Balzac, el novelista del Todo

Retornando a Balzac he tenido ocasión de sorprenderme al leer que este autor que compuso casi un centenar de obras en poco más de dos décadas no tenía una facilidad natural para la escritura. Lo dicen autores que se beneficiaron de la senda que él abrió: lo dice Flaubert, que pasa por ser uno de los mejores estilistas de la literatura gala («¡Qué hombre habría sido Balzac, si hubiese sabido escribir!»), lo dicen incluso aquellos que lo apreciaron bien, como es el caso de Théophile Gautier en la pequeña biografía que le dedicó (Retrato de Balzac, 1858), tal vez nos lo diga él mismo sabiendo (Gautier lo refiere también) cómo hacía y rehacía lo que escribía, corrigiendo y luego corrigiendo la corrección, insatisfecho siempre del resultado hasta el punto de que, años después de una primera y exitosa publicación, ante la nueva salida al mercado de una novela, volvía a meterle mano (lo hizo, sobre todo, para adecuar sus primeras creaciones al plan trazado con posterioridad de La comedia humana). El estilo de Balzac ha sido muy criticado: de él algunos han dicho cosas parecidas a las que Valle Inclán dijo de Galdós (el autor español que tanto debe al francés), que lo tildó famosamente de «don Benito el garbancero». ¿Cómo es posible? Mi conocimiento de este escritor se está produciendo a oleadas: mediante periodos en los que no puedo dejar de acumular lecturas de sus obras en poco tiempo. Y es que, mientras lo leemos, Balzac nos transmite una extraña y feroz voracidad. Como él, deseamos saberlo todo, sentirlo todo, tenerlo todo. Zambullirse en sus novelas supone admitir que, mientras las leemos, no existe otra realidad que la que él impresiona en sus páginas, amenazando con invadir este presente nuestro que, como todos los presentes, tan prosaico nos parece. En general, es la magia que producen los grandes creadores, pero hay algunos que, por estar imbuidos por la necesidad absolutista de describir el universo entero, nos dejan absolutamente agotados cuando les dedicamos un cierto tiempo: es el caso de Feodor Dostoyevski y sus tremebundos novelones, de Juan Benet y su ciclo de Región o de Herman Melville y Moby Dick, y supongo que será el caso de En busca del tiempo perdido de Proust, el autor que culmina y a la vez trasciende el proyecto balzaquiano.

En realidad, yo creo que Balzac estuvo siempre dominado por un sentimiento de desmesura. Para bien y para mal. El escritor intentó registrar en su obra todo cuanto tenía a su alcance en la sociedad de su época —no por nada afirmó que quería hacerle la competencia al «registro civil»—: la organización, la economía, la Historia, el arte, el pensamiento, el poder, la religión, la utillería, la gastronomía, el mundillo literario, el antagonismo entre la ciudad y el campo… Querer registrarlo todo es una labor imposible, pero Balzac pensó que podía hacerlo. El método, por supuesto, fue dedicarle al trabajo un tiempo tan considerable de su vida —se levantaba a media noche y escribiendo o reescribiendo no paraba hasta media tarde— que le consumió las fuerzas demasiado pronto: murió con escasos cincuenta años (no pudo ver finalizado por ello el ambicioso plan general que había concebido para La comedia humana), de los cuales, realmente, solo pudo dedicar veinte a su proyecto porque su definitivo ingreso en el arte fue tardío.

Cartel anunciador de La Comedia humana

Después de unas frustrantes experiencias con lo que para él era mera literatura de consumo (por lo cual se parapetó tras prudentes seudónimos), no fue hasta Los chuanes, escrita con 29 años, cuando se consideró ya preparado para saltar definitivamente al ruedo con su nombre, además falsamente aristocratizado por una partícula nobiliar que no le correspondía: Honoré de Balzac. Esta increíble consagración a la tarea de escribir, repito, incluye no solo ese casi centenar de obras que forma el magno proyecto que llamó La comedia humana, sino también todas esas múltiples correcciones y reescrituras. ¿Escribió Balzac demasiado? La afirmación de que alguien escribe (o pinta o dibuja) demasiado siempre me ha parecido una soberana tontería, sobre todo cuando se utiliza para como argumento para justificar la desigualdad de una obra. Una tontería porque sin esa completa consagración al trabajo seguramente los títulos culminantes de esos creadores que consideramos tan grandes habrían tardado más en salir a la luz. Sí, Balzac escribió mucho. Y gracias a eso tenemos una obra que, como la de Henry James o la de William Shakespeare, nos parece inacabable. Siempre nos queda algo por leer de estos autores, lo cual merecerá eternamente nuestro agradecimiento.

En este segundo artículo que le dedico a Balzac, he querido centrarme en ese sentido de totalidad, de desmesura, que impregna su obra. Para ello, he seleccionado tres novelas. Una de ellas, Eugenia Grandet (1833), porque curiosamente lo desmiente, no solo por la mayor brevedad (en comparación con las siguientes) sino por la misteriosa concentración de ideas que nos ofrece. Las otras dos son ciertamente enormes en longitud y ambiciones. Sin embargo, la primera, Esplendores y miserias de las cortesanas (1838-1847), es una genialidad total y absoluta, mientras que la segunda, La prima Bette (1848) diríase el ejemplo ideal para quienes quieren demostrarnos esas debilidades del escritor. Intentaré explicarlo en las líneas siguientes.

Eugenia Grandet, en Brugera Libro AmigoBalzac se manejó bien en todos los formatos. De las tres novelas de que voy a hablar, Eugenia Grandet —en español el nombre del título suele aparecer castellanizado, pero la edición en que lo he leído (Bruguera, 1980, con traducción de M. Laín Martínez) respeta en su interior la onomástica en francés— es la que tiene menos páginas y sin embargo es tal su densidad dramática que el primero de sus grandes atractivos es, precisamente, la misteriosa concentración que manifiesta. El núcleo de la historia transcurre en unos días, mas asistiendo a las consecuencias y el desarrollo final del argumento central, que ocupan el último tercio, da la sensación de que Balzac podía haber creado un novelón de quinientas páginas que, en un rasgo de sintética fortuna, entendió que debía quedar segado. El resultado es que la conclusión, aun cuando no le falte nada, parece truncada. Soberbiamente truncada.

Cuenta Carlos Pujol en el excelente estudio que dedicó al autor y, sobre todo, a su ciclo (Balzac y «La Comedia Humana», 1982) que esta novela fue su primer éxito rotundo, pero la fama que cobró acabó hartándole pues no la tenía en especial consideración, hasta el punto de considerar que eran sus enemigos quienes intentaban, ensalzando esta, minorar la valía de sus obras más ambiciosas. Tal vez se puede entender que, a medida que avanzaba su grandioso proyecto y por tanto cobraba una mayor complejidad en cuanto enorme fresco social, este librito pudo parecerle una obra menor, un ensayo de cara a frutos muchos mayores.

Pero no es así. En efecto, la aparente sencillez de su anécdota alberga en realidad una de las propuestas más complejas que jamás concibió Balzac, por mucho que el punto de partida no sea especialmente original: la joven heredera de un ricachón de provincias (que obliga a su familia a vivir con una austeridad que no se corresponde con su riqueza, y que tiene sus propios planes con respecto a aquella) descubre el amor súbitamente y de modo absoluto en la persona de un primo que a ojos del padre no es un pretendiente aceptable, y ese hecho trastoca por completo la tranquila existencia en la que vivía con monótona conformidad. Eugenia Grandet, por tanto, es la historia de una transformación personal: a su modo, la joven protagonista ahora iluminada se convierte en una insumisa rebelde a los designios de su padre, tanto más implacables en cuanto que se consideraba dueño absoluto de su existencia y no puede concebir la más mínima disensión.

Version italiana, dirigida por el gran Mario Soldati, de Eugenia GrandetEs una rebelión sin duda callada y que inicialmente no tiene más alcance que la transgresión de los hábitos avarientos que Grandet ha impuesto a la vida cotidiana de su casa. Balzac desgrana estos hábitos con gran detalle (si el escritor no le hubiera dedicado ese espacio, el impacto dramático habría sido mucho menor). El objeto de esta minuciosa descripción es precisamente ir construyendo lenta pero inexorablemente la conmoción inmensurable que para Eugénie, sin advertirlo casi inicialmente, supone ese quebrantamiento de las normas paternas: proporcionarle a su primo comodidades para ella impensables pero que para el muchacho deben de ser habituales (una buena bujía para iluminar su habitación, azúcar y mejores viandas para el desayuno…) es el primer paso, candoroso pero para ella revolucionario, que cambiará dramáticamente su existencia y la de todo su entorno, incluyendo a esa madre sumisa toda la vida a tan formidable esposo.

Estamos ante una de las novelas de la saga balzaquiana que transcurre fuera de su emblemático París, perteneciente por tanto a la sección que tituló Escenas de la vida de provincias. La acción se sitúa en concreto en Saumur, una pequeña población en la región del Loira donde sitúa al tío Grandet, uno de los seres más conseguidos de toda La comedia humana. Antiguo tonelero al que la Revolución estimuló su natural inteligencia práctica, Grandet ha salido de la larga etapa revolucionaria (la acción central se sitúa en 1818, en plena Restauración, otro tiempo igualmente inestable) convertido en el hombre más rico del pueblo, dueño de propiedades de cuya fortuna total sin embargo no solo se desconoce la cantidad exacta sino que la vida material que lleva, y que obliga a llevar a su familia, desmiente que no sea otra cosa que un campesino algo acomodado. El tío Grandet es por ende una de las mejores expresiones literarias del prototipo de avaro. Un avaro, sin embargo, comprensible, no desde luego un Scrooge (la grandeza literaria de este personaje se encuentra en otras coordenadas) sino un sujeto que todavía llega pegada al cuerpo esa segunda piel de quienes nacieron en la estrechez y no creen en la prodigalidad sino en la acumulación y en la reserva.

Eugenia Grandet y su padre, por Emile DeschampsDecía líneas arriba que una de las claves de la novela es precisamente la descripción inicial de las circunstancias en que viven los Grandet (y Nanon, el otro personaje memorable del libro, la fiel criada del tío Grandet), de ese presente estancado de la provincia con que Balzac describe este entorno, tan distinto del bullicio vital de París. Familiarizados así con ese entorno y esa vida —y conocido el modo en que Grandet juega con las otras dos familias notables que representan las fuerzas vivas de Saumur, cada una de ellas con un vástago que aspira a la mano y la fortuna de Eugénie, de tal modo que consagran cada tarde de sus vidas a ir a la casa de aquel a rendirle pleitesía— es como el enamoramiento de la muchacha, en el fondo vulgar porque ella, indefensa como está por su desconocimiento de la vida y porque, en el fondo, es muy poco despierta, alcanza una trascendencia capaz de sublimar esa vida de ignorada suspensión de la voluntad en la que se hallaba.

El rasgo culminante que hace tan denso el libro es que Balzac aquí parece no juzgar a los personajes: otorga al mismo trato al padre avaro y autoritario que a la hija noble y abnegada, a la madre que por contagio de su hija descubre dentro de sí misma una pequeña capacidad para reprochar a su esposo, al primo joven y vano que nunca advertirá el daño que ha hecho con su indiferencia final. Desde luego, Eugénie no recibe en absoluto el trato de una heroína romántica y, en ocasiones, tenemos la sensación de que para Balzac es el personaje menos simpático de la novela. Este rol, de hecho, acaba ocupándolo el personaje en principio más humilde del libro, esa Nanon que es al final casi la única que gana algo, gracias al respeto que su fidelidad y su constancia despiertan en todos, incluido ese amo al que en apariencia solo importaba su egoísmo. Y por supuesto, la conclusión final de la trama no puede evitar despertarnos un escalofrío: después de tanto dolor, el presente estancado volverá a apoderarse de la vida de Eugénie como si nada hubiera sucedido.

Esplendores y miserias de las cortesanas, en Bruguera Libro AmigoDentro del vasto cuerpo formado por La comedia humana, Balzac gustó de entrelazar varias de sus ficciones a modo de conjuntos con personalidad argumental propia (aun cuando retomara personajes de previas novelas o creara para la ocasión alguno que luego saltara a otras historias). Uno de estos conjuntos lo forman su famosísima El pobre Goriot (1835) y Las ilusiones perdidas (1843) —de las que ya hablé por extenso en el artículo del que ahora doy enlace—, cuya historia cierra en Esplendores y miserias de las cortesanas (1847). Y si aquellas dos, leídas tiempo atrás, ya me parecieron geniales, no puedo imaginar mejor cierre, como era fácil intuir. Ante todo, debe señalarse que este grueso volumen de más de quinientas páginas en letra pequeñísima —Bruguera (1980), recuperando una traducción, excelente, de J. Sempere y con introducción, como en Eugenia Grandet, de Carlos Pujol— en realidad está formado por cuatro novelas (Las ilusiones perdidas lo estaba por tres), que llevan los títulos respectivos de De qué modo aman las rameras (1838), Lo que el amor cuesta a los viejos (1843), A donde llevan los malos caminos (1846) y La última encarnación de Vautrin (1847).

Muy rápidamente, recuerdo que El pobre Goriot se centra en los muy diversos habitantes de una casa de huéspedes de medio pelo, la Casa Vauquer, y que Las ilusiones perdidas tiene como hilo conductor el intento del joven poeta provinciano Lucien Chardon (que se rebautiza como Lucien de Rubempré para unir a la belleza de sus rasgos la aparente ostentación de una rúbrica nobiliar: Balzac se remite a sí mismo) de hacerse con un nombre y una posición en París, de donde tendrá que regresar con las orejas gachas a su lugar de origen, sin que pueda evitar que las consecuencias de sus irresponsables vaivenes monetarios de la capital alcancen a sus nobles parientes. En el final de la novela, el desesperado Lucien es salvado del suicidio por la aparición de un sacerdote español en misión ante la corte francesa, el padre Carlos Herrera (sic). Ahora bien, ese final, sin mencionarlo explícitamente, ya sugiere que bajo esa falsa identidad se esconde al personaje más singular de El pobre Goriot y se puede decir que toda La comedia humana, el ex presidiario y auténtico genio del mal a quien allí conocimos como Vautrin, cuyo apodo criminal era el de Engañamuertes y su verdadero nombre (quizá) el de Jacques Collin.

Vautrin, ilustracion de Daumier para El pobre GoriotVautrin toma a Lucien bajo su égida y le promete el triunfo a cambio de la obediencia absoluta. En ese anhelo de consagrarse al débil e infeliz (y bello y encantador) Lucien el escritor sugiere diversas razones que se complementan admirablemente: la soterrada homosexualidad, la debilidad paternal (si en El pobre Goriot había hecho lo propio con su protagonista, Rastignac, aquí se contará un primer precedente de esa debilidad, su protección a un joven delincuente al que reencontrará a pocas horas de su ejecución), pero también el deseo de trascender la soledad cósmica a que le empuja su excepcionalidad, y la vida de encubrimiento a que ello lo obliga (su cabeza está puesto a precio tanto por la ley como por sus antiguos camaradas, cuyo capital robó y está invirtiendo en Lucien).

El cuarteto de libros puede dividirse en dos partes de dos. La primera es la que narra ese segundo asalto de Lucien a la capital. Ahora bien, Balzac tiene el acierto de darle apenas voz: en realidad, cuanto tenía que decir de él (o casi) lo había dicho en las Ilusiones. Ahora su función consiste en asistir a la reacción que provoca su bella presencia en los demás: en Herrera-Vautrin-Collin y en la joven cortesana Esther. Lucien, que había brillado en la anterior obra, ahora es poco más que una hermosa apariencia. Y sin embargo, se entiende el fulgor que provoca en los demás: Oscar Wilde declaró una vez no haber llorado por ninguna otra criatura de ficción como por Lucien. Su odisea se nos cuenta sobre todo de modo indirecto a través de la relación entre Esther y el magnate que posa sus ojos sobre ella, el barón Nucingen —según Pujol, el personaje que más apariciones tiene en toda La comedia—, que permite a Vautrin urdir una formidable conspiración para extraerle todo el dinero posible. Por cierto que la casi inextricable jerga que Balzac pone en labios de este individuo por su origen de judío alsaciano supone un regocijante reto para un buen traductor.

Los Esplendores es una de las obras de Balzac que mejor reflejan el fuerte impacto que tuvo en la literatura francesa de su época el triunfo del folletín, es decir, ese tipo de novela popular publicada por entregas (el nombre procede del término feuilleton, ‘cuadernillo de hojas’) que desgranaba a lo largo de una interminable sucesión de páginas las desventuras (sentimentales, aventureras, criminales: con frecuencia todo junto) progresivamente retorcidas de sus personajes protagonistas. El gran astro fue el hoy bastante olvidado, al menos fuera de su país natal, Eugéne o Eugenio Sué, y su mayor éxito, Los misterios de París (1842). Curiosamente, Balzac había sido el iniciador de estas publicaciones por entregas, al dividir de este modo su novela La solterona en las páginas de la revista La Presse, en 1836.

Un momento especialmente folletinesco de los Esplendores, que tanto afecto a Oscar WildeSe entiende su irritación al comprobar cómo aquellos a quienes consideraba unos imitadores conseguían una repercusión muy superior a la suya —tuvo que sufrir en alguna ocasión la humillación de que una publicación suspendiera una obra en curso para dejar paso a una novela de Sué o de otros autores más cotizados, entre ellos el gran Dumas—, y por ello no extraña que aceptara el reto y revistiera sus propias ficciones, en teoría tan realistas, del mismo conjunto imprevisible de lances punteados por un golpe de efecto tras otro con objeto de mantener siempre en suspenso la atención del lector. ¿Un escritor que pasa por ser el gran creador de la novela realista descendiendo a las cavernas del folletín? No es en absoluto incompatible. El realismo de Balzac (como el de Dostoyevski o el de Galdós, otros escritores a los que de adolescentes nos «vendieron» mal) se justifica por el modo en que utiliza el contexto en que sitúa a sus personajes, un contexto descrito con la intención de ceñirse a una realidad histórica objetiva (escribo en cursiva porque toda recreación de la realidad nunca podrá evitar una mirada subjetiva), pero si nos atenemos a los recursos narrativos, como insisto siempre, confundimos demasiadas veces realismo con convicción. Y la convicción es tan fundamental en una novela situada en el París decimonónico como en uno cualquiera de los lejanos mundos ideados por Stanislaw Lem, otro maestro del realismo, aun cuando sea un escritor de ciencia ficción. Por otra parte, como todos los artistas, Balzac no pudo ser ajeno a su época y las armas narrativas que utilizó están impregnadas de las mismas fórmulas románticas que se estilaban en la literatura que lo vio nacer. El folletín, en el fondo, es una consecuencia (para algunos, una excrecencia) de aquellas.

Pues bien, los Esplendores supone una de las obras en que este registro folletinesco se ha utilizado con mayor brillantez: el logro admirable del autor es cómo consigue equilibrar ese convincente recreación del escenario socio-histórico con la pura peripecia emocional que hace que nuestras manos tiemblen de excitación a medida que pasamos las páginas y la acción se complica cada vez más. En el segundo libro, además, Balzac hace comparecer a unos rivales a la altura de Vautrin, liderados por el implacable Corentin, jefe de la policía secreta, también personaje recurrente de La comedia (es magnífica su intervención en la excelente novela Un asunto tenebroso, de 1841), y sus mejores hombres, protagonizando un duelo en la cumbre que diríase propio de una trepidante ficción pulp.

La antigua Conciergierie de Paris

Tal vez por ello, la voluminosa extensión de estos Esplendores se devora en un suspiro, pues el lector siempre está deseando saber qué va a pasar en la página siguiente. Las dos novelas que cierran el ciclo, de hecho, prácticamente no abandonan los muros de la Conciergierie, el Palacio de Justicia parisino enclavado en la isla de la Cité, a un paso de Notre-Dame y entre cuyos muros se encuentra la famosa Sainte-Chapelle, y su acción apenas pasa de las veinticuatro horas. Veinticuatro horas en las que se suceden las intrigas (que envuelven, ante todo, a mujeres: las que han amado a Lucien y las que son fieles devotas de Vautrin), las conspiraciones, los acontecimientos, las declaraciones que proclaman la culpabilidad rotunda de Vautrin, y los increíbles recursos (aprovechando su enorme capacidad para el fingimiento) con que este se rehace una y otra vez, desarmando a sus enemigos.

Balzac revela en todo momento una capacidad narrativa sin igual para hacer justo lo que señalaba líneas arriba: dotar de sobrenatural convicción a unas páginas que, a poco que se piense fríamente, debieran ser sencillamente inverosímiles. La sensación de grandeur (ese término tan francés que casi es intraducible fuera de este idioma: ‘grandeza’ es un pálido simulacro de su significado profundo) que envuelve estos Esplendores me resulta imposible de describir. Solo su lectura (apasionada) justificará mi afirmación, pero baste decir que en ellos se funden, por antinómico que parezca, la alta novela francesa que Flaubert y Proust llevarán a sus últimas consecuencias con el pulp protagonizado por genios criminales (franceses, como Fantomas y Rocambole, o americanos, como La Sombra), Alejandro Dumas con Fritz Lang, la inigualable gracia de Stevenson y Dickens con, por qué no, los Episodios Nacionales de nuestro Galdós. Una obra sencillamente arrebatadora.

La prima Bette, en AlbaEl último de los libros que componen los Esplendores es prácticamente coetáneo de La prima Bette. Los vasos comunicantes entre ambas obras son similares, comenzando por la sobrecarga folletinesca pero, ay, qué diferencia en el resultado final. Estamos, como en el caso de Eugenia Grandet, ante una de las novelas más alabadas de La comedia humana. En ella se encuentra la práctica totalidad de los temas del autor y, siendo una de sus obras finales, aparecen casi por última vez, aunque sea de modo fugaz, buena parte de sus personajes recurrentes (¡hasta Vautrin, en una pequeña «colaboración»!). Asimismo, dibuja con descarnada acritud esa sociedad de la apariencia y del vicio, subrayando especialmente la inclinación de los ricachones de edad madura hacia la lujuria, encarnada siempre en mujeres jovencísimas por las que pierden la cabeza y, por supuesto, el dinero y la reputación. Ahora bien, todos esos elementos se encuentran como hipertrofiados, utilizados sin sentido de la medida, mediante un desarrollo que diríase que se le iba ocurriendo (más que nunca) al escritor conforme salían de su pluma, sin un mínimo plan (y se necesitaba, puesto que la acción ocupa un cierto tiempo y se desgrana entre múltiples intrigas y personajes paralelos). En resumen, por momentos —y mido bien mis palabras, o no sé si las mido y tal vez sea el producto del despecho ante la primera contrariedad que me surge en mi enamoramiento del autor— diríase que Balzac no obra con otro objeto que dar la razón a sus detractores y parodiarse a sí mismo.

La novela suele agruparse con la un poco posterior El primo Pons (que todavía no he leído) en un díptico titulado «Los parientes pobres». Fue publicada por entregas en 1846; Balzac la revisó al año siguiente para su publicación en formato de libro y todavía una tercera vez para otra publicación periódica en el mismo año 47. De una a otra fue cambiando su división capitular: es una pena que la versión que yo he leído (traducción de María Teresa Gallego) sea la segunda, dividida en nada menos que en 132 capítulos, fragmentación que perjudica el ritmo y subraya en exceso las intromisiones del narrador omnisciente al hacer demasiado visibles sus digresiones. Estas divergencias estructurales parece ser que se dan también entre las distintas versiones de otros de sus libros más extensos: por ello quiero dejar claro que es un defecto menor y no el mayor culpable de su fracaso.

Paris, isla de la Cite y Pont Neuf, hacia 1840. Grabado de Hoffbauer

La trama de la novela gira en torno a la increíble cadena de desdichas que provoca en el seno de la acomodada familia Hulot el encaprichamiento senil de su patriarca (que ocupa un puesto muy alto en el ministerio de la Guerra) por las jovencitas, pese a estar casado con una mujer de la que estuvo muy enamorado durante muchos años y a la que sigue venerando porque es una «santa». Es más, aun lindando el medio siglo, Adeline Hulot sigue siendo una mujer encantadora y apetecible: la novela comienza (de modo magnífico, hay que decirlo) con la descarnada propuesta que le hace su consuegro, el enriquecido tendero Crevel, de convertirla en su amante, tanto por el brutal deseo que este siente por ella como por el propósito, que le confiesa sin reparo, de vengarse así de su marido, que poco antes le ha arrebatado a una amante igualmente jovencita.

La prima Bette y su protegido WenceslasEl título de la novela otorga el relieve dramático a un personaje, el de Lisbeth, llamada por todos Bette (al principio también, lo cual da idea del puesto poco significante que ocupa inicialmente, la Cabra), pariente pobre por tanto de los Hulot, que toda la vida se ha sentido agraviada por la fortuna y la para ella injusta postergación ante su prima Adeline, por mucho que su origen campesino sea el mismo. Un nuevo agravio —Hortense, la «adorable» hija de Adeline no duda en arrebatarle a Wenceslas, el joven exiliado polaco del que Bette, tras salvarlo del suicidio, se había erigido en una ambigua combinación de protectora, madre posesiva y amante platónica— la decide a vengarse de todos los Hulot, aprovechando que los progresivos infortunios familiares le permiten ocupar con facilidad el papel de aparente ángel bueno del clan. Bien al contrario, lo aprovecha para aumentar sus dolores desde la sombra, esperando además culminar su obra con su matrimonio con el Mariscal, hermano mayor de Hulot (personaje recuperado de Los chuanes), algo impensable tiempo atrás y ahora al alcance de su mano.

Sin la menor duda, dicho planteamiento prometía ser apasionante. Visto el mal resultado, me gusta fantasear con la idea de que el gran Henry James, que tanto admiraba a Balzac, hubiera podido hacer buen uso de él, con su sinuosa ambigüedad y su fascinante uso del punto de vista mediatizado. Su Bette, por supuesto, habría sido completamente diferente, comenzando por el hecho de que el siempre diáfano Balzac, eminente practicante de la narración omnisciente en una época en que no se soñaba con plantear otra cosa, no deja de transmitirnos el curso de un solo pensamiento de la maligna prima, arrebatándole así buena parte de su atractivo: el solapamiento del comportamiento público del personaje debería haberse visto correspondido, de alguna manera, con el de su descripción.

Pero es lo mismo, porque pese al título, La prima Bette no es ni mucho menos la historia de esa venganza servida en plato frío. Es un elemento más, sin duda importante, pero desde luego no el que debería haber vertebrado el resto de tramas: estamos ante un ejemplo claro de título mal escogido. Mejor dicho, de infausto cambio de designio por parte del escritor, pues es claro que en los primeros compases la trama sí parece que va a girar en torno a Bette, puesto que describe con minuciosidad su pasado y su presente, e introduce a través de ella el fundamental personaje de Valérie, la joven cortesana que acabará seduciendo a Hulot y a cuanto hombre se pone por delante. Balzac se entusiasma tanto con esta última —y es comprensible, porque la hace vilmente encantadora— que la convierte en amante simultánea de ¡hasta cuatro hombres!, uno de ellos un tenebroso galán brasileño que de no ser porque tiene una decisiva actuación final sería un adorno exótico sin sentido alguno. A partir de la segunda mitad de la obra, la actuación de la prima Bette pierde ya prácticamente la importancia inicial, y sus actuaciones en absoluto resultan fundamentales, por mucho que el escritor recuerde ocasionalmente el vengativo propósito original.

Femme nue couchee, por Courbet

La trama acabará superando en avatares folletinescos a los Esplendores, pero en este caso el continuo giro de la acción resulta mecánico: acaba desprendiendo una sensación de artificio pensada para épater le bourgeois, por recordar una ya arcaica expresión. En la parte final el delirio es excesivo, pues Balzac se extralimita al hacer que el barón Hulot caiga una y otra vez ante nuevas nínfulas que se ponen en su camino: ya no es creíble. Dejémonos de Henry James: sin variar apenas tan tremebundos ingredientes, la trama solo habría funcionado, en la increíble radicalidad de la degradación que retrata, en manos de otro gran admirador de Balzac, el ruso Dostoyevski, cuyo tortuoso sentido del delirio habría deparado la atmósfera delirante y enfebrecida que aquí se le va de las manos al francés. Crimen y castigo o Los hermanos Karamázov, de hecho, denotan al profundo lector de La comedia humana que fue el insigne novelista ruso.

Con todo, no se crea que La prima Bette es absolutamente desastrosa. Es un fracaso, sí; pero como no podía ser menos de su creador, es un fracaso grandioso, desmesurado, que abunda en personajes (Valérie) y momentos memorables, sobre todo en su primera mitad, que está a la altura de lo que uno espera en Balzac. Grandeza, desmesura, totalidad. No de otro modo supo escribir Balzac.

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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