A los cinéfilos y a los lectores siempre nos gusta encontrar en las imágenes o en las páginas de nuestros autores el rastro de sus propias vidas, unas vidas que, como es inevitable, en la mayor parte de estos fueron tan banales como las nuestras. En el caso de Paul Schrader el primer dato que aparece en sus pormenores biográficos no puede ser más sugestivo: no vio una sola película hasta cumplidos los dieciocho años. La razón estriba en que se crio en el seno de una estricta comunidad calvinista que practicaba ese credo cristiano, especialmente absurdo y rigorista, según el cual la omnipotencia divina es tan absoluta que conoce quién va a salvarse en el mismo momento en que cada ser humano viene al mundo. El signo de estar entre los elegidos es formar parte de esas comunidades de creyentes y seguir fielmente unas reglas cuyo signo exterior es llevar una vida de severo ascetismo moral y personal, que excluye cualquier tentación diabólica, entre las cuales, por supuesto, figuran esos simulacros de vida que son las ficciones, especialmente las más realistas, las películas. Con dieciocho años, el joven Schrader escapó y, tras descubrir el cine, decidió dedicar su vida al mismo. Y lo consiguió, bien que lo consiguió. En primer lugar, proponiéndose como un magnífico guionista, especialmente conocido por su asociación con Martin Scorsese. Pero después como un director muy activo a la vez que personal, cuyo sello autoral consiste en la exposición de la odisea interior de unos personajes condicionados por un pasado atroz que los ha convertido en seres que se complacen en la soledad al tiempo que buscan una purificación que solo podrán ganarse después de una explosión de violencia fatal. El camino a la redención a través del dolor, un concepto nada lejano del credo calvinista, que ensayó primero en su famoso guion de Taxi Driver y que luego él mismo plasmaría en toda una serie de películas de cruda densidad moral.
Nacido en 1946, su ingreso profesional en el cine se produjo después de una trayectoria previa en el campo de la crítica. Si en Europa, desde la nouvelle vague, esto ha sido corriente, en los Estados Unidos son pocos los ejemplos notorios en este mismo sentido. De hecho, su libro más famoso sigue siendo fácil de encontrar: El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer (1972). Bien puede decirse que sus películas más personales son una traducción de los principios expuestos en ese libro acerca de dichos cineastas, con el inevitable componente meta-textual propio de quienes han llegado a la dirección tras el final de la etapa clásica del cine, que se ven obligados a dialogar, reflexionar o sencillamente plagiar aquellas obras que tanto les fascinaron como simples cinéfilos. En sus mejores películas, Schrader ha intentado construir su estilo a partir de un tratamiento de la imagen que da prioridad al rito, a la ceremonia (visual, moral) que da sentido a la vida de sus torturados personajes, a la medida de sus más admirados directores, de entre los cuales siempre se ha destacado al francés Robert Bresson, una de cuyas películas más inolvidables, Pickpocket (1959), es bien visible en ese planteamiento predilecto del americano.
El salto de un medio a otro, sin embargo, no fue tan natural e inmediato como en los conocidos casos de Truffaut, Godard o nuestro Fernando Trueba. Sus primeros contratiempos, entre ellos el fracaso de su primer matrimonio, lo condujeron a un estado de degradación personal marcado por la caída en la depresión y el alcoholismo, dedicando las noches de insomnio durante varias semanas a recorrer la ciudad en la noche en busca de un consuelo a su congoja existencial. Esta situación sería la que recogería en su famoso guion de Taxi Driver y en buena parte de las películas que pueden ser calificadas como una variación sobre esta. En el presente artículo, de entre la nutrida filmografía de Schrader, me concentro precisamente en aquellas. Por tanto, dejo de lado, de manera consciente, títulos como El beso de la pantera (1982), una discutible pero a la vez muy interesante reformulación de la mítica La mujer pantera (1942), de Jacques Tourneur, o El placer de los extraños (1992), extraordinaria adaptación de la novela de Ian McEwan que hace uso como pocas veces de esa decadente malignidad que el cine y la literatura han sabido asociar a Venecia.
Schrader toma usualmente como personaje central a un individuo destruido por un pasado atroz, que ha convertido su infeliz existencia en un conjunto de ritos mecánicos con los que intenta conjurar el miedo al caos, entre ellos la escritura compulsiva de una especie de diario que le sirve de desahogo personal, lo que hace siempre de noche, siempre a mano y por lo común acompañado de un buen trago. No suele faltar un plano cenital que lo muestra en la cama mientras trata de conciliar el sueño y su inquietud manifiesta su turbulencia interior (este plano se encuentra ya en Taxi Driver: me gustaría saber si figuraba en el guion de Schrader o es aportación personal de Scorsese y el primero lo adoptó con fervor). La violencia forma parte consustancial de su vida, y aunque en el presente parezca mantenerse ajena a ella tarde o temprano tendrá que volver a practicarla, a modo de cruel proceso de purificación (en realidad de expiación) a que lo someten el destino o un demiurgo que rara vez conoce la compasión. En muchos casos, el protagonista acabará en la cárcel, mas la escena final, consistente en la conversación con la mujer que le visita (la esperanza del amor, ilusoria o real según el caso) parece apuntar a un futuro menos duro de lo que parece. Ese final, por cierto, está extraído de la mencionada Pickpocket.
¿Es Taxi Driver la mejor versión del planteamiento central de Scorsese? La he visto más veces que ninguna otra película de Schrader y a día de hoy todavía soy incapaz de asegurar si me parece fascinante o irritante, lo cual, indudablemente, creo que es uno de sus atractivos: no permite ninguna valoración estable sino que obliga a reevaluarla constantemente. En su debe está, para mí, la interpretación de uno de los actores que creo más artificiosos y sobrevalorados del cine moderno, Robert De Niro. En cambio, siempre destacará el convincente retrato de la forja de una paranoia urbana, algo en lo que supera a todos los títulos de Schrader que se deslizan por la misma senda, sobre todo por la manera en que el director, en su parte inicial, sabe describir a Travis como un hombre que no puede dejar de ver, aunque lo que vea sea, bajo su mirada desquiciada, pura mierda que después intentará limpiar. El guion me parece que incurre en demasiado aspectos inverosímiles, sobre todo a medida que avanza la acción, lo cual, evidentemente, debe achacarse a nuestro autor, que por tanto mejoraría en el modo en que progresivamente iría desnudando de efectismos el planteamiento, sobre todo en la que es su mejor plasmación, Posibilidad de escape.
Después de debutar con un título con conciencia social, Blue Collar (1978), Schrader consiguió llamar la atención de la crítica con el segundo, Hardcore, un mundo oculto (1979), un thriller acerca de un «buen ciudadano» que efectúa todo un descensus ad inferos cuando descubre que su hija, fugada inesperadamente de su hogar, se gana la vida en el mundo de la pornografía. La implicación personal del autor es considerable, no en vano el lugar donde sitúa la vida de esa familia es el pueblo de Grand Rapids (Michigan) donde creció y además dentro de la misma comunidad calvinista de origen holandés. El paralelismo es evidente: si la adorada hija de Jake Van Dorn cambia la seguridad del hogar por la sórdida incertidumbre del «submundo» californiano es para huir precisamente del mismo rigorismo moral del que Schrader escapó al marchar a estudiar cine a la misma ciudad donde se esconde la joven Kristen (aunque Jake prefiera pensar que lo hace contra su voluntad). Pese a sus enormes atractivos, Hardcore es todavía un título más imperfecto que conseguido, pues el director confía demasiado en el atractivo malsano de los ambientes que registra y descuida la dramaturgia y a los interesantes personajes que rodean a Jake, sin que baste la evidente verosimilitud del siempre hosco George C. Scott en el papel principal.
En cambio, su siguiente película, American Gigolo (1980) es un notable paso adelante. Schrader ya plantea el conflicto de purificación a través del sufrimiento en los términos de sus mejores obras, pero con una importante diferencia de partida. Si su personaje emblemático suele ser descrito, desde el primer momento, como un hombre al borde de la destrucción, aquí se nos presenta convencido de hallarse en su cumbre profesional y personal: de ser el rey del universo. Julian Kaye, lo dice el título, es un gigolo, un hombre que ofrece sexo a cambio de dinero, pero él considera que es algo más que un hombre dotado de un buen cuerpo y de una apostura natural. Julian (a quien todos llaman Julie) ha procurado educar un estilo: no solo sabe cómo combinar la ropa y lucirla luego con elegancia sino que ha adquirido nociones de arte y decoración y habla varios idiomas puesto que, además de sexo, ofrece compañía. Es más, Julie siente preferencia por las mujeres maduras, esas a las que, dice, sus propios maridos ya ni miran y a las que él devuelve la ternura que merecen y a la que ellas corresponden. Richard Gere ofrece seguramente el papel más satisfactorio de su carrera, no solo por ofrecer el necesario esplendor físico que requería sino porque incluso la sensación de endeblez dramática que lo impregna consigue el prodigio de enriquecer al personaje (y no estoy siendo irónico) con el rictus de inseguridad que acabará apoderándose de él.
Porque esa sensación de ser el rey del universo, esa confianza en sí mismo, se sustenta sobre un vacío mayor del que cree. En primer lugar, porque la independencia de que tanto presume con quienes fueron antes sus jefes, y ahora deben aceptar sus condiciones para aceptar clientes y repartir porcentajes, ha provocado el resentimiento de ellos. Y porque su oficio es ilegal e inmoral, y lo hace fácilmente vulnerable. Cuando una de sus clientas aparece brutalmente asesinada, los indicios (por mucho que parezcan claramente puestos para incriminarle) conducen hasta él. La madame que sostiene que la sofisticación actual de Julie fue moldeada por ella directamente lo deja a su suerte. Y el proxeneta de ambientes mucho más sórdidos (que incluyen el sadomasoquismo y la explotación gay) no le perdona el condescendiente menosprecio con que ahora le trata. En ese momento, surge algo diferente en su entorno profesional: Michelle (Lauren Hutton), la esposa de todo un senador, inicia con él una relación que acaba pareciéndose mucho al amor, y eso desorienta a Julie, pues lo obliga a elegir. Su degradación será rápida (visualmente, se expresa mediante el progresivo desaliño que va sustituyendo a su antes impoluta apariencia) y su camino lo llevará directamente hacia esa violencia que siempre ha querido evitar. American Gigolo incurre en cierto esteticismo porque Schrader no consigue evitar cierta autosugestión hacia la supuesta sofisticación de su personaje (con el nefasto apoyo musical de Giorgio Moroder), pero aun así constituye una muy buena película. Faltaría afinar más la propuesta para sellarse en un logro absoluto.
Y ese logro sería una de las películas, paradójicamente, más ignoradas de su filmografía, hasta el punto de estrenarse con mucho retraso en nuestro país. Es Posibilidad de escape (1992), un film que, más que ningún otro, es una clara reformulación del famoso film de Scorsese sobre el taxista. Como este, John LeTour, es un hombre que vive de noche, un ex drogadicto que, sin embargo, no ha abandonado el mundo de la droga, y sigue trabajando para la misma mujer, Ann, como camello de élites. Ahora bien, su jefa está a punto de abandonar este negocio por otro legal, el de los cosméticos, al cual él no quiere acompañarla, pues considera que es un mundo ajeno en donde nada tiene qué hacer. Como tantos personajes de Schrader, por tanto, John es un hombre condicionado por el pasado y que empieza a pensar que para él no existe el futuro. Su angustia existencial la vuelca, como Travis, en la puesta por escrito de sus preocupaciones, después de haber hecho las entregas de cada noche, de vuelta en un apartamento casi vacío, símbolo evidente del que envuelve su propia vida. Y si Travis iba poco a poco sintiéndose afectado por toda la suciedad y la vileza que contemplaba desde su taxi, John mira la ciudad con indiferencia, sin hablar nunca con el conductor salvo para darle la siguiente dirección, pese a que es la misma ciudad sucia y vil, como puntualiza bien la basura que se acumula en las aceras, ya que Nueva York está viviendo una dura huelga de limpieza.
La catarsis, para John, consiste en la reaparición en su vida de Marianne, la mujer a la que amó y con quien compartió noches de diversión y drogas, que dejó ese mundo antes que él y se marchó de su vida. La fugaz noche de sexo en que ambos reviven su relación le cuesta a ella no estar al lado de la madre, que agoniza desde hace tiempo en un hospital, en el momento de su muerte, y la pena y el remordimiento la conducirán de nuevo a las drogas y al suicidio, tirándose desde la alta vivienda de uno de los clientes más turbios de John. Por tanto, como Travis (de modo más coherente que Travis: Schrader mejora indeciblemente su guion para Scorsese), John decidirá actuar contra esa suciedad de la que, al final, no se pudo apartar Marianne. El realizador Schrader describe la ritualidad cotidiana del personaje con el ascetismo narrativo que exigía, sin incurrir ya en ningún tipo de tentación estética, consiguiendo que los escenarios por donde discurre John parezcan una prolongación de sí mismo y de su estado de ánimo. Willem Dafoe brinda una interpretación antológica, muy bien acompañado por la magnífica Susan Sarandon en un muy ambiguo papel de mujer independiente en un mundo usualmente masculino, trabándose entre ambos un mutuo cariño, un respeto esencial incluso dentro de las relaciones entre superior y empleado, que se concreta en la magnífica escena final en la cárcel, seguramente la mejor conclusión del cine de su autor.
Hasta Posibilidad de escape, la filmografía de Schrader, con alguna excepción, está marcada por la ambición y por unos hilos conductores que la personalizan. Sin embargo, poco después su carrera entró en una inconveniente aceleración, acumulando obras muy dispares entre sí (¡hasta una precuela de El exorcista!), tantas que reconozco no haberme interesado salvo por unas cuantas: hay más películas de su filmografía como director no vistas que vistas.
Entre todas ellas se encuentra otro acercamiento al tema del sufrimiento, a los personajes de vida doliente, si bien el planteamiento es muy diferente al habitual en Schrader, sin duda por partir de un libro ajeno, de Russell Banks, que él mismo adapta con gran fidelidad. De hecho, en Aflicción (1997) no existe ni por asomo ese proceso de purificación que, mal que bien, libra a sus criaturas de la nada absoluta. Bien al contrario, el personaje central, un modesto policía rural llamado Wade Whitehouse, se dirige hacia la destrucción absoluta y nada podrá evitarlo, confirmando tristemente el principio fatal que rige su trayectoria personal: acabar en la misma inmersión en la brutalidad que su alcohólico padre, cuyo malos tratos marcaron su infancia y la vida de toda su familia. Una atmósfera de irreversible pesimismo, de extrema sordidez, impregna toda la película, situada en un invierno especialmente crudo que se escapa de las imágenes y acaba invadiendo el corazón del espectador (¿estos himnos a la desdicha pueden suceder en verano y a la luz del sol, cabe preguntarse?), de tal modo que la nieve y la niebla se convierten en el símbolo incuestionable de la progresiva congelación moral del protagonista. Aflicción no es una película plenamente lograda, pues que todo cuanto suceda se exprese de modo pertinente no significa que interese en todo momento, y los dos actores centrales, Nick Nolte y James Coburn como el padre y el hijo, resultan un tanto excesivos en su propósito de extremo naturalismo. Ahora bien, indudablemente constituye un trabajo a respetar en un momento de desorientación profesional, y tiene algunas imágenes impresionantes (el plano, paradójicamente bello en una película que en ningún momento intenta transmitir ninguna sensación estética de belleza, en que Wade bebe ensimismado mientras contemplamos, a través del enorme ventanal a su espalda, cómo arde el cobertizo donde acaba de consumar su definitiva caída en la violencia).
Cuando ya tenía bastante olvidado a Schrader (¿y cuántos como yo?), fuera de la periódica revisión de alguna de sus películas antiguas, y un repaso a su trayectoria coetánea parecía mostrárnoslo resignado a la mera profesionalidad, a contentarse con ser lo que antes se llamaba «artesano», de pronto el director regresó, en el año 2017, a su tema recurrente para realizar una película, El reverendo (2017), de la que debió quedar tan satisfecho (lo que es razonable, por cuanto es otra de las mejores suyas) que no dudó en realizar no mucho después, y de modo consecutivo, dos variantes, El contador de cartas (2021) y El maestro jardinero (2022). La crítica, sin duda complacida por este regreso del Schrader autor, valorando sus vínculos, las ha englobado bajo la etiqueta de trilogía de la redención. En España, engañosamente, los títulos parecen otro elemento de unión, al referirse a la profesión de sus respectivos protagonistas, pero es un espejismo: el primero de ellos en realidad se llama First Reformed, pues se refiere al minoritario credo cristiano al que pertenece su personaje central, párroco del más antiguo templo americano de la llamada Iglesia Reformada, fundada por calvinistas holandeses en el Nuevo Mundo. Vuelta a los orígenes, pues.
Los tres trabajos no forman un conjunto equilibrado. El mejor es el primero, seguido por el tercero. El segundo, en cambio, es bastante mediocre, hasta el punto de constituir una película que, como sucede en muchas filmografías de cineastas relevantes, parece el acercamiento trivial de un discípulo que se queda en lo superficial. Los tres comparten el protagonismo, una vez más, de un individuo marcado por su violento pasado. Respectivamente: un padre que se reprocha haber convencido a su hijo para alistarse en la guerra de Irak, donde murió, lo que destruyó su matrimonio; un militar que, precisamente, participó en las vergonzantes torturas y humillaciones que sufrieron los presos musulmanes en la cárcel de Abu Ghraib, dejándose grabar en plena infamia, motivo por el que ha pasado en prisión ocho años; y un fanático supremacista que se arrepintió de sus actos, denunciando a sus correligionarios como testigo protegido, lo que le ha obligado a cambiar de identidad y de vida. Los tres personajes, intentando encontrar la paz imposible, han cambiado su oficio, el que recoge cada título español: uno en una Iglesia que, es evidente, no le ha dado la paz (es el que más sufre del trío: el mejor construido); otro como jugador profesional, si bien sin más ambición que obtener lo justo para ganarse la vida; el último como jardinero de la espléndida propiedad de una refinada dama del sur.
Lo que tienen en común, por encima de todo, los tres personajes es haber sido encomendados a tres magníficos intérpretes, que los resuelven dentro del mismo y admirable registro sobrio. Por orden, son Ethan Hawke (mi predilecto, tanto por la entidad del papel como por la del actor, que así lo añade a una trayectoria verdaderamente ejemplar y casi inédita en el actual Hollywood), Oscar Isaac (tan desaprovechado en la tercera trilogía Star Wars) y Joel Edgerton, tal vez el menos conocido del trío.
Es verdad que Schrader concibe a los tres con escasa originalidad con respecto al modelo de partida. Los tres pasan parte de la noche redactando, con cuaderno y bolígrafo, esos diarios que su voz en off nos relata, acompañándose de una copa (el reverendo, de hecho, va un paso más lejos: es directamente un alcohólico). Los tres lo hacen con cuaderno y bolígrafo, pero no por ello el ordenador, signo de modernidad, deja de ser una herramienta que utilizar, solo que aquí es para conectarse con lo más utilitario (o sórdido: a través de Internet es como el reverendo se imbuye del nihilismo a que se dirige la humanidad en su trato con el planeta). Los tres vegetan más que viven (una vez más, es el sacerdote el que atraviesa directamente una terrible crisis, mientras que los otros dos parecen conformes con un presente que significa una precaria ataraxia antes que un modo de vida pleno) y en los tres casos acabará haciendo aparición la violencia.
Si los otros dos títulos, como he señalado, ya dejan entrever demasiado una fórmula, El reverendo denota el gozo y el respeto personal con que el cineasta se reencuentra con un material muy íntimo del que todavía tiene cosas que decir. Y Schrader es implacable con su personaje, seguramente el que más sufre de toda su galería previa (excluyo al protagonista de Aflicción, por ser una creación ajena), pues le niega todo: la estabilidad emocional (es un reverendo con graves problemas de fe), la posibilidad de reencontrar el amor (rechaza, incluso con brutalidad, a la mujer con la que inicialmente había entablado una relación: se niega, por tanto, esa posible redención) e incluso la salud (padece un cáncer que avanza de modo implacable). En su progresiva enajenación, el asco cada vez mayor que siente por un mundo que se dirige hacia su destrucción lo lleva a buscar un objetivo concreto, una forma de apostolado extremo: atentar en la ceremonia de celebración de los 250 años de ese primer templo reformado, pues considera que quienes la promueven, convirtiéndola en un circo, son gente materialista y abyecta que utiliza la religión para sus fines. Y Schrader encuentra el pulso narrativo adecuado, la ascética sobriedad necesaria para provocar sensaciones antes que dictar conclusiones en el retrato de la triste odisea de su personaje, incluso el formato de imagen apropiado (el clásico 4:3 del cine anterior al CinemaScope, casi cuadrado) con el que simbolizar mejor la prisión que la vida es para un hombre del que Ethan Hawke, debo repetirlo, realiza una impresionante creación.
El contador de cartas funciona mejor cuando se centra, en su tercio inicial, en el solitario periplo del personaje titular por los casinos y los moteles que recorre incansable. La ritualización típica de las criaturas de Schrader resulta un tanto excesiva: en cada motel (el jugador se niega a dormir en los hoteles donde se enclavan esos casinos: no quiere vivir donde trabaja, si bien él vivir vive poco) envuelve muebles y objetos con telas que uniformizan todos esos espacios diferentes. Sin embargo, el firme gesto adusto de Oscar Isaac también nos convence de su necesidad. Por desgracia, lo que no convence es ni el personaje del jovencito al que une a su trayectoria (el hijo de un colega en Abu Ghraib, marcado por el trauma del padre, que ha decidido vengarse en la persona del hombre que los educó, a su progenitor y al jugador, en las técnicas necesarias para deshumanizar al enemigo), pues ni se le dota del mínimo espesor ni el actor Tye Sheridan resulta consistente, con lo cual la catarsis de violencia final resulta innecesaria. Y el personaje femenino que le ofrece al protagonista la posibilidad del amor es demasiado inocuo, sin nada que ver con sus equivalentes Lauren Hutton y Susan Sarandon de American Gigolo y Posibilidad de escape.
El último capítulo de la trilogía mejora considerablemente el resultado anterior aunque, ciertamente, le falta equilibrio. La primera parte de la historia, mientras se mantiene entre los muros de ese jardín que simboliza el enclaustramiento vital del antiguo integrista, es mucho más interesante. El necesario método que conlleva la profesión de jardinero permite desarrollar con atractiva coherencia ese conjunto de ceremonias y costumbres tan familiares a las criaturas de Schrader. Entre esos ritos figura la relación sexual tanto como personal (pero sin que nunca deje de quedar claro quién manda) con la dueña de la propiedad, dibujada de modo un tanto decadente sobre ese modelo de gran dama del sur que el cine nos ha legado, y que encuentra en la muy veterana Sigourney Weaver un excelente e inesperado avatar. A mitad de película, sin embargo, Schrader se arrima más de la cuenta a su ya viejo Taxi Driver y hace que el episodio que arranca a su personaje del confort recuerde demasiado a Travis Bickle: su regreso a la violencia es para proteger a una joven marginal del mal sujeto que no la deja abandonar ese mundo de drogas y delincuencia.
Dentro del desalentador cine estadounidense del momento, más preocupado por la espectacularidad digital y la perpetuación hasta el hastío de sagas y franquicias rentables para los dueños de Hollywood, la trilogía de la redención desde luego sabe a gloria. Pero sobre todo, nos devuelve el recuerdo digno de un cineasta que, sin haber estado considerado nunca dentro del primer nivel de los autores de Hollywood (aun cuando muchas de sus películas posean mucha más densidad que las de aquellos que supuestamente ocupan el trono), merece el mayor de los respetos, por la forma admirable en que ha sabido tratar el desaliento, el dolor, el sufrimiento, en suma, dejando entrever que, más allá del corazón de las tinieblas, puede haber una puerta que se entreabre y por la que penetra la luz. Y tal vez no alcancemos a abrirla pero por lo menos siempre nos confortará sabiendo que existe.
Sucinto y ameno artículo, ideal para adentrarse en el universo Schrader. Felicito al autor, Jose Miguel, por su dedicación y el excelente blog que comanda con exquisito gusto. Por muchos años.
Schrader no es un autor que suela figurar en los ránkings de la crítica (de hecho, creo que no hay un solo libro en español a él dedicado), pero merece la pena. Y mi artículo es un intento, obligadamente breve, de atraer la atención sobre su obra, a quien no lo conozca, y de servir de punto de encuentro a quienes ya lo estimemos.
Mil gracias por tus palabras de estímulo y un abrazo.