La ambigua indolencia de Robert Mitchum

Robert MitchumRobert Mitchum parecía contemplar el mundo a distancia, como si las cosas que sucedieran ante él no le importaran mucho. Tenía el aire (que se fue incrementando con los años) de haberse despertado pocos minutos atrás, y es por ello que la primera sensación que transmitía era de indolencia: diríase que sus personajes se mueven (viven) por inercia, que van aquí como podrían ir allí, que se meten en un lío del mismo modo que podían haberlo evitado. Porque no les importa en realidad. Además, era alto, ancho de espaldas, corpulento: parecía pesado de movimientos. Y sin embargo, esa pesadez era aparente, tanto como su indolencia. En realidad, la imagen que más se aviene a su personalidad es la de un gato: cuando la situación lo exigía (y Mitchum tendría ocasión de demostrarlo en incontables westerns y thrillers, los dos géneros que más frecuentó), era capaz de moverse con increíble rapidez, abatiendo al antagonista casi sin que este se espere la que le viene encima. Su mirada, su gesto, y cierta tendencia a torcer la sonrisa que tuvo el acierto de utilizar solo de cuando en cuando, añadían a esa indolencia otro rasgo: el cinismo. Podría haber sido encasillado con facilidad en papeles de villano, y sin duda de ello solo le libró la indudable apostura que tenía cuando empezó a trabajar en el cine. Robert Mitchum fue la estrella más ambigua que se paseó por las pantallas de Hollywood. Fue capaz de ser tanto uno de los grandes emblemas de nobleza de la pantalla como el más desatado villano del mundo, incurriendo incluso en la psicopatía. Sin embargo, donde mejor se movió fue en ese estrecho margen en el que al final es el puro azar el que parece dictar si sus personajes acabarán a uno u otro lado de esa línea, no siempre clara, que separa la integridad de la oportunidad. Por si acaso, nunca hay que dar pistas de lo que uno va hacer al instante siguiente, y por ello qué mejor que parecer siempre ambiguamente indolente.

La particular presencia que a Mitchum le dio esa indefinición entre el héroe y el antihéroe, entre el noble y el villano, hizo que nadie como él pudiera encarnar en el cine la imagen del fatalismo. El hombre marcado por una estrella fatal sabe que las cosas se le torcerán tarde o temprano, y que por ello no debería merecer la pena intentar evitarlo. Ahora bien, el fatalismo de Mitchum estaba entreverado de cierta nobleza instintiva (o de una condición innata de superviviente) y es por eso que sus personajes luchan siempre contra su destino, y una vez saldrá bien y en otra se verá arrastrado al fracaso y la muerte. En sus primeros años de estrellato pareció empeñado además en cultivar una imagen de chico malo que en otros podría haber acabado con su carrera (es famoso que pasó varias semanas en la cárcel por posesión de marihuana).

Poster americano de Retorno al pasado, clasico por excelencia de Mitchum

Ahora bien, su destino profesional no fue desde luego fatal. Su carrera fue larga, extendiéndose durante cinco décadas sin el menor parón profesional. Cuando la edad lo fue retirando de los papeles protagonistas, aceptó con tranquilidad sus nuevos roles como secundario, tanto en cine como en televisión, sin importarle que algunos de sus trabajos todavía lo asociaran al cine de prestigio pero otros fueran meramente alimenticios. Y puede decirse que murió con las botas puestas, puesto que hasta en el último año de su vida (murió en 1997) acredita trabajos.

Fuera de esos puntuales papeles de villano declarado, que ejecutó con desinhibido histrionismo, el estilo interpretativo de Mitchum se caracterizó por la sobriedad, y ya sabemos lo mal que ha vendido siempre la sobriedad en la interpretación. Durante mucho tiempo, Mitchum fue considerado un «cara de palo», una presencia antes que un actor —en general, todos los grandes de Hollywood (y del cine en general, salvo los actores ingleses, siempre inquietantemente creíbles en cualquier tipo de papel) han sido «presencias», y de no serlo el estrellato habría de estarles vetado, pero del mismo modo la mayor parte fueron magníficos actores, capaces de manifestar muchos más matices de lo que su imagen aparente delataba.

El fascinante predicador Harry Powell, de La noche del cazadorAhora bien, pocos fueron tan versátiles como él. Versatilidad sin esfuerzo: no hablo de actores como Kirk Douglas o Marlon Brando, a los que el esfuerzo siempre se les notaba. A la amplitud del registro de personajes que abarcó Mitchum, debe añadirse su admirable sentido del riesgo. ¿Qué estrella del Hollywood clásico se habría atrevido a alterar tan increíblemente su imagen como hizo él en La noche del cazador, creando un villano tan repulsivo que es imposible admirarlo en el sentido en que uno admira al Orson Welles de El tercer hombre o al Ray Milland de Crimen perfecto? ¿Qué actor que siempre haya sido emblema de la virilidad se hubiera avenido a interpretar a un marido que acepta sin ira el adulterio de la esposa, como hizo él en La hija de Ryan?

Como tantos colegas de Hollywood, Mitchum, nacido en 1917, no tuvo más escuelas de interpretación que su instinto y su experiencia. Su adolescencia y primera juventud fueron considerablemente agitadas, rodando de aquí para allá hasta acabar en California, ese rincón de Estados Unidos donde la mitomanía ha convertido en algo natural que uno se vincule, tarde o temprano, al mundo del cine. Finalmente, su imponente físico acabó por hacerlo debutar en la gran pantalla. Fue en 1943, y en muy poco tiempo acumuló una enorme cantidad de apariciones, primero testimoniales pero poco a poco más destacables.

Su primer papel importante y su unica nominacion al Oscar, en Tambien somos seres humanosSu gran oportunidad llegó en 1945, cuando consiguió firmar un contrato largo con la RKO y recibió el papel que le permitiría subir al primer peldaño del cartel, además de proporcionarle su primera (e increíblemente única) nominación al mejor actor, eso sí, en categoría secundaria. La película es También somos seres humanos (1945), rimbombante título español que esconde una película bélica asumida por el director William A. Wellman con el propósito de ofrecer una mirada del más acendrado realismo sobre esa figura del soldado americano que, en esos momentos, estaba arriesgando su vida en la guerra. Es curioso que el papel de Mitchum, en consonancia con el resto de personajes, no sea particularmente llamativo. Ahora bien, convence a la perfección de que, en el frente, se necesitan hombres con su valor y sensatez, porque así es como se ganan las guerras. Y Mitchum se convierte en el alma de su pelotón, subiendo de sargento a capitán mientras todos avanzan desde Túnez hasta el corazón de Italia: hasta la victoria.

En los albores de su acceso al estrellato, en el mismo año de 1947, Mitchum protagonizó dos películas extraordinarias, tal vez las más grandes de toda su carrera, en las cuales prácticamente ejecutó el mismo papel: el tipo arrastrado por un hado violento del que intenta desprenderse con todas sus fuerzas pero sin conseguirlo porque el aliento fatal parece envolverlo como una segunda piel. Se trata de Pursued, de Raoul Walsh —film no estrenado en España, conocido en los últimos tiempos como Perseguido pero que para mí será siempre Su única salida, título de su exhibición en Latinoamérica que se mantuvo en sus primeras emisiones en TVE— y Retorno al pasado, de Jacques Tourneur. La primera es un western y la segunda un thriller, sintomáticamente los dos géneros que el actor practicó más en su filmografía. Ambas se organizan estructuralmente del mismo modo, en torno a una serie de flash-backs en los cuales el protagonista, al tiempo que pasa revista a los hechos que lo han conducido hasta una situación presente en apariencia sin salida, se prepara para hacer frente de modo definitivo a su destino. Ambas son cumbres del romanticismo cinematográfico (un romanticismo en el sentido germánico del término), no en vano tanto Tourneur como Walsh figuran, junto a Fritz Lang y John Ford, dentro del póker de grandes cineastas románticos que ha dado el llamado séptimo arte.

Imborrable Pursued

Su única salida es un western sombrío en el sentido literal, pues así lo subraya la genial fotografía de James Wong Howe, de la que no se sabe qué impresiona más: si sus fantasmales escenas diurnas o sus misteriosas partes nocturnas. Mitchum encarna a Jeb Rand, un joven cow-boy que se ve objeto de una implacable persecución que no acierta a explicarse pero cuyo sentido intuye que se encuentra en el incidente que marcó su infancia y que se le va apareciendo a modo de flashes inconexos durante todo su recorrido (haciendo realidad literal, en su retorno al pasado, el título del film con el que hace pareja). La trama procede de una novela de Niven Busch, un autor hoy desconocido y del que no he podido leer nada, pero cuyas adaptaciones fílmicas (por ejemplo, Duelo al sol) desprenden un fascinante aroma a tragedia griega o a drama shakesperiano, con su debilidad por expresar antagonismos cainitas y proponer dramas fulgurantes cuyos estallidos destruyen cuanto encuentran a su alrededor. En la presente historia, además, se filtra un afortunado eco de la genial novela Cumbres Borrascosas, pues Jeb, como Heathcliff, es un muchacho adoptado al que su hermanastro, el hijo «legal», desprecia desde el momento en que llega a su hogar. Otro espléndido rasgo del film es que todos los intérpretes que rodean a Mitchum ejecutan sus papeles como en estado febril, lo que contrasta poderosamente con ese aire letárgico que envuelve al joven actor, que lo diferencia radicalmente de los demás, que lo señala entre todos ellos con la marca de la muerte.

Mitchum y Jane Greer en Retorno al pasadoRetorno al pasado, lo he escrito alguna que otra vez, me parece el thriller más bello jamás rodado. Se trata de una película que, por muchas veces que uno la haya visto, siempre se sigue con el mismo deslumbramiento. Todo en ella es genial, mas es una genialidad que Tourneur consigue impregnar de un sentido de modestia sin igual, como si estuviéramos ante un cuento contado en voz baja delante de una chimenea que protagoniza no un noble héroe sino un tipo duro, incluso turbio, que desde el momento en que se cruza en su vida una mujer maravillosamente venenosa se sabe condenado a la perdición, por mucho que haya creído encontrar una segunda oportunidad en el perdido rincón de América donde ha ido a esconderse del error que supuso su relación con aquella. La mujer fatal es encarnada por Jane Greer, bella actriz que nunca jamás recibió un papel igual y que aquí esta inolvidable: desde su primera aparición deja claro que es imposible no caer en sus redes, de ahí la profunda y dolorosa empatía que siente el espectador hacia Jeff Bailey, en otro tiempo conocido como Jeff Markham. Para mí no existe ningún otro personaje cinematográfico con cuyas desventuras me haya identificado tanto, sintiendo cada golpe como propio y tratando de dar mi propia fuerza a la suya en su (inútil) intento por evitar ese desenlace fatal que se intuye desde el primer fotograma. Y el plano final de esta película tal vez sea mi favorito de toda la historia del cine…

Pursued la hizo Mitchum cedido a la Warner. Retorno al pasado, en cambio, es una arquetípica producción RKO, para mí el más fascinante estudio del Hollywood clásico. Modesto por comparación con la Metro o la Fox, la RKO supo ajustar sus mucho menores medios económicos a un excepcional aprovechamiento del talento, que permitió que en sus platós Orson Welles disfrutara del grado del libertad jamás concedido a un debutante o que el productor Val Lewton, con el talento de creadores como el mismo Tourneur, diera un nuevo sentido visual y narrativo al cine de terror. Ahora bien, en 1948 el estudio pasó a manos del excéntrico y egolátrico millonario Howard Hughes, que se esforzó considerablemente en conducirlo al precipicio. A Mitchum, sin embargo, le vino muy bien: el magnate confió absolutamente en él, pese al escándalo de su encarcelamiento, y lo convirtió en su gran estrella.

Las fronteras del crimen, tipica combinacion RKO-Mitchum-Hughes

En los años siguientes, el actor pasearía su imagen de antihéroe cínico que al final no lo es tanto por una serie de thrillers que acaban convirtiéndose en verdaderas fantasmagorías sin sentido argumental pero con poderosa fuerza atmosférica. La razón es que, en la mayor parte de ellos, Hughes no dio por bueno el resultado final y obligó a rehacerlos, confiando las nuevas escenas (muchas veces, con nuevos actores) a otros realizadores. A ese ciclo pertenecen The Big Steal (1949, la única con un solo director, el casi debutante Don Siegel), Las fronteras del crimen (1951, John Farrow y Richard Fleischer), The Racket (1951, John Cromwell y Nicholas Ray) o Una aventurera en Macao (1952, Josef von Sternberg y Nicholas Ray). Todas ellas están rabiosamente desequilibradas, porque otra cosa hubiera sido imposible, pero todas poseen esa inimitable sugestión visual que fue el sello distintivo del estudio y permitieron a Mitchum consolidar esa imagen de tipo de gesto indolente pero al que no se puede tomar en broma y que, con frecuencia, termina apostándolo todo al amor de una mujer.

Cartel de Cara de angelEl último thriller que rodó en la RKO, Cara de ángel (1952), puede parecer que contiene la culminación de sus roles fatalistas, pues de hecho vuelve a encarnar a un tipo manipulado por una mujer venenosa. Sin embargo, y pese a la elegancia habitual de la realización de Otto Preminger, hay una evidente sensación de inercia, de agotamiento: se palpa en el director, que aceptó el rodaje como un favor personal hacia Hughes, y en el propio actor, consciente de que eran necesarios nuevos proyectos. Aun así, la excelente creación de Jean Simmons, cuya dulce apariencia justifica irónicamente el título, y la poderosa imagen del método criminal de la homicida (invertir las marchas para que los vehículos se despeñen por el precipicio situado a espaldas de su lujosa mansión: es estremecedora la impresionante minuciosidad con que Preminger filma las secuencias de asesinato) justifican la notoriedad cinéfila de la película.

Mejor es considerar como cima de esos años RKO la magnífica Hombres errantes (1952), uno de esos títulos que justifican por qué Nicholas Ray siempre ha sido uno de los directores, si no más grandes, sí más amados por los cinéfilos (sería el quinto grande del romanticismo en el cine, formando así un genial repóker con los ya señalados). Ray aprovecha el aire cansado de Mitchum para plasmar el que fue uno de los temas centrales de su obra, el desarraigo, dándole el papel de una antigua estrella del rodeo que ha tenido que retirarse por mera decadencia física y que, cual polilla a una luz, se pega a un joven matrimonio conMitchum, Susan Hayward y Arthur Kennedy en Hombres errantes el que se cruza en el camino. Los encuentra, significativamente, cuando regresa a la modesta casa en que nació, en la que todavía se esconden unos pocos recuerdos de su infancia —un revólver desvencijado, una cajita con un par de centavos y un manoseado programa de rodeo (el momento en que los recupera supone una de las imágenes más bellas de la filmografía de Ray)—, un programa de vida infantil que convirtió en existencia adulta con el resultado de no conservar nada más que, en sus propias palabras, unas espaldas anchas y una cabeza hueca. Volviendo a la pareja, en él (el siempre turbulento Arthur Kennedy) ve un reflejo de sí mismo, porque posee extraordinarias dotes para convertirse en un gran rodeo man; en ella (la maravillosa Susan Hayward, con su seductora combinación de carácter y feminidad) ve la promesa de lo que nunca ha tenido: un hogar estable con una mujer que es garantía de felicidad. Ese hombre marcado por una estrella errante no podrá encontrar en ellos más que un efímero espejismo, pero la relación entre los tres da para que Nicholas Ray depare algunos de los momentos más intensos de su filmografía, amén de darle a la actriz el tal vez mejor papel de su carrera: el primer plano que la despide de la historia siempre me ha emocionado inconteniblemente.

Poster original de Solo Dios lo sabeConcluido su contrato con la RKO, en esos años cincuenta en que el cambio inminente podía intuirse en Hollywood y las estrellas del cine descubrían que les era más rentable la independencia, Mitchum se paseó por distintos estudios, componiendo toda una serie de magníficos personajes. En algunas películas destacó como emblema de la nobleza: es el caso de Río sin retorno (1954), un film que no será excepcional pero que a mí siempre me despierta un cariño muy especial, aun cuando sea porque contiene mi papel favorito de Marilyn Monroe, o de Solo Dios lo sabe (1957), un film muy por debajo de lo que prometía, seguramente porque a su director, John Huston, le falta la cualidad necesaria para convertir su espléndido planteamiento (la convivencia forzada, en una pequeña isla en medio del Pacífico, hostigada por los japoneses en plena guerra mundial, entre una monja —Deborah Kerr, espléndida como casi siempre— y un rudo soldado) en la espléndida historia de amor soterrada que, pese a todo, aun se vislumbra en sus imágenes. Esa cualidad es, precisamente, la que tenían en grado sumo los mencionados Walsh, Ford o Tourneur: el romanticismo.

Sin embargo, los años cincuenta vieron aparecer definitivamente al Robert Mitchum más turbio, al sujeto implacable, cuando no directamente canallesco, que prometía ese rictus de cinismo contenido en su rostro.

Tiranico Mitchum en Track of the Cat

El primer papel de ese tipo lo encontró en un film todavía injustamente poco conocido, Track of the Cat (distribuido en TV y soportes domésticos como El rastro de la pantera), dirigido en 1954 por William A. Wellman. Se trata de un western ambientado en parajes intensamente nevados (solo esto ya simboliza su singularidad: no hubo muchos, al menos en el esplendor del género) y además durante una tremenda ventisca, lo que proporciona el marco físico que requería su historia de confrontación familiar en unos términos de antagonismo moral que se expresan con notable crudeza, casi como si hubiera sido concebida por Tennessee Williams. Mitchum encarna al hermano mayor y cabeza de familia, un sujeto caracterizado por su lengua venenosa que no admite el menor cuestionamiento de su liderazgo, de tal modo que el conflicto se desarrolla en la confrontación entre la libertad (de los más jóvenes del clan) y el mal, simbolizado por esa pantera del título a la que el protagonista debe cazar y en la que tal vez encuentre un reflejo de sí mismo. Un tanto irregular (la memorable hora inicial luego rebaja un tanto su alcance y todos los actores no brillan a la misma altura), sin embargo la poderosa atmósfera mortuoria que impregna al film la dota de una fuerza notable. Y Mitchum demuestra su sentido del riesgo no solo en la elección del personaje más antipático de toda su carrera —hasta sus ya declarados villanos posteriores cuentan al menos con un brillo carismático que aquí no existe— sino en el modo de aceptar que en la parte final de la historia su presencia pase a un segundo plano en pantalla, seguramente porque basta la impronta cruel que ha dejado hasta entonces para que siga latente por debajo de cada imagen.

Genial, por satanica, imagen promocional de Mitchum para La noche del cazadorAhora bien, ningún papel «negativo» de Mitchum posee más brillo que el del perverso predicador a la caza de los dos niños que guardan el botín del que ansía apoderarse, que aceptó interpretar a las órdenes del también actor Charles Laughton (en su única película como director) en uno de esos films de culto de verdad que tiene el cine. Se trata, claro, de la genial La noche del cazador (1955), un film de una complejidad dramática muy especial, que admite la sordidez de las historias criminales ambientadas en la América profunda, el onirismo propio del cuento de hadas (lógicamente siniestro) y la reflexión social, no en vano su trama se sitúa en ese espacio rural devastado por la crisis en los años treinta, todo ello por cierto ya presente en la magnífica novela de partida, publicada por Davis Grubb un par de años atrás. La poderosa imagen de esas dos manos, en cuyo dorso el predicador ha tatuado las palabras Amor y Odio, lo que le permite escenificar un «combate» entre ambos conceptos que el farsante utiliza para sugestionar a los incautos palurdos entre los que se mueve, es el icono más famoso del personaje. Pero no se olvide el modo en que el actor recrea el Mal en estado puro sin olvidar bañarlo de un sentido del humor grotesco que no por ello lo hace menos amenazador. Su figura a caballo marcándose a contraluz contra el horizonte, en la noche sobrenaturalmente iluminada por la luna (y por el gran Stanley Cortez), mientras entona (y subvierte) uno de esos bellos himnos del cristianismo evangélico tan presente en esa América pobre, resume a la perfección el significado de tan inmortal personaje: un ser aterrador, porque es capaz de hacer cualquier cosa, pero aterradoramente fascinante.

Mitchum encarnaría a otro villano irredimible en El cabo del terror (1962), dotándolo ahora de una chulería contagiosa —muy preferible en este caso, siento decirlo, a la sobria honestidad de su antagonista, el noble Gregory Peck— e incluso se prestaría a repetir la iconografía del predicador vestido de impoluto negro en El póker de la muerte (1968), un western menor como lo es su propio personaje, que en este caso no es un rufián satánico sino un mero vengador, pero que le añade un sugestivo aporte iconográfico: el predicador esconde un pequeño revólver entre las páginas, convenientemente ahuecadas, de la biblia que siempre porta, imagen solo por la que ya vale su creación.

Con el llego el escandalo, un buen melodrama de Vincente MinnelliAsí las cosas, son preferibles otros personajes a los que es difícil clasificar moralmente, siendo ese su atractivo. El mejor de todos ellos lo encarnó en el melodrama de tremebundo título español Con él llegó el escándalo (1959), dirigido por Vincente Minnelli. Mitchum encarna al hombre más rico del villorrio del Profundo Sur donde transcurre la acción, que compensa el fracaso de su matrimonio convirtiendo a cualquier mujer del lugar en miembro de su harén particular. La trama, como propia de un best-seller de pretensiones escabrosas, es poco verosímil, por no decir directamente insoportable, pero el trabajo del director y de los actores (Mitchum, Eleanor Parker y George Peppard en el papel que lo reveló) mejora considerablemente el endeble material de base. Así, nuestro hombre es capaz de hacer que el espectador, cuando menos, comprenda que ese continuo alarde de virilidad al que dedica su existencia, aun detestable y nefasto para quienes lo rodean —la esposa herida en lo profundo prácticamente desde la boda, pero que aún lo ama; el hijo legal que acaba huyendo de él, contaminado por su mera sombra; el afectuoso hijo natural (Peppard) que acabará siendo el personaje más humano de la historia— no lo convierte en un hombre malvado sino en alguien equivocado, en la primera víctima de su propio comportamiento.

En los años sesenta, y como sucede con la práctica totalidad de sus compañeros del Hollywood clásicos, Mitchum, al principio de modo inapreciable pero después muy evidente, fue viéndose desplazado de esos proyectos ambiciosos que un poco antes le llegaban con naturalidad. Su refugio, como el de la mayoría, fue el cine de género. En su caso, principalmente el western, un espacio en el que su mera presencia resultaba imponente. Vivió en sus carnes ese tiempo de desorientación, pero a su vez de enorme interés, en los que el cine del Oeste se bifurcaría en varias direcciones: el llamado dirty western (lanzado por el éxito de Grupo salvaje, dirigido por Sam Peckinpah en 1969), el western crepuscular (el mismo Peckinpah lo había iniciado con Duelo en la alta sierra siete años atrás), el revisionista (que con sus pretensiones de hacer «justicia», sobre todo con los indios, solo hizo el ridículo, como el nefasto Pequeño Gran Hombre, de Arthur Penn) o el nostálgico (que intentó conducirse como si el clasicismo todavía fuera posible, utilizando con reverencia, o con astucia, a los actores de siempre, ahora cargados de años).

poster-original-de-el-dorado-de-howard-hawksMitchum participó en casi todas las variantes, pero aún tuvo la suerte de ser reclamado para un western henchido todavía de verdadero clasicismo (aunque inteligentemente entreverado de toques crepusculares), a manos de uno de sus grandes cultivadores, Howard Hawks, que además lo emparejó con el west man por excelencia, John Wayne, un actor de impronta muy similar a la suya (imponente presencia física, sobriedad interpretativa, cultivo de una nobleza que sin embargo no es necesariamente inmaculada) con el que ejecuta un soberbio duelo interpretativo. El resultado fue El Dorado (1966), una variación por parte de Hawks de su previa y maravillosa Río Bravo (1959), en la que a Mitchum le correspondió rehacer el papel allí encarnado (y muy bien) por Dean Martin, el de camarada alcoholizado que ha de superar su debilidad para hacer frente al poderoso ranchero que quiere imponer su ley en el territorio. De hecho, esa debilidad que pasea durante la primera parte de la historia, decididamente desaliñado cuando no mugriento, tratando de aporrear a quien intenta ayudarle a superar su alcoholismo, pero a la vez todavía consciente de la dignidad que encierra dentro de sí, demuestra que, al lado de otras virtudes, el actor también tuvo la de saber provocar una inmensa ternura.

La maravillosa La hija de Ryan, obra cumbre de David LeanEn medio de esta etapa le llegó la proposición más inesperada. David Lean, que había reventado taquillas con tres éxitos sucesivos —El puente sobre el río Kwai (1957), Lawrence de Arabia (1962) y Doctor Zhivago (1965), especializándose en lo que muchos bautizaron como «superproducciones trascendentes», ayer menospreciadas por la crítica y hoy merecidamente reivindicadas—, le ofreció participar en la siguiente, La hija de Ryan (1970), su propuesta más delicada hasta la fecha, pues carecía de un notorio soporte de acción (la ubicación en la Irlanda furiosamente antibritánica de los días de la Primera Guerra Mundial es más bien un contexto dramático que un espacio para la acción) y, ante todo, iba a contar una historia de amor fuertemente condicionada por ese momento. ¿Sintió Mitchum la misma perplejidad que tantos cinéfilos al ver las características de su papel? Este, nada menos, es el del profesor del pueblecito donde transcurre la acción, culto y humilde, que acepta casarse con la joven protagonista aun sabiendo que difícilmente podrá encarnar los sueños románticos que ciegan a esta, y después acepta, con resignada mansedumbre, la infidelidad de su esposa con el joven militar inglés que acaba de llegar al lugar. Mitchum, por tanto, acepta un rol que nunca había asumido: un individuo que acepta tanto su pasividad como su inoperancia, a quien nadie valora especialmente y que, sin embargo emociona por la honestidad con que afronta las desgracias que van sucediéndole a la pareja. En teoría, un miscasting de campeonato. En la realidad, para mí, el mejor papel de toda su carrera, dentro además de un film excepcional, maravillosamente realizado por Lean, cuya tristeza duele y conmueve como pocas veces en el cine.

De haber triunfado la película, es probable que la carrera de Mitchum se hubiera reactivado con papeles en obras nuevamente ambiciosas. No lo hizo, y en esos años siguientes pareció que el actor definitivamente pasaba a la categoría de los has been; quién sabe si habría acabado, como tantos otros, en coproducciones mediterráneas. Lo salvó el thriller, el género que lo revelara tantos años atrás, en el que inesperadamente reverdeció viejos laureles y prolongó así su categoría estelar, no en vano el cine policiaco atravesaba una nueva etapa de éxito comercial, al amparo de una renovación del género liderada por títulos como French Connection (1971), que adaptaron el viejo cine noir a la dureza visual e ideológica de los nuevos tiempos.

Mitchum como Eddie Coyle en El confidenteSu «recuperación» tuvo lugar con El confidente (1973), un film dirigido por el inglés Peter Yates —firmante de otro de los títulos centrales de la renovación del thriller, Bullitt (1968)— según una prestigiosa novela de George V. Higgins. En él, encarna a un delincuente de poca monta que se dedica a la venta de armas y que será utilizado implacablemente por otro sujeto tampoco de mucho nivel pero mucho más astuto y sobre todo artero para encubrir sus propias andanzas (el injustamente olvidado, y grande, Peter Boyle). Es otro papel que en sus buenos tiempos habría costado imaginar en él: un infeliz fácil de engañar pese a que crea que tiene recursos y, sobre todo, reputación. Un proletario del delito, con familia a la que mantener (en su momento seguro que fue chocante verlo emparejado con una esposa de aspecto tan corriente, llenita y metida en años —o sea, la esposa de esperar en ese tipo corriente) y cuya mayor preocupación es evitar una condena de tres años que tiene pendiente. No es desmitificación: es paso del tiempo. Mitchum tenía cincuenta y seis años, pero seguramente aparentaba más. Sus gestos y su voz denotan ya no desengaño, sino directamente cansancio. Nadie podría pensar que todavía es capaz de pensar con rapidez: su personaje cree manejar los tiempos pero en realidad es engañado con facilidad. Ya no es nadie. Y el actor nos transmite con estremecedora facilidad que su Eddie nunca lo fue.

estupendo-poster-americano-de-yakuzaEl último gran protagonista de su carrera sí nos devolvió, conmovedoramente, su imagen de antaño. Se encuentra en Yakuza (1974), esa inolvidable película que constituye el único fulgor de la carrera de Sydney Pollack. Harry Kimble regresa a Tokio, la ciudad donde pasó varios años durante la ocupación, para ayudar a un viejo compañero de la guerra cuya hija ha sido secuestrada por la mafia japonesa. En aquel tiempo creyó encontrar la felicidad con una joven viuda, madre de una hija pequeña, a la que salvó de perecer en medio del hambre y la devastación moral del país; pero un buen día reapareció el hermano de la mujer, un tradicionalista herido por la derrota, llamado Tanaka Ken, y ese fue el fin de su historia de amor y de sus años en Japón. Ahora vuelve y tiene que pedir la ayuda de ese hombre misterioso, que convirtió en un notorio yakuza, pues el giri —ese misterioso concepto de fidelidad más allá del honor al que el término occidental «deber» no hace justicia— le hace estar eternamente obligado, a su pesar, ante el extranjero que salvó a su familia. Así, el film una estremecedora reflexión sobre dos conceptos evidentemente ligados pero no necesariamente indisociables, la amistad y la lealtad, estableciendo un sabroso juego de contrastes entre oriente y occidente. También obligado por amistad —aunque, como él descubrirá, para los occidentales, la amistad, y no digamos la lealtad, sí son harto flexibles—, el protagonista desatará una violenta empresa que pondrá en peligro tanto a Ken (que, sin saberlo Harry, que tantas cosas desconoce de ese país que cree conocer, hace años que dejó ese mundo turbio: por tanto, prestarle ayuda exigirá de él entregarlo todo) como a sus seres queridos de antaño. Por un pasado de dolor, Harry precipitará un presente de desolación.

Yakuza, cuyo acercamiento a Japón y al mundo oriental (por supuesto, desde la perspectiva occidental) creó escuela tanto entre cineastas como entre artistas del cómic, verbigracia el gran Frank Miller, es una película espléndida, impregnada del clasicismo narrativo de antaño. Un clasicismo manifiesto en la descripción de personajes (de la mano tanto de la creación de Mitchum como de su antagonista Takakura Ken, estrella nipona del género, cuyo mutismo extremo se complementa perfectamente con el gesto sobrio, pero más expresivo, del actor americano), pero que se impregna de ese desencanto sórdido y lúcido del cine policiaco de los años sesenta, mediante una combinación perfecta. Y Robert Mitchum sella para siempre su inmortal imagen en la historia del cine. Cómo no reconocer en su gesto todavía indolente pero a la vez firme —ahora también cansado, no solo por edad sino por haber descubierto que la soledad es un castigo implacable— el aire de ese viejo fatalismo que distinguía sus personajes de sus años jóvenes… Atrapado una vez más por unas circunstancias del pasado que solo comprenderá demasiado tarde, como Jeb Rand, como Jeff Markham, su Harry Kilmer, al menos, sufrirá un doloroso proceso de iluminación que le permitirá encontrar, si no el consuelo, sí al menos la paz interior.

Amistad, lealtad, giri, Japón. Yakuza.

Es fácil imaginar que Harry vuelve a América, en el final de la película, sabiendo que la vida ya no le reserva ningún aliciente, por muchos años que le queden por vivir. ¿Imaginó Mitchum algo parecido en lo relativo a su carrera? Debe recordarse que le quedaban más de veinte años de carrera ininterrumpida por delante, que todavía conocería algún éxito como protagonista y que luego haría muchos papeles secundarios y de colaboración. Pero Yakuza es su canto del cisne, por mucho que algunas de esas colaboraciones las hiciera para películas tan espléndidas como el Dead Man (1995) de Jim Jarmusch. Y así prefiero verlo despedirse del cine: con los párpados inconmoviblemente somnolientos, lo que no quiere decir que no estuviera bien despierto en todo momento; con el gesto del profesional que lucha hasta el final, del hombre que no necesita alimentar su vanidad para sentirse digno. Su premio es el inmenso cariño que los amantes del buen cine (al menos los que detestamos el Método y a los actores vacuamente intensos) le hemos tenido siempre. Por Jeb Rand, por Jeff Markham, por Harry Kilmer, por el predicador asesino o por el pobre marido engañado de La hija de Ryan, Robert Mitchum siempre será el clásico que no necesitará saber que lo es.

Robert Mitchum, indolente fatalismo

 

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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6 Responses to La ambigua indolencia de Robert Mitchum

  1. Avatar de zerezov zerezov dice:

    Hola, gran entrada sobre Mitchum, como es habitual. ¿Que opinión te merecen las adaptaciones de Chandler en las que participó en su madurez? Lo vi muy mayor para el papel de Marlowe, igual es un prejucio mío debido a la imagen del personaje que tengo por las novelas (y por Bogart, claro). En realidad, ahora que lo miro tampoco era tan mayor. Pero es la sensación que me dejó.

    • ¡Muchas gracias por tus palabras! Te contesto. De los dos Marlowes, solo he visto «Adiós, muñeca», el primero; el segundo lo tengo pendiente, aunque a la vista de las referencias nunca he tenido mucha prisa en verlo. Mitchum está sensacional como Marlowe, claro. Otra cosa es que a quien haya leído los libros, o visto las pelis, le resulte una elección chocante, por la edad. Yo he visto casi todas las versiones del personaje en el cine, y creo que la más cercana al original es la de Dick Powell, en «Historia de un detective», porque tiene ese aire un tanto infantil que coincide con el estilo de las réplicas. Ahora bien, en función de la calidad de la película, seguramente Bogart sea el más recordable. Y en efecto, estoy de acuerdo, Mitchum no era tan mayor, pero lo parecía (comparar hoy su aspecto con el de cualquier estrella tipo Brad Pitt o Tom Cruise, que ya son mayores que él en esa película, desconcierta algo). Ahora bien, lo compensa con todo lo demás: presencia y calidad interpretativa.

      ¡Un abrazo!

  2. Avatar de Rik Rik dice:

    Te felicito. Buena descripción: una presencia. El grandote llena la pantalla.

    Soy un cinéfilo de 66 años. El chasis y la memoria ya no son lo que eran: esta mañana no recuerdo la película que vi anoche. Arte inolvidable me dejan varias de Mitchum.

    La noche del cazador. ¡Pobre Shelley Winters! Me gusta Drácula, odio a los nazis, pero el predicador encarna el Mal. Cabalgando junto al río, los niños en la barca, recuerdo una rana iluminada por la luna, este viejo rockero lo asocia con Riders on the storm de los Doors: Hay un asesino en el camino / Su cerebro se retuerce como un sapo.

    Retorno al pasado. Sí, concuerdo, si tuviera que elegir un thriller, éste. La inevitabilidad del destino. Recomiendo que lean el post que le dedicaste. ¡Eso es amor!

    He descubierto Hombres errantes. No la olvidaré. Yo no soy experto en nada, incluyendo el arte dramático; a mí los actores me convencen, o no. Un trío fabuloso. Pequeña gran película. Al comienzo, cuando Mitch encuentra en un sótano recuerdos de infancia… lloré como un niño.

    El cabo del terror. Con mayúscula: el tipo es la Amenaza. El remake de Scorsese no lo es porque De Niro gesticula.

    Río sin retorno es mi western. Los hay mejores, (Shane, Johnny Guitar…) pero el cariño me mueve. Él y Marylin, y el niño que bebe café. Y mamá Naturaleza versus el saloon.

    Como Borges y Picasso, los grandes no se jubilan. Sus cinco minutos en Dead man son lo mejor.

    José Miguel: gracias.

    • Con actores como Mitchum, nuestra devoción no se debe a un análisis racional sobre su estilo y recursos: es el instinto en que nos conduce a la adhesión. Es un grande que, si supo que lo era, nunca transmitió semejante vanidad y por eso supo entregarse con modestia a cada personaje, incluidos aquellos más incómodos o más inesperados.

      «La noche del cazador» atesora tantas imágenes fascinadoras que habría que dedicarle un espacio aparte. Yo señalo tres: la travesía de los niños por ese río irreal mientras la pequeña canta un canción tan inolvidable como inquietante; la imagen del predicador recortándose sobre el cielo nocturno, de noche, mientras canta (¡qué miedo da entonces!) y el maravilloso plano de Shelley Winters sumergida con el coche en el río, de una belleza tal que olvidamos que es una mujer asesinada.
      Pienso lo mismo que tú de «Río sin retorno»: amo este western no porque sea el mejor sino porque me conmueven sus personajes, sus situaciones, ese agricultor obligado en un santiamén a abandonar el esfuerzo de tantos meses y sin embargo el premio que encuentra en la cantante de saloon con quien comparte la huida. El papel más inolvidable de Marilyn.
      En fin, tantas películas, tantos personajes de antología… Me alegra que hayas disfrutado con «Hombres errantes». A mí me has recordado su aparición, breve pero perdurable, de «Dead Man».
      Un abrazo y gracias a ti.

  3. Avatar de mikilis mikilis dice:

    Considero que Robert Mitchum perteneció a esa categoría de actores que aunque no eran buenos, si que tenían el suficiente carisma y la necesaria presencia como para llenar la pantalla. Es un caso similar a los de Vincent Price o Rock Hudson, que a nivel interpretativo eran flojos, pero llenaban la pantalla y se ganaban al espectador. Si es cierto que tengo cierta simpatía por Robert Mitchum y por lo «chuleta» que era. Ningún hombre ha fumado como Robert Mitchum igual que ninguna mujer ha fumado como Lauren Bacall.

    Por lo visto, había sido boxeador antes que actor, y en uno de sus combates recibió un puñetazo que le dejó para siempre la mirada extraviada o la cara de sueño con la que le recordamos todos.

    De sus papeles me quedo con los de Retorno al pasado, La noche del cazador, Con él llegó el escándalo, La hija de Ryan-por inesperado en un actor asociado a los papeles de duro- y Yakuza.

    • Mitchum pertenece a la gran tradición de los actores del Hollywood clásico: primero eran «presencias» y después actores, y esto para la valoración posterior de muchos ha sido un lastre. Actores para mí tan grandes como John Wayne, Dana Andrews, Tyrone Power o el mismo Mitchum (incluso Gary Cooper, paradigma en un tiempo del actor «natural» por antonomasia) no han sido valorados como yo creo que merecen. Fíjate que citas cinco personajes a cuál más diferente, cada uno de los cuales los bordó Mitchum, lo cual da idea de la versatilidad que tenían casi todos estos actores que podrían parecer, por la poderosa imagen que recordamos de ellos, mucho más unidimensionales. (Olvidemos la tontería que dijo Bogart acerca de que todos tendrían que interpretar Hamlet para demostrar quién es el mejor actor…).

      En fin, esos cinco personajes figuran también entre mis predilectos absolutos, aun cuando en Mitchum hay tanto donde elegir que es difícil: yo añadiría sus personajes de «Su única salida»y de «Hombres errantes». Pero siempre, siempre, su conmovedor papel en «La hija de Ryan» será para mí la vara de medir la valía de estos grandes.

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