (de ahí que su asociación con el cantante negro despierte esa sed de humillación que siempre sentirán los tipejos que hacen del odio un estilo de vida) y que será uno de los elementos que causarán la ruina de la operación.

El día de los forajidos, magnifico western de Andre de TothLa otra película es aún mejor, hasta el punto de erigirse en un western que podría figurar sin desdoro en cualquier lista de los mejores títulos del género. Se titula Day of the OutlawEl día de los forajidos en su difusión moderna—, es del mismo año y su director es un grande al que solo en los últimos tiempos se le está reconociendo dicha condición, el húngaro André de Toth. Se desarrolla en un pueblecito formado por cuatro o cinco casas que se levantan literalmente en mitad de la nada y en medio de un invierno que lo aísla todavía más del mundo: estamos ante un western ambientado en hostiles parajes nevados, cuya magnífica fotografía en blanco y negro subraya aún más la simbología moral del entorno. Ryan encarna al clásico pionero que llegó antes que nadie al lugar que ahora considera suyo en exclusiva por haber pagado con sudor y sangre la extensión de la civilización, y que por tanto se niega a compartir con los granjeros que vienen a parcelar las tierras que él considera territorio libre para el ganado (para el suyo, claro). Blaise Starrett es un tipo bien conocido del género, pero lo diferencia la extraordinaria personalidad que le da el actor y el componente sexual que subraya esta hostilidad: Blaise desea a la mujer del hombre al que ha decidido expulsar o matar si se resiste (y piensa resistirse…), una mujer que aunque está enamorada de él ha decidido situarse del lado del hombre con el que está casada, evidentemente muy inferior al primero pero al que ennoblece la dignidad de no arrugarse ante tan dispar enfrentamiento. Por cierto que, en este papel, Tina Louise luce una sensualidad arrolladora, la mismo que había exhibido el año anterior en God’s Little Acre, solo que allí Ryan era su suegro y aquí su amante.

El arranque de la historia manifiesta enseguida una tensión incontenible que parece agazaparse en cualquiera de sus planos, hasta que inevitablemente parece llegado el momento en que ha de explotar la violencia y Blaise, en duelo desigual, se dispone a matar al marido. Lo señala una excelente idea visual: el vaso que el primero ordena hacer rodar por la tarima del bar y que, cuando caiga al suelo, indicará el momento de desenfundar los revólveres. Pero el vaso no llega a caer porque en ese momento —es un genial detalle de guion: cambiar por completo la situación cuando la que está planteada ya no ofrece más salida que el estallido— irrumpe en el lugar una banda de forajidos que huye del ejército tras un sangriento robo. Los recién llegados son en su mayoría una caterva de indeseables, los más infectos que pudieron verse en el cine hasta la aparición pocos años después del western mediterráneo, con la excepción de su líder, un ex militar expulsado con deshonor pero que todavía guarda la mínima dignidad a quien encarna Burl Ives, un cantante country reciclado en actor que en ese final de década encadenó varios roles impresionantes, por ejemplo en La gata sobre el tejado de cinc u Horizontes de grandeza. A duras penas, él será quien contenga a sus hombres de entregarse a un baño de violencia cuyas víctimas primeras han de ser las mujeres del pueblo —y pocas veces se ha palpado el brutal deseo y la necesidad de violar como en la malsana escena del «baile» entre los forajidos y aquellas—, pero la posibilidad de su muerte inminente (en la huida ha recibido una herida que pronto se revela mortal) condiciona toda la situación, convirtiéndola en un infierno que tarde o temprano amenaza con la sangre. Y aquí es donde llega la ocasión de la redención para Blaise: confrontado ante una violencia aún más primitiva que la suya, entonces es cuando sabrá mirarse a sí mismo y descubrirse no como el indomable west man por el que se tiene sino por un individuo cerril y egoísta sin más, que en otras circunstancias no habría desentonado en esa banda.

Day of the Outlaw, un western con nieve

En la nueva década, Ryan seguiría trabajando con profusión, si bien su categoría estelar fue disminuyendo, algo inevitable al ir acumulando años, teniendo en cuenta además que nunca había estado al nivel de los Mitchum, Lancaster, Douglas o Peck, que pudieron mantener el rango (aun bajando mucho la calidad de sus películas) prácticamente hasta la vejez. Aun así, todavía se encuentran en su filmografía muchos títulos notables.

Poster de La fragata infernal (1962)Voy a destacar dos en particular como colofón final de su memorable galería de personajes. La primera, para variar, es un título excelente pero injustamente ignorado, La fragata infernal (1962, dirigida por el en cambio bien conocido actor Peter Ustinov, presente en el reparto), anodino título español que se corresponde con una adaptación del relato de Herman Melville Billy Budd, marinero —previa interposición de una adaptación teatral que da pie a un guion espléndido, que honra las sugerencias del relato con una concentración inigualable—, acerca de la confrontación en un navío de la Armada inglesa, durante las guerras napoleónicas, entre un vesánico oficial a quien todos odian y el joven marinero que acaba de llegar a bordo, el mencionado Billy, a quien por el contrario todos quieren. Ryan da cima aquí a su galería de villanos, pero lo hace en un rol de complejidad estremecedora: el hombre que en principio parece gozar simplemente con las faltas de los marineros, muchas veces provocadas por él, para poder descargar en ellos su sádica necesidad de venganza contra el mundo es mucho más complejo de lo que parece. En realidad, el maestro de armas Claggart es un pesimista obsesionado por la maldad del mundo, incapaz de concebir la existencia del bien (de ahí que se empeñe en provocar todo mal instinto) y que por ello se ve en el trance de ver destruidas sus convicciones al encontrarse, por primera vez en su vida, a un ser angélico que encarna la bondad quintaesencial, una bondad que en su pureza resulta irónicamente inhumana (como dirá el lúcido capitán Vere, magnífico Ustinov, cuando estalle el conflicto final).

Se entiende la incomodidad que debió despertar en su día La fragata infernal, comenzando por el hecho de ser un film en teoría de aventuras marinas donde no hay espacio para el menor impulso aventurero, una incomodidad que se extiende a ese antagonismo de caracteres a cuál más absolutista en su opuesta concepción del ser humano. Y si el debutante Terence Stamp está espléndido en el papel del joven Billy, el veterano Ryan —que aporta al planteamiento ese aire turbulento de los personajes del noir con los que, inevitablemente, emparenta a Claggart— deslumbra en un rol que podía haber incurrido en el esquematismo a poco que lo hubiera encarado con el piloto automático. Pero hablamos de un actor de raza que nunca se permitió esto.

Terence Stamp y Robert Ryan en La fragata infernal

El último film sigue siendo un mito cinéfilo, para muchos quizá excesivo: es Grupo salvaje (1969), el título con el que Sam Peckinpah le dio al western su último impulso antes del eclipse final con ese hiperbólico sentido visual de la violencia que tanta fama le dio. Ryan encarna al único personaje principal que no pertenece a ese wild bunch cuyo último periplo seguiremos con triste sugestión. Él es el tipo que lidera a sus perseguidores, y lo hace porque conoce bien a su jefe, Pike (William Holden), pues tiempo atrás fue su amigo íntimo y camarada fiel hasta que fue capturado y dio su palabra de honor de que, a cambio de su vida, llevaría a los agentes de la ley hasta el grupo. Deke no es un mero traidor, y el primero que lo sabe es Pike: es un hombre que una vez que da su palabra (aunque sea por mera supervivencia: los dos saben bien que, en su lugar, el otro habría hecho lo mismo), está atado a ella como por la cadena más irrompible, y además, como profesional, su entrega al trabajo le obliga a ser el mejor, aun cuando el trabajo sea tan poco grato. Ryan aparece poco en escena —pues esta no es su historia, sino la de los otros hombres, entre los cuales destaca un maravilloso Ernest Borgnine como la mano derecha de Pike—, pero los otros intuyen siempre su cercanía y el actor aporta su rostro cansado (seguramente la enfermedad que lo mataría en pocos años ya estaba dentro de su cuerpo) a ese personaje que, por mucho disgusto que sienta, no va a ceder un ápice en su esfuerzo por detener a sus viejos compañeros.

Robert Ryan, cansado en Grupo salvaje pero a punto de levantarsePeckinpah, a quien siempre fascinó el tema de la amistad traicionada, al menos le ahorra el trance de ser él quien acabe con el grupo salvaje: estos perecerán en el celebérrimo enfrentamiento con los hombres del cruel caudillo Mapache. Pero sí será quien asista al espeluznante hallazgo de los cadáveres y allí dé por terminado su periplo, dejando que sus inútiles compañeros se lleven los cuerpos para cobrar la recompensa (que nada han hecho por ganar), mientras él se sienta en el suelo, apoyado en un pilar, y uno tiene la sensación de que muy bien va a quedarse allí hasta el juicio final. Sin embargo, la aparición del viejo Sykes (Edmond O’Brien), superviviente del grupo porque se quedó atrás, y de los indios a quienes les dieron una de las cajas de armas objeto de la refriega lo devuelve con los vivos, ante la posibilidad de otra aventura en la cual, y de algún modo, pueda brindar a su viejo amigo el homenaje que no pudo tributarle en vida.

Este personaje y este gesto me parece que valen bien como metáfora del propio discurrir profesional de Robert Ryan: el profesional que siguió haciendo cine hasta el final, en papeles mejores o peores, seguro de tener trazada una trayectoria de dignidad que permitía al buen conocedor apreciar que, incluso en el film más mediocre, tenerlo en el reparto era garantía de que algo en su personaje habría de valer la pena. Una forma de mirar vesánica o desengañada, una sonrisa lúcida o perversa, un modo de parecer indiferente a todo cuando en realidad es porque se es vulnerable a todo. El policía oscuro que no sabe que alguien está a punto de encender una luz para él; el boxeador en quien nadie confía, incluso ni él mismo, pero que no por eso deja de agarrarse a lo único que tiene, su dignidad; el oficial de la armada que se niega a admitir que todos, absolutamente todos los seres que pueblan en el mundo, no son malvados; o el amigo traidor que sabe que su mejor forma de lealtad es seguir siendo, en la enemistad, el hombre que espera aquel a quien ha fallado… Ese fue Robert Ryan, el hombre que por debajo de su gesto sombrío encerraba toda la rabia contra un mundo en el que seres como él no encuentran su sitio.

Galeria de Robert Ryan

Avatar de Desconocido

About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
Esta entrada fue publicada en Actores y etiquetada , , , , , , , , , . Guarda el enlace permanente.

4 Responses to Robert Ryan, la furia a flor de piel

  1. Avatar de Javier A. Javier A. dice:

    Bravo. Un retrato a la altura de un señor actor. Mientras avanzaba en la lectura, me rondaban por la cabeza los Mitchum, Douglas, Cagney, E.G. Robinson, Burt Lancaster, Bogart, Sterling Hayden, Victor Mature, Widmark, Dana Andrews, John Payne, Wendell Corey, Cornel Wilde, Richard Conte … desperdigados por ese maravilloso universo del «noir».

    Un placer leer tus artículos. Los relacionados con el séptimo arte son mis preferidos. No suelo hacer comentarios, pero seguro que tienes un ejército de lectores agazapados en las sombras.

    Un abrazo

    • De más de uno de esos actores que citas (Lancaster, Widmark, Mitchum, Andrews… todos ellos para mí inolvidables) tengo artículos en el blog. De hecho, hace tiempo di una lista de diez actores imprescindibles y poco a poco les he ido dedicando un artículo individual (creo que solo me faltan los dos británicos de la lista, James Mason y Peter Cushing).

      Tenía muchas ganas de hacerme un ciclo de Ryan, recuperando sus grandes personajes y ampliando con aquellos que no conocía (ha sido una gran sorpresa «La fragata infernal», que es de lo menos conocido del actor y del género de aventuras, y que te recomiendo).

      Mil gracias por tus palabras. Este tipo de comentarios siempre son un inmejorable estímulo para seguir escribiendo este blog, y ya son muchos años.

      Otro abrazo fuerte.

  2. Avatar de mikilis mikilis dice:

    Soberbio reportaje sobre un excelente actor injustamente olvidado. A Robert Ryan siempre lo recordaré en policíacos, westerns o filmes bélicos dando lo mejor de si mismo sin tener que incurrir en la teatralidad o el exceso como otros.

    Desde luego tuvo una larga serie de títulos espléndidos (Encrucijada de odios, Colorado Jim, Conspiración de silencio, La batalla de las Ardenas, Doce del patíbulo o Grupo salvaje) y seguramente si no hubiese estado tan asociado a papeles de villano, se le hubiese recordado más.

    Es increíble la enorme cantidad de datos que manejas y lo bien que narras. Sólo hay un error. Robert Ryan no murió en 1.972, sino en 1.973.

    • Sí, es triste pensar que la nueva cinefilia (que sospecho muchas veces que conoce poco cine más allá de los años ochenta…) apenas sabe quién fue Robert Ryan, para mí uno de los grandes grandes del cine. Un actor usualmente sobrio pero que sabía echar mano del registro enfático con singular acierto y que participó en una impresionante galería de grandes películas: en el artículo he hecho una selección personal y he tenido que dejar fuera algunas también muy buenas que citas tú.

      Muchas gracias por tu elogio de mi narración, y en especial por hacerme ver la errata. ¡Ya la corregido!

Replica a mikilis Cancelar la respuesta