En alguno de los múltiples libros y artículos de los que me he nutrido estos días sobre Juan Benet he leído que fue el escritor español más influyente de la segunda mitad del siglo XX. Muchos encontrarán discutible esta afirmación por cuanto si hay algo que parece bien claro es que Benet fue un autor con muy pocos lectores. ¿Se puede ser influyente sin ser leído? Desde luego, su nombre nunca ha dejado de sonar y sus obras se encuentran en cualquier librería y están traducidas a los idiomas más cultos. ¿Por qué se lo cita más que se lo lee? Él escribió que «la literatura debe arrancar al público de su costumbre» y ciertamente hizo honor a esta fama. Su literatura, bajo una primera apariencia (y muchas veces bajo una segunda y una tercera, debe reconocerse), diríase abstrusa y críptica. Sin embargo, quien persevera —y hay literaturas de todo tipo, la que fluye maravillosamente desde la primera vez, y la que premia, de modo absoluto, a quien no se rinde pese a que el escritor parezca empeñado en poner piedras en su camino— descubre un mundo absolutamente fascinante. Benet representa un tipo de literatura que bien podría llamase mistérica, en un doble sentido: por el sentimiento de lo enigmático que invade al lector que se acerca a ella, incluso cuando cree conocerla bien, y por la sensación que produce de estar efectuando algún tipo de rito iniciático. Su obra exige por tanto una fuerte implicación del lector en la entraña de lo que está leyendo, en el mismo sentido que para él lo hace ese escritor estadounidense que fue su maestro reverenciado, William Faulkner. Él en cambio no dejó discípulos1, seguramente porque escribir como él, de tan personal que es su estilo, carece de sentido salvo que se pretenda efectuar una estéril mímesis.
Lo he comentado varias veces en este blog. Yo descubrí Volverás a Región en mis años de COU, cuando había caído fascinado por la literatura culta que estudiaba en mi añorada asignatura de Literatura. Llegué hasta el final porque raras veces he dejado un libro, aun aburriéndome profundamente, pero lo descarté hasta que más de veinte años después lo rescaté (en su vieja edición en Destino, de la que el escritor tanto renegó), cayendo, ahora sí, absolutamente fascinado. Ciertamente, siguió pareciéndome en gran parte un enigma, y no tuve más remedio que releerlo acto seguido (cada vez que vuelvo a él he repetido estas dos lecturas consecutivas), mas un enigma arrebatador que me retaba a adentrarme más y más en él hasta empezar a entenderlo (en mi ingenuidad, así he creído hacerlo). Este propósito ha cristalizado en un par de artículos sobre la novela, el segundo mi mejor intento hasta la fecha de desentrañarla: El «argumento» en Volverás a Región, que también incluí en mi libro El hombre que escribía los cuentos más tristes (Algorfa, 2024). Y ya no he podido escapar de Benet: periódicamente tengo que volver a su literatura, adentrarme en un nuevo libro, regresar a uno leído, buscar cuanta información puedo encontrar sobre su obra y su persona. Este artículo, seguramente demasiado largo, es un primer intento de sintetizar mis impresiones sobre Benet.
Su vida no fue precisamente aventurera pero uno siempre desea saberlo todo de los autores a los que ama. Hay dos biografías que ahora mismo nos permiten hacerlo. La primera, publicada en 2018 por Ediciones del Viento lleva por título Benet. La ambición y el estilo, y su autor es el escritor malagueño Rafael García Maldonado. Se trata de un libro extraordinario que hace honor a su subtítulo, el cual no solo se refiere a dos de las características centrales del biografiado sino a la propia intención del biógrafo. García Maldonado —que comparte con Benet una formación y una profesión científicas, en su caso la de farmacéutico, que combina con las inquietudes literarias— efectúa un apasionado y apasionante acercamiento a la trayectoria vital e intelectual del autor, que aprovecha para referir también la suya propia, sin vana insolencia, consiguiendo transmitir con nobleza cómo una de las más admirables cualidades de la literatura es ese proceso de construcción e identificación a la vera de una figura reconocible que se cuela en nuestras vidas sin que podamos evitarlo. El malagueño recorre la vida del madrileño concediendo menor espacio, por pudor, al importante componente sentimental que tuvo ese seductor nato que fue Benet. Por ejemplo, no se menciona que su primera esposa se suicidó, aunque sí que tuvo un final trágico, y sus relaciones con Rosa Regás o Emma Cohen se intuyen antes que se refieren. Tampoco se menciona que su segundo matrimonio, con la poeta Blanca Andreu, treinta años más joven, asimismo pasó por considerables turbulencias, y por las mismas razones que el primero. García Maldonado prefiere dedicar esta atención al análisis de sus obras, lo que multiplica el valor de su aproximación al autor. Por todo ello, no dudo en calificar este libro como una de los mejores jamás dedicado a un escritor que yo haya leído en mi vida. En su momento, siendo el primero en que tuve ocasión de recibir valiosa información sobre Benet, fue para mí además un descubrimiento inapreciable.
La segunda, editada por Renacimiento este mismo 2024, se titula El plural es una lata. Biografía de Juan Benet, y su autor es J. Benito Fernández, previo autor de biografías sobre Rafael Sánchez Ferlosio (que fue buen amigo del autor de Volverás a Región) o Leopoldo María Panero. Su enfoque es justo el opuesto al de García Maldonado, en todos los sentidos: la información es el único medio y el exclusivo fin que preocupa al autor. No solo no hay la menor implicación personal (lo que, por supuesto, no es obligatorio: acercamientos como el de García Maldonado son excepcionales) o cualquier pretensión de análisis literario sino que ni siquiera ofrece una visión personal sobre el autor al que retrata. Fernández se limita a consignar, prácticamente año por año de su vida, todas las actividades del escritor (las intelectuales, las profesionales, las sociales) con una profusión de datos que llega a resultar casi inverosímil en su minuciosidad por cuestiones que podrían parecer nimias (los asistentes concretos a casi cada reunión, conferencia, excursión o viaje realizado por Benet, por ejemplo). El propósito que defiende el biógrafo es dejar que sea el lector quien formule su propio juicio sobre un tipo que, eso queda bien claro, fue tan personal como polémico, tan querido para unos como irritante para otros. No comparto ni mucho menos ese propósito: creo que sí es necesaria una acotación del material, una visión sobre el biografiado, porque además, sin una mirada que traduzca o interprete —otra cosa es que luego el lector tenga que coincidir con ella—, la impresión que se da de Benet es considerablemente antipática, haciendo veraz por tanto la fama de sujeto engreído e insoportable que tuvo entre todos aquellos que no formaron parte de su círculo íntimo o no se dejaron seducir por su evidente carisma. Ahora bien, no por eso estimo que sea un libro estéril por cuanto, evidentemente, Benet también está en ese aluvión de datos que conforman su vida.
Juan Benet Goitia nació en Madrid en 1927, hijo de un abogado que sería víctima de la represión en el Madrid republicano a poco de comenzar la guerra. Su madre, Teresa Goitia, de raíces vascas como catalanas eran las del padre, acabó sacando de la capital sitiada a sus tres hijos (Paco, el mayor, Juan y Marisol) y tras un accidentado periplo por el Mediterráneo acabó regresando a España por la zona nacional, instalándose de nuevo en la misma ciudad tras el final del conflicto civil. ¿Extraña la fascinación que el escritor habría de sentir por este conflicto, tan fundamental en sus libros y en especial en su saga de Región?
Benet crece en Madrid. Su hermano Paco, que ejerció un notable estímulo intelectual sobre él, enseguida encuentra opresiva la España franquista y se marcha a París, de donde volvería brevemente para protagonizar una de las aventuras más increíbles de esos años oscuros: el audaz rescate de la cárcel de Cuelgamuros, donde estaban presos los reclusos que construían el Valle de los Caídos, de dos jóvenes opositores que cumplían condena (uno de ellos el hijo del historiador Claudio Sánchez-Albornoz)2. El hermano menor iniciaría sus estudios como ingeniero de caminos en el año 1948. Se graduaría en 1954 y en ese tiempo intentó empaparse de la vida cultural que le rodeaba. Frecuentó un par de años la tertulia del ya muy mayor Pío Baroja y trabó amistad con gente tan relevante como Pepín Bello, el amigo de Lorca, Buñuel y Dalí o, más adelante, con Dionisio Ridruejo, al que acompañó en aventuras políticas. Entre los amigos de su misma edad debe destacarse nada menos que a Luis Martín-Santos, el autor de Tiempo de silencio, ese libro que suele figurar en primer lugar de todas las listas de las novelas españolas más relevantes del siglo XX, pero que a Benet no le gustó: lo acusó de haber efectuado un pobre ejercicio a lo James Joyce, es decir, de ejecutar un tema costumbrista (nombre que daba al realismo social que en esos años reinaba en España y que él siempre detestó) que disfrazaba la vulgaridad de su contenido mediante una inútil complejidad lingüística.
Los detractores de Benet solían decir, creyendo que así lo ofendían cuando era justo lo contrario, que era un ingeniero que escribía. Y no puede concebirse a uno sin el otro: la formación científica del escritor se adivina en su mismo concepto de escritura, pues esos periodos larguísimos que tan difícil de leer lo hacen esconden, en realidad, una rigurosa elaboración, una construcción milimétrica con un objeto bien definido. Benet tuvo que compaginar un trabajo al que había que consagrar mucho tiempo con esa vocación de tal modo que, sobre todo, en las dos primeras décadas, los cincuenta y los sesenta, es admirable, y casi inverosímil, que pudiera sacar adelante unos escritos que no parece que puedan compaginarse con un trabajo tan absorbente. Sus dos primeros libros, de hecho, están datados en Asturias y en León, las comarcas donde radicó fundamentalmente su trabajo en aquellos años. Cualquier benetiano sabe que una de sus principales obras, el Pantano del Porma, no solo lleva hoy su nombre sino que la comarca en que se inscribe es el marco que inspiró la geografía de su Región.
Su primer escrito publicado, en las páginas de Revista española, fue una obra teatral, Max (1953). Este género, al que tan poco asociamos su nombre, sin embargo lo practicaría en varias ocasiones más —si bien sus obras, que al parecer poseen la impronta de un autor tan apreciado por él como Samuel Beckett, no pasarían del texto a la representación—, e incluso una de sus novelas, La otra casa de Mazón, de 1973, divide sus páginas entre la prosa y el teatro. Mientras tanto, en el tiempo que le hurtaba al trabajo de ingeniero, fue componiendo sus primeros relatos y reflexionando sobre la creación literaria. En este sentido, su segundo libro, La inspiración y el estilo (1965), supone un inmejorable manifiesto. En él dejó sentado para siempre el principio que regiría su obra, esa obra que todavía estaba naciendo: un escritor es su estilo, ni más ni menos. No el argumento, no el tema: el estilo. Es así, pone por ejemplo, que aquel que no esté especialmente interesado por la pesca de la ballena, sin embargo, podrá quedar atrapado por Moby Dick.
Benet puede parecer un escritor tardío: Volverás a Región, de hecho, la publica con cuarenta y un años. Puede argumentarse que es el mismo caso de su exacto coetáneo Gabriel García Márquez, que en el mismo año de 1967 da a la luz Cien años de soledad, pero el colombiano, a esas alturas, ya había publicado La hojarasca, La mala hora y El coronel no tiene quien le escriba. Debe recordarse que el trabajo a pie de obra de nuestro autor le dejaba poco tiempo para escribir (que habría de compartir, además, con lectura) y que su opción narrativa requiere una considerable elaboración. Pese a todo, él fue componiendo teatro y cuentos, primero, y novelas, después, teniendo así ocasión de madurar antes de verse encadenado por la evidencia de la publicación. No extraña que, cuando a finales de los años sesenta por fin su obra llega al público, enseguida fluyera con notable fecundidad.
Su primera «salida», sin embargo, se había producido antes y nadie se enteró de ella. En 1961 uniría cuatro de los cuentos que consideraba ya hechos para sufragar a su costa el que será su primer libro, Nunca llegarás a nada (1961), que sería absolutamente ignorado en el mismo año en que su amigo Martín-Santos, como se ha dicho, conmocionaría el paisaje literario nacional con su Tiempo de silencio.
En esta opera prima se reconoce ya por completo el estilo de Juan Benet: siendo alguno de los relatos en apariencia más nítidamente narrativo (Baalbec, una mancha, su primera obra maestra) y en otros tan complejo como luego nos acostumbrará, sin embargo en todos ellos está presente esa indeterminación que, a modo de niebla, dificulta la concreción de los hechos, así como esas oraciones largas, interrumpidas con frecuencia por interpolaciones entre guiones o entre paréntesis, a su vez interrumpidas por otras interpolaciones, que serán una de sus marcas. En especial, están impregnados sobradamente de ese aroma esencial que envolverá sus grandes novelas, que se resume bajo un término, el de ruina, entendida esta en todas sus dimensiones: la física (casas y familias que alguna vez tuvieron algún esplendor y han caído no ya en la decadencia sino en la pura degradación) pero también la moral y, en especial, la metafísica. En Baalbec, precisamente, Benet pone en labios de su personaje central la mejor y más concisa definición de ruina: es como «estar vivo, pero sin vida». Además, tres de los cuatro relatos transcurren en Región, ese espacio que el autor inventó al modo en que su admirado Faulkner había creado el condado de Yoknapatawpha para situar en él a sus desdichadas criaturas. Región, por cierto, es el topónimo que da nombre tanto a la comarca como a su ciudad principal.
El término pasaría a la historia de la literatura española al ser incluido en el sugestivo título de su obra magna, Volverás a Región (1968). En el breve espacio de este artículo es imposible hacer siquiera una aproximación a las razones por las que es una cumbre literaria del siglo XX en cualquier idioma. La novela se centra en la conversación (en realidad, dos monólogos en el que ninguno de los interlocutores parece escuchar mucho al otro) entre un médico de Región, el doctor Sebastián, que rumia la soledad de su existencia mientras cuida a un pobre retrasado en su decadente clínica, y Marré, la hija del militar que tomó la ciudad durante la guerra, que en esos días vivió una historia de amor con un miliciano republicano que es el único episodio que ha dado sentido a su vida, y que ahora la devuelve a ese lugar que abandonó tantos años atrás, buscando recobrar algo de aquella sensación. A partir de las evocaciones de esos dos personajes, pero sin necesidad de sujetarse exclusivamente a ellos, Benet recorre el espacio y el tiempo (ese tiempo sugestivamente poroso que será uno de los sellos del autor) de Región, saltando hacia atrás y hacia delante, dedicando un buen trecho a esa guerra civil que para él forma parte insoluble de esa ruina moral que atenaza a sus personajes y, por extensión, al país en que él vivía, componiendo un conjunto de ideas y de sensaciones antes que de incidentes. Benet no descuida el mito (Numa, el personaje de ese misterioso guardián del paraje montañoso conocido como Mantua, el enigma más hondo y bello de toda la literatura española) ni la crónica bélica ni el drama existencial ni la mera evocación sensorial, conduciéndonos a un final estremecedor que creo que no ha superado ningún libro de nuestras letras.
La novela apenas la leyó nadie, como nadie había leído los relatos. Pero llamó la atención de algunos lectores y editores atentos. Uno de ellos, Carlos Barral, al frente de Seix-Barral, se informa de que, en esos mismos años, Benet ha estado escribiendo otra novela y le convence para que la presente a su entonces muy prestigioso Premio Biblioteca Breve en su convocatoria de 1969 (la fecha de publicación del libro será 1970). La novela tiene una singularidad extrema: Benet la ha escrito de un tirón, sin revisar lo anterior, para lo cual se ha hecho construir un artefacto llamado andarivel, una especie de carrete en el que ha insertado un rollo de papel continuo conectado a la máquina de escribir que ha ido rellenando hasta decidir que había acabado (y así es como se transportó a las oficinas de la editorial). El título es Una meditación. Y Benet gana el premio.
Cuidado: si bien el jurado leyó el original tal cual había sido escrito, el autor luego lo perfiló, como es natural, pero su estructura siguió siendo la misma: un único párrafo de principio a fin que registra la evocación de un narrador (de quien nunca llegaremos a saber el nombre) sobre los distintos dramas que han agitado a los suyos, una familia acomodada de Región sobre la que, tarde o temprano, acabará descendiendo la proverbial ruina benetiana. En este sentido, cabe decir que el autor no pudo ser más consecuente al fundir el objeto narrativo (esa evocación que, como todas las evocaciones de una vida entera, está recorrida por la confusión, la imprecisión, la interpretación, la reinterpretación y, en suma, el infinito) con la estructura y el estilo escogidos. Si no le molestara tanto Joyce, podría decirse que es algo parecido al flujo de conciencia del Ulises, solo que sin florilegios lingüísticos; tal vez sea mejor utilizar sus propias palabras (él las dijo a propósito de su admirado Baroja), defendiendo la «íntima e inseparable correlación entre propósito y medio». El propio autor dijo de ella: «…es bastante extensa y monótona. Un latazo. No tiene diálogo y aparece como un discurso, un largo discurso […] Puede ser un buen libro y puede ser un bodrio…». ¿Cómo resistirse a zambullirse en sus páginas?
Un viaje de invierno (1972), título extraído de una composición de Schubert, parece en principio un libro más fácil (hay división en capítulos y párrafos de varia extensión, aunque pueden desconcertar las acotaciones marginales que ribetean el texto a intervalos) pero, superando en mayor grado aún a las precedentes, estamos ante una novela que supone un subyugante ejercicio de indeterminación, ante el que el lector difícilmente podrá asegurar nada una vez concluida la lectura. Su «acción» se sitúa en torno a la celebración de la fiesta que todos los años da Demetria, la solitaria dueña de una propiedad aislada en el campo, para recibir a su hija Coré, que pasa el resto del tiempo con su padre, separado tiempo atrás el matrimonio. Los nombres y el argumento parecen situarnos ante una reformulación del famoso mito griego de Deméter y Perséfone. Mas en realidad todo el asunto da vueltas y más vueltas en torno a esa situación y a los dos o tres personajes que viven en un presente estancado que se funde con un pasado inconcreto, en el que termina por dudarse de que Coré realmente exista, que la fiesta haya tenido lugar alguna vez, que los personajes no sean sino espectros convocados por esa borrosa evocación que diríase la única forma de existencia posible en Región. Y sin embargo, poco importa. Javier Marías lo expresó muy bien (él se refería a la obra de Benet en general pero yo utilizo su afirmación para definir la sugestiva cadencia de esta novela concreta) al decir que el lector no ansía saber qué va a pasar o que ésta pasando sino ver el paso3. Es decir, Un viaje de invierno basta por la coherencia interna del texto, por el casi maniaco racionalismo verbal con que narra algo que en principio atenta contra la racionalidad, por la atmósfera de misterio (vuelvo al concepto tal como lo expreso en el arranque del artículo) que se apodera de casi cualquier párrafo. No dudo en afirmar que, después de Volverás a Región, es mi libro favorito del autor.
Benet añade enseguida otra novela regionata, La otra casa de Mazón (1973), cuya particularidad, como he señalado antes, es la alternancia entre la prosa y el texto teatral. En esta ocasión vuelve al terreno más familiar de las dos primeras novelas, al centrar el foco en una de las estirpes en decadencia de Región. El hermetismo aumenta, si ello es posible, en un texto donde Faulkner (en la parte en prosa) y Beckett (en la escénica) parecen más presentes que nunca, incluso con citas concretas (hay un famoso episodio del Mientras dormías del primero, un accidentado cruce fluvial, que casi está parafraseado aquí). La tremenda dificultad de esta novela no es sino anticipo del libro que enseguida comienza a escribir, que él entiende que ha de ser el más ambicioso de su carrera, Saúl ante Samuel, que verá finalmente la luz en 1980, cuya complejidad textual habrá de coronar su particular estilo. Confieso que lo he empezado un par de veces y en ambas lo abandoné, aunque sé que perseveraré en él (habré de esperar, eso sí, a un tiempo en que no me ocupe más tarea ni preocupación que centrar toda mi atención en sus páginas). Entre medias, para «relajarse», compone En el estado (1977), que diríase una extensión en prosa del particular aroma de los fragmentos teatrales de La otra casa de Mazón a través de la serie de encuentros, absurdos y abstrusos, que tienen lugar en una solitaria posada del territorio regionato entre unos recién llegados y los extraños moradores de la casa.
A la vez, no deja de publicar relatos. Dos de ellos son inolvidables y, por supuesto, transcurren en Región. El primero es Una tumba (1971) y en él Benet ejecuta una memorable variación sobre el clásico tema de la ghost story anglosajona, con su ubicación en una casa señorial y el protagonismo de un niño, o un adolescente, que es testigo de unos acontecimientos que no entiende del todo (el escenario es la guerra civil, con sus correspondientes evocaciones del pasado de los ocupantes de ese lugar), sin que falte una malsana pulsión sexual. El segundo, Numa, una leyenda (1978), parte de un planteamiento inesperado, cual es organizar el relato desde el punto de vista de este personaje creado en Volverás a Región y retomado en todas las demás novelas, hasta ese momento casi una mera entidad abstracta, humanizándolo de modo inesperado, mientras reflexiona sobre la naturaleza de la misión que lo ata a esa montaña que custodia y en la que se cobra víctimas periódicas de los intrusos que intentan trasponer sus límites. Aunque Benet no sentía precisamente predilección por Borges, si a algo recuerda el cuento es a alguno de los relatos del argentino en los que algún personaje, situado asimismo en un entorno inconcretamente mítico, reflexiona sobre su condición excepcional: La casa de Asterión es el más evidente. En cualquier caso, Numa es una narración extrañamente accesible en Benet. O quizá debería decir lógicamente accesible, por cuanto el punto de vista del protagonista, al ser este tan primitivo (¿primigenio?), es normal que se traduzca en un estilo más sencillo. Ahora bien, la atmósfera de enigma preternatural que baña el relato y las estremecedoras reflexiones del personaje central lo convierten en una de las cumbres del autor y sin duda la obra de entre las suyas que yo recomendaría a cualquiera que desee entrar en su mundo y no sepa por dónde.
En estos años en que Benet, para no tener lectores, publica con profusión, la atención que se vuelca sobre él es notable. El principal efecto en la vida de este solitario de nuestras letras que, según cuentan cuantos lo conocieron, no sabía estar solo —de hecho, es fama que ninguno de sus amigos lo vio jamás escribir una línea; que cada vez que iban a buscarlo lo encontraban dispuesto a la conversación, siempre con un vaso de whisky en la mano— es que en torno a él fue agrupándose un conjunto de jóvenes literatos que fueron en busca no sé si de un maestro o de un druida, de un ser que los amparara con su inteligencia, con su sentido del humor, con su singularidad. El grupo es nutrido, porque fueron produciéndose entradas y salidas, pero debe destacarse sin duda a Javier Marías, Vicente Molina Foix, Pere Gimferrer, Antonio Martín Sarrión, Eduardo Chamorro, Álvaro Pombo, Félix de Azúa o Juan García Hortelano, este último tal vez el más íntimo, quizá por ser el más cercano en edad.
Su ambiciosa Saúl ante Samuel es recibida con indiferencia. Entonces, para demostrarse a sí mismo que es capaz de escribir un libro «normal», acepta la oferta de presentar un original al Premio Planeta. El convenio no es el galardón máximo —tan temerarios no son los Lara— sino el de finalista, y así es como El aire de un crimen (1980) se convierte en la novela, hasta esa fecha, más leída del autor. El escenario es, por supuesto, Región y el (aparente) motor argumental, el hallazgo de un hombre asesinado. Inicialmente, es atractivo el mero hecho de descubrir al madrileño asumiendo el avatar de lo que en cine llamaríamos artesano, es decir, el escritor preocupado por cumplir una expectativa de funcionalidad mediante la claridad expositiva y la solvencia narrativa (en el sentido que espera un lector medio, quiero decir). Inicialmente, parece por ello que la novela es antes una «adaptación» de Benet que un pleno original suyo, pero la densidad dramática de los personajes acaba situándola a una altura considerable. Por otra parte, para quienes nos hemos paseado sobradamente por Región, tiene el atractivo de ofrecer un interesante paseo por muchos de sus escenarios y personajes conocidos (por ejemplo, aquí está la última aparición del doctor Sebastián, la más recurrente de las criaturas benetianas). Y ofrece muchas, muchas páginas desbordantes del genio del autor: cómo olvidar el discurso, investido de alucinado hálito profético, que Benet pone en boca del solitario barraconero del distrito minero…
Su siguiente proyecto también va a caracterizarse por la claridad narrativa, pero ahora con mucha mayor ambición, pues ha decidido abordar con extensión (estaban previstos cuatro libros de los que al final vieron la luz solo tres, que hoy se publican unidos) el desarrollo de la guerra civil en Región. El resultado fue Herrumbrosas lanzas (1983, 1984 y 1985; edición definitiva de 1998). La obra es un gozo para los regionómanos, porque se centra con la extensión adecuada en muchos de los personajes y episodios señalados en su ciclo, sobre todo en la inicial Volverás a Región, pero a la vez posee una admirable entidad propia que hace que sus casi setecientas páginas se devoren con fervor (lo cual, en él, puede parecer una proeza). Benet asume la influencia de muchas de las crónicas militares por él reverenciadas —siempre dijo que La caída de Constantinopla, del egregio Steven Runciman, sobre el fin del Imperio bizantino, era el libro que hubiera deseado escribir—, narrando con la minuciosidad necesaria el curso de los episodios bélicos pero sin renunciar a sus decursos hacia el pasado para explicar el presente, adoptando cuando le conviene el aroma de la saga familiar no precisamente extraña en su obra. Y no cabe olvidar que el madrileño hizo realidad el sueño dorado de muchos de sus lectores: para mejor seguir sus periplos militares, levantó un mapa del territorio de Región a modo de carta topográfica que, desde que ha ido a parar a mis manos, forma parte indisociable de todas mis lecturas y relecturas de todas las obras que se ubican en este espacio. Desgraciadamente, tampoco Herrumbrosas lanzas despertó el interés que él esperaba entre el público.
No podía saberse, pero le quedaba poco tiempo de vida. Moriría en 1993, con tan solo 65 años. En ese intervalo todavía publicó dos novelas más, En penumbra (1987), última situada en Región, y El caballero de Sajonia (1991), cuyo personaje central es nada menos que Lutero. Hacía ya mucho tiempo que se le buscaba constantemente para participar en congresos literarios o en programas culturales televisivos, que su pluma era habitual en revistas y en periódicos, en prólogos a cualquier tipo de publicación. Y aunque parezca mentira —a mí mismo me parece imposible que pudiera dedicarse a ello con normalidad—, nunca abandonó su trabajo como ingeniero. Es más, cuando en 1989 finaliza su larga relación con la empresa Cubiertas y MZOV, funda su propio estudio para proyectos de hidráulica. Que yo sepa, no tuvo tiempo de jubilarse.
A más de treinta años de su muerte, es posible que Juan Benet no haya estado nunca tan vivo como ahora. Repito que no sé si se lo lee más, pero la práctica totalidad de sus obras se encuentra con facilidad en las librerías: desde hace años, el sello DeBolsillo está publicando lo que parecen unas obras completas, en libros muy manejables que contienen esclarecedores artículos, unos actuales y otros extraídos de los diferentes momentos de publicación de las obras respectivas. Conforta descubrir en ellos —ojalá los hubiera tenido a la vista cuando vagaba desorientado en mi primera exploración de Región— que el autor ha concitado entre todos sus incondicionales el mismo desaliento y el mismo sentido de la maravilla al desbrozar la aparente jungla de su literatura. Darío Villanueva, en un artículo publicado en el lejano 1973, señala con razón, para quienes fruncen el ceño ante las primeras páginas de una cualquiera de sus novelas regionatas, que «su peculiar manera de novelizar no es índice de una incapacidad, sino de una soberana opción».
Es absurdo (aunque comprensible) buscar siempre un mismo tipo de literatura o de estilo: sin duda, evita malos tragos, pero acaba sustrayéndonos de muchos tesoros. Es como si un espectador de cine actual, al asomarse a las primeras películas mudas de su vida, decidiera que, aparte del absurdo de no tener sonido ambiente ni diálogos que se escuchen, respiran tal arcaísmo que no merece la pena entrar en ellas, y no vuelve a hacerlo. El arte no siempre es cómodo, eso lo sabía bien Benet. Y aunque no es obligación asomarse a todas las regiones literarias (valga el fácil juego de palabras), el lector al que le guste explorar lo diferente encontrará en este autor al menos a un escritor misterioso, y el misterio nadie me negará que es una de las cualidades más atrayentes que existen. Hace muchos años, en 1972, cuando la obra publicada de Benet era todavía exigua, uno de sus primeros estudiosos, Sergio Gómez Parra, escribió premonitoriamente que todo lo que se diga sobre él «será siempre una aproximación». En este sentido, Juan Benet está emparentado con William Shakespeare, Henry James, Herman Melville, Robert Louis Stevenson o Franz Kafka. No es mala compañía, me parece.
1 En realidad, yo creo que sí lo dejó, y no sorprendo a nadie al decir que fue, claro, Javier Marías. Lo que ocurre es que es un discipulado en cuanto a propósito literario y no modelo textual. La prosa de Marías, evidentemente, carece de la oscuridad de Benet, pero del mismo modo que este entiende que el estilo es el camino mediante el cual se expresa un argumento, aplicando este adagio a su manera, pero de modo muy personal con respecto a otros compañeros de generación.
2 Este episodio, con los nombres auténticos cambiados y las circunstancias reales viradas a la ficción, fue recogido por Fernando Colomo en su película Los años bárbaros (1988).
3 Marías, Javier: «Una invitación», artículo incluido en la antología Literatura y fantasma (DeBolsillo, 2014, pág. 224).
Magnífico panorama de la obra de Benet, un autor que parece agrandarse con el número de los que lo vilipendian. Cuánto se echan de menos textos como éste en los suplementos y revistas literarias.
Juan Benet es uno de estos autores de los que, a medida que los conocemos, el aprecio personal y la adhesión intelectual solo pueden ampliarse. Es una lástima que todavía hoy tantos lectores (y no malos) se detengan en el umbral de su obra, miren con desconfianza apenas un poco del interior y luego pasen de largo. Desde luego, no es para lecturas de «entretiempo». Yo cada vez que vuelvo a sus libros es para estar varias semanas, entre nuevos libros que leer (todavía me quedan, como indico en el artículo), otros que releer (y conocer mejor: en esta ocasión ha sido «Un viaje de invierno», el segundo de los suyos que me leí y que me ha dejado asombrado: pronto escribiré sobre él) y el rastreo de cuanta información sobre su persona está a mano, que por desgracia no es mucha.
Mil gracias por tus palabras de aliento y por la difusión del artículo en Facebook, Javier. Un abrazo.