¿Quién era el amigo americano?

El inquietante talento de Mr. Ripley

Cartel aleman de El amigo americanoNunca me canso de contar el tremendo impacto que me produjo la primera vez que me solidaricé con un asesino. Por supuesto, se trataba de Tom Ripley, el personaje creado por Patricia Highsmith, si bien ese Ripley del que me descubrí deseando que no lo atraparan no era exactamente el suyo sino el encarnado por Alain Delon en esa maravillosa adaptación que es A pleno sol (1960). Los rasgos aniñados de Delon, suavemente expresivos —todavía tardaría en descubrir el hieratismo en sus polars para Jean-Pierre Melville—, denotando cierta indefensión (incrementada por su condición de mero bufón objeto de continuas humillaciones por parte ese egocéntrico americano al que acabará matando), entraban de pronto en flagrante contradicción con sus actos criminales, con el descubrimiento de la mente profundamente calculadora que encubría esa dulce apostura (y que remarcaba aún más su voz española, Manuel Cano, apodado la «voz de seda», cuya serena belleza también parecía desmentir cualquier maldad bajo la piel). Daba igual: a partir del momento en que el cerco parece estrecharse sobre Ripley, el niño que era yo deseó con todas sus fuerzas que su héroe consiguiera escapar del cerco de sospechas y ganar para siempre lo que tanto ha deseado, y justificado, sus tropelías previas: «lo mejor». Más adelante descubrí que no había un solo Tom Ripley. En primer lugar, el Ripley de la novelista (o sea, de su creadora) poco tenía que ver con el encarnado por Delon, aunque hicieran las mismas cosas. Bien al contrario, en el libro es un ególatra completamente amoral por el que es imposible sentir la menor simpatía (que es justo lo que pretendía la autora, desde luego). Desde entonces, Ripley ha demostrado ser un personaje capaz de muchas dimensiones, en función de la perspectiva con que lo han querido abordar cuantos han centrado su atención sobre él, que han sido muchos cineastas y bien relevantes. Algunas de ellas las voy a abordar en el siguiente artículo, motivado por mi revisión de otra de las mejores adaptaciones de sus andanzas, El amigo americano (1977), del alemán Wim Wenders.

De la fascinante relación entre la novela y sus adaptaciones, la de René Clement de 1960 y la de Anthony Minghella de 1999, he hablado sobradamente en un artículo de este mismo blog cuyo enlace encabeza esta entrada. Recientemente, incluso, el libro ha sido objeto de una nueva versión, ahora en formato de miniserie, escrita y dirigida por Steve Zaillian con Andrew Scott proponiendo el Ripley más oscuro de los tres. Esto me ha inducido a leer de nuevo la obra en que fue creado y prolongar mi viaje junto a tan peculiar personaje en los dos siguientes títulos que le dedicó Patricia Highsmith.

la-primera-edicin-anagrama-de-el-talento-de-mr-ripley-todava-llamada-a-pleno-solY es que la novelista acabó componiendo una serie de cinco novelas sobre su criatura. La primera novela es de 1956. Anagrama, que publicaría el ciclo entero, la editó primero con el título de la película francesa para recuperar, tras la segunda versión, el de El talento de Mr. Ripley. Catorce años después llegaría La máscara de Ripley (1970), a la que seguirían, ya con una frecuencia más corta entre ellas, El juego de Ripley (1974) —esta siempre editada como El amigo americano, si acaso con el original como subtítulo, si bien yo utilizaré este para diferenciarlo de la película—, Tras los pasos de Ripley (1980) y Ripley en peligro (1991).

De ellas, solo he leído las tres primeras, y aunque no descarto completar la serie entera, por el momento debo señalar que las dos continuaciones me parecen innecesarias. Los nuevos enredos de Tom Ripley aportan poco a su aventura inicial, e incluso tienen el inconveniente de hacer ya demasiado «cotidiano» a un personaje cuya tortuosa entraña estaba sobradamente dibujada en la primera novela. Dejarlo en el punto donde lo dejaba Highsmith en 1956 lo convertía en irrepetible; retomarlo una y otra vez me parece contraproducente.

No voy a extenderme mucho con El talento de Mr. Ripley, pues ya he escrito sobre ella. En cualquier caso, la novela mantiene intacta, lectura tras lectura, esa sordidez emocional que envuelve a un personaje con la urgente necesidad de ser otro, y que una vez que descubre lo que quiere ser —Dickie Greenleaf, y no tanto un doble exacto de este como un avatar mejorado del mismo: alguien que, bajo su egolátrico concepto de sí mismo, sea capaz de llegar a la esencia de lo mejor con mucha mayor intensidad que aquel— ya no puede volver atrás, a su miserable mundo de incertidumbre vital y pequeños delitos de los que malvivía en su país natal.

Las tres caras de Ripley, Delon, Damon, Hopper

Pues bien, lo que hacen las novelas siguientes es dejar bien claro que lo ha conseguido. Si bien las dos películas (tal vez porque, después de todo, el cine siempre ha tenido más cortapisas morales que la literatura) concluyen cuando el castigo está a punto de abatirse sobre Ripley —aunque, al menos, en ambas se ahorra la fastidiosa imagen de verlo en manos de la «justicia»—, la escritora dejaba a su personaje en completa libertad y aprovechando el fruto de su suplantación de Dickie Greenleaf.

La mascara de Ripley, segunda y floja aventura de Tom RipleyLa máscara de Ripley sucede tres años después de los acontecimientos narrados en El talento de Mr. Ripley. Inesperadamente, al personaje lo encontramos casado con una muchacha francesa, Heloise, de familia rica, a quien Highsmith no tarda en descubrir como una hedonista sin excesivos escrúpulos morales, que enseguida acepta las actividades asesinas del esposo. Los dos viven tranquilamente en una bonita casa en el campo, a poca distancia de París. El asunto Greenleaf le ha dejado un pequeño coste, nimio en relación con sus beneficios: una reputación como mínimo ambigua, pues la desaparición nunca resuelta de Dickie ha hecho que sobre su figura flote un permanente halo de sospecha que a determinadas personas desagrada (de esta circunstancia extraerá la novelista el motor argumental de El juego de Ripley), si bien a otras atrae. El dinero que les pasan sus suegros (aunque no estén muy contentos con ese yerno), y el que él mismo disfruta de la falsificación que hizo del testamento de Greenleaf, le ha permitido alcanzar ese objetivo que se marcó siempre: conseguir lo mejor. Y el Ripley de este segundo capítulo ya ha completado la transformación personal que tanto anhelaba: es un hombre cultivado, con estilo propio e interés genuino por la literatura, la música y el arte, que incluso pinta un poco, pues no tiene más actividad que disfrutar de este estatus. Sin embargo, sigue implicándose en pequeñas actuaciones delictivas que le permiten aumentar el dinero que maneja personalmente.

No hay que llamarse a engaño. Tom Ripley sigue siendo un egocéntrico que solo tiene un ideal en su vida, la perpetuación de sí mismo en las mejores circunstancias de la vida. Por ello nunca le tiembla la mano cuando los enredos en que se mete le obligan a matar: son crímenes obligados por los que luego no siente el menor remordimiento. Ripley es un ser amoral (hay quien lo ha definido como psicópata, pero radicalizar su falta de empatía me parece que empobrece su dibujo). Por otra parte, nunca revela una particular inteligencia: en el curso de las tres intrigas planteadas por la escritora comete tantos errores en su gestión criminal que acaba resultando increíble que salga con bien de los múltiples callejones sin salida en que se mete él solito. Es evidente que la escritora no pretende elaborar un perfecto rompecabezas al estilo de las reinas anglosajonas de la ficción criminal, sino subrayar el absurdo existencial que preside la vida de Ripley. Un absurdo, una tribulación existencial, que sin embargo para Ripley sencillamente no existe. Él se limita a actuar en cada momento, sin mucha reflexión. «No había que esperar sino pensar lo mejor y las cosas saldrían bien sin más», declara directamente en El juego de Ripley. No se puede expresar con mayor claridad la particular sugestión del personaje hacia su buena estrella.

Patricia Highsmith, creadora de Tom Ripley

El problema, para el lector, es que fuera de la primera y magnífica novela, las tramas criminales resultan más bien insostenibles, sobre todo teniendo en cuenta que, al contrario que en las películas, la escritora no pretende nunca que sea el espectador quien «ampare» al personaje, como sucede tanto con Delon como con Damon. Merece destacarse, por cierto, que este actor, por lo común bastante limitado, consigue establecer un lazo de comprensión, primero, y solidaridad, después, con el espectador, y ello por el profundo sufrimiento que irá padeciendo a lo largo de su atribulada trayectoria en la película.

La máscara de Ripley es además una novela muy mediocre, que confieso haber leído por mera inercia, por la necesidad de rellenar el hueco entre las otras dos. Su intriga sobre falsificaciones de arte es rigurosamente inverosímil, y las continuas tonterías que comete Tom Ripley son inexcusables: más que nunca, no puede creerse que no sea detenido, sobre todo cuando, al contrario que en el caso de Dickie Greenleaf, esta vez sí deja un cadáver en tales circunstancias que es imposible que no se le considere en el acto el único culpable posible. Sinceramente, no me extraña que a nadie le interesara adaptarla, pese a que es lógico pensar que hubiera expectativas tras el enorme éxito de la película de Delon.

Portada de El amigo americano, la novela de Patricia HighsmithEl juego de Ripley es mucho mejor, aunque también adolezca de una profunda irregularidad, que en este caso deriva, no de lo insostenible de la intriga (que también), sino sobre todo de la dificultad en hacer que las elecciones que toman los personajes sean convincentes. Por fortuna, una vez aceptada la trama, su desarrollo está narrado con soltura y se sigue con interés. La novelista, por otra parte, entendiendo el peligro de «repetir» El juego de Ripley, pues la situación de partida es similar —el diletante Ripley se enreda en determinadas acciones y todo cuanto hace desde entonces está destinado a salvaguardar ese edén rural que tan estúpidamente ha puesto en peligro—, varía el planteamiento de modo muy atractivo, al hacer que aquel comparta protagonismo con otro personaje, Jonathan Trevanny, un inglés afincado en Francia que vive cerca del pequeño pueblecito de Tom. Trevanny es un hombre «normal», y esta circunstancia es importante pues el planteamiento de Highsmith gira en torno a la destrucción de esa normalidad, para lo cual la autora utiliza precisamente a Ripley como alguien que, pretendiendo asimismo llevar una vida sin complicaciones, se la complica continuamente y de un modo especialmente arriesgado.

Trevanny tiene un pequeño negocio de enmarcar cuadros. Está casado con una francesa, como Ripley, y tiene un hijo pequeño. La circunstancia que perturba esa normalidad es que padece una enfermedad incurable, una leucemia mielítica, aunque parece estar en un periodo más o menos estable. Es en ese momento cuando su camino se cruza fatalmente con el de Ripley. En una reunión casual, al ser presentados, Trevanny le dedica un menosprecio que desagrada profundamente al americano. Poco después, un amigo de esa zona oscura del delito que tanto atrae a Ripley, Reeves Minot, le pide que le consiga a un asesino para deshacerse de unos competidores de la Mafia italiana que están interfiriendo en su negocio de juego en Hamburgo. La condición es que, para hacer creer que todo es un ajuste de cuentas entre esos mafiosos, el asesino debe ser alguien a quien no se pueda relacionar con la profesión: un hombre «normal».

Con malevolencia, Ripley le da el nombre de Trevanny y además, conocedor de su enfermedad, propaga el rumor de que sus días están más contados de lo que aquel cree. El objeto es que entonces Reeves le ofrezca convertirse en ese asesino a cambio de una desorbitada cantidad de dinero que le permitirá dejarle un colchón de seguridad a su esposa e hijo. Ahora bien, Ripley no podrá evitar después sentirse responsable del enmarcador y acaba ayudándolo, ante la sorpresa de este, a cometer el segundo y más peligroso de los asesinatos. Desde ese momento, ambos habrán de compartir la amenaza de la implacable búsqueda que la Mafia hará de ellos.

El juego de Ripley, pelicula de Liliana Cavani con John Malkovich como RipleyEl planteamiento, repito, es excelente, pero su puesta en marcha es muy discutible. En mi opinión, la novelista no consigue hacer consistente, en términos dramáticos, la rápida facilidad con que Trevanny asume su conversión en asesino (y la dramaturgia, no me cansaré de decirlo, es el modo en que se hace verosímil, o sea, necesaria, cualquier decisión argumental por descabellada que esta sea). Patricia Highsmith elige anteponer con mucha ligereza los efectos a las causas: su convicción de que la normalidad es un concepto que se destruye con facilidad —algo, con lo que, en principio, estoy de acuerdo— no puede eximirla de sacrificar la convicción con que debía plasmar esa hipótesis. Para colmo, Reeves ofrece a Trevanny, antes de que tome ninguna necesidad, la posibilidad de otro diagnóstico médico, que por supuesto resulta más grave, y el personaje, ante el asombro del lector, no se plantea que pueda ser falso.

El diáfano estilo de la escritora supone otra dificultad. En las tres novelas, Highsmith utiliza el clásico narrador en tercera persona que se introduce en la mente de sus personajes para contarnos lo que piensan y sienten. Y en este caso se necesitaba un mayor énfasis en la subjetividad: se requería fundir al lector con ese pobre infeliz que se dirige hacia la muerte para comprender la facilidad con que se hunde en una vorágine que solo puede acelerar esa muerte (y que además, puede que no le deje ni el consuelo familiar: lógicamente, su esposa, tan pronto intuye y luego confirma lo sucedido, considera una monstruosidad lo que ha hecho por ella). Creo que, en este caso, la presencia de Tom Ripley debiera haber figurado en un segundo plano, y que solo compareciera en escena desde el punto de vista del atribulado enmarcador. La desdramatización con que la autora narra sus andanzas en las dos primeras novelas, que tan magnífico resultado daba en la primera pues permitía al lector interponer una distancia desde la que valorar al personaje, en este caso es un error. Un error comprensible, pues para la autora el centro de la historia sigue siendo ese Ripley que tiene derecho a considerar su gran creación, y el gran perjudicado es Jonathan Trevanny.

Wim Wenders, director de El amigo americanoEn esos años setenta en que el cine alemán consiguió salir de las varias décadas de postergación crítica y cinéfila sufrida desde los días anteriores al nazismo, uno de sus más jóvenes y emblemáticos directores, Wim Wenders, decidió llevar al cine esta novela. Como antes habían hecho los franceses con El talento de Mr. Ripley, le cambió el título al libro —esta cuestión a mí suele irritarme, porque denota una superioridad frente al original que, en el caso de una novelista que siempre ha estado mejor considerada que la media de autores del género, me parece además insólita— por el de El amigo americano.

Ahora bien, en este caso, y aunque pese a todo no me parezca justificable, puede argumentarse una explicación. Aun respetando lo sustancial de la trama urdida por Highsmith, Wenders cambia considerablemente determinados elementos en el dibujo de los personajes, y el principal es el que explicita el título. En la novela original, la relación entre esos dos hombres que acaban uniendo fuerzas no supera el terreno de lo distante aun cuando, es evidente, cada uno atrae al otro por poseer aquello que él no tiene: Trevanny envidia en Ripley la vitalidad y la intrepidez ante el peligro; Ripley en Trevanny el convencimiento de que este posee (aunque sea él quien la destruye) la verdadera armonía hogareña que él nunca podrá tener. Pues bien, Wenders da un paso más y desarrolla una vinculación entre ambos que, de modo flexible, puede llamarse amistad.

Dennis Hopper, el amigo americanoWenders también cambia determinadas circunstancias, la más obvia de las cuales es hacer que Trevanny, ahora bajo el apellido de Zimmermann, sea alemán y viva en Hamburgo: el desplazamiento para matar lo hace en sentido inverso, pues el primer crimen se comete en el metro parisino y no en el hamburgués. En cuanto a Ripley, el cineasta prescinde de su confortable entorno matrimonial. Ripley es ahora un solitario que habita una destartalada mansión en las afueras de Hamburgo (de la que parece más bien un okupa) y carece de cualquier vínculo conocido, otro motivo para sentirse atraído por el enmarcador. Wenders le dio el papel al actor americano Dennis Hopper, a quien por entonces cubría el prestigio que siempre poseen aquellos que van por libre y con una aureola de malditismo. Después del gran éxito obtenido por el mítico film Buscando mi destino (1969), que codirigió y coprotagonizó con Peter Fonda, no había vuelto a encontrar su lugar en la industria de Hollywood, y solo una década después volvería a integrarse en ella, asumiendo diferentes roles de villano, normalmente desaforado, al estilo del que interpretó en la magnífica Terciopelo azul (1986), de David Lynch.

No puedo asegurarlo, pero yo lo imagino así: el aire excéntrico que tiene este Tom Ripley fue sugerencia del mismo Hopper a Wenders. Su creación nada tiene que ver con el diletante del delito en que Highsmith lo había convertido. En el film, es retratado como un lumpen de apariencia bastante excéntrica (perenne sombrero de cowboy, vestimenta estrafalaria, como ese mono marrón que parece llevar como uniforme) que la mitad del tiempo parece estar colgado (conociendo al actor, quién sabe dónde acababa la ficción y comenzaba la realidad). En resumidas cuentas, antes que frente a Tom Ripley, estamos más bien ante una trasposición de la propia imagen nómada y hippy del actor, contracultural según la terminología artística del momento: Dennis Hopper hace más de sí mismo que del mítico personaje de la escritora, lo cual puede ser más o menos soportable según las expectativas del lector. A quien le importe poco la fidelidad extrema a un original mientras se aporten variedades de interés, como es mi caso, la prestación de Hopper resulta ocasionalmente atractiva (en toda la primera parte del film, cuando sale lo justo) y progresivamente cargante después, sobre todo porque el actor contamina de un inoportuno sentido paródico —eso sí, con la evidente complicidad de Wenders— a una historia que no lo necesitaba en absoluto.

Zimmermann y Ripley, Ganz y Hopper

Por otra parte, Wenders añade el personaje de un anciano pintor que falsifica para Ripley cuadros de un autor cotizado llamado Derwatt, falsificación de la que Zimmermann sospecha en la subasta a que acude y donde conoce a Tom: el comentario que a este no le gustará está en relación con la sospecha de ese juego turbio. El cineasta no inventa esa intriga de falsificación; la extrae de La máscara de Ripley, donde componía la trama criminal central, y lo hace por dos razones: la primera, para justificar ese menosprecio hacia el americano que tan fatal le será al alemán; la segunda, la expondré en el final del artículo.

Bruno Ganz es el enmarcador Jonathan ZimmermannY es que, antes que nada, debe señalarse que El amigo americano triunfa rotundamente allí donde tan endeble resulta El juego de Ripley: en la convicción dramática que hace plenamente creíble el hundimiento de Jonathan Zimmermann en una espiral de degradación que lo conducirá hacia la muerte pero que, también (y esto es un elemento más que Wenders añade con brillantez), hará que sus últimos momentos desprendan una sensación de vida con la que no había soñado jamás. Para ello, el cineasta cuenta con un actor magnífico, Bruno Ganz, que consigue dotar al personaje tanto de un indefinible aire de tristeza como de un aspecto físico que también sugiere maladie: cabello y vestimenta desaliñados, hombros cargados, expresión perennemente adusta…

El primer éxito de Wenders es describir con sencilla densidad las circunstancias vitales y familiares de Zimmermann, una cuestión fundamental para dotar de credibilidad psicológica al personaje. Zimmermann, debe dejarse claro, es ante todo un hombre honrado. Lo demuestra su actitud (que le costará cara, como sabemos) durante la subasta hacia el sucio mercantilismo que rodea el mundo del arte. Un mundo que él, un hombre con la adecuada formación, ama desde el sustrato más humilde: no el del creador, sino el del artesano que da el toque final a la presentación de las obras. Esa honradez es imprescindible para comprender el desgarro que supone su decisión. Pero ese hombre honrado vive con el miedo en el alma. Y ahí es donde Ripley sabrá encontrar su punto débil.

El nudo dramático de El amigo americano descansa en una magnífica idea: desde el momento en que los rumores de empeoramiento que llegan a sus oídos carcomen su tranquilidad, será el mismo Jonathan quien acelerará su degradación (física, moral, emocional), al destruir la necesaria placidez que exigía su estado y emprender unos actos que lo llevan a precipitar él mismo su ruina. Ahora bien, en ese proceso encuentra un inesperado estimulante en ese amigo que tan súbitamente Dos hombres y un destino, en El amigo americanoaparece en el tren para ayudarle a matar al mafioso; para matarlo él, de hecho (en la película, más que en el libro por su condición visual, es evidente que para alguien que no es un asesino, matar en lucha personal al sicario, como era el absurdo plan de Minot —o sea, de Highsmith—, habría sido imposible). Previamente, Wenders se ha preocupado por hacer nacer cierta corriente de afinidad entre los dos hombres: el enmarcador se había disculpado de su comentario en la subasta al visitar Ripley su tienda e incluso le había regalado un pequeño artilugio visual; más tarde, el mismo Ripley le corresponde con un obsequio similar. Esos pequeños encuentros hacen en el film que sea más natural la intervención del americano en el conflicto que él ha precipitado.

Wenders no solo aporta coherencia dramática sino que resuelve de modo espléndido las escenas más delicadas de la historia. Un buen ejemplo es el primer asesinato en el metro. Reeves ha advertido a Jonathan de que, una vez efectuado el disparo, no debe mostrar agitación ni huir con rapidez, para no llamar la atención. Y en el libro así lo cumple, mas Wenders hace que su personaje emprenda una frenética carrera por las escaleras mecánicas y los túneles: la reacción no solo es más lógica en alguien que acaba de hacer algo hasta entonces inconcebible sino que supone una catarsis de tensión obligada. El final de esta huida es mostrado a través de las pantallas de seguridad de la estación, pero no debe considerarse que quien lo ve sea nadie físico (las imágenes habrían conducido enseguida hasta él, es evidente, cosa que no sucede), sino que es la traducción metafórica de la propia sensación del protagonista, cuyo acto hace que, en un sentido que podríamos llamar bíblico, se sienta señalado entre todos los hombres, apartado del común de estos por el crimen terrible que acaba de cometer. Wenders concluye la secuencia con un plano cenital de Zimmermann en el momento de detenerse, que lentamente va reencuadrando al personaje en horizontal: otra vez la metáfora de una singularización, de la conversión de un mero hombre normal en Asesino.

[Quien no conozca con detalle el final del libro, y en especial el de la película, debe dejar de leer aquí]

Como ya he indicado, ese proceso de atracción, incluso de amistad (la simpatía que nace entre los dos hombres es evidente, algo que no sucede en el libro, donde solo Ripley manifiesta algo de esa afinidad, que Trevanny corta enseguida), no termina de ser tan redondo como merecía por ese desarrollo al borde de lo burlesco al que se presta Wenders por propia iniciativa o siguiéndole el juego a Hopper. Ahora bien, su conclusión (que ya nada tiene que ver con el argumento de Patricia Highsmith, quien concluye la trama con la escaramuza con los mafiosos, final que siempre me ha parecido muy pobre) es espléndida, al acertar el cineasta en impregnar las imágenes de un profundo sentido del nihilismo pues, a poco que se reflexione, los últimos actos de Ripley y Zimmermann no tienen un sentido racional sino alucinatorio, y es lógico que concluyan con una loca carrera hacia la nada, ahora en coche, del protagonista, significativamente acompañado por su perpleja esposa, hasta morir por pura consumición vital. Atrás queda el amigo americano, ensimismado en un cuelgue final en la playa donde Zimmermann lo ha abandonado, tal vez aceptando que es el lugar adecuado donde concluir esa relación sin futuro, simbólicamente muerto en vida como el otro lo está ya de modo literal.

La despedida de Dennis Hopper en El amigo americano

Pero la película no acaba ahí, sino con la imagen del anciano falsificador de Derwatt. Es un plano en principio sin razón de ser, por cuanto el personaje apenas posee importancia en la historia. Sin embargo, se explica en que aquel es encarnado nada menos que por el gran Nicholas Ray, una de las grandes debilidades mitómanas de Wenders (y de cualquiera), con quien trabó una amistad que terminaría por llevarle, tres años después, a realizar Relámpago sobre agua, un polémico film-documento en el que retrató la muerte del director de Johnny Guitar. La presencia de Ray puede parecer justo eso: una satisfacción cinéfila propia de este realizador alemán cuya obra entera está llena de este tipo de guiños (otro gran realizador de Hollywood, Samuel Fuller, encarna al segundo mafioso ejecutado: Wenders emplearía a Fuller como intérprete en otras tres ocasiones más).

Sin embargo, y tal vez sea por mi devoción hacia este film, yo encuentro otra razón, que enriquece (y soy pesado, lo sé) la dramaturgia interna de la propuesta, aunque sea de un modo que exija participar de la mitomanía cinéfila. En ese anciano pintor que en el ocaso de su vida ha dejado su propia obra para remedar la de otro puede observarse un reflejo de la propia degradación que irá sufriendo Zimmermann en el curso de la historia. Desde este punto de vista, la elección de Ray añade una dimensión más a esa sensación amarga: el veterano cineasta llevaba por entonces casi quince años apartado de los circuitos estándares de dirección, como si fuera víctima de una metafórica «enfermedad» que lo alejaba de la creación. Y el plano final, muy sencillo, lo muestra, encendiendo un cigarrillo en la calle, entre enormes edificios de Hamburgo y el mar, alejándose de la cámara. No necesito ver Relámpago sobre agua: ese alejamiento simboliza la muerte de ese mito del cine que seguramente ya incubaba la enfermedad que lo iba a matar, lo que una vez más permite identificarlo con Zimmermann. Solo que, en este caso, para el director Wenders, el amigo americano no era Tom Ripley. Era Nicholas Ray.

Nicholas Ray en El amigo americano

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: El amigo americano / Der amerikanische freund. Año: 1977

Director: Wim Wenders. Guión: Wim Wenders, sobre la novela de Patricia Highsmith. Fotografía: Robby Müller. Música: Jürgen Knieper. Reparto: Bruno Ganza (Jonathan Zimmermann), Dennis Hopper (Tom Ripley), Lisa Kreuzer (Marianne Zimmermann), Samuel Fuller (Mafioso). Dur.: 128 min.

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 Responses to ¿Quién era el amigo americano?

  1. Avatar de wp4oka wp4oka dice:

    Interesante entrada sobre el amigo americano. Me lo voy a disfrutar.

  2. Avatar de Teo Calderón Teo Calderón dice:

    Aporto un pequeño comentario que escribí hace casi dos décadas sobre EL AMIGO AMERICANO de Wenders, consciente, no obstante, de que poco o nada puede aportar al contenido de tu espléndido análisis y recorrido por el personaje de Tom Ripley (literario y cinematográfico). Ahí va.

    En esta película el encuentro de un europeo (el personaje de Bruno Ganz) y un americano (el Tom Ripley de Dennis Hopper), el gradual acercamiento de ambos, no exento de un proceso de fascinación, vino a ser también la primera –y exitosa– aproximación de Wenders a la cultura americana, a la iconografía de su cine, el que colonizó nuestro inconsciente desde chavales. La novela-secuela de la Highsmith sirvió de excusa y base para que el realizador desarrollara lo que él mismo definió como homenaje y a la vez ajuste de cuentas con el cine clásico americano, concretado en uno de sus más característicos géneros: el cine negro.

    Fascinación y reflexión perfectamente conjugadas en un ejercicio que los años han confirmado como uno de los más interesantes y redondos de un realizador no siempre inspirado.

    • Un comentario conciso y preciso. Y sí, por desgracia Wenders ha sido un realizador demasiado irregular a lo largo de su medio siglo de carrera. Aun así, sigue teniendo la virtud de sorprenderme al contemplar alguna de las películas suyas que todavía no conocía: su díptico portugués, por ejemplo, que vi hace pocas semanas, «Lisboa Story» y sobre todo «El estado de las cosas». Un abrazo y gracias por tus palabras y tu comentario.

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