Es una pena que haya obras que nos fascinaran absolutamente la primera vez que nos tropezamos con ellas y que revisadas a una edad con mayor sentido crítico (o, y tal vez ahí está la tristeza, menos ingenua) no ya es que reduzcan su impacto, sino que quedan despojadas de todo su valor. El caso emblemático para mí es una película titulada El corazón del ángel (1987), que todavía hoy posee bastante eco entre mucha gente (sobre todo quienes la disfrutaron en su momento). Y lo puedo entender, porque —si las obras se redujeran a su esqueleto argumental o al cúmulo de las ideas que contiene su planteamiento, sobre el papel— existen pocas historias más atractivas, en especial para aquellos a quienes nos han interesado siempre las intrigas que cuestionan el concepto de la realidad, que siguen un camino y de pronto revelan otro muy distinto (aunque ya se había ido advirtiendo a lo largo de su curso), y que además, es una debilidad personal, tienen en la amnesia un elemento fundamental. El corazón del ángel narra la búsqueda que realiza un detective de medio pelo sobre un antiguo cantante de moda en los años 40 (la acción se ambienta una década después) del que lo último que se sabe es que quedó amnésico tras haber sufrido un brutal traumatismo de guerra. Su investigación no tarda en dar con aquellos que lo conocieron en sus días de apogeo y que, seguramente, saben mucho más de lo que dicen, pero cada uno de los hombres y mujeres que interroga acaba apareciendo después terriblemente asesinado, de tal modo que él se convierte en el primer sospechoso. Y la verdad, desde luego, superará cuanto él podía haber imaginado…
Las buenas ideas que podían haber cristalizado en una película memorable están extraídas de una novela previa titulada Falling Angel, publicada en 1978 por el escritor norteamericano William Hjorstberg, que en España se publicó en la época del estreno bajo el nombre de Corazón de ángel, pero cuya edición más accesible es la que corrió veinte años después, en 2009, a cargo de la editorial Valdemar con el título de El ángel caído.
En ella se encuentra toda la trama de la película. El escritor factura con habilidad una sugerente combinación entre la novela negra tradicional con detective en la tradición de Hammett o Chandler y el thriller satánico que en los 70 estaba tan de moda por los recientes éxitos cinematográficos de Polanski, Friedkin o Donner. Su principal problema, por ello, es que en ningún momento parece un producto genuino, sino que se nota claramente la elaboración, y por tanto, la fórmula, comenzando por la clásica narración en primera persona y el recurso a una trama embarullada, llena de personajes de distinta posición que se cruzan en la trayectoria errante del protagonista y que, se supone, pretenden componer un enorme fresco social y humano.
El personaje central es un detective neoyorquino, Harry Angel, que recibe, por parte de un misterioso individuo de exótico nombre, Louis Cyphre, el encargo de encontrar el paradero de un crooner llamado Johnny Favorite, famoso a principios de los 40 y que en la guerra sufrió graves heridas que destrozaron su rostro y su memoria. Favorite estaba atado a Cyphre por un contrato que no llegó a resolverse —¡lástima que Angel no tenga la experiencia de los aficionados al terror para descifrar anagramas que esconden nombres de entidades malvadas!— y de ahí el interés de aquél por saber qué ocurrió con el cantante, tras descubrirse que hace muchos años que desapareció de la clínica donde teóricamente estaba internado. La investigación de Angel le lleva a destapar enseguida que tanto Favorite como las personas que rodeaban su entorno íntimo estaban fascinados por el satanismo y el vudú como modo de promoción personal.
El ángel caído es una novela agradable, pero fácilmente olvidable, como lo son casi todas las obras sin estilo cuyo atractivo proviene del argumento, y más que nada de la curiosidad por conocer su resolución. Ni el personaje central (fácil amalgama del prototipo central de la narración hard-boiled, esto es, un tipo con pocos escrúpulos, sobrado de recursos y que no vacila en utilizar la violencia, si bien aparenta un mínimo código ético para que el espectador pueda «identificarse» mínimamente con él) ni los secundarios ni el desarrollo de la historia poseen ninguna originalidad. Tal vez lo mejor del libro sea la crónica que efectúa sobre el melting pot cultural, del más diverso jaez, que se funde en las calles de la ciudad de los rascacielos. Pero, en realidad, hay que reconocer que lo que más interesa es ir comparando las similitudes y divergencias entre libro y película: y en este sentido, la novela resulta más soportable porque carece del culto por el exceso fácil en que se convierte el film desde el primer momento. Porque el film es una apoteosis de dos caballeros que hicieron del exceso su marca de fábrica
¿Quién recuerda hoy a Alan Parker? ¿Y a Mickey Rourke? El primero fue un director de moda entre finales de los años 70 —a raíz del éxito de uno de los films más efectistas, y demagogos, que nunca se hayan rodado, El expreso de medianoche (1979)— y principios de los 90, cuando su estrella se apagó sin mayor sobresalto. Parker pertenecía a una generación de directores que desde las islas británicas se instalaron con buena fortuna comercial en Hollywood, procedentes casi todos del mundo de la publicidad (otros dos fueron los hermanos Scott, Ridley y Tony). Su «sello» visual consistía ante todo en un barroquismo exagerado a través de una serie de convenciones que pretendían pasar por el colmo de la sofisticación. La escena nocturna que abre El corazón del ángel sirve como declaración de intenciones de toda la «escuela de la publicidad»: una calle solitaria plagada de escombros y basura, iluminada por una luz azul que se refleja con deleite en los inevitables charcos, columnas de vapor emergiendo por la boca de las alcantarillas, perros y gatos callejeros que reaccionan al menor ruido… Degradación esteticista, como puede verse.
En cuanto a Mickey Rourke, fue una moda que asimismo no duró mucho, si bien — como suele suceder con los actores caídos desde una (aparente) altura en este mundo en que los fulgores son tan breves que se necesita tanto destruirlos rápidamente como admirarnos de su regreso «desde las cenizas»: y es que nada nos sienta tan bien como el condescendiente perdón— hace pocos años protagonizó un comeback del que ya nos vamos olvidando, porque en el fondo quien volvió era el mismo actor mediocre de siempre, con el rostro reflejando desagradablemente todas las barbaridades que él mismo se ha hecho. En sus buenos tiempos, Rourke llamó la atención como un actor de considerable sex appeal sexual que al mismo tiempo supo dotarse del prestigio de los intérpretes que, a fuer de exhibicionistas, parecen mucho mejores de lo que son y con más recursos de los que en realidad dominan. El eterno modelo Marlon Brando, para entendernos (sí, hubo quien los comparó, claro).
Era por tanto un actor incapaz de aguantar un instante en el plano sin hacer algo (morderse el labio, mirar nervioso a un lado, silbar…). Valga como botón su aparición en esta película, en que está fumando y mascando chicle a la vez (incluso haciendo pompas con exageración, como un adolescente de high school) sin parar de mover las manos atusándose la ropa y mientras camina por las calles de Nueva York. Para «componer» su personaje de Harry Angel, Rourke utilizó su entonces típica imagen de cuidadoso desaliño (barba de varios días, ropa desarreglada, suciedad calculada), que en teoría otorgaba un pasado a sus personajes pero que no parecía sino propia de un modelo en un anuncio de colonia.
Decir que Mickey Rourke está insoportable es poco. Pero es que, además, Parker contribuye bastante al pretender convertirlo en el antihéroe más antiheroico de todos los tiempos. Cierto: en el libro ya es un personaje bastante inescrupuloso, como él mismo indica sin el menor reparo. Pero Parker y Rourke insisten demasiado en exagerar que el detective sea un pobre diablo superado por una intriga demasiado complicada para él. A lo largo de la historia, todo el mundo parece empeñado en golpear, maltratar, herir o intentar matar a Angel, quien cada vez se va cubriendo más de heridas y contusiones: a mí me recuerda un jocoso episodio de la serie televisiva El gran héroe americano en el cual el socio del protagonista, el intratable agente del FBI encarnado por Robert Culp iba, de secuencia en secuencia, recibiendo más y más palos hasta acabar con una apariencia de lo más lamentable. Sólo que aquí la parodia era consciente, y en el film de Parker resulta involuntaria. El progresivamente macilento aspecto físico de Rourke se añade al esteticista desaliño de la caracterización del actor (en un plano incluso advertimos que lleva desatados los cordones de los zapatos): continuamente se tiene la sensación de que alguien, de una maldita vez, le gritará que se dé un baño, se afeite y se ponga ropa limpia.
Frente a él, el casting femenino tampoco aporta nada. Si Charlotte Rampling no consigue deshacerse de ese fastidioso aura de morbosidad fina con que cimentó su carrera, tampoco resulta mejor (aunque sí es más atractiva, claro) la joven Lisa Bonet: superado el impacto que despertó en su momento descubrir a la hija del pacato show de Bill Cosby luciendo sus encantos físicos, se descubre que su interpretación (o su personaje) carece de consistencia. No extraña que después de este papel su carrera no progresara lo más mínimo, volviendo años después incluso al redil de papá Cosby.
El mismo Alan Parker firma la adaptación del libro , dejando que el mismo gusto por el exceso visual que lo caracteriza como director se transmita a la escritura del guión. Así, si en El ángel caído la trama va desarrollándose de la forma canónica en el género de intriga —paso a paso, mediante constantes idas y venidas, el detective va consiguiendo cada vez más información, hasta descubrir lo que se esconde tras el caso—, Parker se empeña en enredar los pasos de su protagonista con diversos elementos que, desde el principio, subrayan (que no sugieren: de una cosa a la otra hay un tenue paso que el director-guionista franquea de un salto) el horror en el que Angel acabará hundido.
Es buena idea trasladar el punto de encuentro de la primera cita entre Angel y Cyphre desde el restaurante donde sucede en el libro —que eso sí, está sito en el número 666 de determinada calle: no es que Hjortsberg renuncie a la anticipación— a una extraña y ampulosa sala situada en el corazón de Harlem, lo que permite la aparición desde el primer momento del jazz en la banda sonora, así como la importante presencia de los negros y la heterodoxia religiosa de tal comunidad. Pero a Parker no le basta. Así, una de las habitaciones antes las que pasa el detective muestra las trazas de un episodio violento que ha dejado las paredes cubierta de sangre —hay pocas películas que, fuera del gore, abusen tanto del fluido escarlata como ésta—, y el mismo protagonista se detiene un rato para escuchar al predicador charlatán que mantiene a las masas en un éxtasis que, claro, es precedente de los rituales vudús que saldrán más adelante. De modo inexplicado, además, un rato después, Harry volverá al mismo escenario para, primero, descubrir un altar repleto de imágenes e iconos inquietantes y, a continuación protagonizar una espectacular persecución en cuyo curso irrumpe en medio de un desfile de los fieles del mismo predicador, que dará con sus huesos en el suelo tras chocar con Angel. Que este predicador nada aporte a la trama parece importarle poco a Parker: así sólo consigue alargar una trama que en su segunda mitad se dilata demasiado y convencernos de que, por un momento de supuesta sugestión estética, el director es capaz de cualquier concesión a la gratuidad.
Si Hjortsberg mantiene toda la acción en Nueva York, Parker no tarda en encontrar motivo para marchar a la cuna del vudú en Norteamérica, la húmeda Nueva Orleáns y sus pantanos, algo temible porque el espectador ya se figura la imagen típica y tópica que se va a dar de tal lugar (y no falla: ¡el primer plano en la ciudad ya nos muestra a unos niños negros cantando y bailando en las calles bajo la inmensa humedad!).
Con implacable celo, Parker va destrozando de modo implacable todo el interés de la película. Incapaz de la menor sobriedad, cada encuadre, cada plano, aparecen sobrecargados hasta el frenesí. Si en la novela, al examinar la casa del doctor Fowler, Harry Angel comenta que, para vivir solo, se trata de un tipo pulcro, Parker convierte su casa en un lugar sórdido donde todo parece viejo o podrido, y donde la ropa y los trastos se amontonan en revoltijos por doquier. Si un lugar como Coney Island, asociado en el cine al ruido y la congestión de las masas, ya tiene el suficiente aroma de abandono durante la temporada de cierre, Parker no se resiste a mostrar cómo la arena por la cual camina Harry está inundada de basura y de ratas. Si Louisiana es un lugar húmedo por excelencia, Parker multiplica el elemento acuático, con incontables escenas de lluvia torrencial —pensando tal vez que los planos de Rourke empapado quedaban de lo más sugestivo— o llegando al disparate, como en esa escena erótico-onírica entre Harry y la muchacha, que acaban copulando entre torrentes y torrentes de lluvia convertida al final en sangre.
[A partir de aquí ya resulta imposible hacer un mínimo análisis de libro y película sin dar por sentado el conocimiento de sus pormenores]
Por otra parte, y desde muy pronto, Parker va introduciendo guiños y planos destinados a dejar muy claro que Angel no ha sido contratado por casualidad y que tiene una relación muy directa con el caso. Así, en diversos momentos se incluyen planos del protagonista recorriendo un edificio abandonado hacia un montacargas cuya puerta metálica se proyecta en interminables sombras alargadas; otros planos sugieren recuerdos indeterminados y recurrentes de Angel: una multitud celebrando el Año Nuevo en Times Square, una ventana de hotel tras la que se escucha un grito… todo ello mientras la banda de sonido es inundada por el ominoso latido de un corazón. Del mismo modo, Rourke se mira demasiado en los espejos, y, claro, al final golpeará con rabia su propia imagen; por si no fuera suficiente, el director todavía añade un plano con el rostro del protagonista dividido entre los múltiples fragmentos, metáfora nada sutil de la escisión de su personalidad. ¡Si hasta Louis Cyphre, en su primera cita, le inquiere si no se han visto antes!
Pues la solución del caso es la lógica (aunque a mí me sorprendió, sobrecogedoramente, la primera vez que vi la película). Es decir, el amnésico desaparecido doce años atrás, la sombra a la que persigue el detective Harry Angel… es él mismo. Mejor dicho, es Johnny Favorite creyendo ser Harry Angel, pues doce años atrás, y creyendo así burlar a Lucifer, realizó un rito mediante el cual sacrificó a un soldado que encontró en Times Square para efectuar una transferencia de almas. La ironía del destino (o, en verdad, una forma retorcida de cumplirse el ritual) es que el mismo Favorite acabó medio destrozado por una bomba y su torturada psique cambió de verdad las dos identidades. Por lo tanto, el maquiavélico Cyphre, aquél al que nunca se engaña, y en la mejor tradición como señor supremo de los trucos, no ha hecho sino tenderle una trampa para cobrarse definitivamente el precio que convinieron muchos años atrás… y reírse a carcajadas en el camino.
El papel de Louis Cyphre/Lucifer fue confiado a un Robert De Niro que entonces todavía era considerado un actor de prestigio y que gustaba de lucir su famoso camaleonismo en toda clase de papeles, aun cuando no fueran protagonistas. Y es un gran error, porque como era de esperar en ningún caso se tiene la sensación de que nos hallamos ante Lucifer, sino ante Robert De Niro haciendo el número de gran actor invitado, con la inestimable complicidad de Parker. Si el sello físico que más llama la atención de Cyphre son sus uñas descomunalmente afiladas, el director se las arregla para construir una escena de tal modo que aquéllas luzcan todavía más: la famosa escena de los huevos, que es insoportable, incluyendo ese primer plano de la expresión bestial con que Cyphre acaba por engullir el huevo. En la escena final de revelación, como si nos halláramos en un serial barato, un trueno acompaña en la banda de sonido la reaparición de Cyphre, ya con la melena desatada (en todos los sentidos, ja ja), y Parker no se resiste a ponerle unas lentillas amarillas, infernales, para magnificar la diabólica maldad del personaje. (Lentillas que también pondrá en los ojos del niño de Epiphany, para concluir el film con una indignante sorpresa final.)
En el libro, Cyphre resulta un personaje mucho más inquietante, y se beneficia de que el escritor guarda hasta el final una agradable ambivalencia acerca de su verdadera naturaleza. En su investigación, Harry Angel descubre, con inquietud, que ese sujeto tiene muchas caras, todas relacionadas con la heterodoxia oculta o pseudorreligiosa, que es capaz de aparecer tanto en un show de patéticos freaks como en la respetable sesión de un predicador de hondo calado popular. El libro deja en el aire la supuesta cualidad fantástica de la historia, de tal modo que, incluso en el final, y pese a sus afirmaciones, bien puede ser que Cyphre sea solo un maquiavélico manipulador que goza con el dominio de los infelices, y de hecho los crímenes de los que Angel se ha hecho sospechoso bien han podido ser ejecutados por aquél.
En la película, no: aquí se explica todo sin dejar nada a la imaginación del espectador, comenzando por esa gran aparición final de De Niro como incuestionable señor de las tinieblas. Es más, por la pantalla desfilan las escenas en que vemos a Angel cometiendo todos y cada uno de los asesinatos (con un poco de ayuda de Lucifer, eso sí, señala éste). Todo ello, por cierto, mientras Mickey Rourke produce vergüenza ajena en un patético show de lloriqueo en que clama y proclama «¡Yo sé quién soy!» frente al espejo de rigor y Cyphre le recuerda que, por mucho que uno mire de refilón su imagen sobre su superficie, ésta siempre nos devuelve la mirada.
El corazón del ángel, tristemente, es un engendro cargante y aburrido. Mejor leerse, por tanto, la novela que maltrata sin piedad: en ella ni hay barroquismo visual ni humedad desatada ni uñas afiladas ni tantas gallinas ni aparece Mickey Rourke. Y sin embargo, confieso que, de cuando en cuando, no puedo evitar que por mi memoria ronde el recuerdo de un chaval fascinado ante la pantalla de un televisor, devorando las andanzas circulares de un detective mugriento en busca de una sombra que resulta ser él mismo, y la tentación vuelve a cosquillearme. Busco entonces otra vez la copia de esta película… y vuelvo a ese callejón nocturno iluminado por luces azules, atravesado por el vapor que escapa de las cloacas y que espían huidizos gatos vagabundos, a seguir las desventuras de la sombra que no sabía que se buscaba a sí misma.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El corazón del ángel / Angel Heart. Año: 1987
Dirección: Alan Parker. Guión: Alan Parker; novela El ángel caído, de William Hjortsberg. Fotografía: Michael Seresin. Música: Trevor Jones. Reparto: Mickey Rourke (Harry Angel), Robert DeNiro (Louis Cyphre), Lisa Bonet (Epiphany Proudfoot), Charlotte Rampling (Margaret Krusemark). Dur.: 113 min.
La verdad es que no dejas títere con cabeza. Casi tan brutal como lo han sido muchos en nuestra mezquina España con unos, puede que desafortunados, titiriteros recientemente encarcelados y ya van cinco días. Asombroso.
No seré yo quien te quite razón pues argumentos y fundamentos no te faltan. No hay más que leerse concienzudamente el artículo para darse cuenta que muchas cosas son verdad. Si te soy sincero yo tuve ocasión de verla en su día en el cine y me sucedió algo parecido, en tanto que me gustó sin apasionarme, fundamentalmente por el tema de las películas con trampa final que no suelen gustarme, véase El sexto sentido y El bosque por poner dos obras de un director muy sobrevalorado.
Es verdad que su director imprime a todo su cine esa estética tan recargada y especial, derivada de sus orígenes publicitarios. Aún así, digamos que ofrecen sus obras una impronta visual y plástica, cuando menos, personal y abigarrada. Me sucede igual con la denostada El expreso de medianoche, que no he tenido ocasión de volver a verla desde hace tiempo, pero siendo una película criticable y mucho, tampoco creo que deba ser objeto de mofa y vilipendio. Dos productos muy particulares, con todo el exceso, efectismo e insustancialidad propias del director, en tanto que supedita el fondo a la forma, pero que atesoran elementos de estudio cinematográfico cuando menos curiosos. Yo sí le recomendaría a alumnos de una escuela de cine que revisaran la obra de Parker, para lo bueno (escaso) y para lo malo (no tan abundante).
Y sí, tanto Parker como Rourke tuvieron unos comienzos prometedores, al menos en cuanto a éxito, y su carrera posterior es, en el caso del segundo, esperpéntica. Aún así, no podemos despacharlos a ambos de esa manera, pues para mi Parker nos dejó El muro, Birdy, Los commitments y El balneario de Battle Creek, obras muy superiores a las citadas, y Rourke siempre será el chico de la moto en esa obra maestra llamada La ley de la calle, y un detective personalísimo (no estuvo mal como llora el fallecimiento de su esposa, si mal no recuerdo) en esa notable película de Cimino que es Manhattan Sur. Un saludo.
Espero, Altaica, no haberme dejado llevar por la rabieta de quien descubre que lo que una vez tuvo en el pedestal se ha caído y se ha roto en mil pedazos. En fin, tal vez por eso he intentado explicar (seguramente, de modo más prolijo del necesario: es algo que me dice gente muy cercana) mis reparos actuales a esta película que tanto me gustó (y que, reitero, pese a tanto reproche, sigue teniendo algo que me hace recuperarla de cuando en cuando… aunque sea para quejarme de Mickey Rourke jaja).
De Alan Parker no he visto todo lo que hizo, pero ahora mismo solo salvaría «Birdy», aunque hace más de veinte años de la única vez que la vi: recuerdo que me gustó mucho. «El balneario de Battle Creek», en cambio, me pareció que abusaba del atractivo del pintoresquismo, de ese gusto por lo barroco del autor (curiosamente, esa debilidad por lo barroco me gusta en otros directores seguramente tan discutidos como Parker: por ejemplo, Terry Gilliam).
En cuanto a Mickey Rourke, confieso no haber visto nunca «La ley de la calle» (es una peli difícil de encontrar con una calidad mínima) ni «Manhattan Sur» (esto sí es más imperdonable, porque «El cazador» es una de mis películas favoritas del moderno cine norteamericano). De modo que es posible que Rourke tenga todavía alguna capacidad para hacerme cambiar mi valoración, totalmente negativa de momento por el resto de sus películas, de «Nueve semanas y media» a las que ahora le han encumbrado otra vez, comenzando por «The Fighter».
Por último, el problema de las películas con trampa final es justo ese: que las siguientes veces que las vemos solemos descubrir que fuera de ese impacto poco atractivo más tenía. El caso paradigmático es «El sexto sentido» (uno de mis primeros comentarios, en la sección «Mucho ruido y pocas nueces», fue el de esta película) y seguro que «El bosque», aunque en este caso no he vuelto a verla desde el estreno.
Por cierto, coincido contigo en que ha sido verdaderamente alarmante el asunto de los titiriteros. Yo pensaba que, después de 24 horas, superado el calentón de la presión «popular», serían soltados y veo que han tardado lo indecible. Y que en la España del siglo XXI se detenga a unos artistas por el contenido de una obra de ficción es intolerable. En todo caso, es evidente que si el marco en que se exponía esa ficción no era el adecuado, se tenía que haber controlado mejor. Claro que me asombra la noticia de que la misma obra se había estrenado en Granada previamente. ¿El contenido era más suave, los padres menos sensibles… o el ayuntamiento granadino no ha sido declarado pieza en busca y captura?
Debo decir que El corazón del ángel ya me irritó en su momento, cuando la vi por primera vez, con esa molestísima tendencia al subrayado, que alcanza el clímax en las escenas de los asesinatos. Y Robert de Niro ya empezaba a pasarse tres pueblos en sus interpretaciones (si es que no se pueden hacer tantas películas…porque luego vas con el piloto automático). Y Mickey Rourke está lamentable, por decirlo suavemente.
Pero, en su descargo, y coincido plenamente con Altaica, está muy bien y contenido en Manhattan Sur (su mejor interpretación), un espléndido thriller que debes ver y que le da cien vueltas en todo al susodicho Corazón del ángel. Es que Michael Cimino, aunque también se le fue la olla, no tiene nada que ver con Alan Parker.
Asunto tiriteros (vivo en Madrid): El encarcelamiento es una medida desproporcionada, jaleada por quien ya sabemos, pero tampoco el Ayuntamiento ha estado muy afortunado, que digamos.
Con más motivo entonces voy a tener que solventar esa laguna y buscar «Manhattan Sur». Por cierto que de Cimino me quedé en «La puerta del cielo» (e incluso esta tengo que repasarla porque la vi en muy malas condiciones).
El asunto de los titiriteros, en la lejanía, parece a la vez muy simple y muy complicado, y quienes vivís en Madrid tendréis más argumentos y más conocimiento, porque os encontráis en medio de la atmósfera de tensiones y enfrentamientos que explica lo que desde fuera parece lisa y llanamente un disparate. Esperemos que las aguas vuelvan a su cauce.
Al respecto de La puerta del cielo (que a mí me gusta mucho a pesar de sus irregularidades), creo que este mes o en marzo sale una edición en BluRay y DVD restaurada y prácticamente completa. Habrá que estar atentos.
Sí es cierto que cuando salgo de Madrid, la gente está más calmada y ve las cosas de otra forma . Aquí hay demasiada crispación.
Lo dicho: estaré atento. Ser la siguiente película realizada después de una joya como «El cazador» lo merece.
Que un país, sus medios de comunicación y demás gaitas, amanezca un día y, pese a los dos millones y medio de gruesos problemas que atesoramos en nuestras ruines almas hispanas, tenga a bien dedicarse en exclusiva a la desafortunada elección municipal y posterior representación de unos titiriteros, solo puede deberse a dos razones: una, que es un país poblado por un hatajo de catetos gobernados por un hatajo de curas (definición precisa y exacta de Napoleón sobre España); dos, que se ha levantado la veda mediática para derrocar a todo aquello que esté vinculado con los podemitas. Pero claro, estos últimos no saben más que poner piedras en el camino para que los que les persiguen las utilicen como arma arrojadiza. Espero que aprendan y dejen de cometer errores lerdos e infantiles, que solo están proporcionando carnaza a las alimañas. No estoy con ello defendiendo a los recién llegados, pero al menos no seré yo quien caiga en la trampa del miedo que tan en boga está en nuestra piel de toro, precisamente utilizada por aquellos que han dejado el solar patrio hecho unos auténticos zorros. Curiosa herramienta moral totalmente mellada. Ya veremos con el paso del tiempo, si da tiempo, si la gestión es buena, mala o regular, y actuaremos en consecuencia, con independencia de una anécdota como la de los titiriteros. Saludos
Estoy bastante de acuerdo con lo que dices, aunque con la desventaja (o ventaja) de vivir lejos de Madrid no sé hasta qué punto se palpa en el ambiente de la calle la tensión que estalla de modo tan absurdo con episodios como la cabalgata o los titiriteros. En fin, paz y cine.
Pues a pesar de todas las razones expuestas, la película me gustó en su momento y me sigue gustando, de hecho la tengo en mi filmoteca. Explayarme en aquello que me atrae del film sería inútil, dada la extensa crítica que demuestra cuánto le disgusta por lo que la posición ya está tomada. Para mí es de esas películas que puedo volver a ver y disfrutar, tal vez no como la primera vez, pero sí que me transporta a un momento en que la historia felizmente se aparta del sempiterno asesino que mata a cuanto cristiano y moro se encuentra y eso que anda a pasito tun tun, y me regala un misterio en atmósfera decadente. La imagen de De Niro con sus uñas largas y el huevo forma parte de esas que se me quedan en la memoria, con trueno integrado; Mickey Rourke como un personaje insoportable calza bien en la historia a sí como la de quien termina siendo su hija. En, resumen se las recomiendo, y traten de hacer como yo que mientras más los críticos destrozan una película más deseo verla y formarme mi propio criterio.
¡Espero que no me incluyas en la categoría de esos críticos destrozones! Hasta el día en que paguen por estos comentarios (que veo muy lejano jajaja…), prefiero calificar mis artículos como opiniones razonadas. Fijate en que el 90% del contenido de este blog trata de aquellas obras y autores que me gustan, y cuando escribo uno sobre algo que no me guste, es casi a modo de justificación de que una vez sí lo hiciera y también, por qué no decirlo, como un lamento nostálgico por un gozo «perdido». Como indicio en el artículo, la primera vez (veces, más bien) que vi «El corazón del ángel» asistí al desarrollo de su historia completamente fascinado, y es una lástima que con el tiempo se me desvaneciera ese hechizo. Aun así, no dejo de volver a ponérmela de tiempo en tiempo, porque su historia sigue apasionándome. ¡No dudes en recomendarla, claro: el mundo sería muy aburrido si todos viéramos el cine de la misma manera!
Me ha parecido uno de los artículos más brillantes que he leído sobre cine. Llevaba tiempo buscando una opinión así, desde que hace muchos años mis amigos pusieron esta película y todos salieron fascinados por sus supuestas bondades, y me miraron raro al verme con cara indiferente.
Muchas gracias por tus palabras. Me alegra que este artículo te haya «descubierto» una opinión afín. Como indican los comentarios que han ido acompañándolo, es evidente que se trata de una película que gustó mucho en su día a quienes la vieron, porque, las cosas como son, atractivos sobrados tiene. Yo creía, eso sí, que estaba más bien olvidada, tanto como su director, Alan Parker, pero en los artículos escritos con ocasión de su reciente fallecimiento, inesperadamente, me he encontrado con tan entusiastas elogios que casi hacen pensar que se trataba de otro cineasta. Quién sabe si ya mismo lo tenemos conceptuado como otro clásico…