Sobre gangsters brutales y lo que fue de ellos

James Cagney, inmortalLos rugientes años veinte. Ese es el título original de una magnífica película de Raoul Walsh de 1939 que aquí en España se llamó Los violentos años veinte, lo que tampoco es inexacto. Rugientes y violentos: así fue para los Estados Unidos esa tercera década del siglo XX que inicialmente fue bautizada como los «felices años veinte», antes de que la Depresión de 1929, ese huracán que asoló el país primero y después el mundo, demostrara cuán frágil había sido esa felicidad. Y es que muchos incautos creyeron que en la que se estrenaba como primera potencia del mundo todo el mundo podía ser próspero: incluso esa clase obrera que aspiraba al pleno empleo y que, gracias a la producción en cadena y el descubrimientos de técnicas comerciales como el pago a plazos o la aparición de los grandes almacenes, por primera vez desde el nacimiento del proletariado pareció aspirar a un nivel de vida decente (y se entiende que para muchos eso fuese algo parecido a la felicidad). Por supuesto, era un espejismo. Lo barrió el crack de Wall Street, pero antes los indicios habían sido muchos. Y el primero había sido la violencia: violencia en la América rural (los veinte fueron los años de los famosos «enemigos públicos número uno» salvajemente acribillados por los agentes del FBI, los Dillinger y Bonnie & Clyde) y violencia en la América urbana. La famosa ley Volstead, aprobada en 1920, había prohibido la fabricación, distribución y venta del alcohol, esa lacra que los puritanos gobernantes estadounidenses pretendieron erradicar por impulso legislativo. Por supuesto, lo que hizo la Prohibición fue dar pie a la edad de oro del gangsterismo, la de los Al Capone, Lucky Luciano y Bugsy Siegel. Y qué mejor que el cine para levantar el acta de su ascenso, esplendor y caída. No lo hizo de modo sincrónico, pues fue en la década siguiente, los treinta, cuando los personajes inspirados en ese modelo poblaron las pantallas de cine. Pero con qué fuerza: la llamada crook story, es decir, el cine protagonizado por gangsters, fue la primera gran corriente del cine policiaco estadounidense y creó por tanto su primera mitomanía. Unos gangsters que se conducían con una brutalidad que hoy sigue golpeándonos con inusitada violencia desde esas imágenes en blanco y negro y que convirtieron en mito a actores como Edward G. Robinson o James Cagney.

Vayamos a los términos. ‘Crook’ es una palabra inglesa que puede traducirse por ‘delincuente’, ‘criminal’ o ‘ladrón’. Mala gente, en conclusión. Esos tipos, dueños de un grado de brutalidad, repito, como nunca se ha vuelto a ver —porque no basta con que los tiempos permitieran, en el futuro, mostrar con crudeza la sangre y la violencia para transmitir el mismo impacto moral y metafísico que producían aquellos sujetos— fueron los protagonistas de este género durante varios años, al menos hasta que fue aplicado en todo su alcance el Código Hays, ese sistema de autocensura que se impusieron los estudios para evitar el boicot de las ligas de la decencia y todo tipo de esas organizaciones similares que, ayer y hoy, disfrutan diciéndonos a todos lo que debemos ver, leer y pensar. Cierto es que esas películas intentaban cubrirse las espaldas incluyendo siempre algún rótulo en el que proclamaban con ardor que si mostraban a esos malos bichos era para alertar a los buenos ciudadanos del peligro que suponían, y nunca les dieron la oportunidad de escapar con bien de sus tropelías o de conservar la vida siquiera.

A la cumbre a balazos es la filosofia del Pequeño Rico

El negocio de esos gangsters urbanos (la crook story se situó ante todo en la gran ciudad) era el ‘racket’, un término más difícil de concretar puesto que en general se refiere al tipo de negocios a que se dedicaban aquellos, centrado en la extorsión (es decir, la imposición de sus productos alcohólicos a los infinitos pequeños negocios que florecieron como hongos, clandestinamente por supuesto, tan pronto se aprobó la Ley Volstead), con su corolario de chantajes, asesinatos, ejecuciones y ajustes de cuentas. En este sentido es emblemática la famosa matanza del día de San Valentín orquestada por Al Capone el 14 de febrero de 1929. En los años sesenta, Roger Corman filmaría una famosa película en torno a este episodio, pero ya había sido llevada al cine, de modo apócrifo, en alguna ocasión, tanto en esos años treinta como en la genial Con faldas y a lo loco (1959), de Billy Wilder, que partía de una parodia cariñosa de la crook story utilizando, no por nada, a uno de sus actores característicos, si bien no de los de mayor peso estelar, el entonces ya veterano George Raft.

El enemigo publico revelo al gran James CagneyEl pistoletazo oficial de salida del género se sitúa con el estreno cercano, en el escaso periodo de un año y pico, de tres películas míticas: Hampa dorada (Mervyn Le Roy, 1931), El enemigo público (William A. Wellman, 1931) y Scarface, el terror del hampa (Howard Hawks, 1932), esta estrenada con retraso por problemas de la Censura. Cierto es que no partieron de la nada. Por supuesto, y como sucede con el western, esas historias procedían de la literatura: la primera y la tercera, en concreto, de dos novelas de gran éxito de, respectivamente, W. R. Burnett —que en el futuro escribiría otros clásicos literarios también llevados a la gran pantalla como El último refugio y La jungla de asfalto, en la época en que el género había pasado a ser etiquetado como «cine negro»— y Armitage Trail. Es más, en el mismo cine se pueden citar varios precedentes, y además magníficos, de esa mirada centrada en los criminales. La ley del hampa (Josef von Sternberg, 1928), en el final del cine mudo, presenta ya a un gangster exuberante y carismático, pero este manifiesta ciertos rasgos de humanidad que lo redimen en medio de una propuesta virada al melodrama, algo nada extraño en el director. La senda del crimen (Archie Mayo, 1930) nos ofrece a otro del todo amoral, pero insólitamente joven y de aspecto angelical (lo cual, por supuesto, lo hace más peligroso, al encubrir su agraciado aspecto físico la vileza de su carácter). George Bancroft y Lew Ayres (este último recién revelado por su papel de recluta alemán en Sin novedad en el frente), encarnando respectivamente a uno y otro, sin embargo no reincidirían en papeles similares como para rendir a la mitomanía.

Quienes sí lo consiguieron fueron los respectivos actores de cada uno de los tres títulos señalados en primer lugar: Edward G. Robinson en el papel del Pequeño César, James Cagney en el del joven proletario Tom Powers y Paul Muni en el del matón Tony Camonte, apodado Cara Cortada pues está inspirado en el mismísimo Al Capone. Tres criminales sin remisión, que parten desde la nada y llegan a la cima sencillamente por la fuerza de su voluntad y por su indiscriminada manera de utilizar la violencia. No hay espacio en ellos para la humanidad (tal vez algo en el segundo, el único que no se adorna de rasgos directamente patológicos). No engañan a nadie con su aspecto físico, con su gestualidad, con su forma de conducirse ante los demás. Es más, su mera presencia física provoca un considerable desagrado.

El fisico antiestelar de Edward G. RobinsonEs llamativo que durante veinte años Robinson construyera una carrera como protagonista —en realidad fue el maccarthismo el que lo desalojó de esa posición, y tuvo suerte de que no pasara a mayores— con el físico más antiestelar que se pueda encontrar (salvo entre las estrellas del terror): rostro de batracio, mejillas fláccidas, labios gruesos y caídos, aspecto bajo y corpulento… Pero nada más ver al Pequeño César uno puede hacer dos cosas: cometer el error de sonreír despectivamente ante las ínfulas de un sujeto de apariencia tan ridícula o esconder la cabeza para no llamar la atención. A esta aprensión natural, Tony Camonte transmite incluso repulsión: algo en su mirada indica una profunda insania, un placer por hacer daño más allá del mero deseo de imponerse a los demás mediante el medio, no digamos ya si uno se pone a pensar en lo que sugiere la cicatriz que le surca el rostro. El actor Muni añade a su presencia natural un notable trabajo de caracterización, no en vano fue uno de los grandes transformistas de la pantalla (compúlsense fotografías de sus principales películas de la década). En cuanto a Cagney, en principio su rostro, sin acercarse por supuesto al perfil del galán, tenía un pase. Ahora bien, la forma de apretar las mandíbulas, de pasar en un mero instante del gesto amenazador a la intimidación verbal o a la explosiva agresión, delata a un hombre criado en la calle y para quien la violencia es una segunda piel que nunca se podrá arrancar por mucho que la cubra de buenas ropas. El actor siempre aportó una electricidad especial a todas sus composiciones, una energía que desbordaba su pequeña estatura y parecía irradiar una energía sin límite. Es por ello que incluso cuando no encarnaba directamente a un gangster sino a un proletario o a un buscavidas que intenta progresar sin convertirse a la fuerza en delincuente, sus personajes siempre parecen contener a duras penas algún impulso interior que en cualquier momento saldrá al exterior y, entonces, será mejor estar lejos de él.

Cagney y Robinson se convertirían para siempre en estrellas indiscutibles no solo del policiaco, sino del cine en general pues consiguieron saltar a otros géneros y papeles. Muni fue uno de los actores más prestigiosos de la década, más incluso que los anteriores, pero su paso por el género fue breve e injustamente fue víctima de la postergación y del olvido en poco tiempo.

Dispara el primero, es la filosofia del gangster brutal

El interés de los tres títulos señalados aumenta en orden cronológico creciente: el film de Mervyn LeRoy es muy estimable (en determinados momentos, incluso potente), el de William A. Wellman es magnífico y el film de Hawks una obra maestra no ya del género sino del cine. Las tres, pese a ser muy diferentes entre sí, parten del mismo planteamiento: el ascenso en el hampa de un tipo de orígenes muy humildes gracias fundamentalmente a su violenta determinación, su breve reinado y su caída final que, como no podrá ser de otro modo, resulta no menos destructiva. El marco es el mismo, el mundo de la Prohibición, del gang, del boss, del racket, narrado en todos los casos con un realismo rayano con el puro documento, lo que fue una característica del cine policiaco de la Warner en general.

Son películas, además, que fascinan por una misteriosa primordialidad, que nace tanto del dibujo de esos tipos turbadoramente primitivos como de las propias circunstancias cinematográficas en que nacen: los inicios del sonoro, entre cuyos condicionantes estuvo la ausencia de música en el sentido convencional del término. Las andanzas terribles de esos sujetos llegan así al espectador sin venir mediatizada por ningún acorde, por ningún condicionamiento sonoro, sin más acompañamiento que los ruidos propios de los actos que cometen o de los espacios por los que transitan.

Joan Blondell en Gente viva, pelicula de James Cagney

También es fundamental para comprender la crudeza de estas tres películas el hecho de pertenecer al breve y fascinante periodo que hoy llamamos pre-code. El nombre procede de su ubicación cronológica justo antes de la definitiva aplicación del Código Hays. Aunque este ya estaba aprobado, los estudios lo dejaron dos o tres años en el congelador y eso dio a las películas filmadas en ese intervalo una libertad visual y moral inaudita, que nos deja perplejos a quienes estamos acostumbrados al pacatismo del Hollywood clásico. Esta libertad se manifestó sobre todo en dos campos: la desinhibición del retrato de las mujeres, tanto en el aspecto erótico, cuando no sexual —se tardarían décadas en volver a ver planos como aquel de Joan Blondell en Gente viva, de 1931 (donde comparte cartel con Cagney, además), en que aparece insinuantemente desnuda en una bañera: por mucho que, eso sí, el borde del recipiente y sus brazos oportunamente cruzados nos hurten sus partes más íntimas, la imaginación masculina rellena cuanto hace falta rellenar—, como en el retrato de personajes femeninos que tratan a los hombres de igual a igual, como si no pudiera ser de otro modo (la gran Barbara Stanwyck se especializó en estos papeles). Por tanto, solo en el pre-code estos sujetos que matan con deleite o, cuando menos, sin pensárselo mucho, pudieron ser protagonistas y no antagonistas, aunque al final de sus respectivas historias las pagaran todas juntas.

Paul Muni como Cara CortadaScarface, el terror del hampa es la joya de la corona. La película es el fruto equilibrado de los intereses de sus dos principales responsables, los dos Howard: el productor Hughes, que quería realizar una biografía encubierta de Al Capone, como revela el título sin ocultamiento alguno, y el director Hawks, que decidió llevar al mundo del hampa una variante de la famosa historia de los Borgia. Si el Pequeño César y Tom Powers son tipos que no dudan en imponerse mediante la violencia, Tony Camonte es directamente un psicópata que goza matando gente. Hawks y sus guionistas tuvieron el acierto de desarrollar un elemento que en las otras dos películas tiene menor importancia: la relación entre sexo y violencia. Camonte metaforiza su derrocamiento del boss a través de la apropiación de su amante, pero a la vez mantiene una turbulenta relación con su hermana Cesca, que va más allá del mero patriarcalismo del horizonte familiar italiano en que se inscriben. No solo no soporta que ningún hombre se le acerque sino que acabará matando a su hombre de confianza y tal vez único amigo (encarnado por George Raft, cuyo gesto de lanzar continuamente una moneda al aire le acompañaría toda la vida) al verlo con aquella, ignorante de que se han casado. Ann Dvorak, en este papel, crea una de las más fabulosas encarnaciones del pecado femenino, tal como se concebía en este mundo esencialmente masculino, y ello desde su mera presencia (el cuerpo tan delgado que parece imposible, los cabellos ensortijados, las cejas muy depiladas que destacan los ojos enormes y la predilección por vestir de negro).

Finalmente, debe consignarse el increíble afán de estilización que presenta su realización, insólita para quienes se han creído el cuento de que Hawks y los directores de su quinta (John Ford también, por ejemplo) destacaban por su «puesta en escena invisible»: abundan los momentos de fabulosa conjunción estético-narrativa, desde el formidable plano secuencia de varios minutos que abre el film (y concluye con la primera ejecución por parte de Camonte) al plano de la bola que rueda por la pista de la bolera después de que su lanzador haya sido tiroteado, pasando por el instante más explícitamente incestuoso del film, aquel en que Scarface, rabioso de celos, tras haber sacado a su hermana a empujones del local donde bailaba con un jovenzuelo, le rompe un tirante del minúsculo vestido que lleva, dejando al aire su ropa interior…

El chain gang, horrible realidad penal de los USA

Los tres actores iniciaron enseguida una carrera rutilante. De ellos, como he dicho, quien se desvinculó más pronto de su origen fue Paul Muni, aunque todavía tuvo tiempo para rodar otro clásico del género, Soy un fugitivo (Mervyn LeRoy, 1932). Su personaje es uno de esos tipos para los que los años veinte no son nada felices y que acaba siendo injustamente condenado a uno de esos penales cuyos reclusos realizaban trabajos forzados consistentes sobre todo en picar piedra, embutidos en uniformes de rayas que parecen siniestros pijamas y con los pies unidos por una cadena. El film efectúa una denuncia del cruel sistema penal americano que se daba sobre todo en el Sur, compaginando esta dimensión con la pura narración (estamos ante un film de evasiones: dos veces nada menos se escapa el protagonista del chain gang donde consumía su vida), y esa mirada carece de la blandura que no tardaría en «domesticar» el género. Redimido tras su primera fuga porque aún cree el sistema y convertido en un pilar de su ciudad (bajo identidad falsa), de nada le sirve esto tras ser descubierto: bien al contrario, el sistema se ceba con él por aprovechar el eco de su situación para denunciar los abusos de los carceleros. Por eso, su segunda fuga carece de la esperanza de la primera. Como manifiesta su famoso final, en que acude entre las sombras de la noche a ver por última vez a su amada, ha desistido de ser otra cosa que un fugitivo que se niega a esperar nada bueno de la sociedad. Y cuando ella le pregunta cómo va a sobrevivir, él da una respuesta que se ha hecho legendaria: «Yo robo».

El prestigio de Muni como actor lo llevó a papeles más «serios» (quedaban años para que el policiaco se invistiera del prestigio que hoy posee) y el estudio lo aprovechó para dar vida a una serie de personalidades extraídas de la vida real (Louis Pasteur, Emile Zola o Benito Juárez) en una serie de biografías que fueron muy bien acogidas —por el segundo papel recibió el Oscar— y ya apenas reincidió en el thriller. Por su parte, Robinson y Cagney no dudaron en rodar uno y otro ejemplar del mismo, convirtiéndose en pura crónica de su evolución durante la década.

Robinson y Bogart en Balas o votosLa imposición del Código Hays limitó en mucho la ambigüedad, no digamos ya la abierta vesania, de esos personajes del hampa. Desde entonces tuvo que quedar muy claro que el castigo y la condena moral, nunca la fascinación desde el otro lado de la sala oscura, era lo que les esperaba. Es más, los mismos actores que les habían dado vida ahora fueron puestos en el lado «correcto» de la ley para dar vida a sus perseguidores. El director William Keighley fue quien presentó a James Cagney nada menos que como un hombre-G, un hombre del Gobierno, o sea, un agente del FBI, en Contra el imperio del crimen (1935), donde se retrata a esa organización como un conjunto de nobles paladines dispuestos a limpiar el país de criminales (y aun así, sin poder evitar mostrar en alguna escena que sus agentes eran tipos de gatillo fácil que preferían acribillar a su objetivo antes que pedirles amablemente que depusieran la armas, por si acaso). Al año siguiente el director hizo lo mismo con Robinson en Balas o votos (1936), en el papel de un policía infiltrado en un gang para obtener las pruebas desde dentro. Es divertido que, pese a todo, Robinson haciendo de falso gangster utilice el mismo afán patibulario que cuando lo era de verdad. Y es curioso que su oponente, en este y otros films, fuera un actor que llegó tarde al reparto de roles estelares y por tanto resultara encasillado como villano en la crook story, aunque media década después se pasara con honores al otro lado, si bien para construir un nuevo arquetipo, el del noble antihéroe por antonomasia, detective privado o no. Me refiero, claro, a Humphrey Bogart. Por cierto que Bogart, en estos títulos, ni de lejos puede compararse a Cagney o Robinson en carisma, fuerza o calidad interpretativa. Mejoraría después, y mucho, a partir de su inmortal Roy Earle, el gangster crepuscular de El último refugio (Raoul Walsh, 1941).

La evolución del género, por tanto, subrayó el carácter antisocial y amoral de aquellos gangsters brutales, sin permitir jamás que volvieran a resultar carismáticos. Ya lo he dicho: Bogart fue quien sustituyó a Cagney y Robinson en dicho papel, y no estuvo a su altura. Ahora bien, estos todavía tuvieron tiempo de reformular su antiguo rol, y lo hicieron, los dos actores, de modo apasionante.

El ultimo gangster no podia ser otro que Edward G. RobinsonRobinson lo hizo por medio de dos títulos hoy injustamente desconocidos pero que recuperaron su rol de boss con inolvidable hálito reflexivo (advierto: la reflexión no procede de una consciente operación intelectual sino que, por fortuna, emana con naturalidad del dibujo de sus personajes y es el espectador el que reordena estas sensaciones con todo su bagaje previo de películas). El primero es El último gángster (Edward Ludwig, 1937); el segundo, El hermano Orquídea (Lloyd Bacon, 1940). En ambas películas, el actor encarna a un jefe que abandona temporalmente el mundo del delito (en el primer caso, por ingreso en prisión; en el segundo, porque, impulsado por el esnobismo propio del arribista, se toma un periodo sabático para cultivar en Europa su presunta afición por las artes) y que cuando intenta recuperar su antiguo puesto se encuentra con que este regreso no les hace ninguna gracia a sus antiguos subordinados, que lo desdeñan con una facilidad que habría sido impensable en otros tiempos.

El último gángster introduce un matiz metafílmico: como el Pequeño César, Joe Krozak es un hampón con delirios con grandeza, solo que su modelo es Napoleón. Y como este, su sueño es dejar su legado a un hijo. Solo que la madre —a la que escogió en Europa (con ese convencimiento esnob de que el Viejo Mundo es el lugar donde está «lo mejor») con dos condiciones: un aspecto físico agraciado y un carácter en principio manso—, al descubrir la verdad sobre su esposo se ha divorciado y ha contraído nuevo matrimonio (¡con un jovencísimo Jimmy Stewart!), de tal modo que el hijo piensa que su padre es este y, cuando aparece el primero, no se creerá que un sujeto tan estrambótico pueda ser lo que dice ser. El film se desliza hacia el terreno del melodrama redentorista, haciendo que el sufrimiento ilumine por fin a ese gangster embrutecido y solipsista hasta admitir que hace más bien que mal desapareciendo de la vida de ese vástago que, lo comprende tarde, nunca podrá ser el heredero de un imperio criminal. En cuanto a El hermano Orquídea, el proceso de humillación del personaje central, llamado John Sarto, y apodado significativamente Little John, viene atenuado por cierto aire de comedia pintoresca cuya culminación es la estancia del protagonista en un monasterio donde asume el nombre que da título al film. Y después de realizar un sacrificio casi del mismo calibre que en El último gángster (en este caso con respecto a su chica, aunque lo hace menos por amor que por admiración final hacia la única persona que, lo ha comprendido tarde, lo quería de verdad), a ese lugar es a donde volverá. ¡El gangster brutal, aunque ya menos, retirado del mundo para cultivar orquídeas entre mansos monjes!

Bogart y Robinson en El hermano Orquidea

La evolución de Robinson dentro del inmediato cine negro lo llevaría a que los dos mejores papeles de su vida fueran de carácter absolutamente opuesto a ese rol de boss implacable que tanto cultivó: los tipos tranquilos, incluso insulsos, de vida ordenada y carácter apocado que interpretó en La mujer del cuadro (1944) y Perversidad (1945), ambos bajo la dirección de Fritz Lang. Pero no por ello Hollywood olvidó su formidable presencia anterior, y en alguna película volvió a recurrir a ella. La mejor fue Cayo Largo (1948), rodada a las órdenes de John Huston, en la que tuvo como antagonista, pero ahora en el rol positivo, a ese antiguo secundario al que se había enfrentado varias veces, Humphrey Bogart. Esta confrontación se efectúa ahora en términos de igualdad dramática e interpretativa y supera por tanto a todas las anteriores. Pero lo más atractivo es el fantasmal patetismo, empero letalmente amenazador, que instila ese gang reunido en torno a un boss de antaño, a quien sus integrantes reverencian con la misma idolatría, hasta el punto de soñar con un pronto restablecimiento de la Prohibición que les dé la ansiada segunda oportunidad en que las bandas aprenderán de los errores que les llevaron a su perdición

Poster de Los violentos anos veinteJames Cagney despediría la década de los treinta con una gran película que prácticamente supone una paráfrasis del clásico argumento de la crook story que encontraba su canto de cisne con este film (y que por ende iba a morir con él: es su última obra maestra). Se trata de la mencionada Los violentos años veinte, que narra una vez más el ascenso, apogeo y caída final de un delincuente, Eddie Bartlett, que sin corresponder con la figura del gangster brutal vivirá su mismo destino durante los años de la Prohibición. Su director, Raoul Walsh, fue uno de los grandes románticos del cine y esa inflexión matiza lógicamente la mirada que efectúa sobre Eddie, un tipo que ciertamente pierde la batalla al intentar equilibrar el destino violento a que le empujan los condicionamientos sociales —un condicionamiento fatalista pero no burdamente determinista: he ahí el toque romántico del director— y cierta nobleza primordial que, en este caso, le impide descender al estadio de abyección de aquel rol. Aun así, el destino no podrá ser sino la destrucción, primero de su única ilusión verdadera, la sentimental (la chica a la que ama no se enamora de él), y después de su posición en el hampa (acaba arrastrándose, alcoholizado, por las calles de la ciudad que una vez creyó suya) para finalmente encontrar la muerte en un último acto de nobleza (nobleza mediante el uso de la violencia, pues otro modo no puede conocer, matando al hampón que amenazaba a su antigua amada y su esposo). La escena final es otras de las justamente legendarias del género: agonizante, Eddie se arrastra para morir en la escalinata nevada de una iglesia, en los brazos de la única mujer que pudo haberlo hecho feliz pero de quien, fatalmente, nunca se enamoró.

Mamá, mira, estoy en la cima del mundo!Ahora bien, todavía le quedaba un último papel inmortal dentro del género. Fue a las órdenes del mismo director Walsh en una película, Al rojo vivo (1949), que funde sugestivamente las cualidades del nuevo cine negro en que se inscribe con las características de la vieja crook story, pues no en vano Cagney da cima a ese rol de gangster no ya brutal, que también, sino irredimiblemente psicopático. Nada en este personaje de otra época concita a la fascinación que, aun de modo turbio, desprendían los Camonte y Pequeño César, y es de admirar que a ello contribuye sobremanera la interpretación de un Cagney dispuesto a que eso no suceda de ningún modo. Por otra parte, este boss concita tanto terror (porque su insania lo convierte en un sujeto del todo impredecible) como patetismo. En primer lugar, por lo vulnerable que lo vuelven sus ataques de epilepsia. Pero también por su dependencia de mamá y por lo fácil, en el fondo, que resulta engañarle, aun cuando sea porque, terriblemente solo como sabe que está, se agarra a cualquier sujeto que parezca brindarle su amistad, como el policía encubierto al que da vida Edmond O’Brien que consigue llegar hasta él en la cárcel donde espera pacientemente a ser rescatado. El nombre de Cody Jarrett lleva a cualquier cinéfilo a una serie de imágenes emblemáticas, pero especialmente la que cierra la historia. Es decir, el gangster que se creyó invulnerable, rodeado por las fuerzas del orden y atrapado en la torre de una refinería de petróleo, perdida definitivamente una cordura que nunca fue muy sólida, decide irse a lo grande de la vida, haciendo estallar un infierno de fuego a su alrededor mientras grita su mítica despedida: «¡Lo conseguí, mamá! ¡Estoy en la cima del mundo!». No encuentro mejor epitafio, en su conjunción de fascinante insania y violenta megalomanía, para el cine de gangsters brutales.

Robinson y Cagney compartieron una unica pelicula, Dinero facil, de 1931

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 Responses to Sobre gangsters brutales y lo que fue de ellos

  1. Avatar de Rik Rik dice:

    Magnífico artículo.

    ¿Por qué nos atrae tanto el Mal?

    • Nos atrae porque el abismo siempre atrae, por singularidad, por el malsano temor a vernos partícipes de él, porque sin él las ficciones no tendrían sentido, porque los personajes (en literatura) y los actores (en cine) que los personifican suelen ser más sugestivos que los protagonistas positivos… En las películas que reseño no hay color: de hecho, no hay héroes salvo ocasionales (o cuando los malos hacían los buenos, utilizando el mismo registro interpretativo o casi). Como también digo en él, de toda la galería de películas que recojo, solo en «Al rojo vivo» hay un esfuerzo tanto de director como de actor en hacer que Cody Jarrett sea repulsivo. Y sin embargo, no por ello el agente que se infiltra en su gang nos resulta simpático.

      Y muchas gracias por tu elogio.

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