Durante buena parte de la historia del cine de terror, en especial gracias a los ciclos de la Universal, en Hollywood, y de la Hammer, en Inglaterra, el vampiro fue una figura propia del terror gótico. Por supuesto, este acercamiento procedía del origen literario del mito, sobre todo de la novela de Bram Stoker donde nace el Señor de la Noche pero también del fabuloso relato Carmilla, de Joseph Sheridan LeFanu. Drácula fue el personaje emblemático del subgénero vampírico, por lo común bajo ambientación de época. Con el declinar de las décadas hacia el final del siglo XX, la figura del vampiro fue recibiendo otras advocaciones, mas en general dentro de las catacumbas de la pura explotación, dentro de producciones de consumo rápido y nulas ambiciones estéticas o narrativas. Las películas más relevantes siguieron centrándose en Drácula. Irónicamente, habría de ser el enorme éxito de la por otra parte muy discutible Drácula de Bram Stoker (1992), de Francis Ford Coppola, el que renovaría no solo el interés por el mito sino que acabaría promoviendo otras variantes del mismo sin necesidad de seguir insistiendo en tan emblemático personaje. Esta renovación se produjo de la mano de una serie de películas concebidas, ahora sí, con pretensiones artísticas y que, por lo general, recibieron el presupuesto adecuado. Las convenciones heredadas de Stoker y del cine gótico comenzaron a ser a cuestionadas —tristemente, el film del propio Coppola contenía suficientes elementos renovadores, que por desgracia fueron lamentablemente desaprovechados, como explico en otro artículo—, no para prescindir totalmente de ellas sino para reformularlas bajo otra mirada. Surgieron así un buen puñado de títulos que, con mayor o menor acierto, pero siempre con indudable respeto hacia el género, demostraron la notable vitalidad del que sin duda es el más rico mito que ha dado el terror. Por algunos de ellos haré un recorrido en el siguiente artículo.
La primera gran producción de alto presupuesto con que Hollywood reaccionó al fenómeno consistió en la adaptación de una obra que llevaba un buen tiempo figurando en la lista de los libros más vendidos del género. Entrevista con el vampiro, estrenada en 1994, se basaba en la novela homónima de Anne Rice, que a esas alturas llevaba añadidas otras tres continuaciones a su serie bautizada como Crónicas vampíricas. La Warner invirtió una buena cantidad de dinero y entregó el proyecto a un director irlandés, Neil Jordan, cuya película anterior, Juego de lágrimas (1992), había sido muy bien recibida, y que contaba en su filmografía con un acercamiento de culto al terror, En compañía de lobos (1984). No he leído el libro. Anna Rice firma personalmente el guion, pero parece ser que, en realidad, la versión filmada la escribió el propio Jordan; fue el sindicato de guionistas, ante la protesta de la escritora, autora de las versiones previas, el que forzó su acreditación en solitario. En su momento, el film supuso una completa decepción para mí: me pareció una película de cargante atmósfera pseudo-decadentista, con muchos problemas de ritmo y, sobre todo, supeditada al lucimiento de sus guapos y mediocres actores, que en mi opinión eran los intérpretes menos adecuados para hacer de vampiro que se pudieran encontrar. La revisión, décadas después, aun remarcando confirmando esos defectos, sin embargo, me ha permitido encontrar puntos de interés que en alguna medida los compensan.
Hoy como ayer, considero que no consigue superar el terrible lastre de su inadecuado reparto masculino. En el papel del amoral e irresistible Lestat, Tom Cruise (como denunció la escritora, que intentó que se le descartara) carece del carisma malsano necesario, intentando compensarlo con una mayúscula sobreactuación y unos ricitos rubios que son de ver para creer. Brad Pitt, aun más soportable (yo al menos llevo mejor la inexpresividad que el histrionismo desaforado), es incapaz de transmitir la tortura interior de su personaje. Los dos son superados netamente por la niña Kirsten Dunst, que además tiene a su cargo el papel más interesante de la función. Tampoco me han convencido nunca ni la excusa argumental (¡el vampiro, criatura anónima por excelencia, como defienden tantas veces, dejándose entrevistar!) ni el empalago que desprende la escenografía de Dante Ferretti, un hombre temible cuando su arte no se pone al servicio de la atmósfera sino al revés (ahí está la sobrevalorada La edad de la inocencia, de Scorsese, para demostrarlo) ni la descompensación de interés entre los varios segmentos que componen la historia aunque mejora mucho después de la aburridísima parte inicial en Nueva Orleáns, justo cuando aparece la niña vampira.
La mayor virtud de la película consiste en convertir el vampirismo en expresión de la angustia existencial, personificada en Louis, ese joven que ya ansía la muerte (antes de convertirse en no muerto, vaga como un alma en pena por la pérdida de su esposa y de su hijo) antes de descubrir que la no muerte es una condenación peor. La inmortalidad, por tanto, supone un castigo atroz para el que el eternamente joven Louis solo encuentra paliativo en esa criatura, Claudia, a la que sin embargo él mismo es quien condena a ser una niña eterna cuando en su interior, lógicamente, enseguida se convierte en adulta. Claudia aporta, por fin, el aura de perversión maléfica entreverada de malsana inocencia que el planteamiento demandaba, y potencia esa amarga lectura existencialista. Por lo demás, algunas de las ideas propuestas por Rice sobre la figura del vampiro resultan muy interesantes, sobre todo la de esa necesidad de procurarse un equivalente de la familia (en el caso de Lestat) o de capitanear un grupo gregario de no muertos (en el del sofisticado vampiro parisino Armand, papel que por cierto también supera en mucho a Antonio Banderas): la soledad absoluta no es tan grata como puede parecer. Este elemento lo trabajarían muchos de los modernos films de vampiros, como casi todos los que voy a seguir citando.
Como aficionado interesado en compulsar las distintas variantes que la literatura y el cine dan de esta criatura, constato que Anne Rice (o el guion a ella atribuido) deja de lado algunas de sus características más ingenuas o coyunturales (el supuesto anatema que es la cruz o la vulnerabilidad ante el ajo) pero mantiene una de las más aparatosas (la necesidad de dormir en un ataúd, si bien no menciona la explicación de Stoker: que es porque este debe albergar tierra de la región natal del no muerto). En cambio, se clarifica oportunamente cuándo una víctima se convierte a su vez en vampiro. Recuérdese que en los films clásicos de la Universal y de la Hammer, por influencia de la novela de Bram Stoker, toda persona mordida se convierte a su vez en no muerta. Rice puntualiza que la vampirización es potestad de quien muerde, y para ello, cuando la víctima está al borde de la muerte, le hace beber de su propia sangre, con riesgo de su vida. El propósito de esta selección es razonable: se favorece el anonimato tan necesario por su vulnerabilidad a la luz (es inolvidable la muerte de la niña vampira al ser encerrada en un pozo expuesto al sol) y se reduce también la competencia por el suministro de sangre.
La película concluye con un final en el que Lestat (desaparecido de escena durante su segunda mitad) reaparece en plena forma y dispuesto a seguir dando guerra, pero cuando por fin llegó la secuela, La reina de los condenados (2002), ninguna conexión tenía con el film de Jordan. La película constituyó un fracaso en todos los sentidos, remarcado por la evidente mengua del presupuesto y la aparente falta de «ambición artística» del proyecto, como parecía indicar que su director, el australiano Michael Rymer, fuera un completo desconocido (y siguiera siéndolo) y no hubiera estrellas en su reparto, comenzando por el actor que encarna ahora a Lestat, el inglés Stuart Townsend (que tampoco se ganó la popularidad que sin duda esperaba). Y no digamos la mala prensa que acarreó enseguida: como señala Tomás Fernández Valentí en su propio blog, enseguida fue marcada como «película que odiar» (¡y todavía no existían las redes sociales que hoy se encargan de hacer eso en cuestión de minutos!).
Y sin embargo, la revisión no le sienta tan mal. En primer lugar, Townsend se revela un actor mucho más creíble en el papel de Lestat, tanto en el aspecto físico como en el interpretativo, dando muy bien el tipo de vampiro egocéntrico y hedonista. Por otra parte, dentro de una duración insólitamente escueta, de poco más de noventa minutos, la historia posee la fluidez que le faltaba al film de Jordan y ofrece apuntes de gran interés. El gran problema es que el guion no consigue equilibrar los dos libros de Rice que pretende fundir, el segundo, Lestat el vampiro, y el tercero, el propiamente llamado La reina de los condenados. Lo mejor de la película radica en su primera mitad, correspondiente a la primera de las dos novelas, y ello por la fortuna de la idea que debe atribuirse a Anne Rice: ¿qué mejor cobertura para un vampiro que convertirse en estrella de rock gótico, lo que justifica su filiación por la noche, simboliza bien el aire decadentista que prorroga con respecto al título anterior e incluso le procura un suministro fácil de cuerpos jóvenes y rebosantes de sangre, en este caso esas descerebradas groupies dispuestas a todo por tener sexo con sus ídolos? El film también relata el origen de Lestat, a manos de un vampiro refinado a quien encarna, por desgracia, un actor, el francés Vincent Perez, que no solo carece de carisma sino de ninguna capacidad para evocar algo de la malignidad que se supone en una criatura de la noche.
Por desgracia, esta trama acaba dando paso a la que se corresponde con el título, la aparición de Akasha (interpretado por una estrella musical de verdad, Aaliyah, que en pantalla resulta sensual, aunque no convenza como actriz, y que murió en accidente de avión antes del estreno), supuestamente la criatura vampírica más antigua y poderosa del mundo, y entonces se revela que el exiguo metraje es contraproducente, pues el elevado número de niveles de la trama requería un dibujo más amplio (y lo dice un partidario eminente de la síntesis narrativa: pero no es lo mismo síntesis que falta de explicaciones). Akasha provoca numerosas incongruencias: para ser un personaje tan poderoso (hasta puede soportar la luz del sol y transmitir este don a aquellos a los que permite compartir su propia sangre, como sucede con el protagonista), su derrota es muy rápida, y quienes la vencen forman un grupo de vampiros que podríamos llamar «buenos», sin explicación alguna de esa benignidad. Por otra parte, los combates entre vampiros que abundan en la segunda mitad parecen más propios de un film de superhéroes de Marvel. Es una pena, porque el film queda así muy por debajo de lo que su arranque prometía, pero pese a ello, insisto, no solo no molesta sino que incluso resulta muy entretenido.
Si las dos películas basadas en Anne Rice me gustaron poco en su día y he acabado revalorizándolas, me ha sucedido lo contrario con un film que me entusiasmó en su estreno, The Addiction (1995). Entonces me pareció que aportaba una mirada de notable profundidad al mito vampírico pero en la revisión se me revela vacuo y falsamente trascendente. Ciertamente, su punto de partida es prometedor —una estudiante de filosofía atormentada por la facilidad del ser humano para el mal es convertida en vampiro, lo que supone una doble tortura, física y moral—, pero sus responsables, el entonces reputado director Abel Ferrara y su guionista habitual, Nicholas St. John, no saben literalmente qué hacer con él, refugiándose en la entregada interpretación de la excelente actriz Lili Taylor y en la fotografía en blanco y negro de Ken Kelsch (y es un grave error creer que esta textura de grises, por diferente en el cine coetáneo, se basta para crear una atmósfera). La protagonista, Kathy, no hace más que pasarse la película yendo de un lado para otro, como metáfora de su desorientación personal, cobrándose víctimas aunque parezca que no quiere hacerlas y encontrando a otro ser vampírico, encarnado por Christopher Walken, que no es más que un símbolo de la gratuidad del film en su totalidad: nada aporta pero diríase que lo sugiere todo, y eso solo por el aplomo habitual del actor. Para colmo, el doble final es pésimo: primero, una orgía de sangre organizada por la protagonista para celebrar su doctorado final, que contradice cuanto se nos había contado sobre ella y luego una conclusión ambiguamente aureolada de redención cristiana en la que aquella, literalmente, parece comenzar de nuevo, tras haber acabado con su identidad previa. Si esto simboliza que la única forma de superar las limitaciones que nos impulsan al mar es comenzar de nuevo, es simple; si tiene un significado que va más allá, se me escapa por completo.
Casi veinte años después de Entrevista con el vampiro, cuando Neil Jordan se encontraba al borde de verse convertido peligrosamente en un director amortizado para el cine, inesperadamente filmó otro acercamiento a los no muertos, que por desgracia no tuvo mucha repercusión y que, sin embargo, mejora muchísimo su primer intento, Byzantium (2012). Una vez más, Jordan no firma el guion, acreditado a Moira Buffini, escritora que adaptaba una obra teatral suya titulada A Vampire Story. La mirada que Buffini aporta al vampirismo es notablemente original. En primer lugar, sus criaturas no muerden a sus víctimas: no les crecen los colmillos, sino que la uña del dedo pulgar se les afila extraordinariamente para desgarrar sus gargantas y así beber su sangre. Tampoco son seres de la noche (en The Addiction, eso sí, mal que bien Kathy soportaba el día: idea tampoco original, pues procede del mismo Stoker, algo que el cine descartó desde el Nosferatu de Murnau). Y la conversión en vampiro requiere de un rito de paso solo reservado a unos iniciados, pues se produce en una casi inaccesible isla rocosa en cuyos riscos hay una cabaña de piedra donde mora un ser (al que se denomina soucriant, nombre que se corresponde con una figura del folklore caribeño) que adopta la figura exacta de quien llega a su vera: justo entonces las cascadas que rodean el lugar tornan sus aguas al color escarlata.
Las protagonistas son dos mujeres, madre e hija que se fingen hermanas por la proximidad física del momento en que ambas dejaron atrás la mortalidad: la madre, eterna joven, se llama Clara; la hija, eterna adolescente, Eleanor (esa suspensión de la edad a los dieciséis años es una variante de lo que sucedía con Claudia en Entrevista con el vampiro). Ambas se pasan la vida huyendo: en el final se explicará que son objeto de persecución por la hermandad masculina que se arroga la exclusividad del vampirismo: a sus ojos, ellas usurparon su derecho; en el caso de Eleanor, contraviniendo la prohibición expresa de no tener jamás un descendiente. Se trata de una mirada insólitamente feminista sobre el personaje, que no merece en absoluto el reproche de la corrección política, pues supone el corazón de la propuesta y está magníficamente planteado. Por cierto que, justo al contrario que en la Entrevista, el alma de la historia son las magníficas interpretaciones de las dos actrices, Gemma Arterton y Saoirse Ronan. De la segunda, era esperable; de la primera no tanto y por eso su actuación me parece admirable.
El principal vínculo de Byzantium con el previo film de Jordan es, de nuevo, su lectura existencial. La vida de las dos vampiras no es precisamente envidiable. Clara y Eleanor no viven: malviven, sobre todo del uso por parte de la madre de sus encantos (baila en espectáculos eróticos, se prostituye u organiza un burdel…). Por su parte, Eleanor hace mucho tiempo que dejó de encontrar sentido a su existencia y se desahoga escribiendo su historia en papeles que luego arroja al viento. Es más, ella solo mata a quienes así lo desean, a modo de eutanasia (en la película solo la vemos hacerlo con dos ancianos desahuciados). Tampoco Clara expresa el mal absoluto asociado al vampiro: sus víctimas son ante todo hombres abyectos que solo piensan en utilizarla sexualmente o la atacan. Todo este conjunto de ideas interesantes no siempre se equilibran adecuadamente y la conclusión me parece atropellada y simple, pero con todo la elegancia de la realización, las interpretaciones y la opresiva atmósfera de melancolía merecen que Byzantium tenga un (re)conocimiento muy superior al que hasta ha merecido.
La atracción del mito en directores usualmente no asociados al género de terror es un fenómeno moderno. Uno de los casos más atractivos, al par que más difícil de asimilar, lo reconozco, tiene por protagonista a Jim Jarmusch, el prototipo de cineasta americano independiente, en mi opinión uno de los más grandes directores de las últimas cuatro décadas. Su propuesta vampírica, tan personal como era de esperar, se tituló Solo los amantes sobreviven (2013) y, por supuesto, dividió a sus admiradores. Yo estoy entre quienes la encuentran atractiva, aunque me chirríen determinados aspectos y reconozca que me parece más cuestionable en el recuerdo que mientras contemplaba sus imágenes, lo cual puede dar idea del atractivo de las mismas: Jarmusch es uno de los mejores creadores visuales del cine moderno.
El director y guionista concibe a sus vampiros como una élite cuya maldición es su particular sensibilidad para el arte y el conocimiento, la cual, sin duda, se ha visto potenciada por su inmortalidad. (Una de sus ideas más divertidas es hacer que uno de los vampiros más antiguos, encarnado por el gran John Hurt, sea nada menos que Christopher Marlowe, el refinado dramaturgo coetáneo de Shakespeare, y Jarmusch hace suya la tesis de que en realidad no murió sino que se escondió y fue el verdadero autor de las obras de ese escritor de Avon que en principio no parecía tener la cultura que acabó revelando en sus obras teatrales). Como indica el título, el acercamiento al mito vampírico es una excusa de Jarmusch para contar una historia de amor que es (literalmente) más grande que la vida por parte de una pareja cuyos nombres simbólicamente son Adam y Eve.
Adam es un vampiro fascinado por la ciencia pero sobre todo por la música, que colecciona con devoción todo tipo de guitarras y escribe con minuciosidad unas composiciones destinadas a ser escuchadas solo por Eve y por sí mismo (en un diálogo afirma que una vez le dio un adagio a Schubert). Ava es una devoradora compulsiva de libros que, más que leer, asimila mediante el tacto de sus páginas —parece una idea pedante o difícil de concebir, pero Jarmusch la visualiza de modo muy hermoso—, sensibilidad que de paso le permite datar la edad de cualquier objeto. (Por cierto, me provoca una indudable emoción descubrir que entre los libros esenciales que Ava se lleva en su viaje de reencuentro con Adam figure una edición de una de las obras menos conocidas pero más conseguidas de mi venerado Julio Verne, Las aventuras del capitán Hatteras, sobre la que escribí hace tiempo uno de mis artículos favoritos). El cineasta respeta algunos componentes básicos del mito (la vulnerabilidad al sol, lo que hace que estos vampiros modernos crucen el océano en cómodos vuelos nocturnos; la obligación de no cruzar un umbral sin invitación propia: esto también lo respetaban las vampiras de Byzantium) y busca variantes a otros. Teniendo en cuenta que aquí los vampiros en absoluto son malignos (con una excepción), Adam y Eve prefieren comprar sangre a médicos venales o a suministradores de confianza, ahorrándose así la bajísima calidad del plasma de unos seres humanos modernos contaminados por todo tipo de excesos. Claro, esta idea nos resulta más chirriante a los aficionados más clásicos.
Durante la primera hora de metraje, el film se sostiene de modo mayúsculo gracias a la insuperable elegancia en que Jarmusch funde las características de su cine con las de los propios vampiros. Su gusto por dar a las imágenes una diafanidad casi geométrica y su debilidad por hacer que los personajes se expresen mediante su debilidad por los ritos expresan muy bien la idea de que los vampiros son seres que se definen, ante todo, por su relación con los espacios y que, como seres conscientes de las limitaciones que les impone su condición, también han debido ritualizar sus costumbres. ¿Importa mucho que la película no parezca tener muy claro lo que quiere contar? No mientras se limita a describir las vidas de sus dos interesantes personajes (y si las poses de Tom Hiddleston resultan más estereotipadas que naturales, en cambio Tilda Swinton, una de las actrices predilectas de Jarmusch, convence a la perfección como vampira, fundiendo muy bien lo físico y lo etéreo). Ahora bien, a partir de la entrada en escena de una tercera vampira, Ava, hermana de Eve (Mia Wasikowska, la Alicia de Tim Burton), esta por el contrario tan falta de escrúpulos morales en su uso de los seres humanos como es ortodoxo en los no muertos, la película se desorienta de modo definitivo. Con todo, incluso un Jarmusch menor sigue siendo mejor que la inmensa mayoría de realizaciones contemporáneas.
En esos años llegó desde fuera del ámbito anglosajón, en concreto de Suecia (aun cuando Hollywood enseguida intentaría fagocitar mediante el raudo remake la buena impresión deparada), una propuesta vampírica que deslumbró por doquier, Déjame entrar (2008). El primer rasgo de originalidad es que inserta al vampiro en un entorno corriente, incluso vulgar: un barrio de gente sencilla, obreros en su mayoría, que inevitablemente parecen extraídos de una de las películas del genial Aki Kaurismäki. En este caso, la monstruosidad que interfiere en sus vidas es una niña de doce años (lo que evoca otra vez a la Claudia de Entrevista con el vampiro, aunque la edad sea el único parangón real entre ambas) que aparece de pronto en la vecindad y se hace amiga de un niño de su edad, tan solitario como ella, si bien por otras razones. El estudio sobre la obligada soledad del vampiro que, en general, emana de todas las películas contempladas en este artículo alcanza aquí su mirada más sencilla y a la vez entrañable, con su bonita reflexión sobre la necesidad de la ternura mutua incluso en la vida de quien, por su naturaleza peculiar, está obligado a la marginación y el ocultamiento. El otro elemento singular es la utilización como contexto atmosférico de uno de esos inviernos nórdicos que cubren todas las superficies de nieve, lo que permite una riquísima utilización simbólica (su blancura casi dolorosa es como un sudario, su limpieza crea un malsano contraste con la sordidez que registran las sangrientas escenas en busca de sangre). No extraña que el genial iluminador Hoyte van Hoytema diera enseguida el salto al cine internacional. A la vez, la dirección de Tomas Alfredson es desafiantemente serena, narrando la triste historia con la lenta cadencia que esta exigía. También él fue reclamado por Hollywood: dos años después dirigía la extraordinaria película El topo (2010), la mejor adaptación de la literatura de John le Carré.
Nada sabremos de Eli, salvo que tiene doce años «desde hace mucho tiempo» (hay un fugaz plano en que Oskar la espía mientras se cambia y vemos un borrón oscuro indeterminado en el lugar donde debería estar el sexo de la niña). La acompaña un hombre mayor, humano, que en principio es quien tiene que proporcionarle la sangre que necesita, mediante crímenes atroces, pero que acaba siendo descubierto y perece, lo cual la obliga a ella a arriesgarse personalmente en sus salidas. El título de la historia, como puede adivinar cualquier aficionado, tiene que ver con esa obligación de que el vampiro haya de ser invitado antes de cruzar cualquier entrada y da pie a una escena impresionante: el niño Oskar no la cree y la dolida Eli entra en su casa sin su autorización verbal, comenzando enseguida a manar sangre de todos los orificios de su cuerpecillo. Y si en la novela de Stoker (recogido puntualmente por el film de Coppola), el vampiro rejuvenece cuando se alimenta, aquí es al revés, al menos fugazmente, delatando su edad real: así, cuando bebe con avidez las gotas de sangre del propio Oskar que han caído al suelo, el contraplano, desde el punto de vista del niño, la muestra de pronto envejecida (por supuesto, es otra actriz). Debe destacarse un plano inolvidable, inmejorable expresión de ese uso de lo «normal» en las imágenes: el plano cenital que muestra cómo la niña, por el día, duerme bien protegida de la luz del sol en la bañera, debajo de toallas y telas, en indefensa posición fetal. Lo más discutible de la propuesta es el fácil uso que hace del problema que convierte a Oskar en un marginado, el acoso en el colegio por parte de unos matones, porque además se resuelve de modo muy previsible, con una efectista secuencia de «justicia» por parte de Eli que el film no merecía (aunque la salve, en parte, la realización).
Voy a acabar con el que, después de repetidas revisiones, sigue siendo mi film moderno de vampiros favorito. Se trata de Vampiros (2008), de John Carpenter, el mejor director moderno especializado en cine fantástico. Un Carpenter que se deja de pretensiones artísticas mejor o peor encaminadas y ofrece lisa y llanamente un puro relato de género. Obviando complejos existenciales y sensibilidades melancólicas, Carpenter nos devuelve al vampiro como emblema del mal absoluto: como monstruo carente del menor escrúpulo moral porque carece de toda humanidad y porque la humanidad es su alimento. La secuencia en que el vampiro supremo, Valek, se presenta en el motel donde los cazavampiros celebran la extinción de su grupo de acólitos es impresionante: pocas veces se habrá visto tanta brutalidad y pocas veces un vampiro ha parecido más letal e invulnerable. Por ello, su encarnizado perseguidor en absoluto es un noble héroe sino, bien al contrario, el tipo más implacable y malencarado, más soez y mas brutal que pueda concebirse (después de todo, el enemigo no se anda con chiquitas), al que mueve además la sed de venganza, pues sus propios padre fueron vampirizados. En suma, el film contiene el que, después del Van Helsing inmortalizado por Peter Cushing, es mi cazavampiros favorito de todos los tiempos, ese Jack Crow al que da vida un genial James Woods al que uno, la verdad, seguiría al infierno (y literalmente).
La visión que Carpenter da del vampirismo es extremadamente sencilla. El gran anatema sigue siendo la luz del sol. Por ello, la caza estriba, fundamentalmente, en sacar a los monstruos de su refugio en la oscuridad, arponeándolos directamente como si fueran cetáceos y arrastrarlos al pleno día: en ese momento, su piel entra en rápida combustión y explotan. La excelente idea que sirve de motor argumental es que Valek está a punto de encontrar el modo de conjurar esa debilidad, mediante un conjuro esotérico-religioso que está en relación con su propia creación. Y es que el sabroso hallazgo del guion es que la creación del vampirismo es obra de la mismísima Iglesia, al practicar un brutal exorcismo contra el hereje que entonces (en pleno medievo) era Valek, lo que provocó la involuntaria creación de una monstruosidad nueva. Es por ello que es el Vaticano quien financia al grupo de Jack Crow y eso justifica que siempre haya un sacerdote que acompañe al grupo.
Ahora bien, si el planteamiento es excelente y el guion lo desarrolla con admirable síntesis (nada falta ni sobra en él), la realización de Carpenter es deslumbrante, tanto como lo es el ímpetu visual de la película. Vampiros, no por nada, es un film solar, que tiene como escenario las desérticas planicies de Nuevo México (la secuencia más impactante muestra cómo los vampiros emergen literalmente del suelo con el crepúsculo) y que, como define magistralmente Joaquín Vallet, funde a Terence Fisher con Sam Peckinpah en su forma de unir el aroma neogótico a la Hammer con el espíritu del dirty western, sobre todo en el dibujo de personajes. La historia se enriquece, inesperadamente, con un soplo de romanticismo pútrido que deriva del amor que nace entre la prostituta (Sheryl Lee, la Laura Palmer de Twin Peaks, en su mejor papel en el cine) que ha sido mordida por Valek —lo que permite a los cazavampiros establecer un enlace telepático con el vampiro, una idea estupenda tomada precisamente de Bram Stoker—, y la mano derecha e incondicional amigo de Jack (Daniel Baldwin), irresistiblemente atraído por la muchacha y finalmente también vampirizado por ella.
Como tantas cosas en el cine de este siglo XXI, la figura del vampiro también ha sido trivializada hasta extremos lamentables (solo con recordar la llamada saga Crepúsculo uno se estremece…), pero al menos este espectador veterano conserva en su memoria el profundo legado de un mito indeciblemente maravilloso. Y estas obras aquí reseñadas constituyen una dignísima, en ocasiones incluso memorable, herencia de la versión más clásica del vampiro, ese conde Drácula que hasta la fecha sigue siendo una creación insuperada tanto en literatura como en cine.
Viendo de nuevo alguna película un tanto antigua (cuesta pensar que hayan pasado 30 años del estreno de Entrevista con el vampiro), el valor que estas mantienen contrasta en muchos casos con elecciones de casting un tanto cuestionables. La propia Rice hubiera preferido a Julian Sands como Lestat en lugar de ese Tom Cruise tan excesivo como siempre. Sigo preguntándome en qué estaban pensando para elegir al Jonathan Harker más pan sin sal de la cinematografía como fue Keanu Reeves. Y respecto a la secuela, esta parece más una continuación del tercer libro de la saga Crónicas vampiricas que de la historia del propio Lestat..en todo caso, tanto la película como ese tercer tomo siempre me resultaron algo alocadas, ya más cerca de la mitología que se empeñó en desarrollar Rice que de la atmósfera e interés de la película de Jordan. Es curioso también como siempre había tenido animadversión a estos vampiros riceanos por excesivamente melancólicos y pastelosos, apreciando mucho más la versión cinematográfica años después, y que fueran precisamente los de Crepusculo los que, tras un éxito muy breve, hoy se encuentran bastante denostados y practicamente ninguna de las ideas que aportaran haya envejecido bien, ni sea tomada en serio…¡Quizá que un no muerto se dedique a brillar como una luciérnaga no sea la mejor de las ocurrencias!
La película de Carpenter es de esos casos en los que el guion mejora mucho el libro. Este era bastante rutinario, con una especie de vampiro malvado y unos cazarrecompensas que parecía tener todos los defectos de parte de la literatura de terror y acción de los noventa, mientras que la versión de Carpenter ofrecía efectivamente, esos cazadores de vampiros más propios de Peckimpah que de Van Helsing, junto a unos no muertos que, quizá más que mal absoluto, eran más cercanos a un depredador, una criatura a al que hay que cazar sin intentar comprenderla.
Las versiones más relativas, tanto la de Ferrara como la de Jarmusch, todavía no las he visto, quizá por que me gusta más ese vampiro un tanto tradicional….y evidentemente estoy esperando con mucho interés el Nosferatu de Eggers. No sé si seguir adelante con mi plan de maratón cinematográfico de Nosferatu de 1922, el de Herzog, y esta versión moderna, más La sombra del vampiro para rematar.
No he leído ninguna de las novelas en que se basan estas películas (la novela de “Vampiros” ni la conocía), por lo que me falta esa perspectiva para comparar con los originales. En el caso de Cruise, es sencillamente que su imagen en cine (y sus propias capacidades como actor) de entrada no casan con el personaje, y más si se le obliga a lucir esos ricitos rubios. Ahora bien, Julian Sands me parece un actor incluso peor, con lo que me parece que hasta me quedo con Cruise jaja. Y sí, Keanu Reeves es un Harker del que lo menos malo que se puede decir… es que es difícil recordar que era el Harker de esa película. En cambio, es curioso que Pattinson, el vampiro lánguido de “Crepúsculo”, haya mejorado algo su valoración desde los tiempos de “Crepúsculo”. Yo lo he visto poco, de todos modos, con lo que me reservo todavía mi opinión.
Por cierto, que es muy buen plan hacerse esos Nosferatus de cara al estreno de la versión de Eggers. Yo “La sombra del vampiro” no la he vuelto a ver desde el estreno y es una película que se ha revalorizado desde entonces. Es curioso, por lo que leo, que Willem Dafoe, el Nosferatu de esta peli, haga un papel importante en la nueva versión.
Esperando yo también el regreso de Nosferatu, que ya la toca, que han vuelto a pasar otoros cincuenta años y ese parece ser su ciclo jejje
Aunque por lo que veo en la muestra , si bien me parece bellísimo, será convencional sin el toque «expresionista» que no sé si realmente tenía el original pero que sí es cierto que tenía algo que le aportaba una atmósfera mágica irrepetible.
¿Y Abierto antes del amanecer?… Supongo que sucede al contrario , que es una gran peli de gánsteres y barríbajeros y tarados echada a perder por ese particular vampirismo
Como hasta ahora no he visto ninguna de las otras películas de Eggers (será buena ocasión para asomarme a ellas), no tengo expectativas a favor o en contra más allá de las propias de la iconografía de esta variante de Drácula. Confío en que remonte algo el escaso interés que últimamente tienen los films de terror.
«Abierto hasta el amanecer» no la he vuelto a ver desde el estreno. En su momento no me gustó mucho (salvo el baile de Salma Hayek y algunos momentos concretos), seguramente por eso no la he recordado al hacer este repaso al cine de vampiros, aunque parece que es justo este giro a dicho género lo que menos te convence a ti.
Un saludo de nuevo.