Mis piratas favoritos del cine (II)

I         II

cartel-espanol-de-la-mujer-pirataMi película favorita de piratas es, y a estas alturas creo que siempre lo será, La mujer pirata (1951), joya absoluta no ya del tema que nos ocupa sino de toda la historia del cine, por encima de géneros, pues como todas las grandes obras tiene la virtud de que, adoptando un formato concreto para sus fines narrativos, supera esos márgenes para proponer una reflexión de alcance universal sobre el amor y la muerte, sobre la vileza y la redención, sobre la inocencia y el dolor. Aunque los expertos alegan inspiración en una mujer real, Anne Bonny, citada por Daniel Defoe en su célebre Historia de los más famosos piratas —la cual, en efecto, compartió peripecias con los piratas, incluso comandando una tripulación con su amante, pero que nunca fue la capitana de a bordo—, bajo el tratamiento de los guionistas (uno de ellos el gran Philip Dunne), la ahora bautizada como Anne Providence se convierte en una fantasía masculina, un sueño de exaltado romanticismo que al mismo tiempo es un malsano cuento sado-erótico en el que el roce de los cuerpos vale tanto como la expectativa de su sufrimiento. En La mujer pirata sufren los cuerpos y sufren las almas, se ama con exaltación, se odia con depravación, se tortura físicamente, se acaricia con salvajismo al ser que antes se torturó, se sueñan viles venganzas para la mujer que se descubre que se lleva las caricias verdaderas… Y todo ello narrado con una delicadeza imborrable, de tal modo que lo que se ve vale tanto como lo que se intuye, jugando con el color y con las sombras, con las texturas y con las emociones, haciendo que la historia sea por un lado diáfana como para que la disfrute un niño y por otro sugiera sombras y desprenda una misteriosa capacidad para desnudar el alma humana. No en vano la dirigió uno de los mayores genios que ha dado el séptimo arte, Jacques Tourneur, el Robert Louis Stevenson del cine.

La mujer pirata narra el descubrimiento del amor por parte de una criaturilla salvaje y montaraz, una protegida del mismísimo Barbanegra que comanda su propia nave, la Reina de Saba, y que un día encuentra en una de sus presas a un francés, Pierre La Rochelle, cargado de cadenas, al que convierte en su piloto y que sabrá despertar su sensualidad. El primer indicio de que ese hombre no es uno más tiene lugar a partir de un hecho en principio nimio pero cargado de sugerencias: en el reparto del botín, mientras todos los hombres se apoderan del oro y las joyas, él prefiere un bonito vestido de mujer. Por supuesto, ella no podrá resistirse a la curiosidad de ponerse ese vestido, siendo sorprendida por él y cayendo en sus brazos después de que él le quite el pañuelo rojo con que siempre cubre sus revueltos cabellos, en un gesto que bien puede interpretarse como una desnudez simbólica, como el descubrimiento definitivo de que ella es lo que antes despreciaba: una mujer. Él será su primer amante —el desarrollo del film nos descubrirá que también el último— no sin antes, primer ramalazo tortuosamente sádico, herirlo y torturarlo al sospechar que esconde un secreto. Él le hará creer que es la pista del fabuloso tesoro de otro pirata mítico, Morgan, pero, ay, todo es una trampa: La Rochelle busca entregar a Providence (eso sí, ignoraba que era una mujer, lo cual, por otra parte, no cambia en absoluto sus planes) a los ingleses, a cambio de que estos le devuelvan el barco que le han capturado. ¡Una mujer en la cumbre de su sensualidad vendida por un barco! Ah, pero es que La Rochelle guarda una esposa, también bellísima, en Nassau, con los ingleses, y ese será el precio que se cobre Anne Providence después de descubierta la traición…

El capitan Providence y su maestro Barbanegra en La mujer pirata

Este inolvidable personaje encontró a la mejor actriz que podía encarnarlo, la maravillosa Jean Peters, que dota a su personaje del equilibrio exacto entre la niña que todavía es (capaz del candor más ingenuo —su forma de proponerle al hombre del que todavía no sospecha su traición un futuro viaje a París— y de la más terrible arbitrariedad: todo el despechado trato que le reserva a la esposa de ese hombre indigno), la adulta implacable que tiene que mantener el estatus de mando que ha alcanzado entre los piratas, y la mujer que se abre al amor y al sexo dando trompicones, subiendo altas cimas y despeñándose en profundos barrancos porque ni sabe medir los sentimientos propios ni defenderse de la falsedad de los ajenos. Louis Jourdan, el hombre más mediocre de la historia (en certera definición de José María Latorre), aporta al personaje la inevitable blandura que era consustancial al actor. Ahora bien, algo que tenía que tener cuando, en pantalla, supo despertar dos amores tan sublimes como los de la mujer pirata y la protagonista de Carta de una desconocida. Finalmente, también es memorable Molly, la esposa de este, que encarna otro tipo femenino, el de la mujer nacida para estar en peligro, para no saber defenderse a sí misma, para hallarse a merced de hombres (o de mujeres con la voluntad de un hombre), lo cual no quiere decir que no posea también un carácter indomable, que le impide pedir cuartel, lo cual la iguala a su oponente por el amor de ese tipo que no la merece a ninguna de las dos (Debra Paget, que ofrece un fabuloso contraste con Jean Peters).

La Rochelle y la unica mujer a la que en verdad quiere, Debra Paget

Cada vez que veo el film me convenzo de lo perfecto que es su guion, pues maneja un elevado número de secundarios y hace que todos sean imprescindibles: Barbanegra (Thomas Gomez), el hombre al que inicialmente quiere parecerse Anne y con el que se acabará enfrentando a muerte por la vida de La Rochelle, Dougal (James Robertson Justice), el hombre situado por Barbanegra al lado de su protegida que al final elegirá la lealtad a esta, el doctor Jameson (inolvidable Herbert Marshall), víctima de una notable amargura existencial y por tanto alcoholizado, que intenta guiarla lejos del mal y que asiste impotente a su tragedia. Porque otro elemento fundamental del film es su profundo pesimismo, magníficamente matizado por Tourneur a partir del uso de la luz y del color (ese Technicolor que en sus manos se llena de sombras). Todos los personajes acabarán destruidos de un modo u otro, incluso Barbanegra, ese pirata salvaje que demasiado tarde se arrepiente de haber alzado su mano (y sus cañones) contra la chiquilla a la que había reservado su único asomo de humanidad (magnífico el plano de Thomas Gomez retirando la mirada con suprema tristeza del barco donde acaba de ver desaparecer a Anne). Y no es lo menos triste que quien al final acaba saliendo mejor parado, pues consigue sobrevivir junto a la mujer a la que ama de verdad, sea ese capitán francés, cuya doblez provoca, sin el menor escrúpulo, toda la tragedia.

Cartel aleman de El temible burlonEl siguiente clásico indiscutible de la piratería en los brillantes colorines de los años cincuenta ya se ha citado en la apertura de este artículo en dos partes. Se trata de El temible burlón (1952), un film de asombrosa modernidad —comenzando por su cualidad de película-juguete que su actor y productor, Burt Lancaster, se regaló a sí mismo— por el modo en que juega sin rubor con alguno con los tópicos y las expectativas del género para proporcionar una obra abiertamente lúdica, cuyo sentido del humor en demasiados momentos incurre en la guasa fácil pero que, milagrosamente, sabe conjugar a tiempo la distensión con la tensión, sin que se pierda nunca el sentido de la credibilidad: es decir, sin que los personajes sean meros monigotes que han de hacer gracia a toda costa y encima salir con bien y quedarse con la chica. Dicho de otro modo, El temible burlón triunfa allí donde fracasan las películas de Indiana Jones (que destrozaron para siempre el concepto de peligro en el cine de aventuras y lo convirtieron en un espectáculo de parque de atracciones) o la aún peor Piratas del Caribe. Esto se advierte por ejemplo en todas las secuencias de acción, comenzando por el impagable enfrentamiento por las calles de la isla de Cobra entre Vallo, el Pirata Carmesí, y su fiel Ojo y los torpes soldados del gobernador o por la aún mejor escena en el baile del gobernador en que Vallo y Ojo fingen ser altos personajes para poder liberar al líder de los rebeldes.

El encanto inmarchitable de El temible burlón, más allá de lícitas nostalgias y complicidades heredadas de los días de la infancia en que este film deslumbró a los niños de mi generación, parte de muchos elementos. Uno de ellos es su maravillosa envoltura visual, que comienza con el espléndido escenario elegido para dar vida a esa improbable colonia isleña donde los ingleses exprimen a conciencia a sus habitantes, y que no está en el Caribe sino en Ischia, una bonita isla de la bahía de Nápoles cuyo formidable castillo coronando el escarpado acantilado otorga su icónico perfil a la aventura. Asimismo, no es de desdeñar el derroche de medios que se puso en manos de Lancaster y que le permitió contar con barcos de verdad y no con maquetas, que son lucidos a conciencia por el director contratado por el actor, el excelente Robert Siodmak (famoso por su ciclo de cine negro pero que aquí diríase que toda la vida rodó aventuras en el mar): véanse la escena del barco aparentemente poblado de muertos o la batalla final. Ahora bien, si el film es algo más que un entretenimiento jocoso es porque no descuida el romanticismo inmanente al género, que en buena medida hereda de la anterior producción de la estrella, la inolvidable El halcón y la flecha (1950), de la que toma su planteamiento (un aventurero en principio cínico y egoísta acaba ayudando a todo un pueblo a levantarse contra la tiranía) trasladándolo al Caribe. Así, si Vallo ha aparecido en Cobra decidido a plantear un doble juego que le permita enriquecerse a la vez de ingleses y rebeldes, su encuentro con Consuelo (la bella actriz húngara Eva Bartok), la hija del líder de la rebelión, lo llevará a replantearse sus planes.

Inolvidables las trastadas de Burt Lancaster y Nick Cravat en las aventuras que compartieronNo puedo dejar de citar, como uno de los elementos que más huella dejan en la memoria, la presencia de Nick Cravat en el papel de Ojo, el diminuto y leal camarada del Pirata Carmesí. Cravat había sido amigo de la infancia de Lancaster y formó con él pareja en el trapecio hasta que una lesión acabó conduciendo al primero por un camino que seguramente nunca había previsto. Convertido en productor de sus propias películas, lo llamó precisamente para El halcón y la flecha, y la magnífica química que revelaron en pantalla lo inclinó a repetir de nuevo el mismo reparto de papeles. Esta química nace en buena medida de la fantástica comunicación entre ambos: Cravat no era mudo, pero por la razón que fuera se decidió que su primer personaje no hablara, y la particular mímica que desarrolla en sus «conversaciones» con su compañero, cuyo manifiesto simbolismo este entiende a la primera, crea un vínculo extraordinario entre los dos. Precisamente, mi momento de humor favorito de la película aprovecha esto. Se trata del plano final, en que Vallo y la chica se dan el inevitable beso de amor (en lo alto de la arboladura del barco, eso sí), y Ojo aparece trepando por un cabo, mira al espectador con complicidad, rompiendo la cuarta pared cuando eso rara vez se hacía en un título que no fuera abiertamente una comedia, y repite el gesto de ponerse un anillo en el dedo con que antes ya había advertido a su amigo, al verlo tan atribulado y lleno de dudas sobre su conducta, de que acaba de descubrir que antes que pirata es un hombre enamorado.

En todo recorrido que se precie por el género pirático no debería faltar la presencia del gran Emilio Salgari, creador de dos de los personajes fundamentales del mismo, Sandokán y el Corsario Negro. Es lástima, sin embargo, que el recorrido del Tigre de Mompracem por la gran pantalla no haya sido muy digno de encomio, en especial en el nutrido corpus que se le dedicó en los años sesenta. Es triste, por cierto, que en esos años de esplendor del cine de género en Italia (trátese de peplum, terror gótico, spaghetti western o giallo), la aventura fuera en general muy maltratada. Ahora bien, irónicamente este género cuenta con espléndidas películas en el periodo que va del final de los años treinta a comienzos de los cincuenta, del cine de capa y espada al mitológico o al meramente histórico, de la mano de grandes directores como Alessandro Blasetti (El caballero del antifaz, 1939; La corona de hierro, 1940), Riccardo Freda (Don Cesare di Bazan, 1942, ambientado en España, o El caballero misterioso, cuyo protagonista es el mismísimo Casanova) o Mario Soldati. A este último pertenece un grato díptico «salgaresco» que tal vez sea el cénit del escritor turinés en el séptimo arte, Los tres corsarios (1952) y Yolanda, la hija del Corsario Negro (1953).

Los tres corsarios, delicioso apocrifo de Emilio SalgariComo indican los títulos, ambos films recogen el ciclo conocido como Los piratas del Caribe, cuyo libro inaugural, El Corsario Negro (1898), es uno de los más amados por los lectores del autor. Su protagonista, Emilio de Roccabruna, señor de Ventimiglia, es un noble italiano convertido en filibustero para vengarse de Wan Guld, el traicionero duque flamenco que primero acabó en Europa con su hermano mayor y luego, cuando los otros tres fueron al Caribe tras sus pasos (al haber sido recompensado por los españoles con el puesto de gobernador de Maracaibo), ahorcó a los dos menores, conocidos como los Corsarios Rojo y Verde. Ahora bien, Los tres corsarios (1952) parte de uno de los numerosos apócrifos del creador de Sandokán, publicado en 1942 y hoy atribuido a Sandro Cassone. Ignoro la posible fidelidad al texto pero el film es un compendio de la historia de los Ventimiglia, que cuenta primero el episodio, en Flandes, de la traición (aunque el muerto en este caso es el padre), después el modo en que los tres hermanos son enviados como convictos a América, liberándose en el camino con la oportuna intervención de unos piratas y, después, su enfrentamiento directo, en la misma Maracaibo, con Wan Guld, episodio en el que muere solo uno de los hermanos, el más joven, y el Corsario encuentra el amor. En cuanto a Yolanda, la hija del Corsario Negro (1953), en teoría parte de un original de Salgari pero en realidad no hay ningún punto de comparación, comenzando por la idea (estupenda) de hacer pasar a la protagonista por un hombre y de darle la educación propia de un hombre, incluido el dominio de la esgrima.

Los dos títulos desprenden un sabor tan grato que se les perdonan las numerosas ingenuidades de sus respectivos guiones, abundantes en elementos poco verosímiles y que traslucen demasiado la modestia de medios (los piratas son siempre poquísimos; los barcos son maquetas muy poco disimuladas; las abundantes coreografías de capa y espada están muy poco trabajadas…). Ahora bien, lo compensa el talento de sus principales responsables: el director Soldati, un hombre dotado de una fluidez narrativa muy notable que extrañamente no le ha valido para obtener el renombre que merecía su solidísima carrera, el músico Nino Rota (que, es claro, no se limitó a componer para cineastas de prestigio como Fellini) y el director de fotografía Tonio Delli Colli, encargado de dotar de espesor a unos decorados igualmente repletos de encanto plástico. De las dos, seguramente la segunda sea mejor. Se beneficia de cierto aire a la antes comentada El cisne negro, por cuanto mezcla bien su propuesta ficticia con las intrigas políticas reales entre Inglaterra y España (Morgan aparece jugando un papel muy parecido al del film de Henry King), pero sobre todo extrae un excelente partido del disfraz masculino de Yolanda —es un decir, claro: es imposible que nadie tome a la actriz nórdica May Britt por un hombre—, lo que da pie a alguna escena de notable hálito sádico, el cruel interrogatorio a que es sometida por Wan Guld, el cual, al desgarrarle la camisa para aplicarle un hierro candente, de pronto descubre el muy femenino pecho de quien creía un prisionero masculino (parece ser que fue el primer desnudo de este tenor en el cine italiano de posguerra, más pacato por cierto que el fascista, aunque no tardaría en desmelenarse). Es una pena que la actriz sea tan sosa…

Yolanda, la hija del Corsario NegroEl reparto de ambos títulos también está plagado de actores compartidos. En unos casos es lógico porque aparecen los mismos personajes (sobre todo en el caso de los piratas), pero hay tres que saltan de un film a otro en diferentes papeles y esto acaba aportando un morbo nada desdeñable. El espléndido característico americano, exiliado por culpa del macarthismo, Marc Lawrence (había sido, por ejemplo, el medroso dueño del garito de La jungla de asfalto), al que su rostro picado por la viruela y expresión mezquina evidentemente le reservó toda clase de villanos, encarna a Wan Guld, por supuesto. En un film es el auténtico y en el otro es su hijo, y no es de extrañar que sea de lejos el mejor actor de las dos películas. El morbo, sin embargo, procede de los otros dos. Renato Salvatori (el hermano mayor del Rocco y sus hermanos de Visconti) interpreta en el primer film al Corsario Verde y en el segundo al hijo del pirata Morgan, pero sobre todo es el amor de Yolanda. Dicho de otro modo, el tito de un film tendrá después trato amoroso con la sobrina. Más divertido aún es que Barbara Florian, la amada del Corsario Negro en el primer film (y se supone, aun cuando no se diga expresamente, que es la madre de Yolanda), ahora encarne a la hija de Wan Guld, la cual se queda prendada de la protagonista creyendo que es un hombre: por tanto, aun cuando debe usarse la imaginación, he aquí que se nos propone nada menos que un suculento incesto lésbico (!).

Es curioso que, siendo los años cincuenta la edad de oro del cine de aventuras, en realidad los films de piratas que merecen recuerdo no sean tantos. Quizá debería hacer mención de un par de películas y no tanto por su valía (aunque sean muy estimables, eso sí) sino por la truculenta caracterización de pirata que hizo en ambos el mismo actor, el británico Robert Newton. La primera es La isla del tesoro (Robert Stevenson, 1950), la mejor versión en la gran pantalla de la inmortal novela de Stevenson, que a su vez es la obra cumbre del género. Y que lo sea no significa que esté a su misma altura: por desgracia, el cine nunca ha sabido aprovechar adecuadamente el inolvidable original. Ahora bien, Newton brinda el mejor John Silver el Largo de la pantalla, adecuadamente exuberante y considerablemente siniestro (lo mejor del film es su tono sombrío, lejos de la blandenguería de versiones más famosas, como la de la Metro de 1934), que consigue con facilidad que la atmósfera y la trama giren por completo en torno a él.

El pirata Barbanegra, de  Raoul Walsh

Su segundo pirata es consecuencia del anterior, hasta el punto de que diríase que si el film se hizo es para dar ocasión a Newton de repetir (y superar su exuberancia) el mismo rol. En este caso el actor da vida a un granuja del todo real, el mismo que en La mujer pirata era el mentor de la protagonista, es decir, el mismísimo Edward Teach, alias Barbanegra, a quien Defoe, en su obra ya mencionada, dedicó una de sus mejores crónicas. El film se titula, lógicamente, El pirata Barbanegra (1952) y su director es el gran Raoul Walsh, uno de los grandes narradores del cine, responsable de clásicos del género de aventuras marinas como El hidalgo de los mares (1951) o El mundo en sus manos (1953). Rodado justo entre ambos, por desgracia el film es inferior a los anteriores, entre otras razones por su falta de sentido de la medida. Pretendiendo ser el film más sórdido y oscuro del género, a la medida de sujeto tan truculento, esta dimensión se exagera demasiado y además está al servicio de un guion muy flojo, en el que curiosamente hay poca acción y demasiados personajes que intrigan alrededor de Barbanegra sin que se tenga nunca muy claro qué se pretende, con recursos tan grotescos como esa especie de doble que se busca el protagonista para asesinarlo y despistar a sus perseguidores. Ahora bien, Newton está genial en su encarnación de la perversidad absoluta y de su mano la película se deja ver sin problemas, culminando con una muerte que, lógicamente, no puede ser sino atroz: sus hombres lo entierran hasta la cabeza en la playa para que la marea lo ahogue poco a poco…

Viento en las velas, cumbre y punto final del cine de piratasVoy a cerrar mi recorrido pirático por Viento en las velas (1965), una película excepcional, junto a la de Tourneur la mejor que ha dado el género, aunque en cierto modo sea el film que lo clausura, ya que quienes aparecen en él son los más patéticos piratas aparecidos hasta ese momento en la pantalla, de lo que da fe el método que utilizan para abordar el barco donde viajan los niños protagonistas a los que darán fatalmente cobijo a bordo: disfrazándose de desvalidas mujeres que piden ayuda. Estamos en pleno siglo XIX, ya muy lejos de los tiempos dorados de la filibustería y nuestros hombres son unos pobres diablos que vagan por las mares queriendo convencer inútilmente de su peligrosidad y que tienen la infausta suerte de que unos niños británicos (a los que sus padres, colonos asentados en Jamaica, envían a educarse a la vieja Europa pues de pronto han advertido que están creciendo en un ambiente demasiado salvaje para unos muchachos «civilizados»), pasajeros del barco que han asaltado, se han quedado inadvertidamente a bordo del suyo propio. Se inicia así una convivencia que al principio parece un mero juego pero que acabará acarreando la destrucción de los piratas y que está magníficamente narrado por su director, Alexander Mackendrick.

Por supuesto, gran parte del supremo interés del film radica en la novela que adapta, Huracán en Jamaica (1929) —el rebautizo español, por atractivo que sea, desvirtúa la verdadera naturaleza de la película puesto que parece sugerir una ortodoxa aventura en el mar—, escrito por un hombre, Richard Hughes, que contaba con tan solo veintinueve Huracan en Jamaica, novela de Richard Hughesaños pero que transmite una honda sabiduría vital, una densidad lúcida y desengañada que en principio parecería improbable en alguien tan joven. La novela es una obra maestra; la película también, cada una utilizando de manera inolvidable los recursos propios de su medio expresivo. Ambas son egregias manifestaciones de un tema resbaladizo pero altamente sugestivo que ha dado origen a algunas de las más turbias creaciones del cine y de la literatura (el mítico Peter Pan de J. M. Barrie o la novela corta Otra vuelta de tuerca, de Henry James, convertida a su vez en una de las grandes obras del cine fantástico, ¡Suspense!, de Jack Clayton), el de la infancia como destructora de las seguridades adultas a través de una perturbadora conjunción de dos conceptos en principio antitéticos pero escalofriantemente complementarios: la inocencia y la crueldad. Una crueldad, aclaro, antes instintiva que premeditada y que procede ante todo de ese sentido del presente perpetuo y de la satisfacción inmediata de los deseos que poseen los niños. Estos, por tanto, no son adultos en miniatura, como se consideró más o menos hasta el siglo XIX, antes de que se descubriera el concepto de «infancia», sino otra cosa. Y nadie lo expresa mejor que el mismo Hughes: «los niños son seres humanos (si damos al término «humano» un sentido amplio)».

La película, aun siguiendo con fidelidad el libro, plantea dos memorables variaciones. La primera es la consideración de que los piratas son también seres extremadamente infantiles (en su caso, por simpleza), que sin embargo se verán totalmente superados por unos niños cuyos juegos acaban aterrorizándolos pues su superstición los lleva a creer a pies juntillas. Por ejemplo, cuando afirman que el bote en el que se han instalado es el barco y la cubierta es el mar, con lo que los piratas, sin advertirlo, están a punto de hundirse. Y aunque estos saben que están pisando suelo sólido no pueden evitar sentir un escalofrío pues ¿quién sabe «si estos niños no tendrán una doble visión»? La segunda es el planteamiento de un lazo entre el capitán de los piratas y la niña Emily, la protagonista, a ratos paterno-filial y a ratos de pura solidaridad entre «iguales».

Anthony Quinn y James Coburn en Viento en las velasLa magnífica interpretación de Anthony Quinn aporta una humanidad que, sin duda desde un punto de vista muy primordial, hace que sea el único adulto de a bordo que verdaderamente llegará a preocuparse sinceramente por los niños. Quinn consigue transmitirnos que el adulto sin rumbo, incluso patético, ha recuperado, al contacto con los niños, el espíritu de la infancia. Por eso es el único que los comprende y el único que aceptará el triste destino final que les espera a los piratas después de que sean finalmente capturados y acusados de unas muertes que no son responsabilidad suya. Es memorable cuando, al final, ante la rabiosa reclamación de su segundo (James Coburn, también espléndido) de que son inocentes, él responde con regocijo: «pero habrá algo de lo que seas culpable, ¿no?».

Douglas Fairbanks y Errol Flynn, Burt Lancaster y Robert Newton, la mujer pirata y la hija del Corsario Negro, son emblemas irrepetibles de un sentido de la aventura en el mar que expresaba de modo incontenible la libertad en sentido puro y la fluidez narrativa sin complejos, pero también ese rincón oscuro que se esconde en las profundidades, las del mar y las del alma humano. Los clásicos, señalaba Italo Calvino, siempre nos dicen cosas nuevas y cada vez que reviso estas películas, sus héroes y antihéroes se empeñan en escaparse de la caja de la nostalgia en que los encerré hace tantos años y me demuestran que siguen vivos, que no hay compartimento estanco en que creerlos seguros e indiferentes al cambio. ¿Acaso el mar infinito puede contenerse en los cuatro límites de un plano?

El Pirata Carmesí

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 Responses to Mis piratas favoritos del cine (II)

  1. En los años de «Primera Sesión», aunque no pueda decir que no me gustara «El temible burlón», me decepcionaba la ausencia de escenas de esgrima, que para mí era casi lo que justificaba el género. Yo esperando en algún momento un choque de aceros, y no llegaba, no llegaba…

    En «El halcón y la flecha» pasaba algo parecido, pero allí, de hecho, se aludía expresamente a que el héroe, un cazador de las montañas, no podía dominar el manejo del arma caballeresca por excelencia. Quizá Lancaster, aparte de sacar partido de sus habilidades de acróbata, quería de manera expresa renovar la acción más típica de las películas de aventuras piráticas y medievales.

    • Es curioso que Lancaster, cuya agilidad natural podía haberle permitido lucir, sin dobles, habilidades de esgrimista, no buscara este tipo rol. En «El temible burlón» hay alguna escena de lucha pero en los abordajes y sin lucimiento especial del actor. «El halcón y la flecha», para mí, siempre una variante de Robin Hood, una de mis aventuras favoritas de niño. Con el tiempo, sería la primera la que acabara superando a la segunda, eso sí.

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