Jack el Destripador: sangre, tinta y celuloide (II)

I       II

Cartel de Jack the Ripper, version de 1959Era lógico que la figura del Destripador acabara deslizando su campo de actuación del thriller al terror, sobre todo a medida que los tiempos fueron permitiendo una mayor permisividad censora, con el consiguiente aumento de la crudeza visual. El cine británico sería el que diera ese paso, tanto por la «nacionalidad» del asesino como porque desde la segunda mitad de los años cincuenta el Horror viviría una auténtica edad de oro, en cantidad y en calidad. El estudio que encabezó este esplendor fue Hammer Films, gracias en primer lugar a la renovación que hizo de los mitos clásicos del género que habían vivido ya un primer periodo de apogeo en los años treinta en Hollywood de la mano de la Universal. A su sombra, sin embargo, intentaron encontrar su lugar otros estudios menores y productores independientes. Dos de estos fueron Robert S. Baker y Monty Berman, figuras versátiles por cuanto no solo produjeron sino que además escribieron, firmaron la fotografía de varios de sus mejores títulos y dirigieron alguno de ellos —en el film que nos ocupa se encargan de los dos últimos apartados—, pasándose con el tiempo a la televisión (suya fue, por ejemplo, la famosa serie El Santo, con Roger Moore). Baker y Berman tuvieron fama de ser los clásicos magnates del medio sin ninguna ambición artística, dispuestos a explotar los bajos instintos del público (aunque la supuesta «crudeza» de sus películas hoy, claro, parece apta para niños de guardería), y sin embargo sus films aguantan mucho mejor de lo que parecía. Uno de ellos, el tercero en concreto, que no tuvo estreno comercial en España, fue Jack the Ripper (1959), al que el paso del tiempo ha acabado convirtiendo en un título fundamental en la trayectoria cinematográfica del asesino de Whitechapel.

En primer lugar, estamos ante el primer acercamiento per se a la figura del Destripador que se inspira, ya sea mediante un guion original, como aquí, o mediante una adaptación de una historia previa, en las investigaciones más o menos fundamentadas sobre el caso. En este caso, los autores del argumento y, en especial, el espléndido guionista Jimmy Sangster (responsable de los renovadores libretos de la Hammer) partieron de un estudio ya añejo para la época, pues es de 1928, perteneciente al periodista australiano Leonard Warburton Matters en que establecía (aun sin ninguna identificación concreta) que el Destripador había sido un médico cuyo hijo había muerto de una sífilis provocada por sus relaciones con una prostituta de Whitechapel. El doctor, decidido a «supurar» la herida física y moral, fue asesinando una por una a todas aquellas infortunadas con cuyo camino se cruzaba, siempre preguntando por la que buscaba, y si paró su enloquecida carrera fue porque por último la encontró: sería Mary Kelly, última victima oficial de Jack.

LEl maletin y el sombrero de copa ya aparecen en Jack the Ripper de 1959a censura británica obligó a sustituir la sífilis por un subterfugio más romántico: el muchacho se suicidó al descubrir la profesión de su amada. Pese a esto (que no tiene mayor importancia si el dato no se conoce), Jack the Ripper se erige como el más sórdido tratamiento hasta la fecha sobre los sucesos de Whitechapel, situando la acción en todo momento justo en el corazón de ese infecto barrio, de sus tabernas y prostíbulos (frecuentadas por las clases altas en busca de una supuesta transgresión con la que sazonar sus aburridas vidas), de sus comisarías y hospitales (en donde hombres con formación y mejor posición social intentan combatir abnegadamente las malas condiciones del lugar). Desde luego, el film carece de la elegancia de otras películas de esa edad de oro —por ejemplo, las dirigidas por el genial Terence Fisher para la Hammer— y se recrea como nunca en la sordidez, pero esta es precisamente su mejor acreditación: incluso el espectador acostumbrado a mayores barbaridades de sangre y tripas se estremece ante esas escenas en que las masas del barrio, zafias e incultas, sedientas asimismo de tener a mano a alguien en quien cobrarse el miedo que están padeciendo, se lanzan en pos de cualquier sospechoso, por nimia que sea la excusa para lincharlo (pero no es original: en El enemigo de las rubias, Hitchcock ya había incluido esta triste inclinación del ser humano).

Esto no quiere decir que Berman y Baker no tengan cierta vocación de estilo. Uno de los elementos compositivos más sugestivos (aunque no sea extraño en el género) es el modo en se anuncia visualmente cada aparición del Destripador, al inclinar el encuadre: cuando, una vez cometido el crimen, este se marcha, el plano se «endereza», sugiriendo, así, que el asesino vuelve a esconderse dentro de la «normalidad», en su identidad de hombre corriente. El guion de Sangster alterna con inteligencia la participación de los personajes, proponiendo un laudable protagonismo coral en el que incluso son varios los candidatos al rol de Destripador. De hecho, una vez identificado el asesino, debe convenirse en que, admirablemente, el guion no lo ha dibujado como un villano sin escrúpulo sino como un individuo obcecado por una obsesión que en algún momento, incluso, no duda en hacer frente tanto a la masa como a los poderosos para proteger a quien cree (a quien sabe) inocente. Por cierto que, para no desvirtuar el inconcreto destino del asesino, en el final su nombre será encubierto por quienes lo descubren, en teoría por falta de pruebas, en realidad porque seguramente sea demasiado turbador sacarlo a la luz pública. Jack the Ripper, por tanto, y desde su modestia consustancial, es un film espléndido, cuya influencia me parece fundamental: sin él, el resto de títulos que han retomado al Destripador no se entenderían.

Ralph Bates y Martine Beswick son el doctor Jekyll y su hermana Hyde

La Hammer tardó en hacer uso de su figura y, curiosamente, lo haría en dos películas del mismo año, 1971, y en ambas de modo indirecto. La primera, mucho más conocida, es Doctor Jekyll y su hermana Hyde (dirigida por Roy Ward Baker). La singular relación con el mito indicado por el título se debe al guionista Brian Clemens, quien urdió una divertida y también sabrosa variante de la obra de Stevenson al hacer que, debido al uso de hormonas femeninas en la composición de su suero, el doctor Jekyll se convierta en mujer, por supuesto harto lúbrica y deseable. El libreto no detiene su audacia aquí, puesto que mezcla el mito literario con la crónica negra de la Inglaterra victoriana: en su necesaria búsqueda de cuerpos de mujeres jóvenes, Jekyll acaba recurriendo a los famosos resurreccionistas Burke y Hare (que a su vez habían inspirado a Stevenson otro relato, Los ladrones de cadáveres); y cuando estos son ajusticiados por la ira popular, el mismo doctor se convierte en su propio suministrador, dando pie a la leyenda de Jack el Destripador (y es que su casa se enclava en el mismo Whitechapel). Fuera de todo esto, no hay mayor utilización del mito.

Poster original de Las manos del DestripadorMás central es este en el siguiente título, si bien aquí tampoco comparece más que en el principio, pues recurre al viejo subterfugio del cine popular de otras épocas: dar el protagonismo al vástago del personaje central de unas peripecias (en este caso criminales) y repetir así en más o en menos las andanzas del progenitor. La película es Las manos del destripador (1971), y es uno de los mejores títulos de la etapa final del estudio, por mucho que de modo injusto carezca del renombre debido, en parte porque el planteamiento en principio parece un mero despropósito propio de la etapa de decadencia de la casa, en que sus responsables parecieron preocuparse antes por el incremento de morbo y los refuerzos gráficos (desnudos, más sangre…) que por el rigor de sus mejores títulos de una década atrás.

Véase si no. La hija del Destripador es testigo, muy pequeña, del último asesinato del monstruo, nada menos que de su propia madre (que acababa de descubrir esa identidad y había reaccionado con el consiguiente shock). Ese trauma acaba saliendo a la luz, ya convertida en una muchacha (como suele pasar, muy atractiva), cada vez que alguien la abraza o la besa, sea con la intención que sea (el contacto carnal activa el recuerdo del beso de despedida que le dio su padre, envuelto en sangre, antes de despedirse para siempre de ella), si a ello se une algún tipo de destello que la pone en trance (esto activa el recuerdo de los reflejos luminosos que esa noche había sobre los barrotes de su cuna). Entonces, una furia asesina, que incluye una fuerza descomunal, se apodera de Anna (Angharad Rees) y la incita a matar. Ahora bien, el guion no desdeña complementar ese ingrediente traumático con que el espíritu del padre la posea en esos instantes, algo que en la parte final de la película se convierte en un hecho decisivo.

Angharad Rees es la desdichada hija del Destripador

Sin embargo, y de modo seguramente inesperado, una vez asumido el delirio de la historia, Las manos del destripador ofrece, en clave muy abstracta, una vuelta de tuerca a la relación entre horror y sexualidad que a la vez supone una magnífica expresión metafórica de esa podredumbre moral de la aparentemente impecable sociedad victoriana, ese mundo cuyas claves simbólicas han sido siempre tan bien expuestas por el Terror.

Destaca en este sentido el retrato del principal personaje masculino, el doctor Pritchard, un profesional de la psiquiatría que admira a Freud y que decide tomar bajo su protección a la muchacha decidido a demostrar la bondad de los métodos de su maestro para curarla. Pritchard encubre el primer asesinato de Anna, que ha matado a la mujer que la había adoptado de pequeña y la explotaba sin piedad, hasta el punto de haber decidido prostituirla en manos de un elegante parlamentario (ese es el momento que sirve de primer estallido). Ahora bien, una vez destapada la caja de los truenos, el frenesí de locura ya es imparable, y aquí es donde el humanismo inicial se enturbia, pues el ocultamiento de los crímenes acabará revelando, de modo casi inconsciente (seguimos con Freud…), un interés más profundo de ese hombre maduro por la muchacha. Por cierto que el veterano actor Eric Porter sabe despertar, incluso en los primeros compases, cierta antipatía instintiva que lo distancia del espectador aun cuando en principio diríase que va a ser el héroe abnegado de la historia.

Eric Porter y Angharad Rees en Las manos del destripadorLa buena realización del húngaro Peter Sasdy y la absorbente concentración dramática que impregna la historia permiten que, superando todas sus posibles debilidades, el film se proponga como un excelente cuento de miedo; un cuento triste, íntimo y sencillo, que no ofrece ningún asidero al espectador, porque no hay personaje alguno (ni siquiera la infeliz protagonista) con el que sea posible empatizar. El final, por tanto, será muy lógico [atención al spoiler]: el mismo Pritchard acabará siendo atacado por Anna cuando, una vez que ha decidido por fin que ella no puede estar en libertad, la besa en los labios, un beso que puede considerarse de despedida pero también de desahogo sexual, un instante malsano que tiene como lógica consecuencia el nuevo arrebato criminal de la muchacha. Las manos del destripador posee además uno de los mejores clímax finales de la Hammer, situado nada menos que en las alturas de la Galería de los Murmullos de la catedral de San Pablo, justo bajo su cúpula, con la nuera del doctor (ciega: la dualidad de la mujer como víctima y como verdugo es uno de los sabrosos ingredientes del planteamiento) en peligro, y concluye de modo muy hermoso. Desde abajo, el doctor, para salvar a la segunda, llama a Anna, la cual duda entre la voz interior de su padre, que la incita a seguir matando, y la del único hombre que se ha preocupado, aun a su manera, por ella, y que le pide que salte y se mate. El plano final, que une a ambos sobre el pavimento de la catedral, en su unión de la belleza y la muerte, dos conceptos fundamentales en la historia del estudio, tal vez sea la última gran imagen que nos legara la Hammer.

Sherlock Holmes se tropieza con Jack el Destripador

El mundo de Jack el Destripador acabó entrando en colisión con el mejor sabueso de la ficción, que fue estricto coetáneo suyo, es decir, Sherlock Holmes (¿o en realidad es al revés: el auténtico Holmes acabó siendo unido al ficticio Destripador?). No puede extrañar. No ha habido personaje con mayor número de pastiches que el detective del 221B de Baker Street, en los cuales se le ha hecho convivir con casi cualquier personaje histórico o literario de la época. Era natural que acabara tras las huellas de Jack, no en vano el mismo Arthur Conan Doyle fue consultado como «experto» en investigación. El cine conoce fundamentalmente dos matches entre ambos colosos, uno incrustado en el esplendor del cine de género británico, Estudio de terror (James Clark, 1965), el otro ya abordado como una producción con gran presupuesto, Asesinato por decreto (Bob Clark, 1979).

Cartel espanol de Estudi de terrorDe los dos, el mejor es el primero, pues se beneficia de la solvente modestia narrativa de la época, que impide cualquier tentación de pomposidad —que es el mayor defecto de Asesinato por decreto— sin renunciar en absoluto a los medios necesarios para conseguir una ambientación perfecta. Estudio de terror, cuyo título juega con gracia con el del primer libro de Sherlock Holmes, Estudio en escarlata, por atmósfera y por vocación está más cerca todavía del cine de terror, como denota el uso de una violencia que hoy, lógicamente, parece poca cosa pero que para la época era considerable. De hecho, diríase una consecuencia lógica del previo Jack the Ripper de Baker y Berman, solo que con la importante novedad del color, lo cual suma otra influencia a su apariencia visual, la de la Hammer Films. Argumentalmente, la película enlaza las propuestas anteriores acerca del Destripador, en especial la del film de 1959 (los asesinatos en serie se deben a que el criminal está buscando a una prostituta concreta, de modo que actúa por eliminación) con la teoría de que el asesino pertenece a las clases altas de la sociedad victoriana, que centrará ya para siempre los siguientes ejemplares del subgénero, a medida que van publicándose y popularizándose diversas investigaciones librescas sobre el asunto.

Ahora bien, la presencia de la mítica creación de Conan Doyle obliga a atenderla primero en relación al detective de Baker Street y en este sentido el film es un completo éxito, puesto que destaca en la larguísima filmografía del personaje. Así, no faltan elementos tan indispensables en la leyenda holmesiana como esas deducciones que dejan patidifuso a Watson a partir de un mínimo pie; el traje de cazador que casi supone el uniforme del detective; su facilidad para el disfraz o esas frases que todos nos conocemos de memoria, desde la apócrifa «Elemental, querido Watson» a la (canónica) de que «El juego vuelve a comenzar» o el famoso adagio de que «cuando hemos descartado lo imposible, lo que resta, por improbable que parezca, debe ser la solución».

John Neville y Donald Houston, excelentes Holmes y Watson

El actor elegido, John Neville (poco conocido entonces y hoy, pero que responde muy bien al patrón físico inmortalizado por el mejor ilustrador del personaje, el gran Sidney Paget: alto, delgado, de rostro enjuto y mirada penetrante), hace una excelente creación del protagonista, destacando porque renuncia a cualquier tipo de complicidad mitómana para ofrecer un Holmes ajustado y sobrio, que desborda convicción sin necesidad de subrayar gestos. En cuanto al doctor Watson, es suerte que el buen actor Donald Houston contenga los impulsos del guion de dibujarlo como el clásico sujeto torpe y zumbón, con frecuencia ridículo, de muchas de sus apariciones en el cine. Por último, destáquese que la película permite que el gran Robert Morley encarne al primer Mycroft Holmes relevante del cine, ese hermano mayor tan bien situado (aun de modo discreto) en las altas instancias del gobierno inglés y que según Sherlock es incluso más inteligente que él. Morley tiene a su cargo uno de los instantes más cómicos de la saga holmesiana, cuando, exasperado ante un Sherlock que prefiere destrozar sus oídos con el violín sin atender a sus preguntas, grita «fue un triste día aquel en que madre te lo compró».

El violin de Sherlock no lo soporta Mycroft

Estudio de terror, sin duda por esa filiación con el Destripador, es uno de los relatos más agrios del canon holmesiano del cine (en mi opinión, también de los más afortunados), con una espléndida fusión de los personajes de ficción con los ambientes reales. Pocas veces Sherlock Holmes habrá parecido un personaje menos fabuloso, por mucho que se insista en aquellos elementos propios del mito. Es más, pocos Holmes más distantes con respecto al espectador se encontrarán, encajando así a la perfección con la agria atmósfera de una historia, en la que ningún personaje inspira simpatía, ni siquiera los más abnegados de la función, como ese noble médico de buena posición que ha consagrado su existencia a atender a los infelices pobladores de Whitechapel, pero que desprende cierta aura puritana que resulta desagradable y que el excelente Anthony Quayle potencia muy bien. Y fantástico el final, con el enfrentamiento físico entre Holmes y un Destripador que perecerá entre las llamas del incendio (muy simbólico) que él mismo ha provocado, y con la conclusión en las habitaciones de Baker Street. Sin intervalo apenas, Holmes recibe un paquete por correo (así comenzó su vinculación con el caso de Jack) de cuyo contenido enseguida empieza a efectuar asombrosas deducciones ante el pasmo de su camarada. Lo que parece un guiño para los holmesianos, sin embargo, esconde un contenido más sombrío: el único estímulo en la vida de este hombre —en el fondo tan al margen de la humanidad «normal» como el asesino cuyos desmanes ha detenido— no es el ansia de justicia sino el estímulo intelectual, y exprimido un caso en todo su alcance, es hora de olvidarlo por completo y pasar al siguiente…

Asesinato por decreto, lujoso match de HOlmes contra JackAsesinato por decreto va un paso más allá en lo que respecta al Destripador, pues se hace eco de esas mencionadas investigaciones (ninguna de las cuales, por supuesto, ha sentado cátedra: quién fue nuestro amigo Jack, a día de hoy, sigue siendo un misterio). Sin embargo, en los años setenta fue ganando pie la teoría de que los crímenes del Destripador no fueron posibles sin el encubrimiento o la directa colaboración de los estratos del Poder (incluso de la Corona) puesto que implicaban a personas importantes del entorno real (en Estudio de terror, en cambio, es el primer ministro quien pide a Holmes que encuentre al criminal). Quien ha pechado sobre todo con el sambenito ha sido el duque de Clarence, hijo primogénito del entonces príncipe de Gales, el futuro Enrique VIII, y nieto por tanto de la reina Victoria, un individuo de vida «disipada», incluso «raro» en los términos propios de la época (sospechoso de homosexualidad, por ejemplo). La principal acusación que se le hizo es que tuvo relaciones con una mujer de clase obrera con la que incluso tuvo un hijo, lo que obligó, primero, a separarlo de ambos y, después, a borrar con violencia toda huella de semejante relación, eliminando a sus principales testigos, que serían las prostitutas de Whitechapel. Este es el planteamiento que recoge Asesinato por decreto.

Estamos ante la recreación ripperiana efectuada con mayores medios económicos hasta la fecha, pero justamente esto acaba siendo un inconveniente, pues a lo largo de toda la película se tiene la sensación de que sus responsables se preocupan demasiado por lucir ese presupuesto y el derroche de escenografía y vestuario. Asesinato por decreto carece además de fluidez narrativa y su metraje se alarga demasiado, con los consiguientes altibajos. Pese a ello, no carece de interés y se beneficia de un excelente reparto (formado por actores con mayor cotización de lo visto hasta ahora). El siempre sólido Christopher Plummer crea un Holmes vigoroso y dinámico y reproduce muy bien la entrañable arrogancia del detective, una arrogancia que, eso sí, será puesta gravemente puesta a prueba, no en vano, por mucho que acabe deduciendo correctamente todos los secretos del caso, no podrá evitar fracasar en su intento de proteger a las víctimas inocentes de la conspiración. Y el gran James Mason, aun siendo indudablemente demasiado mayor para el papel de Watson, realiza una sabrosa composición de este, con el punto de humor adecuado.

Plummer y Mason, Holmes y Watson en Asesinato por decreto

En ambas películas, el asesino material es un médico del entorno de la realeza al que no se identifica. Sin embargo, en 1977, el periodista Stephen Knight (cuidado: no King), en su libro Jack the Ripper: The Final Solution —acreditado sin embargo como fuente de inspiración en los créditos de Asesinato por decreto— le había dado nombre, el de sir William Withey Gull, médico de la reina Victoria. En los años noventa, el genial guionista de cómics Alan Moore, también inglés, utilizó esta identidad como el núcleo central de una obra que tituló From Hell —‘Desde el infierno’ es la «dirección» que encabeza la más famosa carta enviada por el Destripador a Scotland Yard— y que concibió como la versión definitiva del mismo.

From Hell, de Alan Moore y Eddie CampbellFrom Hell —la edición española, en Planeta, del tebeo no lo traduce (¿para qué?), mientras que la película que la adapta sí lo hace— se publicó a trompicones, como tantas de las grandes obras del autor, entre 1993 y 1997. Moore había leído todo cuanto cayó en sus manos sobre el mito y sobre elementos aledaños, como por ejemplo el fuerte componente esotérico asociado a él, de tal modo que su versión intenta aprovechar todo. Es un imposible, por supuesto, y a veces está cogido por los pelos, si bien es de reconocer que el lector no se dará cuenta en la mayor parte de los casos a no ser que se lea el amplio conjunto de notas que acompaña a las ediciones del cómic, del propio Moore, en las que el escritor explica con agotadora minuciosidad cada uno de los elementos que incluye en la obra, aduciendo el porqué. Leerlas produce un placer incluso morboso, puesto que el lector se encuentra ante la desnuda exposición de una obsesión, la del propio Moore por el caso del Destripador.

Moore atrajo al proyecto a un artista, Eddie Campbell, que entendió bien el concepto pretendido por el guionista, de tal modo que su resolución gráfica —no conozco ningún otro trabajo suyo con el que poder comparar, pero supongo que hay una elaboración importante— se basa en el trazo sencillo (que no simple), en el uso de las líneas y las manchas, jugando a veces con otras texturas, ajustándose a las maniáticas y cartesianas instrucciones de su escritor, un hombre conocido por imponerse claramente a los dibujantes con los que ha ido contando en su carrera mediante exhaustivos instrucciones acerca del diseño de página e incluso de la viñeta. Por ejemplo, en el uso de la famosa parrilla de nueve recuadros que ya había sido el sello de su obra más conocida, Watchmen. Desde el infierno, desde luego, es una historia gráfica que difícilmente ganará lectores atraídos ante todo por su aspecto visual. Sin embargo, concluida su lectura es evidente que resulta imposible imaginar otra resolución que no sea la que le da Campbell, capaz, en efecto, de demostrar que el infierno se ha situado sobre la Tierra en esa ciudad totalmente alejada de la imagen que R. L. Stevenson le dio en sus Nuevas noches árabes: ni la Bagdad de occidente ni un edén onírico y sensual. Un infierno, sin más.

Las iglesias de John Hawksmoor, fundamentales en el entramado esoterico de From HellComo he señalado, Moore se decanta por la teoría de Knight: el asunto fue una conspiración de las altas esferas, ejecutada personalmente por el doctor por indicación de la reina Victoria —caracterizada como una matrona terrible que desencadena el horror sin mayores indicaciones y que se horroriza después de las consecuencias— y sustentada después en la lealtad de los vínculos masónicos de los principales responsables de la seguridad inglesa, comenzando por el propio jefe de policía. Sin embargo, Moore va mucho más allá pues presta una notable atención al sustrato esotérico del caso: su asesino sigue un macabro ritual guiado tanto por un perturbado concepto del orden social (en el fondo, el objeto que lo guía es una terrible misoginia: es irónico, por ello, que sea una mujer, la reina, la que le dé el primer impulso) como por la convicción de que el Mal es congénito al ser humano desde que apareció sobre la Tierra y Londres, en concreto, es un enorme deposito de violencia. En particular, fascina el uso que hace de las seis iglesias que, a principios del siglo XVIII, en pleno proceso de reedificación en piedra de la capital de madera que había ardido varias décadas atrás, efectuó el arquitecto Nicholas Hawksmoor, discípulo del más famoso sir Christopher Wren (el constructor de la catedral de San Pablo). Es especialmente inolvidable el paseo en carruaje del capítulo IV por toda la ciudad, de iglesia en iglesia, durante el cual el doctor Gull «ilustra» a su inculto conductor (y obligado cómplice en los asesinatos que está a punto de iniciar) a la vez que a un lector absolutamente rendido por el caudal de informaciones y teorías sugestivas que disfrutará especialmente alguien que, como yo, tiene en Londres su ciudad predilecta del universo1.

Poco tiempo después llegaba la adaptación en Hollywood, que supuso además el pistoletazo de salida para un buen puñado de versiones extraídas de los principales tebeos de Moore, el cual, eso sí, renegaría tanto de esta como de las otras célebres películas que había inspirado (V de Vendetta, 2005; Watchmen, 2009), al no admitir las alteraciones que sufrieron sus obras, por mucho que esto haya sido siempre práctica habitual en el mainstream.

Heather Graham y Johnny Depp en Desde el infierno

Desde el infierno, realmente, sigue en general las líneas fundamentales de la trama urdida por Moore pero realiza modificaciones en el dibujo de personajes, la principal de las cuales es otorgar el protagonismo al inspector Abberline, el principal investigador de Scotland Yard en el caso, que se ve sometido a una romantización que lo convierte en un personaje considerablemente diferente, como indicaba ya de por sí la elección de Johnny Depp para el papel (eso sí, el actor responde con una interpretación sobria y tristona de lo más eficaz). Abberline es aquí un hombre traumatizado por la muerte de su amada esposa al dar a luz, que busca consuelo en las drogas (opio, láudano), las cuales además le confieren una particular presciencia que le permite visualizar cosas que sucederán. Por otra parte, el film tampoco prescinde de una historia de amor made in Hollywood que une a Abberline con Mary Kelly, la última de las víctimas del Destripador (encarnada por Heather Graham) y que permite un semi-happy end. Justo es reconocer que en el cómic sí se planteaba también cierta relación entre ambos personajes (mas no tan rotunda) y que el destino final del personaje femenino también se sugería de modo parecido.

Los ojos insondables de Ian Holm en Desde el infierno

La trama también mantiene el misterio de la identidad del Destripador durante un buen rato y de hecho sir William Gull comparece durante gran parte del metraje como un personaje positivo que parece querer ayudar a Abberline. Ahora bien, esta imagen benévola obliga a que, una vez descubierto que él es el asesino, el actor Ian Holm, que había convencido magníficamente de su bondad inicial, tenga que reforzar su definitiva revelación como ser oscuro mediante el apoyo de unas lentillas negras como la pez (o de un retoque digital). Inevitablemente, el elemento esotérico está muy soterrado en su versión en imágenes, si bien no ausente del todo: mas es un esoterismo superficial, que se concentra ante todo en la villanía inherente a la masonería. En general, todo en el film está atenuado (aunque contenga las imágenes más fuertes de todo el ciclo reseñado en este artículo: signo de los tiempos), de ahí que la gran víctima de este trabajo sea la pérdida de la formidable densidad del original. Desde el infierno, por tanto, no aporta nada a la previa filmografía sobre el Destripador si bien, cuando menos, sea una película digna y funcional, y posea algún que otro momento afortunado (el mejor, el primer asesinato, con la prostituta literalmente devorada por la oscuridad, rasgada por unas raudas estelas plateadas que se dibujan en las sombras para indicar lo que le está sucediendo).

Yo tambien fui Jack el Destripador, novelaVoy a concluir este recorrido hablando de una excelente fabulación sobre el mito escrita en nuestro país. Se trata de Yo también fui Jack el Destripador (Ediciones del Viento, 2015), del sevillano Fernando García Calderón. No hay que hacer mucho caso de la publicidad de la solapa (reproducida en los anuncios de Internet) —el motor argumental es una carta anónima que recibe el protagonista, un antiguo forense de Scotland Yard, que contiene una confesión de Lewis Carroll, el mítico creador de Alicia en el País de las Maravillas, confesando autor de los crímenes del Destripador—, puesto que la muy compleja trama urdida por el escritor va mucho más lejos en su exposición del caso. La novela está concebida a la vez como una ficción con su propia explicación de la identidad del asesino (en este caso muy proteica) y como un ensayo que permite tanto hacerse una muy buena idea del caso (en el mismo sentido que el From Hell de Moore, del que para mí ha sido un buen complemento) como profundizar en diferentes aspectos de la sociedad de la época y de algunos de los hombres que, directa o tangencialmente, tuvieron algo que ver con aquel suceso (del pintor Walter Sickert a escritores como Bram Stoker, el mismo Carroll, este con mucho detalle, claro, o el propio Conan Doyle), sin eludir el uso de elementos abiertamente ficticios: el núcleo en torno al que giran los personajes principales es el Club Diógenes, creación del autor de Sherlock Holmes (era el cuartel general de su hermano Mycroft).

Un detalle inteligente es que el relato tiene la estructura de un monólogo dirigido a un oyente anónimo que es español, lo que permite aludir a las traducciones o transcripciones de los términos originales con una naturalidad y expresividad que a mí me ha resultado muy conseguida. Y es que Yo también fui Jack el Destripador posee una fuerza estilística y una destreza compositiva que no suele ser habitual en los pastiches: es un libro magníficamente bien escrito.

La novela está llena de detalles sutiles que refuerzan el planteamiento central (que no voy a detallar pero que parte del principio rector de que los crímenes del Destripador no fueron obra de un único perturbado sino que poseen un alcance mucho mayor), como el hecho de que el presente se sitúa en los difíciles años de la segunda posguerra mundial, cuando el mundo hace ya tiempo que se ha convertido en un lugar en que la singular monstruosidad que encarnara Jack se ha quedado pequeña en comparación con la de los gobernantes que vinieron después. El octogenario John Riordan, a la vez que intenta averiguar qué parte de verdad hay en las revelaciones de ese envío anónimo (que, como es natural, se complica con nuevos crímenes y con la extensión de la sospecha a muchas más personas relevantes), pasa revista a su propia vida en torno a ese momento fundamental en que él mismo participó en la investigación de los crímenes. La extraordinaria fluidez narrativa con que el escritor compagina los distintos estratos cronológicos, el equilibrio entre la dimensión ficticia y la ensayística, la descripción del caso y, por último, las particularidades psicológicas del propio protagonista hacen que estemos ante una obra que supera las habituales limitaciones del pastiche, es decir, la necesidad de ser brillante a cualquier precio y, sobre todo, de apelar a la complicidad del lector. Por lo tanto, para mí ha sido un inmejorable colofón a esta inmersión en Jack el Destripador y el vasto legado surgido en torno a su figura.

Suyo afectuosamente, Jack

1 Las especulaciones sobre Hawksmoor las tomó Moore del poema narrativo Lud Heat (1975) de Iain Sinclair, donde este desarrolla el particular concepto de que sus iglesias son enormes linternas de energía mística, a lo cual se presta estéticamente el remate favorito del arquitecto, la torre con forma de obelisco (como la iglesia de Christ Church en Spitalfields, en pleno Whitechapel, a pocos pasos de la cual fue salvajemente acuchillada la última víctima canónica del Destripador). No he leído esta obra (creo que no tiene edición en español) pero sí una novela directamente inspirada por ella, La sombra de Hawksmoor (1985), de Peter Ackroyd, renombrado historiador de la capital inglesa, que plantea un relato situado en dos tiempos, uno a principios del siglo XVIII, en el que un trasunto del arquitecto narra en primera persona sus tribulaciones y su consagración a una secta ocultista según cuyos ritos construye sus iglesias (que exigen un bautismo de sangre en sus cimientos), y otro en la actualidad, con un misantrópico detective de Scotland Yard a la caza de un asesino en serie que mata precisamente en los alrededores de esos templos. La novela no es meramente un thriller de ambientación histórica (quien así lo lea se sentirá decepcionado) sino una sugestiva reflexión sobre el problema del mal, cuya premisa de que este se transmite a través de los elementos urbanísticos más antiguos de una ciudad sin duda fue tenida muy en cuenta por Alan Moore a la hora de enfocar From Hell.

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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8 Responses to Jack el Destripador: sangre, tinta y celuloide (II)

  1. Avatar de Germán Valdajos Germán Valdajos dice:

    Nada,comentar solo sobre un episodio de la serie del oeste «Cimarrón» titulado «Un cuchillo en la oscuridad» donde el Marshal Crown (Stuart Whitman) se enfrenta al mismísimo Jack,que viene huyendo desde la Gran Bretaña.

    Vi de joven «Dr.Jekill y su hermana Hyde» de la cual guardo muy buen recuerdo y no conocía «Las manos del destripador» deseando verla.Tengo debilidad por Angharad Rees desde que la vi de niño en «Poldark».Un saludo.

    • Hola, Germán. Perdona el retraso en contestar, pero con todo el trabajo del final de trimestre se me había pasado. No conozco esa serie, pero si aparece Stuart Whitman supongo que será antigua. Curioso traslado al western de nuestro amigo Jack por tanto. En cuanto a Angharad Rees, «Poldark» es una de las escasas series de mi infancia que nunca vi, pero sí sabía que Angharad Rees era su heroína: la serie tuvo un éxito tan brutal en la única tv de la época que las imágenes de sus protagonistas inundaban revistas como el entrañable Teleprograma que se compró en mi casa durante varias décadas.

      Un abrazo.

  2. Avatar de Renaissance Renaissance dice:

    Al final, Jack el destripador acabó convirtiéndose en una figura tan ficticia como podría serlo el propio Holmes. Me parece también curioso como con el tiempo, la ficción lo absorbería no solo a él, sino a  personalidades como Burke y Haare y a las creaciones de Doyle y Stevenson para formar parte de esa Edad Victoriana imaginaria, un escenario tan consolidado y utilizado  como podría serlo el de los arquetipos de la fantasía derivada de Tolkien..y, salvando las distancias, una aproximación desde un escenario realista a la corriente del grimdark, que tiende a centrarse más en esa parte más oscura de los personajes y las situaciones.

    From Hell, además de reflejar muy bien el trabajo obsesivo que Moore lleva a cabo, me pareció una obra agotadora: solo la he leído dos veces, y muy cercanas en el tiempo. La primera, sin conocerla, y la segunda, poco después, para poder apreciar todos los detalles. Es la que me ha parecido más compleja y exhaustiva de su guionista, a través de la cual resulta fácil entender por qué ese descontento con todas las adaptaciones cinematográficas de sus obras (se ponga como se ponga, Watchmen me pareció muy adecuada).

    • Yo también he leído dos veces «From Hell». La primera, en el momento de su publicación, mes a mes (realmente, los primeros episodios tuve que leérmelos varias veces, porque con tanta información se me olvidaba una parte a la hora de ir a por la siguiente entrega), y la segunda, antes de escribir el artículo. La primera vez me pareció muy farragosa; esta segunda, recordándola en su conjunto, me ha gustado todavía más.

      Y sí, Alan Moore lleva muy mal las adaptaciones de sus cómics: no recuerdo ahora mismo si ha permitido que se le acredite en todas las pelis. En el caso de»Watchmen», y aunque tendría que revisarla, no tengo mal recuerdo de la película. En cambio, «V de Vendetta» en su día me pareció muy inferior al tebeo.

  3. Avatar de Fabian Fabian dice:

    Cimarron fue una serie que duró una sola temporada 1967-68. El episodio en cuestión fue «knife in the darkness», escrito por Harlan Ellison, y con música incidental de Bernard Herman. Por lo que encuentro en internet, al final no queda claro si el asesino es o no es Jack

  4. Avatar de Fabian Fabian dice:

    Si, Stuart Whitman hacia de .Marshall federal, el primer representante de la ley en la zona del título. Yo vi algunos episodios en mi infancia, aunque no el de Jack, el destripador. Lo que más recuerdo es la presentación, con Whitman, cabalgando por el desierto, y tomado de varios ángulos, incluyendo algunas tomas aéreas muy buenas

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