En la primavera de 1982 se estrenaba en TVE una serie que enseguida fue recibida con enorme éxito. Se trataba de Los gozos y las sombras y adaptaba una trilogía novelesca del escritor gallego Gonzalo Torrente Ballester. Para muchos de los niños de la época la serie fue una cumbre del morbo erótico, más que nada porque nuestros padres no nos la dejaron ver y los relatos de otros compañeros, que luego comprobamos que hablaban más bien de oídas pese a su jactancia, hicieron que nuestra libido adolescente se disparara con facilidad, sobre todo cuando nuestra imaginación intentaba reconstruir la imagen de la guapísima actriz Charo López haciendo toda clase de ejercicios sexuales con la pata de una cama —escena que, cuando por fin pudimos ver directamente años después, lógicamente nos decepcionó porque era mucho menos gráfica de lo que pretendían nuestros amigos. La serie llevó a muchos espectadores a la novela, convirtiendo al gallego de autor desconocido o minoritario en escritor reconocido cuyos nuevos libros, desde ese momento, fueron vendiéndose como nunca antes. Cuando más o menos diez años después del estreno (no recuerdo a cuántos de la reposición que me permitió recuperarla) yo mismo me leí la trilogía me encontré, principalmente, una muy atractiva «versión extendida» de la serie que tanto me había gustado. Hace poco he vuelto a releerla (una vez más porque me dio por revisar la serie) y a disfrutarla incluso en mayor medida al haber reducido esta vez la versión televisiva a un nivel estimable pero muy alejado del original literario. Ahora bien, la principal virtud de la serie me ha acompañado a lo largo de toda su lectura: los Carlos Deza, Clara Aldán, doña Mariana y tantos excelentes personajes se han presentado en mi mente con los rasgos, la voz y la forma de moverse de su espléndido reparto. Tan imposible es desligar a unos de otros que este comentario intentará compaginar ambas variantes de la misma historia.
Yo no llegué a Torrente Ballester virgen de toda referencia. Mucho antes me había leído (en mi inolvidable COU de Letras, lo he contado alguna vez) su genial novela La saga/fuga de J. B., posterior en quince o diez años, dependiendo del volumen de la trilogía, a esta novela. El espléndido pulso narrativo de aquella lo reencontré, por supuesto, en esa obra anterior, además de unos ambientes parecidos, no en vano ambas historias se sitúan, claro, en la Galicia rural tan familiar para el escritor. Con una diferencia fundamental, por supuesto: el hálito fantástico que recorre su obra de los setenta está por completo ausente de la anterior. No eran tiempos para la fantasía en la España de finales de los cincuenta que vio la publicación de los primeros volúmenes de Los gozos y las sombras, pero desde luego en absoluto estamos ante una «trilogía costumbrista», como la simplifica Domingo Ródenas en su por otra parte excelente aportación a la Historia de la literatura española de la editorial Crítica (vol. 7: Derrota y restitución de la modernidad. 1939-2010, co-escrita con Jordi Gracia). Ciertamente, algo de costumbrismo hay en una historia que expone las vidas de los habitantes de un pueblecito en los años finales de la República, pero la tediosa pesadez que asociamos a ese término en nada se corresponde con la novela que nos ocupa.
Nacido en 1910 en Serantes, una localidad hoy integrada en El Ferrol, Torrente había compaginado sus prontas inquietudes literarias con un no menos temprano asentamiento vital y profesional: profesor universitario a los veintiséis años, catedrático a los veintinueve, padre de familia numerosa antes de los treinta. Había militado en el Partido Galeguista pero el estallido de la guerra lo aconsejó afiliarse a Falange y durante la guerra hizo profunda amistad con el núcleo intelectual del partido (los Ridruejo, Laín, Rosales…). Una primera novela, Javier Mariño (1943), le valió la malísima experiencia de ver cómo la Censura secuestraba su publicación. Después de otros dos intentos novelescos se volcó con la reflexión literaria, componiendo varias historias de las letras españolas, al parecer muy personales, que le ocuparon buena parte de los años cincuenta.
En 1957, tras seis años alejados de la ficción, Torrente volvió a ella con la publicación de un libro, El señor llega, que pasó desapercibido. Aunque estaba anunciado como primer volumen de una trilogía, el escritor parece ser que se desentendió de la reanudación hasta que esa entrega fue galardonada en 1959 con el Premio de Novela de la Fundación Juan March. Sería entonces cuando emprendería las dos siguientes partes: Donde da la vuelta el aire vería la luz en 1961 y La Pascua triste en 1962. Aun así, repito, no sería hasta el estreno de la serie cuando la trilogía se convertiría verdaderamente en un éxito de ventas.
Los gozos y las sombras se sitúa en Pueblanueva del Conde, un ficticio pueblecito de la costa gallega, en la provincia de La Coruña, bien entrada la Segunda República: las primeras referencias a la situación política son al gobierno de la derecha y, después, a la Revolución de Octubre; en La Pascua triste, las elecciones del Frente Popular ya poseen una notable importancia no en vano uno de los personajes secundarios, don Lino, el maestro, es elegido diputado por esta coalición. Ahora bien, la acción concluye antes de que estalle el conflicto civil: queda a la especulación imaginar el destino que en él habría corrido al menos de uno de sus personajes centrales, Cayetano Salgado, el dueño del astillero que da de comer al pueblo y por tanto el cacique, que paradójicamente es declarado socialista y enemigo cerval de las fuerzas vivas conservadoras de la región. Eso sí, su socialismo es antes una forma de asociarse a la modernidad —sus enemigos en el pueblo son los Churruchaos, la antigua familia aristocrática, muy venida a menos salvo en uno de sus representantes, que fueron los amos antes que él y cuyo influjo, en todos los órdenes, él se ha propuesto erradicar— y de presentarse ante sus empleados como alguien preocupado por la cuestión social y por proporcionarles unas condiciones dignas de trabajo. Propaganda, puede decirse, porque él nunca deja de hacer saber bien quién manda allí en el concepto más tiránico de la palabra (lo que incluye el dominio a través del sexo: los vecinos saben muy bien que cualquier muchacha en edad de merecer o mujer medianamente atractivo es el peaje a pagar).
El argumento se orquesta en torno al regreso al pueblo de Carlos Deza, uno de los Churruchaos, tras una larga ausencia de quince años, pues su madre lo envió a estudiar lejos, primero a Santiago y Madrid y después a Viena, de donde regresa convertido en un médico de la escuela psicoanalista. Su venida es presentada como la expectativa de un duelo entre dos amos: el actual, Cayetano, y el que representa a esa familia que mandó durante siglos y que aunque ya no lo haga —la única que todavía mantiene su riqueza, aun cuando no sea suficiente como para oponerse a este, es la anciana doña Mariana—, es contemplado por todos como el rival natural de Salgado por mero fatum dinástico. Ahora bien, cuando Carlos llega este resulta ser un hombre nada dispuesto a conflicto alguno, pero no por cobardía sino por una indolencia del espíritu que también es herencia de familia (de su padre, enamorado toda la vida de doña Mariana sin que llegara a dar nunca el paso que pudo dar) y lastrado además por la compulsión de analizar todo y a todos cuantos se cruzan en su camino, comenzando por él mismo. De hecho, en determinado momento, cuando un amigo le pregunta qué hace, él responderá: «viendo vivir a los demás».
Carlos Deza es el primer hallazgo de una galería de personajes en verdad memorable. Un hombre con vocación de quedarse al margen pero no por ello indiferente al sufrimiento de sus semejantes, pues no duda nunca en aportar sus esfuerzos para conciliar a unos y otros (por ejemplo, mediando entre los pescadores y doña Mariana, la dueña de sus barcos) o en ayudar a todo aquel que desprecia el colectivo universal de Pueblanueva. Uno es Paquito el Relojero, el loco oficial del pueblo, el bufón del que todos se burlan e incluso al que apalean cuando han de desfogar su asfixia moral, el esclavo de Cayetano, al que él acoge en su pazo. La otra es Clara Aldán, la protagonista femenina y el segundo personaje inolvidable del libro, a la que ayuda a recuperar su dignidad y autoestima, aun manteniendo un delicado equilibrio que lo lleva a resistirse a corresponder a su declarado amor. Y es que si Carlos ha vuelto, en realidad lo ha hecho huyendo de una relación con una colega que estaba considerando ya castrante, y se resiste a volver a ser dominado por nadie. Añadamos a doña Mariana, esa única representante de los Churruchaos que asume el peso y las responsabilidades del pasado, por lo que conscientemente se ha erigido en enemiga mortal de Cayetano. Doña Mariana acoge a Carlos como a un hijo, y consigue que esa historia previa, ese pasado de la estirpe, acabe atrayéndolo como él no podía esperar. Eso sí, luego no le importará intentar maniatarlo, maquiavélicamente, con un testamento que dispone con el objetivo de que se case con la lejana sobrina que vive en París, Germaine, a quien ha dispuesto como su sucesora al frente del apellido y de las dignidades a él debidas.
El magnífico dibujo de personajes es sin duda la roca sobre la que Torrente triunfa en la exposición de su historia. Es una galería vastísima, a la que deben añadirse Rosario la Galana, la joven vendida por sus padres a Cayetano y que se convierte en la amante de Carlos (es una de las pequeñas batallas que este gana, aun cuando esa relación él sea el primero que no la considera parte de un duelo en el que se niega a participar… aunque acabará participando); Juan Aldán, el amigo de infancia de Carlos (y también Churruchao, como su hermana Clara), un infeliz que se cree intelectual y anarquista y que irá arrastrando su fracaso a lo largo de toda la novela; el fraile Eugenio Quiroga, otro de la misma familia —el lazo filial es reconocible por la estampa física, la nariz y el pelo rojo— y también otro derrotado, que quiso ser artista en París y acabó encerrado en el convento local, al que entró siguiendo a su idealista fundador para quedar convertido en siervo del actual prior, un hombre pragmático que disfruta dominándolo… Y añadamos las fuerzas vivas del pueblo, reunidas en el casino para rendir loa al amo (y odiarlo a sus espaldas), esto es, el juez, el boticario, el dueño de la concesión de gasolina, o a otros frailes, como el atormentado padre Ossorio, objeto de amor espiritual —lo que en realidad encubre, como suele suceder siempre, al amor carnal— por parte de Inés, la tercera hermana Aldán, el personaje más opaco y a la vez más intrigante de la novela.
La trilogía se escribió en los años de esplendor del realismo, cuya preocupación social y énfasis en lo cotidiano le dieron en su momento tanto prestigio como ahora condiciona su revisión, pues cabe temer que la mayor parte de sus obras nos resulten un desaliñado tostón: en este caso no hablo en primera persona porque tengo pendiente la lectura de la mayor parte de sus obras más relevantes. Los gozos y las sombras, sin embargo, escapa de esos estrechos márgenes —el mismo Torrente declaró que quería «salvar el realismo despojándolo de todo lo que se le había reprochado como ganga antiestética»— para entroncar con la gran tradición narrativa de la literatura europea (y por tanto española). Eso sí, el autor prescinde del narrador omnisciente habitual en aquella para dejar que sean sus personajes, mediante el abundante diálogo, quienes expresen sus ideas sin ninguna mediatización. Solo hay una diferencia: las cuatro secciones escritas en cursiva —al principio del primer volumen, y en el inicio, mediación y cierre del último— en que un relator, asumiendo el punto de vista colectivo de los habitantes de Pueblanueva, juzga, opina, comunica anhelos, transmite expectativas, revela estupores y, en suma, dinamiza breve pero contundentemente la relación entre el lector y la ficción.
La serie de televisión consta de trece capítulos de cincuenta y cinco minutos de duración. Se trató evidentemente de una producción ambiciosa, con un cast necesariamente amplísimo. Los exteriores, como es natural, se rodaron en la misma Galicia, sobre todo en Pontevedra (cuyo Palacio de las Mendoza, hoy sede del Patronato de Turismo de las Rias Baixas, prestó su fachada para la casa de doña Mariana) y en el cercano pueblecito costero de Bueu para todas las escenas relacionadas con el mar. El hombre que puso en pie el proyecto, Jesús Navascués, firmante del guion (bajo la supervisión final del propio escritor: no extraña que la práctica totalidad de los excelentes diálogos estén directamente vertidos de sus páginas), no aparece acreditado en ningún otro trabajo del medio. La realización fue confiada a Rafael Moreno Alba, un director cuya carrera había sido ante todo cinematográfica y que después siguió trabajando en televisión, sin conseguir nunca otro trabajo del eco de este.
Debe señalarse ya que la serie interesa en la medida en que interesa lo que cuenta, cómo no, pero no por sus virtudes narrativas. En un tiempo en que la expresión «realización televisiva» se utilizaba para tachar de modo peyorativo, en la crítica cinematográfica, una puesta en escena monótona y sin la menor imaginación, eficaz en el sentido más estajanovista del término, con gran profusión de planos y contraplanos para resolver las escenas de diálogo, Los gozos y las sombras justifica el aserto. Visualmente, su interés se reduce a las sugerentes localizaciones y a la atmósfera especial que le presta su ambientación gallega (aunque resulta divertido leer que la abundante lluvia que aparece en las imágenes hubo de ser facilitada por el cuerpo de bomberos porque no quería caer…). Asimismo, también es indispensable tanto la sintonía como la música en general compuesta por Nemesio García Carril.
Cuando los episodios de la novela flojean —por ejemplo, el poco soportable lance en que Cayetano enreda a la mujer del boticario para descubrir que sus pechos son postizos—, la serie flojea. Inevitablemente, aunque trece capítulos parezcan una medida aceptable, las casi cuatro mil páginas de que consta la novela (en la edición en tres volúmenes de Alianza Editorial en que la he leído) hubieron de sufrir una considerable reducción. Se perdió, por ejemplo, casi toda la trama relacionada con el monasterio, tan interesante en la novela, sufriendo así también una considerable amputación el personaje de Inés, muy desdibujado en la serie. La reconstrucción del pasado de los personajes, tanto los presentes como esos Churruchaos anteriores que tan importantes son en el imaginario de Pueblanueva, también se dejó de lado salvo las menciones imprescindibles. Se eliminaron asimismo las partes situadas en Madrid del tercer libro —en este caso, el que sale perdiendo es el personaje de Germaine, que en la serie resulta antipático sin más pues se le dedica tan poco tiempo que apenas le da tiempo a posarse en la acción— y el final quedó muy abrupto, no sé si porque se pensó que era adecuado concluir con una secuencia de considerable tensión, muy esperada además por el espectador (mejor no especificar), o porque el presupuesto no dio para más. En cualquier caso, el último plano de la serie es anodino, vulgar: para eso, yo habría acabado justo con la secuencia antedicha.
Pero el reparto… El reparto lo compensa todo, porque los actores, con la seguridad que les daba el espléndido dibujo de personajes de la novela original, se adueñan de la acción, la moldean y conducen según la personalidad de quien está en imagen y ofrecen un trabajo tan imborrable que, repito, resulta imposible asomarse a las páginas del libro después de vista la serie y no aceptar que (casi) todos parecen nacidos para encarnar el papel que le fue encomendado.
Yo apenas conocía a Eusebio Poncela la primera vez que la vi y luego tardé todavía un tiempo en conocer más trabajos suyos, descubriendo que tenía una sólida trayectoria en cine. Poncela es Carlos Deza en el sentido de que su estilo tranquilo de interpretar, la mirada limpia que le otorga y la dicción suave y ponderada transmiten a la perfección esa particular nobleza indolente que es el sello del personaje. Poncela no deja escapar un tic, un gesto de más que amenace con dotar de un innecesario énfasis a un personaje que destaca precisamente porque, siendo tan abierto y accesible a todos, en realidad es un misterio, al menos hasta que quienes más esperan de él, por distintas razones (Clara, Cayetano) descubren su debilidad para enredar con la palabra a los demás y a sí mismo. Solo en una secuencia, magnífica, va más allá de lo que dicta la novela: es la escena en que reencuentra a la muchacha, tras varios meses sin tratarla después que esta se le ofreciera abiertamente por última vez, y en ese tiempo ella se ha convertido en la inesperada novia de Cayetano. El reencuentro, entonces, está marcado por una tensión que nunca habíamos visto en él y que delata, por fin, que lo que siente por Clara es algo más que amistad o que simpatía por un ser tan infeliz.
Todas y cada una de las escenas de Poncela con Charo López constituyen, sin la menor duda, lo mejor de la serie, no en vano también son momentos álgidos (aunque en este caso no los únicos) del libro. La actriz era muy conocida, desde luego, pero este papel la consagró definitivamente, si bien ya no volvió a recibir un papel a la misma altura (aunque yo siempre la recordaré por una película que hizo poco después y por la que siento gran simpatía, Epílogo, dirigida en 1984 por Gonzalo Suárez). La mirada profunda de la actriz, su belleza morena, sus labios rotundos y su espléndida voz desprenden un misterio y una sensualidad que convierten a Clara Aldán en uno de los personajes más auténticos jamás visto en una producción española, a la altura por supuesto del original, que en el campo de la literatura española tiene pocos parangones. Elegante a la vez que terrenal, cercana a la vez que distante, capaz de recrearse en su degradación a la vez que desesperadamente necesitada de una mínima felicidad, Clara Aldán, bajo los rasgos de Charo López, se apodera de la imagen cada vez que aparece, complementándose maravillosamente su estilo desgarrado con el timing suave de su pareja.
Amparo Rivelles borda el papel de doña Mariana, a la que le da la elegancia (en ello tiene mucho que ver su dicción de otra época, de otro estilo) y la lucidez que requiere ese personaje que diríase anclado en el tiempo pero que es muy consciente de cuanto pasa a su alrededor. El cuarto personaje protagonista requiere mayores explicaciones. En ese momento estoy convencido de que no había ningún actor en España con el aroma viril (para bien y para mal) y la galanería chulesca de Carlos Larrañaga (que por cierto era el hermano menor de Amparo Rivelles). La elección, por tanto, es la adecuada y el actor no desentona en absoluto de sus magistrales compañeros de reparto. Sin embargo, Larrañaga adoleció siempre de cierta afectación (su dicción, por ejemplo, dista de tener la naturalidad de la de aquellos) y por lo tanto el fantasma de la artificiosidad aflora en su interpretación: sus carcajadas en su condición de amo y señor, por ejemplo, no son demasiado convincentes. Aun así, insisto, no concibo otro Cayetano que él.
Manuel Galiana, un actor al que ya se le ha ido olvidando por cuanto casi todos sus trabajos los realizó en medios que se prestan menos al recuerdo vívido como el teatro o la televisión (hizo infinitos dramáticos para TVE), es un extraordinario Paquito el Relojero, al que otorga una notable dignidad. La joven Rosalía Dans no era una actriz neófita pero lo parecía porque sus previos trabajos habían sido muy pequeños, y esto pareció darle la misteriosa espontaneidad del neoprofesional. El hecho de ser una intérprete genuinamente gallega, con un acento inconfundible, otorgó además un notable verismo a su rol de Rosario, esa joven humilde que tan bien maneja las cartas que le da su atractivo físico (un atractivo que, recuérdese, han sido sus padres los que cínicamente lo han puesto en explotación), y en efecto su sensualidad tiene un aire campesino (en el sentido de primordial) que otorga un notable realce a su personaje. El duelo de sensualidades entre Charo López y ella no es nada desdeñable. Es lástima que luego apenas fuera aprovechada y que acabara retirándose de la interpretación y consagrándose a su vocación como pintora, heredada de su madre, la conocida artista gallega María Antonia Dans. Murió hace poco tiempo.
También destacan los intérpretes secundarios que se hacen cargo de los habitantes más humildes del pueblo (el rotundo Fernando Sánchez Polack como el tabernero del puerto o María Casal, otra gallega en el reparto, como su hija) y de las fuerzas vivas que rinden pleitesía al cacique (Rafael Alonso como el boticario, aunque en este caso su personaje es el menos logrado de la novela y eso el excelente actor no lo puede superar, José María Caffarell como el maestro, tan fatalmente manipulado para el desenlace, o Tito García, visto en tanto film de género de los sesenta y setenta gracias a su físico corpulento y amenazador, aquí encarnando al más cínico y servil de los habituales del casino). A menor nivel se encuentran un Santiago Ramos por entonces todavía poco conocido, en el papel de Juan Aldán (su dicción resulta demasiado envarada: si insisto demasiado en este aspecto es porque me parece fundamental en una interpretación, aunque tal vez sea un residuo de los años en que sentí debilidad por el doblaje clásico), y el veterano Eduardo Fajardo, la única elección que considero completamente errónea dentro del reparto.
Si siempre he tenido especial debilidad por asociar lecturas con visionados que adaptan esas lecturas —y cuántas veces, da igual el orden, una cosa me ha conducido a la otra—, en el caso de Los gozos y las sombras me parece imposible efectuar una separación entre el original y la adaptación. Repito: aun reconociendo la superioridad del primero, no es posible leerlo sin tener en la cabeza a los actores y sus voces, el ambiente o los escenarios. Como explicaría Borges con menor pretenciosidad, es como si ambos fueran un único concepto en sentido platónico que se hace objeto en el mundo real mediante dos avatares distintos en la superficie, indisociables en la esencia. Animo por tanto a quienes lean este artículo a hacer la prueba.
Buscaré en la biblioteca esta trilogía. Del señor Torrente Ballester solo he leído Crónica del rey pasmado y me gustó mucho.
¡Espero que esta trilogía esté a la altura de tus expectativas!