Lo que queda de Tim Burton: Eduardo Manostijeras y Big Fish

edward-scissorhands_posterDurante mucho tiempo me he empeñado en amar a Tim Burton. Me parecía el director contemporáneo que me ofrecía más cosas: el amor por el cine fantástico, en especial el terror gótico, sin coartadas; un gusto visual barroco y muy atractivo, reconocible a la primera; una entrañable capacidad para conjugar lo tierno y lo siniestro; el entusiasmo por elementos tan clásicos y a la vez tan deliciosamente antañones como la animación por el artesanal método de la stop motion; capacidad para no anclarse en el mero homenaje cinéfilo (en el fondo siempre tan superficial) sino para resultar a la vez crítico o satírico… Ese amor nació con la primera película que vi de él, Eduardo Manostijeras (1990), y no se tambaleó pese a que las siguientes me gustaron poco: sus dos films sobre Batman (1989 y 1992), el primero porque, en su mayor parte, es una sinfonía al servicio insufrible de Jack Nicholson y el segundo porque desaprovecha un planteamiento estupendo por falta de sentido del desarrollo. Pero película tras película me encantaba reconocer ese «mundo propio» —y es que los cinéfilos somos una especie de lo más vanidosa—, por mucho que tardé en volver a encontrar una película que me llegara tanto como la del muchacho con tijeras por manos. Sin embargo, poco a poco —el punto de inflexión fue Charlie y la fábrica de chocolate (2005)— acabé dándome cuenta de que su cine estaba hundiéndose en la inercia, y que cada vez más parecía hecho para pre-convencidos de su genialidad. Su cargante versión de Alicia en el País de las Maravillas (2010) fue la gota que hizo rebosar el vaso: confieso no haber visto todavía sus dos siguientes películas. Sin embargo, no puedo evitar seguir recordándolo con simpatía, de ahí que no descarte que en un futuro pueda revalorizarlo: puedo ser así de caprichoso. Hoy, por ello, le rindo un pequeño homenaje recordando las que me parecen sus dos mejores películas —y a mucha distancia del resto—, la mencionada Eduardo Manostijeras y la aún mejor (pero menos apreciada) Big Fish (2003).

Eduardo Manostijeras (1990)

No sé si se recuerda, pero en su día Eduardo Manostijeras (1990) constituyó un enorme fracaso: en Málaga se estrenó en una sola sala de cine (la más pequeña del desaparecido América Multicines) y duró una semana. Era raro, porque Burton acababa de tener un enorme éxito con Batman. No sé si se debió a que el nombre, todavía poco conocido, del director no se asoció con la película del Hombre Murciélago (cuyo carisma se bastaba sin necesidad de apoyarse en ningún autor), a una mala campaña de publicidad o al extraño rebautizo hispánico del Edward original (que, por fortuna, no se repetía en el doblaje: y yo entonces lo veía todo doblado, entre otras razones porque no había más opción). En cualquier caso, se convirtió desde el principio en una cult movie, en una época en que no era como ahora: las películas de culto lo eran porque sólo las apreciaba o las conocía una minoría de espectadores. Hoy día, el último mega-hit de un Quentin Tarantino recibe el mismo tratamiento antes incluso de estrenarse.

Johnny Depp y Winona Ryder, como Edward y KimSignificativamente, Eduardo Manostijeras sigue permaneciendo todavía hoy como el punto de referencia de la filmografía de Tim Burton. Fue el film que selló definitivamente el «estilo Burton», a nivel visual y conceptual: desde entonces, uno siempre va a ver una película de tal cineasta esperando encontrar una fantasía al tiempo blanca y macabra, que cobre sentido ante todo desde una perspectiva cinéfila y que base gran parte de sus atractivos en una configuración visual de grato regusto gótico.

Eduardo Manostijeras tiene, de entrada, el atractivo de la mixtura, del mestizaje, de la complementariedad entre elementos muy distintos. Ante todo, es una fábula sobre la diferencia, una fábula nada sutil en apariencia, que sin embargo se presenta como una combinación de dos modelos de cine (del Hollywood clásico, eso sí) en apariencia incompatibles. Por un lado, el terror gótico con monstruo carismático, en la estela de los Frankenstein, que incluye a un mad doctor que le da vida y un castillo tenebroso. Por otro, una comedia sofisticada que pretende satirizar ese famoso american way of life que el cine norteamericano ha conseguido convertir en modelo para el resto del mundo. La conjunción, insólitamente equilibrada, es Eduardo Manostijeras.

No se olvide: la película arranca con un personaje de desarmante candor, Peg (Dianne Wiest), que en principio aparece retratada como la quintaesencia de lo americano (madre y esposa amantísima que en sus ratos libres vende productos de Avon) pero que también alberga en su seno la misma diferencia que luego se encargará de traer en su aspecto más rotundo a ese lugar (y es que Peg es la única ama de casa de corazón puro que parece albergar el mezquino barrio residencial donde transcurre la acción). Un buen día, después de recibir la enésima respuesta negativa a sus intentos de llevar un «poco de luz y belleza a la vida cotidiana» de sus vecinas, y un tanto desalentada, gira el espejo retrovisor hasta encuadrar la misteriosa mansión que corona el lugar desde lo alto de una colina.

Inciso. Estamos ante una fábula, y la convicción de Burton al narrarla es la responsable de que no nos preguntemos cómo diablos es que conviven esos espacios tan distintos, o que a nadie antes que a Peg se le ocurra ir a curiosear a sitio tan atractivo. Lo mismo puede decirse de ese barrio residencial cuyas casas están pintadas con suaves tonos apastelados que otorgan al conjunto un claro matiz irreal, un decorado de juguete a la medida de sus simples habitantes (los cuales, claro, se comportan como seres mecánicos: todos los días abandonan sus casas en coche de modo sincronizado y en sus ratos libres hacen las mismas cosas). Es un lugar tan fantástico como el castillo que lo corona, de ahí que sobren esas reflexiones sobre su «realidad», aunque, eso sí, será el espacio adecuado para tratar temas tan reales como la dificultad del ser humano para admitir, más allá de un mero rato de condescendencia inicial, a aquél cuya singularidad nos recuerda constantemente nuestra vulgar normalidad. Fin del inciso

Cartel de una exposición sobre el vigésimo aniversario de Eduardo ManostijerasEl gran acierto de Burton consiste en confiar a la mirada la clave dramática y visual de la puesta en escena y del desarrollo de la historia: pues no en vano, es nuestra forma de mirar lo que dota de un significado concreto a lo «normal» y lo «distinto». Una forma distinta de mirar (un giro de su espejo retrovisor) es lo que lleva a Peg a adentrarse en la mansión, para descubrir con admiración la belleza de las estatuas vegetales que adornan tan inesperado jardín. La mirada inocente y al tiempo curiosa es lo que guía a Peg hasta Edward, y su buen corazón lo que le hace apartar a un lado los temores al hallarse ante aparición en principio tan tremenda. Esa mirada que todo lo transforma no deja de ser, a partir de ese momento, el leit-motiv emocional del film. De este modo, el aparente mad doctor que encarna, para mayor inri, Vincent Price, resulta ser un sabio apacible cuyas máquinas de terrible aspecto en realidad lo que fabrican es galletas, siendo él mismo un sabio renacentista cuyo profundo humanismo le lleva a dar vida a una criatura a la que educará partiendo primero de los Mitos y después de la Poesía.

La mirada lo transmuta todo: y esa es la lección que aprende la joven Kim (Winona Ryder), la hija de Peg, quien inicialmente siente por Edward una aprensión que lentamente se va convirtiendo en lástima y después en comprensión (para mí, más que en amor, lo cual tampoco empobrece el bonito desarrollo de la relación entre los dos personajes). La muchacha, en principio típica habitante de ese barrio, líder de las cheer girls del instituto y novia de la estrella local del deporte, irá aprendiendo a valorar a ese muchacho que al principio la asustaba, comprendiendo primero su bondad natural y luego su insólita capacidad para transmutar lo cotidiano (lo corriente) en poesía, como remarca muy bien ese bello momento en que Edward esculpe una escultura en un bloque de hielo y las esquirlas que provocan sus cuchillas provocan una efímera nevada bajo la cual baila la muchacha. Quien no se emocione con ese momento y lo considere el colmo de la cursilería —y reconozco que no hay mucha distancia entre lo uno y lo otro— no ha nacido para apreciar esta película.

El anciano Vincent Price como el inventorDe este modo, Eduardo Manos-tijeras se propone como un cuento de hadas al tiempo satírico (nunca sarcástico, al menos no del todo) y evanescente, que mantiene un mágico equilibrio entre lo onírico y lo grotesco. Particularmente, siempre que reviso el film me emocionan intensamente los fugaces flash-backs en los que Edward rememora al inventor, un anciano Vincent Price en su última aparición cinema-tográfica (solo por la belleza de esta despedida de la pantalla la película ya merecería el cariño de los cinéfilos). El buen gusto visual de Burton resplandece, claro, en todas y cada una de las escenas que transcurren en la mansión: del bonito efecto del viento pasando las páginas del libro donde el inventor dibujó los bocetos de su criatura, que en un instante nos narran todo el proceso de su fabricación, al desgarrador momento en que, cuando el anciano está mostrando a Edward las manos que van a culminarlo, su mirada se congela —es un instante terrible, en el que el intérprete demuestra por qué fue uno de los grandes actores del Terror— y cae muerto ante la incredulidad de aquél, que no sabe aún lo que es la Muerte (hay un sugerente detalle visual: al caer al suelo su creador, Edward no puede evitar rajar con sus cuchillas las manos que ya nunca serán suyas).

Es cierto que no es un film perfecto. No puede evitar tener un molesto eco del cine teen propio de la época (del que procedían todos los actores jóvenes del reparto, aunque luego algunos llegaran lejos). El clímax final resulta demasiado forzado en su evocación de las películas de terror de la Universal, con su multitud enfurecida al asalto del castillo del monstruo. Y Johnny Depp, curiosamente, resulta todo lo contrario al exagerado histrión que es ahora: no llega a saber expresar toda la sensibilidad interior de su personaje a partir de la falta de expresividad exterior propia de un ser de sus características.

Pero todo ello no impide que la película resulte inolvidable. La música de Danny Elfman, aun sonando demasiado a ratos, sigue siendo su mejor partitura para el cine. Los actores que rodean a los jóvenes están estupendos: tanto Dianne Wiest y Alan Arkin (los padres) como una divertidísima Kathy Baker encarnando a la vecina lujuriosa. Y acierta al concluir con un epílogo que funde la dimensión de lo fabulesco con la real, como tanto le gusta al autor (y que es la clave de la película de la que ahora hablaré). Esa abuelita que en el arranque del film nos hacía creer que la historia de Eduardo era un cuento contado a su pequeña nieta una noche de invierno, resultará ser Kim. Y por qué no, la nieve que cae al otro lado de la ventana, puede que siga siendo producida por el chico de las manos-tijeras, que fue quien, hace tantos años ya, trajo la Navidad de verdad (o sea, la Navidad de los sueños) a su pueblecito de colores pastel.

Big Fish (2003)

Cartel anunciador de Big FishSin necesidad esta vez de toques siniestros, sin intentar apabullar mediante la dirección escenográfica y sin Johnny Depp, un Tim Burton que acababa de entregar su película más impersonal, El planeta de los simios (2001), sorprendió con una cinta de apariencia más modesta y sencilla y que mejora con los años. Pues Big Fish hace honor, claro, al principio fundamental de su autor, la reivindicación de la fantasía como dimensión irrenunciable del ser humano, pero incluso la ennoblece con una mirada mucho más madura, y más dura (y en esto puede que tenga mucho que ver la novela original de Daniel Wallace, que no conozco), que en títulos como la misma Eduardo Manostijeras o como su muy sobrevalorada Ed Wood (1994), donde ese mismo mensaje tiene un tono más conservador, más escapista (el fácil mensaje de que es el carácter alienante de la realidad lo que obliga a refugiarse en la fantasía).

Reducida a su esqueleto argumental, a su planteamiento dramático, Big Fish también puede parecer muy parvularia. Se centra en una típica-tópica confrontación entre un padre y un hijo. Un padre, Ed Bloom, de enorme carisma personal, un narrador nato que ha pasado la vida fascinando a todos con una serie de fábulas asombrosas cuyo protagonista es él mismo y que asegura que son reales. Y un hijo, Will, que conforme fue creciendo se hartó de esa manía fabuladora y la vio como una mera máscara del abandono en que tuvo a su familia durante largas épocas. («Somos una nota a pie de página de una gran aventura que nunca viviste», le dirá en un momento de enfado). El reencuentro, obligado, se produce ante el lecho de muerte de Ed, y el dolido Will acude con el propósito de arrancarle, a modo de amarga revancha final, la declaración de que ese alter ego fabuloso que presentó ante su hijo y ante el mundo entero nunca existió.

Así contado, parece tratarse o bien de una sencilla confrontación entre la imaginación y el materialismo, entre lo onírico y lo prosaico, o bien, y peor, de un relato de buenos sentimientos sobre un padre y un hijo que, pese a estar peleados, en-el-fondo-se-han-querido-siempre. Y lo cierto es que, en su talento, Big Fish, es ambas cosas pero haciendo que los dos planteamientos se equilibren no sólo con admirable densidad sino con un sentimiento de lucidez que uno no esperaba en Tim Burton, por lo común un hombre poco amigo de complicarse la vida en el terreno dramático.

Ewan McGregor como el joven Ed, siempre envuelto en increíbles aventurasLa estructura argumental de la película nos contará la vida de Ed —Albert Finney en su vejez, Ewan McGregor en su juventud— desde su infancia en un pueblecito de Alabama, y por lo común el narrador de la misma va a ser él mismo, con lo cual hay que asumir, de entrada, el tono subjetivo de cuanto se nos cuenta. A lo largo de su agitada vida, Ed tiene tiempo de hacerse amigo de un gigante de verdad; de descubrir un pueblecito llamado Espectro que permanece aislado del mundo como un Shangri-La de paz y felicidad; de trabajar tres años gratis en un circo sólo para que su director (Danny DeVito, espléndido) le revele cada mes algún nuevo dato de la chica de la que se enamoró a primera vista el día de una función y de la que no sabe nada; de encontrarla y conquistarla gracias a infinidad de gestos y detalles a pesar de que estaba prometida; de ejecutar una peligrosa misión en China, de la cual salió con bien gracias a la ayuda de dos hermanas siamesas…

¿Es real o es ficticia la vida de Edward Bloom? O dicho de otro modo, ¿es posible que Ed Bloom sea algo más que el charlatán que su hijo acabó por no soportar? Un hijo, por otra parte, que no parece sino un tipo anodino y de escasa imaginación, al que es lógico que abrume la exuberancia de su padre. Un ejemplo. Una de las historias que menos soporta Will es la de la pesca de un enorme pez que hizo que Ed llegara tarde al nacimiento de su propio hijo. Hacia el final de la película, el médico de toda la vida de la familia le cuenta a Will la verdad: su padre llegó tarde porque estaba trabajando. Y al hacerlo, remarca que, para él, la versión inventada por Ed es mucho mejor, más atractiva, que la real.

Aunque por detalles como éste pueda parecer que Tim Burton toma claramente partido por el fantasista antes que por el prosaico hijo, lo admirable de Big Fish es la ecuanimidad con que retrata el conflicto, con que dibuja la doble perspectiva de padre e hijo, haciendo que ninguna de ellas se imponga moralmente sobre la otra (aunque es claro que la «vida» de Ed Bloom a la fuerza resulta más atractiva). Hay otro momento muy revelador, que en esta ocasión no deja bien al protagonista: es aquél en que habla con Will sobre la futura paternidad de éste y le señala que tener hijos supone un cambio irreversible en la vida de un hombre, por la cantidad de tareas monótonas y agotadoras que exige… y que un momento después, a preguntas de aquél, reconoce que él apenas realizó.

Ed llega a la ciudad de EspectroLa conclusión, por tanto, acaba sugiriendo que Ed Bloom es una especie de Peter Pan insatisfecho al darse cuenta de que el abandono del estadio infantil, de los sueños irresponsables, es una tragedia para todo hombre con imaginación, de ahí que su vida —esa vida que odia Will— haya sido la de una perpetua lucha para tratar de equilibrar su necesidad interior de una existencia fabulesca y las responsabilidades (y el sincero cariño, no se olvide) hacia su familia. Y así, la historia que nos cuentan las imágenes contiene una parte de irrealidad bien anclada en una parte real. Por ejemplo, Espectro existió, y si no era una ciudad tan maravillosa como en los relatos de Ed, él intentó moldearla para que lo fuera, regresando a ella muchos años después para descubrir que se encontraba al borde del abandono, reuniendo amigos y fondos para salvarla y reconstruirla. Eso sí, procurando ahora acercarla a esa Espectro de sus sueños.

Por lo tanto, y como casi todos, Ed Bloom es —y así acabará apreciándolo su hijo— un hombre con varios rostros, con varias necesidades, sin que se excluyan entre sí, pues ese puzzle es lo que compone su personalidad. Es el joven aventurero que se lanza por el mundo en busca de prodigios, y que tiene la facultad necesaria para apreciarlos aunque no existan en la medida que los necesita. Es el padre irresponsable que Will reprocha, pero también el padre que nunca optó por la salida más fácil, abandonar a su familia a su suerte. Es el gran fabulador que sabe cómo atraer la atención cuando habla, pero también una suerte de pelmazo (y no sólo para su hijo) capaz de encadenar una batallita tras otra sin piedad por sus oyentes. Ed Bloom es, así, un hombre cuyo hijo no ha querido admitir nunca su complejidad: Will buscaba un padre unidimensional —buscaba a un padre como todos— y, claro, eso es algo que Ed no podía ser.

Esta bella historia encuentra en la devoción por lo visual de Tim Burton el adecuado catalizador de su espíritu. Con admirable habilidad para fundir en una sola dimensión el cuento de hadas y la fábula sardónica, el director consigue desde el primer momento situar al espectador en el justo punto de suspensión de su credibilidad, en el punto de equilibrio adecuado para construir el tono preciso que requería una historia de esta naturaleza. O sea, no sólo que resulte imposible saber qué parte de recreación y qué parte de realidad hay en las historias relatadas por Ed, sino que importe poco establecer una y otra. El espectador se sumerge así en un mágico espectáculo de imaginación, que al mismo tiempo no le impide mantener la distancia necesaria para juzgar a los personajes. Big Fish se constituye así en el film más espontáneamente emotivo, más perdurable de la carrera de su autor.

[Quien no haya visto esta magnífica película debe dejar de leer aquí]

Algunos de los seres fabulosos de la vida de Ed BloomLa parte final, estupenda, hace que, por primera vez, Will sepa ponerse en el punto de vista de Ed, aceptando el reto que éste, como última voluntad, le lanza: hacer que él tenga que encontrar (o inventar: para Ed Bloom es lo mismo) el final de la única historia que el padre se resistió a contarle. Y en la imaginación del hijo (en las imágenes de la película para nosotros) ahora, por fin, aparecen todos aquellos seres que poblaron las fábulas del padre, encabezados por el gigante y por el dueño del circo, dando con alegría el último adiós a Ed, todo ello en el curso de una escena en la que es difícil resistir la intensa emoción que despierta. Ahora bien, en su agridulce lucidez, Big Fish tiene tiempo todavía para un bello y más realista final. En el auténtico funeral de Ed, Will descubre que todos aquellos que él creyó una vez invenciones de su padre, son reales, si bien fueron estilizados por la desbordante imaginación de aquél: el director del circo, el gigante, las dos chinas (no siamesas, claro)… Es decir, Ed Bloom en realidad lo que hizo fue contar la realidad a su manera, con la mezcla de recreación y verdad adecuadas, para sorpresa de un hijo que tuvo la fortuna de entenderlo al menos en el último momento. ¿No es lo que tratamos de hacer todos?

FICHAS DE LAS PELÍCULAS

Título: Eduardo Manostijeras / Edward Scissorhands. Año: 1990.

Dirección: Tim Burton. Guión: Caroline Thompson; historia de T. Burton y C. Thompson. Fotografía: Stefan Czaspy. Música: Danny Elfman. Reparto: Johnny Depp (Edward), Winona Ryder (Kim), Dianne Wiest (Peg), Alan Arkin (Bill), Vincent Price (El inventor). Dur.: 105 min.

Título: Big Fish / Big Fish. Año: 2003.

Dirección: Tim Burton. Guión: John August; novela de Daniel Wallace. Fotografía: Philippe Rousselot. Música: Danny Elfman. Reparto: Ewan McGregor (Ed Bloom, joven), Billy Crudup (Will Bloom), Albert Finney (Ed Bloom, anciano), Jessica Lange (Sandra Bloom, mayor), Alison Lohman (Sandra Bloom, joven). Dur.: 125 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Lo que queda de Tim Burton: Eduardo Manostijeras y Big Fish

  1. Renaissance dijo:

    Eduardo Manostijeras presentó su estilo de dirección. Efectivamente, entonces ser un director de culto y presentar algo distinto era muy complicado (y eso que soy fan de muchas series B de la época, y bastantes las considero mejores a lo que se puede encontrar en Netflix).
    Big Fish fue prácticamente la última que pudo hacer en condiciones. Quizá sea la más realista de todas, limitándose a narrar cómo dos personajes presentan la realidad de un modo distinto, pero es donde todavía queda algo de personalidad. Las posteriores se limitan a ser una presentación de secuencias batiburrillo de todo lo que ha hecho en su época anterior (bueno, también está esa versión del planeta de los simios, que no sé como se le ocurrió).

  2. Pues sí, demasiadas películas acaban pareciendo un «remix» de sus buenos tiempos. La de «Charlie» me parece el mayor potaje y en ella, y por primera vez, no aguanté a Johnny Depp. «Alicia» no me gusta, pero, claro, a pesar de todo, con las posibilidades del personaje, algo de atractivo tiene. «El planeta de los simios» obliga a preguntar, sí, por qué rayos la hizo, pero curiosamente gana en una segunda versión, cuando ya tienes fría la decepción inicial. Eso sí, no le pega nada adoptar el ritmo frenético del tipo de pelis de acción en que los personajes corren, corren y no paran de correr.

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