Perderse en el tiempo de Proust (I)

I       II       III

Las referencias de volumen y página se corresponden con la edición en siete libros de la novela, con el título de A la busca del tiempo perdido, en El Paseo (2022), y que es una puesta al día de la misma traducción y edición de Mauro Armiño para Valdemar, publicada veinte años atrás. 

A la busca del tiempo perdido, traduccion de Mauro Armino, en El PaseoLas cerca de tres mil páginas, según las ediciones, a lo largo de las cuales se extiende En busca del tiempo perdido (sigo prefiriendo este título al elegido por Armiño) supongo que para la mayoría constituyen un argumento disuasorio a añadir a la fama de «difícil» de la novela y que desde hace más de un siglo comparte con la otra obra con la que las historias de la literatura nos dicen que forma el díptico de definitiva entrada a la modernidad literaria, el Ulises de James Joyce. Si en este caso la dificultad no estriba tanto en la larga extensión como en el cambiante registro lingüístico, en el de Marcel Proust es su reputación de obra morosa, compuesta por acciones mínimas sobre las que su narrador da vueltas y vueltas que se prestan al fácil juego de palabras a que se presta su título. Mi contacto con la novela, sin embargo, que en esta ocasión pretende ser definitivo —yo también sé lo que es haber buceado en sus aguas superficiales y no haberme decidido a llegar al fondo—, me indica que es otro el objetivo que debe proponerse un lector inquieto al abrir las páginas del primero de sus libros: no es lo mismo no querer perder el tiempo con Proust que decidirse a perderse en el tiempo de Proust. Desde este punto de vista, y leídos ya dos de los siete libros que componen el total, pienso que puede suponer una experiencia en verdad memorable. Una experiencia que, por una vez, creo que no puede ser emprendida con el objeto de concluirla de un tirón. Mi propia tendencia a cambiar continuamente de temas y registros me aconseja proponerme paradas cada dos volúmenes, al menos. Es por eso que este primer artículo versará sobre los dos primeros libros que la componen. Por supuesto, su objeto no es tanto realizar un análisis en profundidad de sus elementos literarios, que por extensión y preparación me sería imposible, sino una reseña de temas argumentales y elementos dramáticos que puedan ayudar a quien quiera asomarse a sus páginas y que de paso sea mi propia memoria de impresiones para el futuro.

Ya que vamos a hablar del Tiempo, señalemos antes de nada las cotas cronológicas del autor y su obra. Marcel Proust, que nació en 1871 y murió en 1922, la compuso entre 1908 y 1917 y la publicó en siete volúmenes entre 1913 y 1927: por tanto, los últimos libros vieron la luz de forma póstuma. Recuérdense sus títulos: Por la parte de Swann (1913) —que contiene el segmento que ha sido editado aparte en más ocasiones, Un amor de Swann—, A la sombra de las muchachas en flor (1919, premiado con el Goncourt de ese año y que realmente inició el renombre de la novela), La parte de Guermantes (1921-1922), Sodoma y Gomorra (1922-1923), La prisionera (1925), Albertine desaparecida (1925) y El tiempo recobrado (1927).

Ya he dicho que no pretendo efectuar un análisis general de la Recherche, tanto más cuanto que no me la he leído en su totalidad. De entrada, un lector interesado tiene fácil una mínima información a través de los múltiples artículos y estudios que la abordan, tanto en papel como en la propia Red. Y lo que nos dicen estos, para empezar, es que Proust comparte un elemento básico con la literatura francesa decimonónica que lo precede y a la que, supuestamente, culmina: el dibujo de la gran sociedad de su país, con preferencia por las acomodadas, que fue las que conoció de primera mano.

retrato-de-henry-james-por-john-singer-sargentAhora bien, el autor en el que encuentro amplios vínculos con Proust no es francés sino americano (nacionalizado al final de su vida británico), que no sé si aquel leyó y cuya vida concluye casi a la vez que se inicia la de su obra magna: Henry James. Ambos enfocaron su mirada en el mismo mundo y ambos supieron que la narrativa decimonónica (la de los Balzac, Stendhal, Thackeray, Eliot y demás autores de una u otra lengua cuyos títulos, en una biblioteca, conducen con naturalidad a los suyos), siendo admirable, ya no tenía más recorrido y se empeñaron en cambiar sus reglas. Lo que hizo James fue eliminar el narrador omnisciente típico de aquellos y apostar por el racionamiento de la información desde la perspectiva de un relator limitado a su propia subjetividad. Proust seguramente fue más lejos: la crónica en primera persona de su narrador no se limita a reseñar acciones y a referir sentimientos, sino que aporta el minucioso registro de la evocación sensorial, a través de la cual reconstruye sus recuerdos. Aquí es donde funciona el famoso episodio de la magdalena mojada en té (I, 54) que llevará al narrador a las mañanas en que subía a ver a su tía Léonie, postrada en cama desde mucho tiempo atrás, y esta se la daba a probar.

Cualquier estudio sobre la novela nos enseña que el planteamiento central de la obra es la construcción de una sensibilidad cuyo destino final es el nacimiento de un escritor, ese narrador que se suele identificar naturalmente con Proust, puesto que además, en dos ocasiones al menos (a las que todavía no he llegado), se le da el nombre de Marcel. De ser así, desde luego la obra en siete partes que el lector tiene en sus manos sería tanto la progresiva plasmación de esa reconstrucción personal como el premio que corona los esfuerzos de ese «aspirante» a escritor. Teniendo que Proust no escribiría nada después de este libro estamos, por tanto, ante una novela que incluye toda una vida, que es la de su creador.

Marcel Proust en 1895Sin duda, Proust no fue el primer escritor que utilizó su crónica autobiográfica como material literario: en las novelas de Jane Austen late ese mundo de las rectorías rurales en que vivió y bulle esa gentry con la que se relacionó toda su vida, en las de Balzac cada una de las experiencias que vivió para ir creando la nutrida y fascinante galería de personajes que pueblan La comedia humana y en las de Dostoyevski toda esa tortura interior que interpenetró vida y literatura a lo largo de toda su existencia. Pero seguramente ninguno utilizó esa crónica propia no solo como un escenario y un estado de ánimo sino como materia de interpelación sobre los mecanismos que dirigen (de modo instintivo) la forja de nuestros recuerdos y, por ende, de nuestra memoria personal.

No se olvide el título del libro: el narrador busca en su pasado ese tiempo vivido, ese tiempo que, en teoría, se ha perdido (en el sentido de que buena parte de lo que lo pobló se ha quedado atrás) pero que él necesita para encontrar la voz literaria que ansía, y que, si hacemos caso al título del séptimo y último volumen que lo componen, acabará recobrando. Decir que Proust es el primer escritor que da presencia real al Tiempo no solo me parece una osadía sino que además, repito, me siento incapacitado para hacerlo: no he leído todos los libros que necesitaría para ser tan tajante. Sin embargo, ya en estas dos primeras entregas se advierte la extrema complacencia del narrador en reconstruir, en recrear, en respirar de nuevo ese mundo pretérito de su infancia y adolescencia que recorre en estas páginas sin olvidar nunca —al contrario que un Dickens, que era capaz de recrear el punto de vista infantil aun cuando sea un adulto, como David Coppefield, quien asume la narración desde el primer renglón— esa distancia temporal que hay entre el muchacho que cuenta sus primeras vivencias y el hombre que las recuerda bajo la forma de sensaciones muchos años después. Una vez más la magdalena proustiana, sí.

La primera edicion de la Recherche en Catedra, con Pedro Salinas traduciendo los primeros libros

Debería comenzar por el protagonista del libro, por ese individuo embarcado en la búsqueda de su tiempo interior, pero en estos dos primeros libros, que se centran en su niñez y en su adolescencia, la información que se nos da de él es tan mínima que ni siquiera conocemos, como ya he dicho, su nombre. La edición de Armiño tanto para El Paseo como para Valdemar (donde se publicó primero) incluye un útil diccionario de personajes y en la entrada dedicada al narrador se indica ya que de él apenas sabremos nada en toda la obra. Es decir, apenas sabremos nada de su exterioridad mientras que lo sabremos prácticamente todo de su mundo interior. En cualquier caso, hay unos cuantos datos fundamentales: pertenece a una familia acomodada; el Padre trabaja en el ministerio de Asuntos Extranjeros y, aunque no pertenece a la nobleza, sí tiene relaciones con ese mundo. La vida del narrador como niño y adolescente será por tanto la propia de alguien de esas edades nacido en una familia de buena posición y que se preocupa por estimular sus inclinaciones hacia el arte y la cultura, dimensiones omnipresentes en todo momento bajo la forma de múltiples referencias que van más allá de lo contextual y para lo cual el amplio aparato de notas de Armiño, insisto, resulta de lo más útil.

Primera edicion francesa de Por la parte de SwannLos dos primeros libros están marcados por dos escenarios, aquellos en los que el niño pasa los veranos de su niñez y la localidad costera donde pasará un fundamental verano en su paso de la adolescencia a la primera juventud. Son dos topónimos inventados por Proust que se han convertido por ello en míticos: Combray y Balbec. Ambos están construidos sobre la conjunción de varios lugares reales que con el tiempo han procurado revestirse del prestigio proustiano. Así, el pueblecito de Illiers, que es el referente más exacto del primero de los dos lugares inventados, hoy lleva el nombre de Illiers-Combray.

Por la parte de Swann, primer título de la serie, consta de tres partes. La primera lleva precisamente el nombre de Combray y consiste en la evocación de esos días estivales de infancia. La segunda es la mencionada novelita sobre Swann, vecino del narrador en el mismo Combray. La tercera, más breve que las anteriores, se titula Nombres de lugares: el lugar y comienza la crónica del amor infantil del narrador, que es Gilberte, hija precisamente de Swann. Como conecta directamente con la primera parte del segundo libro, casi diríase que Proust las pensó en principio como un solo segmento que luego dividió entre los dos volúmenes para no alargar demasiado uno u otro.

Longtemps, je me suis couché de bonne heure. Hay pocas frases iniciales más famosas de una novela. Armiño, en su primera versión del libro, la tradujo como «Me he acostado temprano, hace mucho», provocando una considerable polémica por la aparente ruptura con las soluciones más clásicas. Él mismo se corrigió veinte años después y la rectificación ahora parece más natural: «Durante mucho tiempo me acosté temprano». Lo que viene a continuación debió de parecer muy insólito al lector de esa época… tanto, supongo, como al de ahora, por mucho que este se encuentre, en teoría, más acostumbrado. Se trata de una reflexión de ese narrador en primera persona acerca del acto de dormir, que lo lleva a evocar distintos lugares del pasado donde ha hecho tal cosa. Es así como se da paso al cuerpo central de esta parte, el recuerdo de los veranos de su infancia pasados en la casa de sus abuelos en Combray. La casa está en el centro del pueblo, muy cerca de la iglesia, y desde allí la familia emprende paseos a la caída de la tarde que invariablemente los llevan en dos direcciones, cada una con el nombre de la familia que tiene su propiedad en esos andurriales, la «parte de Swann» y «la parte de Guermantes», nombre este de la importante familia de la aristocracia con la que luego el narrador habrá de tener bastante relación.

Illiers, la pequena ciudad que inspiro a Proust Combray

Si el arranque ha sido insólito, lo que viene a continuación no parece muy diferente: el narrador-niño se centra durante largas e interminables páginas en la evocación del mal rato que para él suponía la separación de su madre tras la cena, cuando lo enviaban a la cama, y su intento de que el pequeño momento en que esta iba a darle un beso se prolongara lo más posible. Para su frustración, si había alguna visita en la casa, y con objeto de no hacer ver a los extraños ese comportamiento infantil, esa noche su padre impedía que su madre subiera como siempre. En concreto, el narrador recuerda las visitas de un vecino muy acomodado, de raíces judías (el antisemitismo figura continuamente como fondo, aunque rara vez en primer plano), llamado Charles Swann, un hombre al que su familia trata con cierta condescendencia, resistiéndose a creer que fuera de allí es un hombre muy bien posicionado con la alta sociedad (por ejemplo, es íntimo de la rama legitimista) pues de entrada cuenta con un importante obstáculo social: su esposa no puede ser recibida en sociedad por su pasado como cocotte, es decir, como chica de vida ligera, como prostituta de alto nivel.

Un amor de Swann cuenta cómo Swann conoció a esta mujer, Odette. Quienes hayan leído aparte este libro (yo por ejemplo) no saben —y la lectura en su correcto orden demuestra que es fundamental saberlo, pues con elementos cruzados como este es como Proust construye su telaraña temporal— que el personaje ya ha aparecido de modo considerable en la primera parte y que incluso Odette ha hecho acto de presencia, aun sin mencionarse su nombre, como «visita» del tío con fama de disoluto que es hermano de su padre.

Jeremy Iron y Ornella Muti son Swann y Odette en la version de Volker Schlondorff de Un amor de SwannA primera vista, sorprende la inclusión de una novela tan independiente apenas comenzada la crónica del narrador. Digo independiente, ante todo, porque los hechos se cuentan en tercera persona —su ubicación es en torno a la época del nacimiento de aquel—, lo que induce a creer en un segundo relator, diferente al primero, correspondiente al narrador omnisciente de la literatura decimonónica. Sin embargo (supongo que habrá estudios al respecto, pero no los he leído), puesto que su estructura evocativa y su trabajo sobre las sensaciones es idéntico al que ya hemos conocido en Combray, cabría pensar que todos los detalles de esta historia son una recreación de nuestro narrador que proyecta en el affaire entre Swann y Odette las mismas inquietudes que él ha vivido en sus historias de amor particulares. Tal vez sea una pista el fragmento de principios de esta parte (I, 219) en que interviene inesperadamente al señalar lo siguiente: «muchos años después, cuando empecé a interesarme en su carácter debido a las afinidades que […] ofrecía con el mío». Es más, la estructura evocativa de Swann diríase una sublimación, una radicalización de los mismos procesos del narrador: por ejemplo, la magdalena se correspondería, en este relato, con la «pequeña frase» musical que persigue a Swann y le recuerda constantemente su amor por Odette.

En cualquier caso, Un amor de Swann es una brillante cata en dos temas centrales de la obra: la disección de esa sociedad que caminaba hacia su decadencia sin saberlo y la concentración de la vida como una proyección de la sensibilidad interior. El primero de los temas se centra, en este caso, en la burguesía con ínfulas de relevancia social, encarnada en los infatuados Verdurin y en su «cogollito», en el que figuran personajes que saldrán luego saldrán bastante como el doctor Cottard y el pintor Elstir (ambos descritos de modo poco favorable: el primero se pasa el tiempo haciendo juegos de palabras estúpidos) y el segundo, tratado de caprichoso, ni siquiera recibe nombre). Elstir reaparecerá en A la sombra de las muchachas en flor, convertido en un artista muy respetado por el narrador cuyo papel será fundamental para poder conocer a las chicas a que hace referencia el título.

Seurat en la portada de una anterior edición de Proust en Alianza EditorialLa descripción del «cogollito» de los Verdurin posee un interés y amenidad que hace entender por qué esta parte sea considerada muy apropiada para entrar en el mundo de Proust. Del mismo modo, la tortuosa crónica del nacimiento, apogeo (dominado por los celos debido al comportamiento de Odette) y destrucción del amor de Swann por la bella cocotte alcanza una sofisticación sin igual que simbolizará muy bien el espíritu general de toda la novela.

El segmento concluye con la aparente separación entre los dos: fue una sorpresa para mí, por tanto, descubrir después que la boda acabó produciéndose, aunque las circunstancias no se conocerán al menos en estos dos primeros libros. Supongo que el motivo habrá de ser la concepción de Gilberte, hija de Swann y Odette y primero de los amores del narrador, que reina en la tercera parte de este primer libro, que gira en torno a los encuentros de ambos en los Campos Elíseos, donde ambos juegan bajo la mirada de sus sirvientes (en el caso del narrador, Françoise, criada de origen campesino y fuerte carácter que es uno de los personajes más queridos de la novela). Recuérdese, sin embargo, que Gilberte ya había tenido una memorable aparición en Combray (I, 160), vislumbrada en el jardín de su casa, radiante con sus cabellos rojos y sus pecas, justo a la vez que también aparecían por primera vez Odette y otro personaje relevante del futuro, el barón de Charlus, aunque el narrador en principio apenas repara en lo que para él serán después. El Tiempo tiende sus lazos muy pronto.

En A la sombra de las muchachas en flor se facilitan muchos más datos sobre el mundo del narrador, en especial de su propósito manifiesto de ser escritor, que se concreta inicialmente en sus ansias por ver en teatro a la gran actriz de la época, la Berma (modelada a partir de la entonces famosísima Sarah Bernhardt) y por conocer al escritor al que tiene por gran modelo, Bergotte (a su vez basado en el entonces muy prestigioso literato Anatole France). Ahora bien, por encima de todo esto la evocación se centra en su desesperante relación con Gilberte, que tan pronto parece otorgarle una especial confianza como se desentiende de él y le hace sentir su fastidio por su compañía. Esta constante se repetirá después con Albertine, su segundo amor (a quien se menciona ahora por primera vez en esta parte, pues el tío en cuya casa vive, el señor Bontemps, es un importante funcionario ministerial y por tanto buen conocido de su padre).

La primera traduccion de Mauro Armino de la novela de Proust, en ValdemarLa primera parte de este segundo libro lleva el título de En torno a Mme. Swann. Odette, al menos quince años mayor, sigue siendo sin embargo una mujer cuya belleza se ha realzado por una serena madurez y que mantiene su ascendiente sobre los hombres. Se ha rodeado de su propio círculo a imitación del de la mujer que la introdujo en la buena sociedad, Mme. Verdurin (que aparece episódicamente, manifestando cierta envidia, pues si su pupila no ha triunfado del todo —los mejores salones le siguen vedados—, reina con facilidad en su mundo). Ya no es la cocotte caprichosa del libro anterior, sino la señora de un reino propio (aunque sea un reino limitado) que lleva a su derredor un séquito (ante todo masculino, por supuesto) ante el que no necesita exhibir sus encantos sexuales sino su dominio de la mundanidad. No extraña que el joven narrador, casi sin proponérselo, acabe también fascinado por ella, visita tras visita cuando ya es consciente de que Gilberte se ha decidido a no volver a verlo.

La segunda parte transcurre dos años después de la primera y nos cuenta el primer verano que el narrador pasa con su abuela en una localidad costera que está de moda, Balbec. Se titula Nombres de países: el país. Su edad ronda los diecisiete o dieciocho años. El amigo que hace aquí, Saint-Loup, destinado a ser uno de los personajes principales de la novela, es oficial de carrera en una guarnición cercana. Este Saint-Loup, por cierto, es uno de los Guermantes: ahora es cuando se presenta oficialmente el barón de Charlus, tío de aquel (en Un amor de Swann era amigo de este y el único hombre a quien podía confiarle a Odette a solas: la razón, que no se explicita todavía, claro, es que es homosexual y sobre este tema girará en el futuro el volumen titulado Sodoma y Gomorra), al que se le dedican todavía breves páginas pero que vuelcan sobre él una notable aureola de sugestión. En su boca Proust pone una frase memorable: «No hay tontería mayor que considerar ridículos o censurables los sentimientos que no se experimentan» (II, 395).

El Gran Hotel de Cabourg, inspiracion para el Balbec de Proust

A lo largo de este bloque, Proust muestra el abandono progresivo de la infancia del protagonista: este verano supone el despertar de su sexualidad, y de hecho intentará vivir en él su primera noche de amor (que saldrá mal al ser rechazado abiertamente por la muchacha que creía que se le estaba ofreciendo, Albertine, lo cual no le hará renunciar a quien será el segundo amor de su vida). El arranque recuerda al niño que fue en Combray al mostrarnos la incertidumbre que vive a su llegada a ese espacio para él nuevo: si antes necesitaba el beso de la madre ahora necesita la proximidad de su abuela (que es quien va a pasar ese verano con él) y, por supuesto, el ancla a la realidad que para todos supone Françoise —que alcanza aquí rasgos propios de las obras de los dos genios que mejor trataron este tipo de personajes secundarios, el dramaturgo William Shakespeare y el cineasta John Ford—, como también, enseguida, de Saint-Loup. El salto a la autonomía personal y al disfrute de lo sensual lo dará la aparición en el paseo principal de Balbec, como si fuera un espejismo provocado por una típica insolación veraniega, de esas muchachas en flor del título, que desde ese momento lo seducen y lo impulsan a dedicar la primera parte del verano al intento de acceder a ellas, lo que finalmente conseguirá gracias al pintor Elstir, también veraneante en Balbec. A ese grupo pertenece Albertine, que sabemos que será un personaje fundamental por dar título al sexto libro de la novela, una joven huérfana y pobre pero cuya atractiva personalidad (a la vez cariñosa y acerba) provoca la instantánea atracción de cuantos la rodean.

La rodilla de Clara, de Eric RohmerSin la menor duda hasta ahora es mi parte favorita de En busca del tiempo perdido. Me recuerda (la asociación es fácil) a algunas de las películas de Rohmer que transcurren en esta estación —La coleccionista (1966), La rodilla de Clara (1970) y, claro, Cuento de verano (1996)—, pues estas traducen muy bien esa indolencia sensual, esa estructura impresionista de las sensaciones y esa atmósfera que parece predisponer todo el rato a la búsqueda del amor. En Francia esto lo han hecho muy bien: aunque se me dirá que nada tienen que ver, en la maravillosa película de Jacques Tati Las vacaciones de monsieur Hulot (1952) aprecio algo de ese mismo espíritu proustiano, pues su forma de describir el escenario que el personaje central trastornará a su encantadora manera tiene mucho de sus texturas, de su capacidad para hacer que un mero encuadre (como en su caso una mera frase) actúe en nosotros como su magdalena, como si de pronto una imagen cualquiera tuviera la capacidad de hacernos sentir en el acto sentir el suave golpeteo de la arena contra la mejilla o el olor de la sal marina.

Con «apenas» dos libros leídos —entrecomillo porque, entre los dos, me he ventilado más de mil páginas—, mi primera impresión de En busca del tiempo perdido me produce sensaciones encontradas. Cierto: en más de un momento yo me descubro pasando páginas y sobrevolando párrafos con un conato de impaciencia. Pero la sensación general es de haber comenzado apenas la exploración de un vasto mundo. Espero ir dando fe de él.

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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