Los westerns de Robert Aldrich

Burt Lancaster, el genial canalla de VeracruzEl nombre de Robert Aldrich es uno de los primeros que aprendí a asociar a la figura de un director del que quería conocer más obras. Sin duda, se debió al impacto que provocaron en mí los dos westerns que rodó al principio de su carrera, Apache y Veracruz, ambos de 1954. Sin embargo, el tiempo ha ido maltratando notablemente su obra en mi aprecio, hasta tal punto de que siempre temo revisar cualquier película suya de la que guardo buen recuerdo: lo normal es que esa impresión se deteriore. He intentado leer cuanto ha caído en mis manos sobre este director para contrastar argumentos. Unos alaban la capacidad para expresar una visión del mundo (pesimista, endurecida) con independencia del argumento a través del cual la registra. Otros, el vigor de su narrativa. En el lado contrario, su tentación al artificio y al énfasis: sus ganas de dejar bien claro siempre que hay alguien al otro lado de la cámara. También fue inteligente. Pese al buen comienzo que tuvo, su carrera estuvo a punto de irse al traste en la segunda mitad de los cincuenta y cuando recuperó la posición, se juró no perderla. Fue tal vez el primer director-productor que tuvo claro que el espectador buscaba en las películas un «paquete» formado por unas estrellas atractivas, un argumento de impacto y la sensación de estar ante una film grande, y en sus películas más taquilleras de los años sesenta, de ¿Qué fue de Baby Jane? (1962) a Doce del patíbulo (1967), lo aplicó con éxito. Aldrich abordó muchos géneros, como la práctica totalidad de directores de Hollywood con largas carreras, pero creo que sus mayores logros los consiguió en el western. A los cuatro ejemplos más relevantes de su participación en el mismo, los antedichos más El último atardecer (1961) y La venganza de Ulzana (1972) voy a dedicar el siguiente artículo.

Aldrich perteneció a la famosa «generación de la violencia» en la que figuran nombres tan perdurables como los de Samuel Fuller, Richard Fleischer, Anthony Mann, Don Siegel o Richard Brooks. Todos ellos comenzaron sus carreras tras la Segunda Guerra Mundial y consiguieron el puesto de realizador muy pronto, sin pasar por ese cursus honorum habitual en los pioneros de Hollywood que se criaron en el famoso sistema de los estudios. El nombre lo recibieron del tratamiento que ese elemento recibió en sus películas, por lo común adscritas al thriller o al western, inédito en los directores más veteranos, y por la forma de transmitir el modo en que la guerra había cambiado para siempre la mentalidad del americano medio, primero por sufrirla directamente (o indirectamente, aquellos que crecieron con sus padres muy lejos) y después por tropezarse con la difícil reinserción a la «normalidad». Y no cabe duda de que la aspereza que, en general, poseen las películas de estos directores aportó una perspectiva nueva al cine de Hollywood.

Cartel espanol de ApacheEl primer western de Aldrich fue también su primera gran oportunidad. Se la dieron el actor Burt Lancaster y su socio, Harold Hecht, que confiaron en su reputación primero como ayudante de dirección y después como realizador por sus primeras y modestas películas. Apache (1954) recibió en su día una atención sin duda mayor de la que merecía por su adscripción a esa corriente liberal surgida dentro del género a principios de la década —con películas como Flecha rota o La puerta del diablo, ambas de 1950— que ofreció una imagen del indio muy diferente a la habitual. El tiempo ha hecho que lo menos convincente de estas películas, todas ellas muy estimables, sea esa visión edulcorada del nativo americano, pues lo que hacen en realidad es aplicar otro cliché, el del «buen salvaje», que presupone una comunión de espíritu, valores e intereses entre todas las culturas humanas. Me extenderé más sobre este error bienintencionado cuando llegue al último de los films que voy a tratar. Por lo demás, Apache es un título muy estimable, para mí verdaderamente entrañable por ser uno de los primeros westerns de los que guardo clara memoria, cuando por supuesto no cuestionaba el realismo de ninguno de sus elementos.

Burt Lancaster —con la piel oscurecida pero manteniendo sin disimulo el intenso color azul de sus pupilas— encarna a Massai, un joven guerrero presente en la rendición de Jerónimo (de hecho, ha sido el último en dejar las armas), que se escapa del tren que conduce a los hombres a un ignominioso exilio muy lejos de sus tierras natales y emprende un camino de regreso que lo lleva a atravesar la desconcertante civilización blanca. Rebelde contra aquellos que lo creyeron vencido (ganándose la admiración de Sieber, el principal explorador del ejército, papel encarnado por el gran John McIntire, que encarna por tanto al más humano, al tiempo que capaz, de todos sus adversarios), Massai secuestra a la joven india Nalinle (inicialmente para castigarla: cree que es quien la ha traicionado y puesto en manos de los soldados) y comienza una cruzada en la que acabará contentándose con ser el dueño de su propia existencia sin intervención del hombre blanco. El final (del que ni el director ni su estrella quedaron contentos) es inevitable, inverosímilmente conciliador, y funde/confunde el paternalismo del planteamiento ideológico con las concesiones a la comercialidad tal como se entendía en Hollywood: Burt Lancaster no podía morir interpretando a un héroe positivo.

Estupendos Jean Peters y Burt Lancaster en Apache

Pese a estos defectos, Apache funciona perfectamente tanto en el plano narrativo como en el emocional, interesando sin desmayo a lo largo de su bien medido ritmo. Aldrich procura compaginar la tensión propia de una historia marcada por la violencia que Massai recibe y a la que Massai replica en los mismo términos con la historia de amor, tan propia de Hollywood, entre la pareja protagonista, e incluso ofrece felices momentos puramente descriptivos del proceso de aprendizaje que el guerrero, inevitablemente, realiza en su obligado paseo por el mundo de los blancos. En este sentido, destacan la excelente secuencia en que Massai recorre la calle principal de la bulliciosa ciudad a donde ha llegado en su largo viaje de regreso a casa, desconcertado precisamente por la sobrecarga de estímulos (el director lo transmite muy bien mediante el uso de un magnífico travelling que hace desfilar al indio delante de pedigüeños, restaurantes de lujo, una lavandería china, la tienda de un charlatán, etcétera) o su encuentro con el granjero cherokee (el eminente secundario Morris Ankrum, que consigue darle una notable dignidad a su episódico personaje) que le dará las semillas de maíz con las que Massai acabará iniciando una nueva vida. En cuanto a la historia de amor, por mucho que esta abunde en tópicos, el feeling que brota del contraste entre el gesto sobrio e inescrutable de Lancaster con la sensualidad, callada pero desbordante, de la inolvidable Jean Peters (una de las actrices de mi vida), justifica el cariño que siempre le he tenido y tendré a este film. Cada vez que lo veo me sigue emocionando el bello momento en que el guerrero descubre que esa muchacha a la que había creído dejar atrás al despojarla de sus mocasines se ha abierto paso arrastrándose a duras penas por rocas y pedregales y lacerando terriblemente pies y manos: a partir de entonces, ya no se resistirá a reconocer el profundo amor que siente por ella.

batalla-de-gigantes-en-veracruzEl éxito crítico y comercial del film justificó que Lancaster y Hecht confiaran de nuevo en Aldrich para su siguiente película, un western en este caso mucho más ambicioso, como indica el coprotagonismo de una estrella tan destacada como Gary Cooper. Se trata de Veracruz (1954), un film que siempre he tenido entre mis favoritos (es por ello que hace tiempo le dediqué un artículo extenso en este blog) y cuya influencia en el recorrido del género me parece fundamental. En primer lugar, introduce una de sus tramas emblemáticas: el dispar grupo de aventureros norteamericanos que se mueve en el siempre convulso México, preferentemente el de la Revolución. En segundo lugar, otorga un inédito relieve dramático al cinismo y a la amoralidad en su sentido más embriagador y disolvente, más lúdicamente atractivo, que la evolución de los tiempos haría habitual pero que aquí resulta admirablemente novedoso, y que brota principalmente del irresistible canalla encarnado por un genial Lancaster, en un registro exuberante por completo opuesto al de Apache pero igual de convincente. Por último, Veracruz anticipa en múltiples detalles (visuales, argumentales, dramáticos) la apasionante y todavía no suficientemente apreciada evolución que sufriría el género en los años sesenta y setenta, a uno y otro lado del Atlántico: en los Estados Unidos, el dirty western; en Europa, el western mediterráneo o spaghetti western (el carácter peyorativo de ambos términos indica bien el rechazo que sufrieron sus propuestas, pero hoy se sostienen con justificado orgullo). Particularmente, creo que Sergio Leone y, en particular, su maravillosa El bueno, el feo y el malo (1966), no existirían sin Veracruz.

La apasionante trama versa sobre un grupo de encallecidos aventureros yanquis, liderados por el carismático Joe Erin (Lancaster), que ofrecen sus armas al mejor postor en el México donde el emperador Maximiliano y sus tropas francesas tratan de imponerse a la población indígena. A ellos se une un ex combatiente sudista, en quien se adivina al clásico caballero del Sur, Ben Trane, que enseguida compite en liderazgo con Erin, a quien enseguida le une el propósito de apoderarse del cargamento de oro francés que han de escoltar. Otro esquema habitual en el cine estadounidense surge aquí, el film de acción conducido por dos personajes masculinos, dispares entre sí pero de similar relieve, que descansa sobre el impresionante juego interpretativo que permiten los estilos contrapuestos de los dos actores. Frente a la irresistible extroversión de Lancaster (en cuya boca se ponen diálogos chulescos de antología) se sitúa la sempiterna y contagiosa sobriedad de Cooper, aquí bañada además de cierta melancolía por cuanto estamos ante un derrotado con clase que ha tenido que renunciar a su mundo, algo que, eso sí, asume sin sentimentalismo, situándose enseguida a la altura de los indeseables a los que se ha unido.

Dos grandes frente a frente en Veracruz, Gary Cooper y Burt Lancaster

Lógicamente, el rol tensa la habitual expectativa de nobleza que el espectador espera siempre de Coop, pero sabemos que tarde o temprano aquella se acabará imponiendo. Y esto dará lugar al inolvidable duelo final entre los dos protagonistas, pues por mucho que ambos hombres se respeten e incluso admiren entre sí, que en determinados momentos hayan tanteado con la posibilidad de ser amigos, en el fondo encarnan mundos y conciencias tan antagónicas que, ante el mismo objetivo —ese oro que Erin quiere para sí y Trane está dispuesto a devolver a sus legítimos dueños, el pueblo mexicano expoliado por los invasores—, no cabe sino la muerte de uno de los dos.

Ahora bien, todo lo que antecede no es el producto de un solo hombre sino de la magia de la creatividad colectiva a que se presta el cine. El mérito de Aldrich (el mérito de la persona que ostenta el puesto de director de una película) es haber sabido conjuntarlo bajo un único aliento que lo envuelve todo y cuyo resultado final es esa obra cumbre del cine llamada Veracruz. Con la pasión del joven director que sabe que está ante la oportunidad de su vida, Aldrich otorga a las imágenes una fuerza incontenible en la que caben la tensión, la distensión e incluso el romanticismo, haciendo que cada momento parezca consecuencia del anterior y que, por tanto, nada sobre ni falte en la película, amén de exhibir una increíble seguridad en los momentos culminantes, lindante con el puro virtuosismo (el genial travelling circular, desde el punto de vista de Joe Erin, que revela la aparición progresiva de los juaristas, armados hasta los dientes, sobre los tejados de la plaza del pueblo). Y la resolución del duelo (un duelo clásico del género, con los dos hombres frente a frente en tensa espera hasta el instante final) supone una de las cumbres del trabajo de realización de Aldrich, que siempre me devuelve al niño fascinado que lo contempló una víspera de reyes magos de finales de los años setenta ante el televisor. Un duelo en el que no solo importa el virtuosismo de su relación, o el resultado, sino el gesto final de cada uno de los dos rivales: Erin, derrotado, no puede sino salir de escena con un último alarde de su insolencia connatural (el malabarismo con que devuelve el revólver a la funda antes de caer), además de delatar su perplejidad por el resultado; Trane no pudiendo evitar el gesto de dolor ante la muerte del hombre al que, a pesar de todo, no podía evitar apreciar.

Cartel americano de El ultimo atardecerLas circunstancias en que Aldrich abordó el rodaje de su siguiente western, El último atardecer (1961), fueron muy diferentes. Si Veracruz había parecido consolidar, con gran rapidez, su posición en la industria, cuando Kirk Douglas —como se sabe, buen amigo de Burt Lancaster, que tal vez por ello decidió encomendarle este western que producía— lo contrata, lleva varios años dando tumbos por Europa, filmando películas que ni sus seguidores más entusiastas defienden (una de ellas, Ten Seconds to Hell, insólitamente, para la Hammer, el estudio que estaba revitalizando por entonces el terror gótico). Aunque todavía volvería a Europa una vez más, filmando Sodoma y Gomorra (1962), cuyo fracaso pudo enterrarlo para siempre, El último atardecer marca su regreso a Hollywood, que ya no abandonaría, hasta tal punto que la década de los sesenta sería la de sus mayores éxitos personales. De hecho, el rodaje fue difícil, pues a Aldrich nunca le convenció el guion de Dalton Trumbo, que acababa de recuperar el derecho a ver reconocido su trabajo en los créditos tras los años de la caza de brujas, y además enseguida se enfrentó a su jefe.

La trama une a un pistolero, O’Malley (Douglas), y al sheriff que lo persigue, Stribling (Rock Hudson, totalmente inadecuado, sobre todo cuando pretende competir en dureza con su compañero de reparto), más por deseo de venganza que por justicia, que llegan al rancho mexicano donde vive Belle (Dorothy Malone, estupenda), la mujer a la que el primero amó en su juventud y que está casada con un ex combatiente del Sur, alcoholizado y atormentado por su cobardía en la guerra (Joseph Cotten, tan bien como siempre pero desperdiciado). El quinto personaje relevante es la hija de los anteriores, Melissa (Carol Lynley, anodina), una adolescente de dieciséis años que ya se está convirtiendo en mujer y que acabará jugando un papel fundamental. El motor del argumento es el traslado del ganado del matrimonio al otro lado de la frontera con Texas: puesto que O’Malley ha llegado allí con la intención de recuperar a Belle, se aviene a acompañarlos y convence a Stribling para que posponga el enfrentamiento, ya que después de todo marcha de regreso al lugar donde la orden de detención tiene curso legal, y se una también a la expedición.

Rock Hudson y Kirk Douglas en El ultimo atardecerLo cierto es que el planteamiento da para una película apasionante: al estilo de lo que había hecho Richard Fleischer en Los vikingos (1958), curiosamente para el mismo Douglas, dentro del cine de aventuras, lo que propone El último atardecer es una tragedia griega en el marco de un género inesperado, en este caso el del Oeste. Ahora bien, esto se tropieza con dos graves lastres. El primero, el muy deficiente desarrollo argumental que le da Trumbo. El segundo es más grave. En un film de esta naturaleza, lo fundamental, más que el curso de las peripecias, es la atmósfera, puesto que se debe privilegiar ante todo la sensación de la inevitable fatalidad, de que los personajes están envueltos en un denso tejido de presagios que no podrán evitar que los conduzca a la destrucción. Y sin embargo, esto no se encuentra en las imágenes. No hay espesor en las relaciones entre los personajes, no hay sensación de fatalismo, no hay sentido de la violencia latente. Por lo demás, el entrañable arquetipo del subgénero sobre transportes de ganado resulta irrelevante y los episodios de rigor aburren porque es evidente que están ahí para que la historia no acabe antes de tiempo. El personaje de Joseph Cotten desaparece de escena muy pronto, y da la sensación de que la única razón es para que los dos protagonistas masculinos se queden solos con la mujer a la que ambos aman (encima, los dos personajes femeninos enseguida se comportan como si aquel nunca hubiera existido). El descuido dramático provoca que, cuando por fin llega el momento del duelo final, importe poco su resultado. Pero peor es, tristemente, la artificiosa realización con que Aldrich lo resuelve, indigna de quien había filmado la escena equivalente de Veracruz, que termina por despojar a la película de su relevancia fatalista. El último atardecer, en resumen, es un trabajo mediocre y el mejor ejemplo que se me ocurre de lo que denunciaba en el arranque de este artículo: que buena parte de los trabajos de su autor no aguanten la revisión.

Ahora bien, todo lo compensa el cuarto western de Aldrich. Once años han transcurrido desde el anterior. Once años en los que el director ha obtenido sus mayores éxitos, los cuales, en el momento de iniciar al rodaje, están quedando atrás y se acumulan los contratiempos comerciales, pese a que, irónicamente, las películas que fracasan entre críticos y espectadores sean más válidas que las anteriores y anuncien una recuperación. En concreto, se trata de un film bélico que repite la estructura de «misión imposible» en ambiente bélico, que a mí me parece más equilibrada que el modelo y con un final harto mejor, Comando en el mar de China, de 1970) y un thriller con ambientación años veinte que, pese a ser irregular, posee una pegajosa sordidez y justifica la buena valoración que hoy posee, La banda de los Grissom (1971).

Cartel americano de La venganza de UlzanaActo seguido es cuando llega La venganza de Ulzana (1972), el título que junto con Veracruz me parece la cumbre de su filmografía. Este apasionante western puede contemplarse desde muchos ángulos, uno de los cuales, claro, consiste en abordar sus relaciones con Apache, con el que comparte el mismo argumento: un indio que abomina de la mansedumbre en que están cayendo los suyos bajo el control del gobierno estadounidense se escapa de su reserva y es perseguido por el ejército. Ahora bien, no hay espacio aquí para dibujos utópicos ni para evocaciones del «buen salvaje»: Ulzana lidera a un pequeño grupo de jóvenes que lo contemplan como una leyenda propia de un pasado que seguramente solo conocen por las historias de los ancianos e inicia una orgía de sangre, violencia y destrucción que, lógicamente, sustrae toda simpatía por quien, de otro modo (como en Apache), podría haber parecido una figura romántica. De hecho, la historia está contada desde el punto de vista de los soldados, con dos personajes centrales: el veterano guía que encarna Burt Lancaster (y que se llama McIntosh, en evidente recuerdo del John McIntire que interpretaba el rol similar en el título de 1954) y un joven teniente, DeBuin, recién salido de la academia militar, hijo de un ministro de la Iglesia, que debe confrontar su visión idealista, cristiana, del hombre, con la realidad: con la salvaje realidad del indio, pero también del blanco.

El título español no puede ser más tendencioso. El original habla del raid de Ulzana, quien no busca venganza sino realimentación de la dignidad del indio, concepto que, por supuesto, en nada se corresponde con el del hombre blanco. Y es que el guion, firmado en solitario por Alan Sharp, lo que hace es ajustarse a la versión de la propia Historia, tal como está plasmada en las magníficas obras literarias que desnudan el maniqueísmo de películas tan inverosímiles, y tan malas, como Soldado azul o Pequeño Gran Hombre, ambas de 1970. Pienso, por ejemplo, en el gran escritor Alan Le May, divulgado en España gracias a la actual colección Frontera de la editorial Valdemar, autor de esas dos obras maestras que son Centauros del desierto y Los que no perdonan, conocidas por sus respectivas adaptaciones a cargo de John Ford y John Huston, las cuales, inevitablemente, edulcoran su contenido (si bien al menos Ford otorga a la suya otras virtudes que a su vez la convierten en una obra excepcional).

Un maduro Burt Lancaster en la venganza de UlzanaEn ellas y en La venganza de Ulzana se pone sobre el papel la desnuda realidad: el indio y el hombre blanco, por mucho que compartan un mismo espacio físico —el que los segundos, por su mayor número y superioridad tecnológica, han arrebatado a los primeros, reduciéndolos a la condición de animales domesticados en esos zoológicos llamados reservas—, nada tienen que el uno con el otro. Incluso podría decirse que habitan universos distintos, los cuales han entrado en colisión por la rapiña de los blancos. Por ende, es absurdo hablar de «nobleza», puesto que es un concepto de la cultura blanca. Ulzana, ciertamente, es tan indomable como Massai y su huida tiene por objeto, como he dicho, recuperar la dignidad. Pero «dignidad», para el indio, significa «fuerza», y la fuerza se obtiene matando a los enemigos (y todo el que no es indio es enemigo) para apoderarse de su energía (de su «poder», como le explica al joven teniente el rastreador indio Ke-ni-tay). Una energía tanto más valiosa cuanto más sufre el blanco cuya muerte permite traspasarla a su matador. No es crueldad, que es otro concepto extraño al indio (en los términos del blanco, quiero decir), sino una consecuencia de la extrema dureza de una vida condicionada por la mera subsistencia.

El guion utiliza un recurso muy clásico del cine de Hollywood: situar a un personaje, el teniente, que ha de afrontar por vez primera el horror de la vida en la frontera y que es quien hace las veces de portavoz del mismo espectador. DeBuin (un joven y excelente Bruce Davison), cuyos valores cristianos deben recordarse en todo momento, siente alternativamente excitación ante lo desconocido, repulsión al ver las primeras matanzas, odio al descubrir que todas los hombres creados por Dios no parecen estar hechos a su imagen y semejanza e incluso admiración ante la inteligencia del hombre al que persigue. Estamos, evidentemente, ante una reflexión moral de considerable complejidad, porque obliga a decidir qué es la humanidad y si existe un solo modelo que pueda aplicarse a cualquier cultura. El teniente descubrirá pronto la completa imposibilidad de la convivencia de indios y blancos en un mismo plano. Sólo hay dos vías. La primera es la de la integración en el mundo blanco, aceptando sus valores y jerarquías: es la del otro guía, también un apache, Ke-Ni-Tay (magnífico Jorge Luke), quien deja bien claro, ante las dudas que manifiesta en determinado momento el joven teniente sobre su lealtad (no en vano Ulzana es su propio cuñado), que él «firmó el papel» que lo convierte en soldado. La dignidad, para él, estriba en su lealtad al compromiso hecho. La segunda es la de Ulzana: el regreso a la senda del guerrero, pero tal opción implica la persecución, el combate y la muerte, ya sea de los soldados blancos o, lo más probable teniendo en cuenta la imposibilidad material de luchar en igualdad de condiciones, la suya.

Lancaster y Bruce Davison en La venganza de Ulzana

Nunca antes Aldrich había conseguido eso que con tanta facilidad consiguieron los maestros clásicos del género, como Budd Boetticher, Anthony Mann o Delmer Daves (John Ford marcha siempre en categoría aparte): convertir el áspero paisaje del Far West en proyección moral de sus pobladores. Toda la parte final, en concreto, es genial, en especial las evoluciones sobre el roquedo de Ke-ni-tay y del indio al que persigue y debe matar para que no delate la trampa urdida por McIntosh. Del mismo modo, pocas veces un western ha dejado tan clara la sensación de que, en ese duro mundo que se concentra bajo el fascinante y polisémico término de «frontera», la muerte puede llegar en cualquier momento, y de modo terrible. En este sentido, la secuencia quizá más impactante es la del soldado que custodia el carro donde lleva a una madre y su hijo y que, ante el ataque de los indios, primero mata de un certero balazo a la mujer, y después, al ser cortada su huida al abatirse su caballo, se mata a sí mismo introduciéndose la pistola en la boca. Veterano de la frontera, sabe bien que, capturados vivos los dos adultos, solo les espera una muerte lenta y terrible.

El guia McIntosh, el teniente DeBuin y el rastreador Ke-ni-tay, los perseguidores de UlzanaLa venganza de Ulzana es un film ejemplar en su doble dimensión narrativa y reflexiva. Lógicamente, y por mucho que deje bien claro tanto el papel que en la fuga de Ulzana ha tenido la humillación cotidiana de la vida en la reserva como la facilidad con que los soldados también se dejan llevar por la brutalidad (el momento en que se lanzan sobre el cadáver del hijo de Ulzana para pagar en él las acciones del padre), el precio que pagó Aldrich fue ser calificado de racista y reaccionario, pero su Ulzana, a su modo, es un personaje digno, que está a punto de derrotar a los blancos por su inteligencia. En su retrato, el director solo deja escapar un par de planos innecesarios y banales: aquellos en que muestra a Ulzana sonriendo de su inteligencia al comprobar cómo su estrategia funciona y engaña a los soldados. Esa sonrisa de vanidosa satisfacción es propia de la cultura blanca: es el único momento en que Aldrich no sabe situarse en la piel del apache.

A la vista de los elogios que he vertido sobre dos de las películas que he comentado aquí, ¿cómo es posible que mi valoración general de la obra de Aldrich sea más bien negativa? Considero que se encuentran, claro que sí, más buenas películas en su filmografía. Y existen unas cuantas que no he visto. Pero, ay, en el primer caso tengo reparos en revisarlas, por si acaso, y en el segundo, las expectativas me hacen remiso a verlas. Aun así, ¿qué importa? Alguien capaz de filmar dos obras tan extraordinarias como Veracruz y La venganza de Ulzana bien puede permitirse que no se lo recuerde por nada más.

Simplemente Veracruz

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 Responses to Los westerns de Robert Aldrich

  1. Avatar de Teo Calderón Teo Calderón dice:

    Estoy de acuerdo en que LA VENGANZA DE ULZANA es es el mejor trabajo de su director, un western abrupto cuya postura puede resultar para algunos, aún hoy, tan incomodante como el conte­nido de muchas de sus imágenes, de extrema dureza en cuanto a la descrip­ción de las depredadoras y salvajes acciones del grupo de apaches chiricahuas liderados por un irreductible líder. Por encima de algunos peros que en su día pudieron poner al enfoque de la película aquellos que no supieron profundizar en su contenido y la consideraron racista, es incontestable la hermosa lección de buen cine, físico, telúrico y en cierto modo también romántico y crepuscular, dada por este tardío western alineado con la vía revisionista del género. Su contundente justeza narrativa nos ayuda a comprender los personajes por lo que dicen a través de unos excelentes y escuetos diálogos, de lo que hacen, de cómo miran y observan (“quiero saber porque necesito comprender”, dice el joven teniente cuya postura inicial va evolucionando a lo largo de ese abrasador y terrible itinerario).
    Entre los grandes méritos a destacar está la muy matizada creación que efectúa Burt Lancaster de ese veterano guía McIntosh, un hombre de vuelta de todo, curtido y sabio, profundo conocedor de los hombres y del condicionador paisaje en el que se mueven. Su trabajo resulta prodigioso y me atrevería a colocarlo a la altura de aquel príncipe Salina de EL GATOPARDO.
    Termino añadiendo una nota: según parece, existen varias versiones de esta película con diferente metraje y lamentablemente la que conocemos no es la más completa. Esperemos que algún día alguien se tome la molestia de restaurar esta obra que ha ganado con los años y ofrecérnosla tal y como el “gordo” Aldrich la concibió.

    • En efecto, Burt Lancaster está genial (aunque en su caso, la noticia era que no estuviera, en cualquier película, genial) y si no he podido extenderme sobre su interpretación es por la falta de espacio. Lancaster fue un actor de muchos registros (sin necesidad de haber acudido jamás a una escuela de interpretación o de practicar el Método), y precisamente sus papeles para Aldrich lo acreditan, sobre todo comparando sus roles para «Veracruz» y «Ulzana». Hago votos también porque lleguemos a ver este último film en su integridad. Hay que recordar que Aldrich sufrió el mismo caso en alguna que otra ocasión, por ejemplo pocos años después con «Alerta misiles».

      Un abrazo y gracias por tu comentario.

  2. Avatar de carlos carlos dice:

    ¡Ostras, LA venganza de Ulzana… ¡Qué buenísima es ¡con quince años o por ahí, quedé flipado por un montón de cosas: la violencia del indio que tiene un porqué; la respuesta de la civilización blanca; la violencia brutal y salvaje en que caemos en cuanto quedamos desamparados del influjo de la civilización o nos dejamos llevar por la venganza; la filosofía y sabiduría práctica del personaje de Lancaster; lo que tiene de aventura y de riesgo para los expedicionarios; el paisaje; el emotivo final… Claro está que las posteriores revisiones me sirvieron para ir comprendiendo porqué me había impactado tanto de chaval.

    Desde luego, es chocante que Aldrich fuera ayudante de dirección de Chaplin dada la temática violenta de sus pelis.

    Carlos San Miguel

    • Yo la he visto más o menos cada diez años desde la primera emisión televisiva en que la conocí, y siempre me ha dicho cosas nuevas, como es natural, a medida que uno crece y cambia y tiene más información o una sensibilidad diferente. Esta última ocasión (en pantalla grande por fin) ha sido la que más me ha gustado, si eso era posible. Ah, y la trayectoria de casi todos los directores, sobre todo los que desarrollaron su carrera en el Hollywood de los estudios, suele encerrar sorpresas chocantes.

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