Reivindicación del remake M…aldito

El remake de M, por Joseph LoseyLa historia del cine está repleta de remakes, esto es, de títulos que, de acuerdo con la literalidad del término inglés, rehacen películas previas (cuando la nueva se basa en una obra literaria de prestigio, se suele hablar, en cambio, de «nueva versión»). Muchas grandes películas, de hecho, son remakes, pero el término ha sido utilizado muchas veces de modo peyorativo cuando el film de partida es considerado un clásico tan indiscutible que no era necesario «volverlo a hacer». No son pocos los que detestan el Psicosis de Gus Van Sant (1998) con respecto al de Hitchcock (1960) como si fuera un innecesario insulto, si bien también son muchos quienes lo consideran un arriesgado experimento, por tanto digno de respeto e incluso admiración, en su propósito de repetir plano tras plano del original pero con la inevitable alteración que supone el cambio de textura, color, intérpretes, contexto, etc. No puedo opinar en primera persona porque nunca lo he visto. Sin embargo, después de muchos años buscando una copia adecuada, sí he conseguido contemplar el que seguramente sea el remake primero más despreciado y vilipendiado y después más ignorado y olvidado del cine. El desprecio se debe a que el film que rehace es nada menos que M, el vampiro de Dusseldorf (1931), obra magna del gran Fritz Lang, que siempre denigró su existencia (es comprensible puesto que era el film del que tal vez estaba más orgulloso). El remake se tituló, sencillamente, M (1951), y lo dirigió un hombre entonces poco relevante pero que una década después, casi insospechadamente, se convertiría en uno de los más respetados nombres del cine de autor europeo (se había instalado en Inglaterra), es decir, Joseph Losey. Tengo a Lang como uno de mis tres o cuatro directores predilectos y M, el vampiro de Dusseldorf como un film memorable. Sin embargo, el remake no solo creo que dialoga con el original en términos de igualdad durante muchos momentos, sino que en determinados elementos alcanza un interés superior.

Debo indicar antes que nada que no soy el primero en señalarlo. Joaquín Vallet, en el monográfico dedicado a Losey en la colección Signo e Imagen de Cátedra ya resaltaba su excelencia. Mi amigo Juan Carlos Vizcaíno, en su blog Cinema de perra gorda, siempre alerta al cine americano más ignoto, también lo señalaba puntualmente. Sin embargo, quien me ha dirigido definitivamente hacia la búsqueda y captura de M (por utilizar términos relacionados con el film que nos ocupa) ha sido Fernando Usón, autor del imprescindible blog de cine Capricho cinéfilo y del mejor libro sobre Lang que conozco, Fritz Lang. La telaraña del destino (Providence, 2020), donde dedica un amplio análisis de la segunda versión justo a continuación de la primera.

Cartel original de M, el vampiro de Dusseldorf, de Lang¿A quién se le pudo ocurrir volver a llevar al cine una película tan mítica, tan entusiastamente apreciada como M, el vampiro de Dusseldorf? La respuesta se encuentra en el hombre que la produjo en su Alemania natal en 1931, Seymour Nebenzal. Rector en ese momento de Nero-Film, compañía que estaba produciendo varios de los clásicos hoy más respetados, y comprometidos del estertor de la república de Weimar (por ejemplo, de G. W. Pabst), Nebenzal fue el hombre que permitió a Lang rodar con total libertad su primera película sonora (después le produciría también la excepcional El testamento del doctor Mabuse, de 1932, su último film alemán). De origen judío, Nebenzal se marchó de Alemania con la llegada al poder de Hitler y, tras el inevitable intermedio francés, acabó en Hollywood, donde se convirtió en un productor independiente, si bien en términos modestos, siempre en los márgenes de la serie B.

Se ha dicho que Nebenzal ofreció la dirección de M al mismo Lang, pero este lo negaría repetidamente. Por supuesto, las diatribas de Lang, como mucho, influirían en su postergación futura pero no en su fracaso coetáneo. En este tuvo mucho que ver (aparte de la poca comercialidad de un proyecto de ese tipo), el hostigamiento que recibió por parte de las fuerzas censoras, pues su mensaje, ya fuera en la Alemania a punto de entregarse al nazismo o en la América a punto de hacer lo propio con el macarthismo, no podía dejar indiferente a los llamados ciudadanos de orden. Por otra parte, varios de los más importantes nombres implicados en el rodaje (el director Losey, el guionista Howard Salt y dos de los actores principales, Howard Da Silva y Luther Adler), se sabían a punto de ser llamados a declarar por el Comité de Actividades Antiamericanas y eran conscientes de que esto pondría punto final a sus carreras en Hollywood.

El guion original escrito por Lang y su esposa Thea von Harbou —se suele olvidar que esta mujer, despreciada por quedarse en Alemania y afiliarse al partido nazi, es al menos corresponsable de la implacable crítica contra una sociedad a punto de entregarse al Monstruo— es tratado con fidelidad por el remake, que sigue su estructura e incidencias casi punto por punto. La trama, por lo tanto, es la misma. Sobre la ciudad (Los Angeles ahora) se abate la sombra de un asesino de niñas que está consiguiendo crear un pánico colectivo. La policía se ve presionada por las autoridades para ofrecer una solución rápida, y el celo con que hostigan al hampa, para justificar que están haciendo algo, trae en jaque también a los delincuentes. Por tanto, sus jefes ordenan a los suyos una búsqueda del asesino, y en efecto darán con él y si bien los policía habían acabado por descubrir su identidad, el hampa se les adelanta gracias a su superior control de las calles.

La mirada alucinada de Peter Lorre en M, el vampiro de DusseldorfLang se basó en un famoso caso real, el del psicópata Peter Kürten, al que transformó en el Hans Beckert que confió a un actor prácticamente debutante en el cine, Peter Lorre, al que lanzó a la fama. Como se ha dicho hasta la saciedad, la audacia del planteamiento del film es, primero, la equiparación entre el hampa y las fuerzas del orden (remarcada por el fabuloso montaje paralelo que construye la acción) y, segundo, el dibujo de una sociedad donde se palpa la violencia, no ya a través del asesino, sino de esas gentes «normales» dispuestas a tomarse paranoicamente la justicia por su mano y a dejarse manipular por unos y otros. Una sociedad marcada por la violencia que no dudó en abrazar la causa de otro sujeto exaltado por una sed interior de muerte, por un atroz sentido del nihilismo que solo podía concluir con la inmolación del país al que decía que devolvería su grandeza.

M, el vampiro de Dusseldorf es un film extraordinario porque, en la ilustración de un guion ya magnífico, Fritz Lang ejecuta una puesta en escena por completo genial, tan deslumbrante que es difícil destacar algunas secuencias por encima de otras, puesto que en todas brilla con luz propia ese sentido narrativo que, con razón, muchos han definido como «geométrico» por su perfección formal, pero también esa tensión latente en cada imagen que, en Hollywood, incluso brillaría con más fuerza. En especial, destaca el excepcional tratamiento del sonido: la banda sonora es totalmente diegética, ya que todavía no existía el concepto de música compuesta para acompañar a las imágenes, y Lang hace un uso magistral de un elemento además imprescindible dentro de la trama. Como se recordará, Beckert es reconocido por el vendedor de globos ciego debido a la tonada que siempre tiene en los labios, un tema del Peer Gynt de Grieg.

M, versión de 1951, también se convierte en un descorazonador documento sobre otra sociedad que se está entregando también a quienes conculcarán los derechos de aquellos que no piensan, que no son como ellos. En su caso, el miedo al comunismo que desató la triste caza de brujas.

Martin Gabel es el boss que controla San Francisco en MEn términos argumentales, la principal diferencia entre ambas películas tiene que ver con los hampones. En Lang, se unen los diversos jefes que se reparten la ciudad, por mucho que uno de ellos, el inteligente Schränker, sea quien los coordine. Pero en Losey hay un boss que se impone sobre todos ellos y dirige los hilos de cuanto sucede en San Francisco. Se trata de Marshall (al cual Martin Gabel —director de una única y excepcional película, Viviendo el pasado, de 1947— otorga una viscosa pátina de malignidad), quien entiende que el criminal debe ser detenido para que la policía deje de presionar sus actividades. A su lado, y como suelen hacer los tipos abyectos para remarcar su poder, Marshall tiene a un antiguo abogado degradado por el alcohol, Longley, a quien emplea más como bufón como asesor legal. Él será quien se encargue en la parte final de la defensa del psicópata, mediante una intervención, lo veremos después, que cambia el sentido de la que tenía lugar en la versión Lang, donde el mismo personaje aparecía entonces por vez primera. Luther Adler, un actor marcado no sé si por una M pero sí por su pasado izquierdista, otorga un memorable patetismo a su interpretación.

Ahora bien, la principal diferencia entre ambas películas radica en el personaje central, en el diferente actor al que se encomienda el papel del asesino, lo que justifica que, pese a realizar las mismas acciones, en la versión Losey desprenda una inesperada conmiseración que no existe en la versión Lang. El papel, ahora con el nombre de Martin Harrow, le fue entregado a un intérprete habitualmente secundario, David Wayne, del que curiosamente se recuerdan sobre todo papeles de tipo jovial (en Jennie o en La costilla de Adán), y que aquí, con ese aire de desdichada infelicidad que pasea a lo largo de todo el film, realizó la interpretación de su vida, por más que casi nadie se enterara ni entonces ni después. No dudo en señalar que, por mucho que a mí me fascine Peter Lorre, esta interpretación me parece mucho mejor.

David Wayne es el psicópata del M de Losey

Cierto es que el registro de cada actor cristaliza en una mirada diferente sobre el mismo personaje. En Lang, Beckert es un símbolo del mal en estado puro, por mucho que también se señale la triste patología de un individuo incapaz de resistirse a ese impulso pedófilo que lo recorre (hay una ejemplar escena, respetada, por supuesto, en la versión Losey, en que, sentado la terraza de una taberna, el asesino se contempla con horror mientras bebe y bebe, pero no conseguirá dominar su necesidad de matar y se levanta a por una nueva víctima, sin presagiar que esto le costará ser interceptado). Lorre, por supuesto, brinda el rostro necesario, pero subraya demasiado el componente grotesco del personaje con poco sentido de la medida y sobreactuando más de la cuenta, sobre todo en la parte final, con esos gritos y esos ojos desorbitados.

Lorre potencia lo monstruoso del personaje. En cambio, Wayne ofrece un retrato escalofriantemente verista de un pobre infeliz que vive en un universo mental por completo deteriorado (aquí no hay espacio para la jactancia del criminal Beckert: en la versión Lang, enviaba cartas retadoras a la policía, que son las que acaban conduciéndolo hasta su desenmascaramiento). Lorre es un tipo; Wayne es un ser humano. Un ser humano al que se puede comprender: con Lorre, el espectador ni se planteaba esto. El sufrimiento que manifiesta el personaje da pie a momentos en verdad dolorosos. El espectador, por mucho que sienta repulsión cada vez que Harrow se encuentra en plena cacería, entiende en verdad su infelicidad y su impotencia, y de ahí que M se cargue de una potencia dramática en la descripción de la psicopatología del personaje que no existe, que no puede existir en las imágenes del film languiano.

El asesino acorralado, en MAhora bien, puesto que el contenido dramático y el interés argumental difícilmente podían fallar, lo que convierte M en mucho más que un remake molesto es la realización del hombre que sabía que se enfrentaba a un reto que a cualquiera sin duda podía haberlo fulminado de la responsabilidad. Nebenzal acertó al encomendárselo a un hombre que no era ningún inexperto, aun cuando llevara todavía pocos años en el cine, que además tenía notables ambiciones artísticas y que sabía además que se hallaba al borde del abismo, por lo que era lógico que lo diera todo. En el futuro, Losey filmaría películas magníficas (cito, por ejemplo, Time Without Pity, de 1957, Eva, de 1962, o El sirviente, de 1963) pero creo, como Usón, que en ninguna de ellas ofrecería una realización tan magistral como en este caso.

Por supuesto, Losey no parte de cero, era imposible. Tiene muy en cuenta el peso de la realización de Lang y respeta diversas soluciones del cineasta, en escenas muy concretas. Sin embargo, puede hablarse de una diferencia fundamental. M se sitúa dentro de las coordenadas del cine clásico de Hollywood, el de serie A y el de serie B, en cuanto a la economía narrativa a la hora de desarrollar las situaciones. Allí donde Lang se deja vencer por su tentación habitual en la época mudo a la morosidad (en Hollywood, en cambio, se convertiría en uno de los genios de esa economía), Losey acorta, suprime, sugiere. El metraje de la primera película casi llega a las dos horas; el de la segunda, no alcanza los noventa minutos.

Losey revela un espléndido sentido del encuadre (cuidado: Lang, por supuesto, también, pero es Losey quien debe ser defendido en este artículo, pues el primero no lo necesita), destinado siempre a contar cosas sobre los personajes que sitúa en él y no solo a narrar situaciones. Por ejemplo, el muy breve que muestra a Harrow sentado en el banco de un parque, concentrado en su flauta (donde interpreta la tonada que identificará el ciego), en una posición muy alta con respecto a la ciudad situada tras él, que señala sin subrayados la El asesino y la ciudad, en Msoledad existencia del personaje. O ese otro, en su habitación, tumbado sobre su cama, embebido en sus pensamientos, con una lámpara situada justo sobre él que baña su cuerpo de luz pero deja su rostro en sombras, magnífica forma de expresar que, pese a la exposición de sus actos, lo que bulle dentro de él es incógnito. Harrow, además, aferra convulsivamente el cable de la lámpara. Más tarde, el policía que registra rutinariamente su habitación (como hace con cuantos han pasado un tiempo encerrados en alguna institución mental) descubre que el cable es en realidad el cordón de un zapato, y ellos saben que ese es el objeto fetiche que conserva de sus víctimas. Un registro minucioso del armario revelará un doble fondo con todos los zapatitos de niña, creando el que seguramente sea el plano más escalofriante de la película.

Como en la versión Lang, el paralelismo entre las fuerzas del orden y las criminales es de lo más sabroso, aunque el guion también tiene el buen sentido de remarcar ciertas diferencias. Así, el principal ayudante del sobrio inspector Carney (excelente Howard Da Silva), el policía Becker (también estupendo Steve Brodie) es un sujeto de mano fácil con los sospechosos y tendencias parafascistas que llegará a exclamar que «necesitamos menos tribunales y más policias», si bien luego será quien tenga la intuición que conduzca a la identificación de Harrow. Por su parte, el guion pone en labios del boss una frase que no debió de gustar nada a las conciencias bienpensantes: «No pensamos tan distinto de los policías como podría parecer»

Tal vez porque el M languiano se rodó casi enteramente en estudio mientras que el de Losey está filmado en las mismas calles de Los Angeles, el segundo film desprende un notable sentido del realismo, haciendo que la ciudad alcance un rol protagonista. Una de las grandes sorpresas que ofrece es que el enorme edificio comercial donde se refugia Harrow (aquí llevando a una de las niñas) sea nada menos que el Bradbury, muchas décadas después el solitario lugar donde se refugiarán los replicantes fugitivos en Blade Runner (1982) y tendrá lugar el enfrentamiento final con el protagonista Deckard. Harrow se esconde, y esto es otra novedad, en una tienda de maniquíes que subrayan las implicaciones sexuales del criminal (si bien los diálogos, en otra parte, se cuidan de indicar que las niñas no han aparecido violadas: no era cuestión de retar al Código Hays). Allí el protagonista se comporta como un animal acorralado, dando miedo de verdad en su forma de destrozarse las manos mientras intenta forzar con frenética impotencia la puerta cerrada, todo ello con la niña a un paso de él: el espectador sufre la zozobra de pensar que, en esos arrebatos, la muchacha vaya a ser asesinada salvajemente.

[Quien prefiera conocer por sí mismo el final del excelente remake de M, debe dejar de leer aquí]

David Wayne en la escena final de MEl equivalente al famoso juicio que realizan los criminales en el original, aun en teoría similar, ofrece importantes diferencias, y no ya por el cambio de decorado (la destartalada fábrica del film alemán es sustituida por un garaje aséptico y luminoso). Aun cuando, ahora, los diálogos adolecen de cierto didactismo, comprensible en esos hombres al borde de la defenestración profesional, la secuencia es impresionante tanto en su desarrollo dramático como en su intensidad psicológica. Allí donde el discurso equivalente de Lorre a los delincuentes apelaba a su exculpación por no poder evitar sus impulsos (por ser un enfermo), Harrow no solo no intenta exonerarse sino que insiste en que el castigo que merece es necesario para alcanzar, mediante la purificación, el conocimiento del bien, tal como su madre le transmitió en esa niñez que se intuye tan desdichada. (En una secuencia anterior, la fotografía de la madre, una mujer de aspecto severo y físico imponente, ya había sugerido el peso de una infancia represiva). Ese trasfondo psiconalítico a Lang no le preocupó nada, y quizá tenía razón en su propósito de mostrar el mal en su sentido más abstracto (como a él tanto le gustaba) pero Losey lo compensa mediante la forma en que encuadra a David Wayne, postrado en la rampa del garaje, en medio de un espacio desnudo que remarca su desvalidez. De este modo, director e intérprete consiguen otra vez que Harrow concite una patética comprensión, aunque sea por la soledad absoluta que transmite.

El sentido del juicio cambia también. De hecho, en la versión Losey no es un juicio tal como en la versión Lang, en que los criminales, incluidos sus líderes, deciden juzgar y condenar a Beckert, si bien, para aparentar una ingenua legalidad, le faciliten un abogado defensor que cumple su papel con dignidad, insistiendo en que no se debe matar a un enfermo mental: incluso que es obligación de la sociedad procurar su curación. (El cerebro de los criminales señala que entonces sería fácil que volviera a las calles, aprovechando cualquier amnistía: supongo que Hitler se sentiría francamente molesto, él que fue un notorio preso que, en vez de purgar su primer intento de apodarse del poder político por la fuerza, salió de su encierro del modo denunciado para así concluir su labor, ahora bajo la apariencia de la legalidad).

Luther Adler y David Wayne en la magnifica escena finalEn M a secas, al boss Marshall le interesa entregar a Harrow a las autoridades, porque espera hacer valer después esa deuda que tendrán con él. Por eso, al ver que los modestos delincuentes están decididos a lincharlo, incita al abogado Langley a pronunciar un discurso de «defensa» burlesco (ya le había espoleado el mismo modo en una escena anterior, ante los lacayos de su círculo) para entretener a la masa mientras llegan quienes tienen que dar testimonio de la entrega de Harrow. Ahora bien, el alcoholizado Langley encuentra dentro de sí la integridad personal que le empujara una vez a estudiar leyes para resolver injusticias. Y no solo asume el mismo mensaje humanista que el abogado de la versión Lang —«¿lincharíais a un ciego por no poder ver?», es el símil que utiliza para simbolizar la insania de Harrow— sino que extiende su condena a la sociedad por su responsabilidad en la fabricación de semejantes monstruos, subrayando además que los criminales que mueven los hilos (y aunque se refiere al boss, la definición se puede extender a quienes, en ese delicado momento político, estimulaban al monstruo represor que toda sociedad esconde) no pueden dar lecciones de moral. Langley debe ser callado, y el propio Marshall lo mata de un disparo a bocajarro, justo en el momento en que irrumpe la policía en el garaje

M, el vampiro de Dusseldorf concluía, primero, con la irrupción de la policía para detener a esos lumpens que ya corrían a destrozar a Beckert y, después, con un plano del tribunal, ahora de verdad, que lo juzgará y sin duda se asegurará de que sea ejecutado con todas las bendiciones de las buenas gentes. M a secas concluye, significativamente, con el plano del cadáver solitario del abogado, después de que los policías se hayan llevado a Harrow. Ambos finales comparten el mismo reproche mudo a toda una sociedad que se dejaba arrastrar por la infamia de sus supuestos representantes legales en nombre del bien y la moral. Sin embargo, ese cuerpo desmadejado del abogado me conmueve más. En Alemania, los derechos civiles y humanos se perdieron ahogados por una implacable dictadura. En Estados Unidos la democracia siguió existiendo: por ello me parece más terrible descubrir lo fácil que, sin derogarla, es tergiversarla. Los dos directores tuvieron que hacer lo mismo: abandonar sus respectivos países y buscar un nuevo futuro en otro diferente. Pero el peligro siempre está vigente porque, como decía el título inicialmente pensado para el M languiano, los asesinos están entre nosotros. No se olvide la voz de alarma que dieron Lang y Losey: en el momento en la gente prefiere la seguridad, lo que entiende por seguridad, a la libertad, es cuando estamos perdidos…

M, de Joseph Losey

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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