La segunda serie de los Episodios Nacionales: Caín es español

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Edicion en Destino de la segunda serie de los Episodios NacionalesApenas concluida la redacción y publicación de la primera serie de los Episodios Nacionales, el joven Benito Pérez Galdós ya estaba manos a la obra con la segunda. El marco histórico que iba a recorrer esta nueva decena de novelas sería el reinado de Fernando VII, desde su tan deseado regreso en 1814, hasta su muerte, extendiéndose todavía unos pocos meses de 1834 para narrar el estallido del conflicto carlista. Si la primera serie la concluyó en algo más de dos años, para la segunda empleó más, pues se escriben entre junio de 1875 y noviembre de 1879. Hay que tener en cuenta que si el canario no había compaginado la primera de las redacciones con ningún otro proyecto novelístico, ahora sí lo hizo: en el segundo lustro de los años setenta ven la luz Doña Perfecta (1876), Gloria (1876-77), Marianela y La familia de León Roch (ambas de 1878). La ambición del autor, y la conciencia de sus propias posibilidades, son ahora mayores y el escritor se ve desbordado de proyectos. Es por ello que cabe calificar esta segunda serie como más compleja, más diversa, abierta a más registros. Y más desengañada, muchísimo más desengañada. Si en la primera serie, las rivalidades entre los españoles, indiscutibles, todavía pueden verse solapadas ante la presencia del enemigo común que son los franceses, en el reinado del Rey Deseado (del Rey Infame, como al final muchos lo llamarían), España se desgarra en banderías, cada uno con un concepto de la sociedad, de país y, si se me apura, del mundo radicalmente incompatibles entre sí, hasta el punto de que la sencilla división inicial entre liberales y absolutistas acaba complicándose mucho más, pues ni entre estos se ponen de acuerdo. A la altura del tiempo desde el que escribía (acaba de concluir el desalentador Sexenio Revolucionario, en el que tanta gente como él puso sus ilusiones y que a tantos como a él decepcionó), Galdós no tiene la menor duda: el cainismo es la principal característica de nuestro país. España está (¿estamos?) condenados a no ponerse de acuerdo jamás y, tristemente, a matarse entre sí a la menor ocasión con especial saña. Galdós lo vio bien: Caín era español. Y no podía imaginar que, en el futuro, esta irracional necesidad de hacerse daño unos a otros todavía alcanzaría mayores cotas.

A la hora de afrontar los Episodios Nacionales, debe tenerse en cuenta que para Galdós fueron más que una aventura literaria. El escritor pretendía llevar la Historia a sus lectores, en dos sentidos. Uno, el conocimiento del propio devenir patrio, que revestido bajo el ropaje de la ficción atraería a muchos más lectores de los que suelen ir a las fuentes de información puramente históricas (es algo que puede entenderse: ¿cuántos lectores actuales del género van después a los libros de los Valdeón, Elliott, García Cárcel o Isabel Burdiel, aun cuando sea para comprobar el grado de fidelidad que hay en esas recreaciones que tanto les han entretenido?). Dos, un propósito didáctico: plantear a sus lectores las razones del difícil tránsito de España hacia la modernidad, entendida esta como un sistema político democrático que uniera a los ciudadanos en vez de separarlos.

Calderote, primera guerra carlista, por Ferrer y Dalmau

La historia del siglo XIX era para Galdós la historia de un fracaso y sus raíces se encontraban para él en la mala inversión que se hizo después de ese acontecimiento, la Guerra de Independencia, que en principio debía haber sido el que actuara de vínculo de cohesión para el futuro. Los primeros culpables, por supuesto, habían sido el mezquino rey Fernando y quienes, por convicción o para mantener sus privilegios, sustentaron su concepto egolátrico (más que absolutista) del poder. Pero después los supuestos defensores de la libertad, que desaprovecharon incluso la segunda oportunidad de que gozaron en el Trienio Liberal. La segunda serie de los Episodios es la crónica de ese cruel fracaso visto desde la perspectiva de un hombre que se implica a fondo en la causa del liberalismo, guardando siempre la lucidez necesaria para comprender tanto sus excesos como sus limitaciones, y que agota su juventud y sus fuerzas en tan estéril empresa.

La excelente biografia de Fernando VII por La ParraLa serie está compuesta por las siguientes novelas: El equipaje del rey José y Memorias de un cortesano de 1815 (ambas de 1875), La segunda casaca, El Grande Oriente y Siete de julio (1876), Los Cien Mil Hijos de San Luis y El terror de 1824 (1877), Un voluntario realista (1878), Los apostólicos y Un faccioso más y algunos frailes menos (1879). Como ya indican la mayor parte de los títulos, Galdós organizó los libros en torno a momentos fundamentales del reinado e hizo comparecer en ellos, dándoles voz propia, a innumerables personajes que tuvieron existencia real (incluso el mismo Fernando, aun de modo ocasional). Es mérito del autor que, fuera de los más relevantes, el lector no sepa distinguir a los reales de los ficticios. Quien desee clarificar el contexto y sus actores cuenta con un libro reciente y extraordinario sobre toda la época. Como profesor de Historia, desde luego me parece una lectura obligada: Fernando VII. Un rey deseado y detestado, de Emilio La Parra (XXX Premio Comillas), publicado por Tusquets en 2018.

La primera diferencia con respecto a la serie inaugural es que aquí Galdós no quiso maniatarse con un relator en primera persona que limitase tanto la visión que pretendía dar como el tono narrativo, cual había sido el Gabriel Araceli de aquella. Un Gabriel que, por cierto, aparece brevemente en el segundo de los libros dando un largo discurso que sirve a Galdós, precisamente, para rubricar la diferencia central entre las dos épocas en que se centra cada serie: para señalar claramente a los responsables de que toda el esfuerzo de la guerra no sirviera para nada: a Fernando VII y sus turiferarios.

Con pasión, Gabriel (o sea, Galdós), declara que «los junteros de 1808, los regentes de 1810, los constitucionalistas de 1812» cometieron grandes errores, sin duda; es más, fueron de equivocación en equivocación pero siempre les movió una idea creadora, lo que los distingue del mero sentido destructor de la Monarquía del 14, que no solo arruinó el presente construido en Cádiz sino el mismo futuro del bando al que Gabriel, evidentemente, pertenece, al bando de los que querían modernizar España. Y esto tuvo consecuencias: a los liberales de 1812 les impulsaba la ley; a los de 1820, la venganza. La reacción absolutista, por tanto, desunió a quienes soñaban con una España mejor, sin cohesionar tampoco a quienes se conformaban con lo previo, pues estos se dividieron con mayor saña aún. No en vano la herencia del fernandismo será el carlismo, la guerra civil: el cainismo asesino.

Salvador Monsalud, ilustracion de Melida y PellicerCiertamente, hay un protagonista cuya trayectoria sirve de hilo conductor, Salvador Monsalud, mas ni siquiera este centra todas las novelas. De hecho, hay dos libros en que ni aparece, el segundo y el sexto, y otros en que cede el centro del relato a otros personajes. Este solapamiento, sin embargo, no atenúa en nada el dibujo de Monsalud. Bien al contrario, lo enriquece, pues Galdós demuestra que no es necesario calzarse todo el tiempo sus zapatos para conocerlo. Las ausencias de Salvador y las necesarias elipsis a que dan pie contribuyen a dotarlo de aun mayor relevancia, pues puede decirse que incluso en ausencia está presente.

La primera serie recogía ocho años de la vida de su joven protagonista. En cambio, son veinte los que recorre Monsalud en la segunda, los que van de 1813, en plena desbandada del ejército francés, a 1834, con el inicio del reinado de Isabel II. El muchacho no tiene ningún papel heroico en aquella retirada. Bien al contrario, huye del país con las tropas pues a ellas pertenece: en su pobre deambular por Madrid, no ha encontrado otro acomodo que sirviendo como guardia en uno de los regimientos españoles organizados por José I. Debe insistirse: el joven Salvador ni siquiera es un afrancesado. Es un sujeto sin objeto. Será en el exilio donde encuentre sus ideales: el sueño de la libertad. Desde ese momento, se une a quienes conspiran por el restablecimiento de la Constitución, y sin embargo los tristes acontecimientos del Trienio Liberal comienzan a mellar su sueño hasta convertirlo en pesadilla. Superada esa primera juventud, Salvador reemprende de nuevo el camino del exilio, sin querer descolgarse del todo de sus esperanzas hasta que en los últimos libros, convertido ya en un hombre maduro, no tiene más ilusión que la del descanso, arreglando su situación en los estertores del reinado de Fernando y soñando con convertirse en un mero hombre de familia.

Riego, el militar que trajo el Trienio LiberalDe su mano, por tanto, Galdós va desgranando el catálogo de todas las posiciones políticas de esos años. Comienza por la división entre patriotas (entre los que destaca a los guerrilleros, buena parte de los cuales, con el tiempo acabarán volviendo al monte para luchar por el absolutismo puro) y afrancesados, quienes huyen con Pepe Botella. Con estos va circunstancialmente Salvador, que huye porque nadie va a atender a sus explicaciones, como descubre amargamente en el camino. Regresa a España como entusiasta liberal, mas enseguida, cuando cree que quienes piensan como él son quienes están en el poder, se produce otra división, provocada en el fondo por las insidias de Fernando: los que serán llamados moderados, por su deseo de contemporizar en lo posible con las pretensiones reales, y los exaltados, los que no admiten la menor transacción. Salvador enseguida se desengaña de ambos, porque en el fondo considera que son caras de una misma moneda, sobre todo por su ridícula organización en sociedades aureoladas por el nimbo del misterio: los círculos masónicos, en un caso, y los llamados comuneros en el otro. El regreso del absolutismo introducirá, desde el principio, un nuevo cisma, ahora en las filas de los partidarios de este, cuando una facción de sus partidarios, los llamados apostólicos, considerará ahora a Fernando como un tibio y comiencen a organizarse en torno a su hermano el infante don Carlos. Y así es como termina la serie: con el estallido de la guerra civil a la muerte del rey.

Si el pobre Salvador se considera un despojo que el viento lleva de un lado a otro, en cambio Galdós se mueve con mano maestra por entre todas las banderías, otorgando a todas el mismo tratamiento. Es decir, se ríe de su sectarismo, de sus puntos ridículos (es especialmente sangrante el tratamiento paródico que da a la masonería en El Grande Oriente), de su facilidad para exhibir contradicciones y fatuidades. Como es natural, su mirada es mucho más severa para los partidarios del absolutismo, sobre todo de los apostólicos. En este sentido, uno de los personajes más recordables de la serie es bien simbólico de esa consideración. Se trata de don Felicísimo Carnicero, definido literalmente como «hombre fósil», uno de los más notorios partidarios de don Carlos en la capital, un lóbrego especialista en expedientes eclesiásticos cuya descripción, puramente quevedesca, es una de las cumbres cómicas de la serie. Como he escrito otras veces, la etiqueta de escritor «serio y realista» que se ha dado a Galdós en las historias de la literatura, no solo ha hurtado su lectura a edades tempranas (y la primera serie, sobre todo, se lee como un relato de aventuras que cualquier amante de Dumas puede disfrutar) sino que no ha insistido lo bastante sobre el divertidísimo sentido del humor del canario.

Juan Bragas de Pipaon, el cortesano, el medrador, el superviviente de GaldosAhora bien, Galdós es especialmente afortunado con aquellos personajes que son capaces de nadar en todas las aguas. Destaca sobremanera Juan Bragas, paisano de Salvador y amigo temprano suyo, en quien el escritor encarnó la figura del medrador nato, del hombre que sobrevive a todas las tempestades porque tiene un instinto especial para verlas venir y ponerse a refugio jugando a dos barajas, si es necesario. Pesebrista de los franceses como Salvador, su primera transformación es muy pronta, al tornarse patriota en el momento adecuado, y después acérrimo absolutista, masón liberal, fernandino moderado, apostólico extremo y, en el último momento, leal isabelino. Qué mejor símbolo de su capacidad para el transformismo que el mismo cambio de apellido que se da cuando, avergonzado de la vulgaridad del suyo con el que nació, lo sustituye por su lugar de origen, de tal modo que en casi toda la serie recibirá el nombre de Juan de Pipaón.

Galdós le da el relieve necesario, convirtiéndolo incluso en el narrador en primera persona de dos de los episodios, el segundo, al que da título, Memorias de un cortesano de 1815, y el tercero, La segunda casaca. Es buen momento para hablar de una de las características eminentes de la serie, y uno de los rasgos en que es enteramente superior a la primera, pese a que en ella ya lo luce sobradamente: su versatilidad narrativa. Galdós no solo deja atrás la narración subjetiva de un único personaje, sino que va alternando voces y estilos, del mismo modo que es capaz de pasar del análisis político (Galdós nunca pierde de vista que su obra es histórica) a la crónica de costumbres (no en vano una de sus grandes fuentes para el dibujo del viejo Madrid fue Mesonero Romanos, al que hizo comparecer en el noveno capítulo), del folletón sentimental (que es lo que otorga unidad a la trama, puesto que el registro político va de una banda a otra) al registro satírico, del realismo al romanticismo, sin desdeñar una inesperada capacidad para dotar a la pasión de sus personajes de un inesperado regusto sadiano.

El famoso retrato de Los romanticos espanoles, por Esquivel

Galdós dedica muchas páginas de ese noveno capítulo, Los apostólicos, al dibujo de la primera generación romántica de la literatura española, la formada por los Espronceda, Ventura de la Vega, Patricio de la Escosura y el mismo Mesonero. Y no es para menos, porque el escritor canario, al que siempre se le ha incluido en las historias de la literatura como el más eminente realista del siglo XIX, hizo un abundante y particular uso de los rasgos del romanticismo en sus ficciones, especialmente en los Episodios Nacionales. Como antes Gabriel Araceli, Salvador Monsalud vuelve a ser la encarnación del héroe romántico en su plenitud: un hombre empujado continuamente de un lado a otro por el destino o por el azar, que dedica sus más apasionados esfuerzos al ideal de la libertad pero que, hombre al fin y al cabo, también se deja arrastrar por sus necesidades sentimentales. Y cada vez que cree tener al alcance de la mano su objetivo, político o personal, aquel se desvanece como por arte de magia, impregnándolo por tanto de la aureola del fracasado, esa etiqueta que tanto prestigio habría de obtener en el cine y la literatura mucho después de pasado el tiempo de Galdós.

Los dos hermanos cainitas, Monsalud y Carlos Navarro«Todo aquello en que pongo los ojos se vuelve negro», se lamenta con amargor en El Grande Oriente (y todavía le queda más de media serie para penar aún más). La misma traza del personaje ya es puramente folletinesca. Salvador no solo es un muchacho de origen humilde, sino además hijo natural que descubre la identidad de su padre cuando, en el primer capítulo, facilita su muerte a quien cree nada más que un guerrillero desaforado al que los franceses van a linchar. Más aún, en ese arranque de la serie se plantea el hilo conductor de la serie, que una vez más no puede ser más simbólico. Salvador tiene un hermano, el hijo legal de su padre, Carlos Navarro, también guerrillero, que va a ser el doble especular de Monsalud, puesto que da el paso natural de furibundo patriota a exaltado absolutista, primero, y por último a furibundo carlista (alguien pensará que llamándose igual y siendo vasco, estaba predestinado). Un Carlos que odiará a muerte a Salvador porque ambos aman a la misma mujer, Genara, inicialmente novia del segundo pero que, no menos patriota que el primero, en su despecho al descubrir que su prometido es un traidor, acaba contrayendo matrimonio con aquel, un matrimonio que fracasa desde el primer momento, al ser el odio el único vínculo que ella comparte con él.

Este personaje femenino, Genara, es otro de los más afortunados de la serie, superando netamente a la dulce Inés de la primera serie. Menos conocida que las otras excepcionales creaciones femeninas del autor (Fortunata, Tormento, la de Bringas, Tristana, Benina…), Genara destaca por la tortuosa complejidad con que la retrata el autor. En la primera novela su caracterización es tan esquemática e ingenua como la de Salvador (como propias de dos pipiolos que apenas se han asomado a la vida, aunque esta adopte trazas tan tremendas que los fuerce a tomar decisiones de adulto), de ahí que su acérrimo patriotismo la lleve a revolverse como una Erinia contra el joven al que antes amaba con devoción y exigir su aniquilación. Esa animadversión la acompaña en los siguientes años, en buena parte como desahogo ante el fracaso de su matrimonio, hasta el punto de intentar procurar su perdición al descubrir su presencia en el Madrid del primer sexenio absolutista.

P02878A01NF 2009Cuando reaparece en escena en los tiempos del Trienio es ya una mujer diferente. Separada del marido, ha ganado en autonomía, adquiriendo los modos de una mujer de mundo (ayudada siempre por su notable belleza) mas, siempre, ferviente partidaria del absolutismo más extremo. Esta Genara que triunfa en la sociedad sigue creciendo y su carácter se va haciendo más flexible, en buena medida (y he aquí otro elemento romántico) al recobrar el buen sentido y reconocer que sigue amando a Salvador, cuya protección, intentando utilizar sus contactos y su propia seducción personal, se convierte enseguida en una obsesión. Ahora bien, el amor no mejora a Genara: cuando el lector ha decidido ya enamorarse de ella, tiene una intervención de una mezquindad superlativa, engañando a Solita, la infeliz muchacha a la que Salvador ha adoptado como medio hermana, pues, pese a sus poco donosos atractivos y a su modesta insignificancia, enseguida intuye en ella a una rival, de tal modo que no dudará en encaminarla, creyendo que va a reunirse con el hombre a la que ambas aman, justo a la parte del país contraria a donde realmente está.

Este segundo personaje femenino, Solita, que inicialmente puede parecer meramente anecdótico, va ganando relieve a medida que avanza la serie y termina por convertirse en el tercer vértice de la trama sentimental. Su dibujo, desde luego, carece de la originalidad y autonomía del de Genara (no digamos de sus dones físicos) puesto que responde al tópico ideal de la mujer que hace de la abnegación y la entrega a los demás el norte de su vida. Solita parece existir solo en función de las demás, mientras suspira a distancia por ese hombre aventurero con el que, en realidad, tan poco tiempo compartirá en los quince años que lo trata.

Grabado de El terror de 1824Ahora bien, Galdós hace que esa abnegación en principio vulgar alcance una altura sublime en el que tal vez sea la obra maestra de la serie, el inolvidable sexto episodio, El terror de 1824 (en el que, significativamente, Salvador solo comparece mediante referencias: es literalmente una sombra), cuando acoge en su casa a otro de los mejores secundarios de la serie, don Patricio Sarmiento, uno de los varios fanáticos (casi siempre ancianos, por lo común patéticos) que retrata el autor, maestro y miliciano en los tiempos del Trienio, convertido prácticamente en una piltrafa humana con el regreso del absolutismo. A través del proceso de curación personal que hace Solita del maltrecho cuerpo y de la mente casi degradada del antiguo pedagogo, Galdós ejecuta una admirable apología de la necesaria humanidad que nos debemos unos a otros, tanto más emotiva por cuanto está destinada al fracaso: como indica el título del episodio, la furibunda necesidad del régimen por reafirmar su autoridad encuentra enemigos por doquier, aun cuando sean insignificantes. El cainismo en estado puro.

Galdós aún añade una cuarta pata de banco al asiento sentimental que traba a los personajes, que acaba situándose a la altura de los otros tres. En este caso es Benigno Cordero (al Galdós de la época, y al de casi todas las épocas, siempre le gustó caracterizar a sus creaciones directamente desde la elección onomástica), un honrado comerciante de mediana edad, liberal irreductible (es miliciano durante el Trienio e incluso tiene una actuación heroica durante una sublevación absolutista en Madrid) pero no sectario, él no, de tal modo que una vez pagada su «deuda» con el régimen se dedicará sencillamente a su hogar. Benigno acoge a Solita, siempre desvalida, en su hogar, convirtiéndola en segunda madre para sus hijos y, como es natural, enamorándose de ella hasta el punto de ilusionarse con la posibilidad de que ella, a la que tantos años lleva, acepte casarse con él. Cordero y Solita son el reverso apacible (aunque los acontecimientos también los zarandeen considerablemente) de esos dos exaltados que son Monsalud y Genara, y con ellos componen la parte más visible del riquísimo tapiz de tipos que se extiende por esta serie de los Episodios Nacionales, tan abundante en ellos que un pequeño artículo se queda corto.

El Madrid del diecinueve, protagonista en Galdos

Al lado de ellos aparecen y desaparecen todo tipos de personajes secundarios que vuelven a reaparecer cuando menos se los espera. Es más, algunos de ellos proceden directamente de la primera serie, o saltan a los Episodios desde alguna de sus primeras novelas históricas, como La Fontana de Oro (1870). Se ha dicho muchas veces que Galdós se inspiró en Balzac y su magna obra La comedia humana, que esta vinculación entre sus novelas es un elemento fundamental en la constitución de ese riquísimo universo, que será central en sus grandes obras de los años ochenta.

En cualquier caso, esta segunda serie de los Episodios Nacionales brilla sobremanera la capacidad del autor para fundir la dimensión histórica con la dimensión personal de sus criaturas, de tal modo que el devenir de estas (sus sentimientos, sus fracasos, sus pequeñas o grandes alegrías) nunca puede desligarse del primero. Galdós es grande por muchas razones: por el interés de sus tramas, por la fuerza y diversidad de sus personajes, por la fluidez narrativa, por la capacidad para dar vida a tipos y ambientes, por el genial sentido del diálogo… Pero es su formidable sentido dramático —esa especial intuición mediante la cual el escritor extraordinario crea en el lector la sensación de que solo hay una manera posible de contar lo que está contando y es la que él ha elegido— lo que convierte esta serie en una cumbre de la literatura galdosiana y, por ende, de la española.

Caricatura de Galdos, por Luchana, de 1898En el capítulo final de la décima entrega, Galdós, concluidas las aventuras de sus criaturas, se dirige directamente al lector con un enérgico «Basta ya», y a continuación nos indica que aquí concluyen «definitivamente» sus Episodios Nacionales. La razón que da estriba en que los tiempos que quedan por novelar están demasiado cercanos: aunque él escribía a finales de los setenta, todavía la época de Isabel II era su época (había nacido en 1843, el año en que las Cortes la reconocieron mayor de edad y la entronizaron libre de regencias). No sería hasta veinte años de cerrada esta segunda serie, en 1898, cuando por fin, considerando que había la distancia suficiente, retomaría su redacción, comenzando justo allí donde había acabado, por la primera guerra carlista.

De momento, lo que le esperaba al escritor era iniciar la que todos reconocen como la etapa de mayor altura de su obra, que se inicia con La desheredada, de 1881. En esta obra sería cuando por fin creería encontrar la voz necesaria para dar cuerpo definitivo a su comedia humana, a su crónica del Madrid que él había conocido. En poco tiempo desfilarían sucesivamente El amigo Manso (1882), la trilogía compuesta por El doctor Centeno, Tormento y La de Bringas (1883-1884), culminando con esa cima que es Fortunata y Jacinta (1887). Y eso sin contar con que todavía quedaba por entregar Miau (1888), la monumental tetralogía de Torquemada (de 1889 a 1895) o Tristana (1892). Como el mismo Balzac o como Henry James, con los que comparte su propósito de novelar una sociedad y por tanto un universo, siempre parece quedar un Galdós por leer: una novela temprana, un relato ignorado, una serie de los Episodios Nacionales o una de las obras más conocidas que hemos dejado para el final. Por eso, se trata de uno de esos grandes autores que alimentan nuestro amor por la lectura no solo por todo lo bueno que hemos leído de ellos, sino por la certeza de que todavía nos han dejado mucho por leer.

El retrato de Galdos por Sorolla

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 Responses to La segunda serie de los Episodios Nacionales: Caín es español

  1. ¡Qué buena visión de conjunto! La influencia que tuvo Galdós del romanticismo es innegable, aunque a partir de esta serie, en que daba testimonio de su nacimiento -no recuerdo en cuál novela-, también empezó a burlarse de él de manera abierta. Monsalud es un héroe romántico sin fisuras, mientras que Araceli empezaba más bien como un ingenioso pícaro que se heroizaba a partir de «Cádiz» (donde daba muerte, por cierto, al byroniano Lord Gray). Sin embargo, el cariño del autor creo que se le va sobre todo con el juicioso Benigno Cordero: el tipo de español que hubiera hecho nuestra historia más próspera y pacífica, parece decirnos.

    Por algún lado he leído que lo que llevó a Galdós a retomar sus Episodios el año del Desastre fue la necesidad económica. A aquellas alturas, ya eran «clásicos» y retomarlos iba a ser venta segura. Y también en las series 3, 4 y 5 sorprende muchas veces por su versatilidad narrativa, que muchos le discuten sin mucha justicia (ni conocimiento, me temo).

    • Sí, es innegable que las dos primeras series de los Episodios hacen abundante uso de los elementos del folletín romántico decimonónico que por entonces tanta difusión tenían. No extraña que, con respeto, Galdós recoja ese nacimiento hispano (lo hace en el noveno episodio, «Los apostólicos»), entre otras razones por la relación de amistad que tuvo con Mesonero Romanos, una de las principales fuentes de información para esta serie.

      En cuanto a la versatilidad, me parece sencillamente asombrosa. En esta serie se observa de modo eminente, sobre todo si la comparamos con la primera, que pese a la continua mediatización de un único narrador también hacía uso de registros muy diferentes. Y no hablemos de la ligereza narrativa: quien considere «pesado» a Galdós es sencillamente que no ha avanzado más de cinco páginas en su lectura.

      Y sí, Galdós retomó los Episodios muchos años después porque, en un momento en que su pujanza no era la misma, esperaba encontrar lectores ávidos de que los retomara. De ellos he leído apenas nada: es otro objetivo para el futuro cubrir esa laguna.

      ¡Un abrazo! (Y gracias por el aviso del error).

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