Kim, el Amigo de todo el Mundo

Portada de la edicion americana de Kim, diseñada por Lockwood KiplingHay unas cuantas novelas en la historia de la literatura que se leen bajo la sensación de que nadie en particular las ha escrito: que, al modo de los arquetipos platónicos, existen desde siempre y que leerlas no es descubrirlas sino recobrarlas. Por lo común, son obras cuyas páginas pasan por nuestros ojos sin esfuerzo, como si nos hubiéramos embarcado en un viaje plácido por un río cuya suave corriente nos conduce de modo sereno pero inquebrantable al mar abierto. Pertenecen a ese tipo de historias (más raras que las contrarias) que nos producen una maravillosa sensación de optimismo sin que este nos resulte enojoso, nos parezca tópico o nos provoque mala conciencia. Nos reconcilian con la humanidad, aunque una relectura atenta también acabe revelándonos algún rincón oscuro: la buena literatura suele ser más sombría que luminosa, de ahí la sorpresa jubilosa que sentimos ante este segundo caso. Hablo, por ejemplo, de La isla del tesoro, de R. L. Stevenson, de El hombre que fue Jueves, de G. K. Chesterton o de Los hijos del capitán Grant, de Julio Verne. Y hablo también de Kim, la tercera y última de las novelas que publicó ese escritor llamado Rudyard Kipling, cuyo sonoro nombre parece exigir que torzamos el gesto por su condición de cantor del imperio británico pero al que me parece difícil que nadie que tenga el suficiente conocimiento de su obra pueda no estimar como uno de los grandes narradores de todos los tiempos. El mismo George Orwell, severo crítico del autor desde el conocimiento de quien también transitó por los dominios del Imperio británico, ya señaló en su día que cinco generaciones literarias lo habían despreciado, pero que nueve décimas partes de sus miembros estaban totalmente olvidados, mientras que Kipling «sigue ahí».

Rudyard Kipling nació en Bombay, hoy Mumbai, en 1865. Pasó en la India su primera infancia y allí volvió en su primera juventud y comenzaría su andadura profesional, inicialmente como periodista y enseguida como narrador. Se marchó en 1889 y, fuera de una breve estancia dos años después, no regresó nunca al país; sin embargo, literariamente allí seguiría, pues lo convertiría en el escenario de buena parte de sus ficciones. Kim, evidentemente, nació con el propósito de constituir su más ambicioso retrato del territorio de su vida y de sus sueños. Un retrato geográfico, cultural y étnico, que muchos de sus detractores consideran insuficiente, por dos razones: porque alegan que Kipling, como miembro de la casta colonial dominante, tuvo un conocimiento muy sesgado del país; y porque es una manifestación emblemática de su ideología imperialista.

Rudyard Kipling jovenAun dando la razón a quienes esto sostienen, no me parece incompatible con la extraordinaria calidad artística del libro. La autenticidad de un libro de ficción debe medirse en términos artísticos y no de antropología cultural o de corrección ideológica. Entiendo que los lectores de la propia India rechacen esta summa orientalista de un Oriente que ellos conocen de primera mano. Pero su retrato transpira la verdad de quien cree profundamente en lo que está escribiendo. Jorge Luis Borges, gran admirador de Kipling, que no dejó de reivindicarlo nunca y que es evidente que conocía el país bien poco, escribió que la novela «deja la impresión de que hemos conocido toda la India y hablado con miles de personas». Y es verdad: en ese sentido educativo que, aunque tantas veces se olvide, también posee la literatura (y que nos ha ayudado a formarnos a muchos lectores, sin que eso quiera decir que uno acepte acríticamente todo cuanto lee, añado), Kim se lee con ávido deslumbramiento: con ganas de querer saber más. No sé si la India auténtica era así; pero creo en esta India.

Tan absurdo como juzgar al escritor solo por su ideología es negar que esta influyera en su obra. Kipling había nacido en el lugar adecuado para absorberla con convicción y su imagen coincidía con la de su universo familiar. Para colmo, sus años de educación en Inglaterra (lo cuenta en su autobiografía Algo de sí mismo) fueron muy infelices, de modo que es lógico que la India, su India, se convirtiera en la encarnación de la felicidad. Por ello, no se planteó que los suyos no hicieran otra cosa que lo correcto, y le molestó que, en su propio país, hubiera disidentes que no pensaran lo mismo (por ejemplo, Orwell, Shaw o Wells). Pero esta dimensión seguramente debió de ser más molesta en sus artículos y actuaciones públicas (o en Algo de mí mismo: la parte situada en la Guerra de los Bóers es tristemente indigna de él) que en sus ficciones. Así, en las páginas de Kim hallamos el sentido de la curiosidad necesario y la comprensión hacia los diferentes; no la prepotencia condescendiente de un imperialista ávido.

El canon Zam Zammah, de Kim

El personaje que da título al libro es un niño de trece años (aunque al acabar el relato cuenta con tres más). En la famosísima escena de apertura —Kim a horcajadas del cañón llamado Zam-Zammah (¿por qué parece que un nombre humaniza a un arma tan terrible?), en la ciudad de Lahore, jugando con otros pilletes— se nos cuenta que ese chicuelo cuyo carácter se impone con facilidad a quienes lo rodean, niños y adultos, es hijo de Kimball O’Hara, un ex sargento irlandés muerto alcoholizado, y de una criada indígena.

Kim [SIGNED BY ILLUSTRATOR] by Kipling, Rudyard; Robin Jacques (Illustrations by)Esa condición de niño a caballo entre dos razas, dos culturas y dos países es lo que le permite, desde el primer momento, pasar con facilidad de una a otra, incluso fingir ser de cualquier etnia (en la India abundan) y por tanto adaptarse como un camaleón, aunque al final sea su identidad blanca la que se imponga a las demás. La maestría para el disfraz será uno de los factores que más condicionen su trayectoria, pero también lo serán su desparpajo, adquirido por haberse criado en plena calle, su inteligencia natural y una voluntad muy notable, gracias a las cuales el muchacho apenas ha reparado en la profunda vulnerabilidad de su situación. Y es que ser cualquiera es también ser nadie. A lo largo de la novela, el tema de la identidad personal, la necesidad de pertenencia a algún grupo (aunque al final uno descubra que se pertenece a sí mismo y, en todo caso, a nuestros seres íntimos), será uno de sus principales ejes centrales. El mismo protagonista afirmará en más de una ocasión: yo soy Kim, para acto seguido preguntarse… ¿y qué es Kim? Significativamente, el apodo con que lo conocen en la ciudad donde se ha criado, Lahore, es el Amigo de Todo el Mundo.

Determinada concatenación de hechos —el fundamental es la condición de masón de su padre: Kipling encontró en la masonería un sentido de la fraternidad universal que registra en muchos relatos, como el emblemático El hombre que llegó a ser rey[1]— acabará haciendo que caiga bajo la custodia y educación de los representantes del servicio de inteligencia británico, camuflado bajo un presunto Departamento Topográfico (o de Seguridad: el nombre varía en las dos traducciones que he manejado). El muchacho se ve arrastrado al turbulento mundo de intrigas que afectan a Gran Bretaña y al país que le disputa su influencia en la frontera noroccidental del Raj, la «simpática potencia del norte» que personifica al Imperio Ruso. Kipling utiliza (aunque lo parezca, no es invención suya) la afortunada denominación de Gran Juego para esas actividades que tienen como eje principal el control de Afganistán y de la zona de Asia Central entre los dominios ruso y británico, que a mediados del siglo XIX había dado origen a varias guerras.

Dicho así, podría parecer que Kim, bajo la cobertura de la literatura de aventuras, es una historia de espionaje que anticipa la cristalización de este subgénero que precisamente será moldeado ante todo por autores británicos (Somerset Maugham, Graham Greene, John le Carré). Sin embargo, esta mera dimensión, con todo el notable interés que posee, no puede explicar lo que es la novela.

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Kim es una obra densa, compleja, inagotable. Es, como ya he señalado, una reflexión sobre la identidad y en consecuencia un relato de iniciación, de ahí la importancia de ese proceso de educación que el muchacho rechaza con vehemencia en un primer momento (su estancia en la escuela, para alguien acostumbrado desde que tiene memoria a la libertad, es para él como estar en una cárcel). A la vez, los personajes recorren una extensa parte de la India, la que el mismo autor conoció, que se extiende entre el Punjab donde se inicia la novela y enlaza con el valle central del Ganges, a través de dos vías que los personajes recorren una y otra vez: el ferrocarril y la carretera del Gran Tronco (otra traducción, que me parece más correcta, la llama Gran Carretera Troncal). Las principales paradas se encuentran en ciudades como Lahore (el lugar donde residía la familia del escritor; el padre de este, Lockwood Kipling, aparece en el arranque de la historia encarnando al amable director del Museo local, que los indígenas llaman la Casa de las Maravillas: es decir, justo haciendo de sí mismo), Simla (la fresca capital de verano de la administración británica, al pie del Himalaya), Lucknow (donde está la escuela católica de San Javier donde es educado) y Benarés, con un desvío final a las montañas ribereñas del Tibet. Con todos estos lugares, Kipling compone un vasto microcosmos que, repito, el lector recibe como un memorable curso geográfico y cultural (es necesario leer Kim en una edición mínimamente anotada[2]), en el que hay espacio para una multitud de tipos y etnias, y se maneja un número extensísimo de personajes.

Ilustración del lama, para KimDe entre todos ellos destaca el que el mismo Kipling crea a modo de espejo del protagonista, el bondadoso lama Teshu, un monje budista tibetano al que Kim conoce en las primeras páginas del libro y que dedica sus últimos años a la búsqueda del Río de la Flecha, que según sus enseñanzas el mismo Buda hizo brotar del suelo y que lava los pecados de quien se baña en él. Si en un principio parece un personaje concebido a modo de contraste humorístico con respecto a Kim —pues diríase su opuesto perfecto: la ancianidad versus la juventud exultante, la paciencia frente a la impaciencia, la mansedumbre frente a la osadía, la lucidez de la experiencia frente a la intrepidez más exaltada…—, enseguida el lama alcanza una admirable densidad humana, de tal modo que las meras conversaciones entre ambos poseen una hondura y una gracia imborrables. Por momentos parecen una encarnación de Don Quijote y Sancho, si bien uno y otro presentan características de los dos, lo cual es una nueva riqueza del libro.

Convertido Kim en chela o discípulo del lama en su curso itinerante, timbrado el relato por un sabroso tono picaresco, la trama da un giro inesperado cuando la pareja se tropieza con el antiguo regimiento de Kimball O’Hara y el muchacho es forzado al cambio de vida que lo conduce al colegio católico de San Javier. Decía antes que, pese a que el libro está dominado por un aire de lúdico optimismo, también ofrece elementos sombríos. Por mucho que este proceso de educación adopte los modos del clásico bildungsroman o novela de iniciación, no puede negarse que Kim es utilizado y manipulado por unos adultos (excluyendo al lama, cuya inocencia moral es quintaesencial) que, aun estimándolo sinceramente, no tendrán el menor escrúpulo en utilizar a un niño para convertirlo en el espía perfecto. ¿Y qué pensar del mismo Kipling, que parece sancionar como correcto lo que hacen sus mentores, que en todo momento reciben un retrato positivo?

Ex libris de Kipling diseñado por su padre, Lockwood KiplingAhora bien, es tal la pureza narrativa del libro, y tan convincente la fluidez con que se desarrollan todas sus incidencias, que el lector suspende sus reparos mientras lee, en buena medida porque la limpieza emocional de su protagonista acaba contagiándolo todo y a todos. Así, el Gran Juego puede ser ciertamente un juego peligroso —en el final de la novela queda bien claro— pero no deja de ser un juego para quien camina por el mundo con el convencimiento de que este existe para proporcionarle la emoción y el sentido de la aventura que su espíritu indomable necesita.

Por otra parte, los personajes implicados en el Gran Juego son también memorables, sobre todo los dos que se convierten en camaradas de Kim, el primero como uno de sus maestros, el segundo como uno de sus camaradas. Es significativo que sean indígenas, pero los motivos de cada uno de ellos para poner en peligro sus vidas al servicio del Raj son muy diferentes.

El primero, Mahbub Alí, es un afgano de edad madura al que distingue su barba roja, cuya tapadera ante el mundo es su actividad como tratante de caballos. Mahbub es dibujado como un individuo cínico, sin ideales, sin una religiosidad firme (aunque ostente el título de hayy, es decir, de musulmán que ha hecho la peregrinación obligatoria a La Meca). Es, en suma, un superviviente nato que ha hecho su elección y es consecuente con ella. Mahbub es un pícaro simpático que estima al muchacho sin ningún asomo de duda (de hecho, le deberá la vida en alguna ocasión) pero, por debajo de esa fácil simpatía que despierta, es fácil imaginarlo como un tipo dotado de muy pocos escrúpulos.

Dean Stockwell fue el Kim del cineEl segundo, el babú Hurree (babú es el nombre que se daba en la India al indio occidentalizado) sí está consagrado a la causa por profundas convicciones e incluso despierta una considerable ternura porque, pese a que se lo califica como uno de los mejores agentes del imperio, también se intuye en él una notable vulnerabilidad. Kipling mantiene un delicado equilibrio entre el cariño y la caricatura, haciendo compatibles ambas dimensiones, pero quizá por ello resulta más evidente que es un símbolo de esa famosa oposición entre Oriente y Occidente, destinados a no encontrarse jamás, que figura en uno de los versos más famosos del autor. Por mucho que sueñe con ser inglés en esencia, el babú nunca podrá aspirar a serlo.

En el corazón de esta peripecia principalmente masculino, Kipling tiene tiempo para introducir dos magníficos personajes femeninos. El primero es la viuda rica de lengua afilada y temperamento caprichoso que se cruza de cuando en cuando con el niño y el lama y que los protege en momentos importantes. El segundo es la mujer de Shamlegh, que presta una ayuda trascendental a los mismos durante su apurada aventura final en las montañas. La mujer, que vive en una aldea organizada mediante un régimen poliándrico (como hay pocas mujeres, estas son compartidas por varios hombres, mas ella es quien lleva la voz cantante de su hogar), introduce un inesperado elemento sexual en una peripecia en teoría asexuada, pues no solo se le ofrece al muchacho sino que lo pone como precio por su ayuda. Ahora bien, Kim ni tiene tiempo ni cuerpo para ello, y sale del paso considerando, una vez más, que esa propuesta ha sido un juego. Una vez más, y cuando ya parece difícil aportar algún elemento más al planteamiento, Kipling enriquece magistralmente su creación.

Todas estas dimensiones del libro se entreveran unas con otras con una fluidez insuperable, de tal modo que a la vez crean la sensación de estar ante un mecanismo perfecto en el que todo tiene su papel y lugar —como esa civilización blanca que para Kipling es el contrapeso perfecto del caos indígena—pero también de hallarnos ante un relato en el que todo va sucediendo con una espontaneidad repleta de frescura. Kim, por encima de intenciones e interpretaciones, acaba constituyendo un canto a la libertad de la literatura. Es un viaje en el que no se nos pide más condición que mantener intacta nuestra capacidad de asombro: porque al final del camino, ya lo dije, está ese mar de plenitud que yo llamo, con una pomposidad que seguramente Kim detestaría, cultura universal. Y en ese mar no hay más identidad que la del ser humano capaz de emocionarse, haya nacido donde haya nacido, ante el supremo cariño que, como indiscutible mensaje final del libro, se tienen un muchacho y un anciano.

Lahore en el siglo XIX


[1] Este magnífico relato ha sido traducido más bien como El hombre que pudo reinar (nombre también de la adaptación cinematográfica de John Huston), pero la reciente publicación en Fórcola ha elegido este otro título, y siendo para mí la mejor edición en español de esta obra lo tomo a partir de ahora.

[2] Recomiendo la de Vicens Vives, en una colección ya desaparecida y titulada Aula de Literatura. En principio, es una publicación de contenido didáctico, que contiene en su apéndice final una serie de lecturas y ejercicios destinados a analizar el libro desde diversos puntos de vista. Y aun cuando en principio esto pueda parecer molesto (en su día la compré porque no encontré otra), es una edición admirable gracias a la labor conjunta del traductor Gabriel Casas y del responsable general de la misma, Eduardo Alonso). Una verdadera joya.

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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