Sin duda, la nómina de actores argentinos del último medio siglo es impresionante. Primero conocimos a aquellos que vinieron a España huyendo de la turbulencia política de su país: Héctor Alterio, Federico Luppi o Cecilia Roth. Después aquellos que protagonizaron el boom que su cine protagoniza desde comienzos del siglo XXI, muchos de los cuales también acabarían aclimatándose en nuestro país: Darío Grandinetti, Miguel Ángel Solá, Leonardo Sbaraglia y Óscar Martínez. Pero sin duda el nombre que a cualquiera se le viene a la cabeza enseguida es el de Ricardo Darín. Lanzado a la fama por el éxito de El hijo de la novia (Juan José Campanella, 2001), desde entonces ningún intérprete de ese país acumula tal cantidad de películas estrenadas en las pantallas españolas, y por lo general con gran repercusión, hasta tal punto de que el título que he elegido para el artículo no es broma: cada vez que se ha estrenado en estos veinticinco años un film argentino, lo raro es que no saliera él. Estamos uno de estos actores que, en vida, alcanzan la reputación de «monstruo sagrado». Como hace tiempo que he dejado atrás las mitomanías (y esos calificativos son propios de mitómanos), mi relación con este excelente actor es como la que se tiene con un viejo amigo que cada vez que te invita a su «casa» sabes que te reserva una buena velada. Siendo un actor con una imagen bien reconocible —lo que quiere decir que sus gestos, sus miradas, su forma de hablar o de reaccionarnos resultan ya muy familiares—, sin embargo ha tenido saludablemente el buen sentido de jugar siempre con variantes sobre el tipo de rol que se podía esperar de él. Unas veces su registro es extrovertido, incluso exuberante; otras es contenido, a veces incluso hasta bordear el ensimismamiento. En cualquier caso, su galería de personajes es muy rica, y es por ellos por lo que he elegido acercarme al intérprete. Porque al final lo que nos queda de los actores, lo que sigue impulsándonos a decirnos una noche «hoy me apetece ver una de…», son sus personajes y películas.
En el momento de escribir este artículo, Ricardo Darín (nacido en 1957) tiene sesenta y ocho años. Aunque en esta década de los veinte solo ha filmado una película —la para mí muy mediocre Argentina, 1985, en la que precisamente se abusa de su imagen carismática (y del mensaje anti-dictatorial, que a estas alturas uno querría creer que no basta para prestigiar ninguna obra) para dotar de entidad a una dramaturgia que no la tiene—, su carrera sigue muy activa, con mención especial para su trayectoria teatral (que también lo ha llevado con gran éxito a nuestro país) y, recientemente, televisiva (la adaptación de nada menos que el más famoso cómic patrio, El Eternauta).
Y todo lo empezó El hijo de la novia (2001), que es la peor película de las que abordo en este artículo pero que no puede ser dejada de lado al hablar del actor, claro. Campanella y Darín habían realizado antes y realizarían después varias películas marcadas por el mismo sello: un sentimentalismo humorístico con toques sociales que se agota en un rosario de tópicos (El mismo amor, la misma lluvia, de 1999; Luna de Avellaneda, de 2004, esta del todo insoportable por su falta de sentido de la medida). Entonces no lo sabíamos, pero todos sus elementos ya están en el presente film, incluido el mismo peligro: hacer que la pantalla quede monopolizada por el absolutismo interpretativo a que se prestaba su personaje, sin límite alguno impuesto por el director. Y este personaje es de manual: un individuo que vive para el trabajo (un pequeño restaurante «de los de toda la vida»), hiperactivo, egocéntrico, con un fracaso matrimonial a cuestas, una novia más joven a la que ni cuida ni respeta y una hija pequeña para la que no tiene tiempo, pues se pasa todo el rato pegado al teléfono (encima, se pretende que su sello personal sea el exceso verbal con que trata a todos, en serio y en broma). En fin, Spielberg tomó el mismo modelo, usurpó el mito de Peter Pan y nos endilgó una de las películas más indignantes del cine, Hook (1988). En versión más modesta —es evidente que lo que nos va a contar el film es la redención del personaje, su descubrimiento de que la vida es el cariño y la atención que damos a los demás—, El hijo de la novia es más o menos igual, solo que Campanella no tiene el sentido de la imagen del estadounidense. Es más, sus películas visualmente suelen ser bastante feas, y no por opción dramática sino por incompetencia estética.
Ahora bien, superada más o menos la primera mitad de la historia, lo cierto es que algo de la mezcla de ternura y sentido de la observación que apreciamos aquella primera vez reaparece, al principio de modo tibio, después con mayor convicción. Cierto es que hablamos de la parte «fácil» del film, cuando el protagonista se vuelve más tratable, pero entonces es cuando comenzamos a ver al Ricardo Darín que hemos aprendido a apreciar todos estos años. Su gesto comienza a parecernos natural, su verborrea ahora la recibimos como la de ese amigo lenguaraz que no mide bien las palabras pero que pese a todo se hace querer, sus pequeños patetismos nos resultan simpáticos. Hay momentos que mueven a la sonrisa cómplice: por ejemplo, la escena en que Darín habla a su novia por el telefonillo de su casa y el encuadre queda fijado en esa pantalla fría por la cual él está derramando por primera vez todo su amor por ella, cuya reacción no se nos muestra; se incluye un logrado momento de humor (el portero que lo había recibido de malas maneras, ahora conmovido, también tercia por él ante la pantalla) y, de pronto, sin que el plano se haya despegado del mismo encuadre, aparece ella fundiéndose en un beso apasionado con él. Por momentos como ese, por las magníficas interpretaciones de todo el reparto (Eduardo Blanco fue para mí otro gran descubrimiento) y por el modo en que Darín, más que su personaje, acaba recobrando nuestra estima, El hijo de la novia todavía consigue mantener algo del cariño que una vez despertó en nosotros.
Decía que todo empezó con este título (cuyo éxito fue rotundo a uno y otro lado del charco), pero en realidad Darín ya había aparecido por nuestras pantallas varios meses antes del estreno. Lo hizo con un film que fue bien acogido, pero no tanto, y que no dependía tanto de él como de la trama: por tanto, no hubo motivos para destacarlo de modo especial. Se trataba de Nueve reinas (2000), el debut en el campo del largometraje —bastantes años atrás había realizado algunos cortos— de un director, Fabián Bielinsky, que desgraciadamente moriría de un infarto a poco de concluir su segunda realización, El aura, de la que hablo más adelante. Si bien con esta conseguiría un logro rotundo, Nueve reinas denota demasiado el prurito del debutante por llamar rápidamente la atención. Lo hace, ante todo, mediante un planteamiento argumental (unos individuos se embarcan en una sofisticada estafa que acabará revelando unas cuantas vueltas de tuerca de más) que además no era original, pues se encuentra en ese juguetito llamado El golpe (1973) o, ya con más consistencia, un par de películas de David Mamet, Casa de juegos (1987) y La trama (1997).
Bielinsky nos sitúa ante dos granujas que intentan hacer del engaño un arte: uno cínico y experimentado (Darín), el otro joven y más ingenuo, al cual el primero toma como discípulo pero sin que vaya a tener el menor escrúpulo en aprovecharse de él. La jugada que los une es el intento de endosar a un magnate las «nueve reinas» del título, un sello raro pero muy valioso (primero falso y después auténtico: suena complicado, pero es que la trama, como suele suceder en estos casos, se complica demasiado). El segundo es el personaje a través del cual el espectador penetra en la acción, pues lo sigue en todo momento, buscándose la identificación con él. Ambos sirven para que Bielinsky desgrane un retrato del fracaso, puesto que los dos sujetos en el fondo son dos infelices, el más veterano un superviviente que pese a que alardee de cerebro es evidente que no ha conseguido nunca dar un buen golpe; el más joven un muchacho marcado por un padre del mismo oficio que lo inició en sus trucos hasta que demasiado tarde vio a dónde conducía a su hijo. Una de las mejores escenas es la visita que el primero hace al progenitor en la cárcel: mientras este sigue aleccionando al hijo, no puede evitar practicar uno de sus trucos de cartas habituales y darle clases; es algo que se lleva en la sangre. Otro momento estupendo es aquel en que el veterano, en pleno centro de Buenos Aires, hace que el joven vea por primera vez cuánta gente que parece estar en sus cosas sin más, en realidad está esperando el momento de engañar a sus semejantes. Es un hallazgo que el director y único guionista, además, funda ese retrato de la picaresca con el triste devenir de un país cuya desdichada historia contemporánea es sobradamente conocida.
Por desgracia, y como he dicho, Bielinsky acaba demasiado sugestionado por su propia brillantez y los personajes desaparecen en beneficio de una trama cuyos constantes giros acaban cansando, contagiándose además su puesta en escena, que incurre más de la cuenta en el artificio. Ahora bien, los actores sostienen con soltura el reto. El joven Gastón Pauls, el olvidado de la pareja, está espléndido en su rol de pícaro que utiliza su buena apariencia y la aparente bondad de su expresión para enredar a los incautos, sobre todo si son ancianitas o muchachas que lo miran con agrado. En cuanto a Darín, aunque su personaje está peor dibujado que el anterior, su interpretación gana con la revisión puesto que revela unos matices que antes se nos escaparon: en su vanidosa soberbia a la hora de «enseñar» al muchacho y en la forma de dejar escapar en un gesto o en una mirada una inseguridad que nunca sería capaz de reconocer abiertamente se adivina al tipo que lleva la derrota en los genes. Nueve reinas es un título muy estimable pero [spoiler] es una pena que el twist final arruine esa mirada pesimista, por momentos incluso nihilista, que el autor había conseguido volcar sobre personajes y ambientes. Además trivializa, al cambiar su sentido, la bonita escena que tiene lugar un poco antes del final, en que el joven viaja en metro tras el aparente fracaso de la estafa: ahora sabemos que la mirada melancólica que luce Pauls en realidad es triunfal.
El segundo y último título de Bielinsky, El aura (2005), en cambio, corrige defectos (la realización ahora es segura en todo momento; el guion, aunque también se desliza un tanto hacia el lucimiento de lo singular, controla en todo momento lo que quiere decir) y se propone no ya como la mejor película de su autor sino como uno de los mejores títulos del boom del cine argentino. Darín interpreta un personaje en las antípodas del que lo reveló en el film de Campanella: un sujeto ensimismado, opaco, un «hombre enfundado» en el sentido chejoviano como tan bien define su oficio, la taxidermia, un trabajo que exige silencio y concentración, que aísla necesariamente del mundo mientras se practica. Un signo que subraya ese aislamiento son los periódicos ataques de epilepsia que tiene (y que, dirá, le proporcionan, en el instante justo anterior al desvanecimiento, una sensación de liberación absoluta: eso es lo que se llama el «aura»). Espinosa vive una vida vulgar, pero él no lo es: tiene una inteligencia extraordinaria, simbolizada por ese tipo de memoria que el cine ha popularizado como «fotográfica», pero que utiliza solo a distancia, en la teoría. Por ejemplo, planeando ante su colega cómo se podría hacer el robo perfecto en la caja del museo de historia natural donde ambos trabajan. Lo que va a contarnos El aura es cómo ese tipo que nunca participa de la vida tendrá, en el curso de unos pocos días, que vérselas con una situación en la que se juega literalmente la vida.
El pretexto (su mujer lo abandona súbitamente) no está muy bien hilado porque no se entiende que vaya a provocar un shock en alguien a quien, en la primera escena, hemos visto ignorar olímpicamente las llamadas de su esposa al otro lado de la puerta bien cerrada de su taller. De todos modos, Espinosa acepta la invitación de su colega para irse de caza a un remoto y salvaje rincón forestal y allí, él (que detesta maltratar animales) primero acaba matando, por accidente, a otro cazador y, segundo, descubre que el muerto estaba a punto de efectuar el atraco al furgón blindado que lleva la recaudación del fin de semana del próspero casino que se levanta en las cercanías. Sin que nada en él parezca premeditar nada, es decir, actuando en todo momento como le va indicando el instinto, Espinosa se empeña en visitar todos los escenarios apuntados en el plan y eso le lleva a entrar en contacto con los cómplices, entre ellos un par de killers rudos que a cualquiera espantarían. El resultado es que acaba envuelto en el atraco y él mismo será quien lo dirija casi como estaba previsto. En ese casi, como es natural, radicará el plus de acción que tendrá que emprender para salvar la vida y volver a su apacible existencia de taxidermista.
¿Por qué acepta enredarse en semejante apuro sin punto de retorno alguno? Ahí está la sugestiva clave de El aura: en la ausencia de explicaciones. (¿Quién las va a dar? Desde luego él no). El espectador es quien debe utilizar su intuición: el hábito de dejarse llevar no por voluntad sino por inercia, solo que esta vez la inercia lo pone en contacto con gente muy peligrosa; la necesidad de pasar alguna vez de la inacción a la acción, a la iniciativa; la imposibilidad de no atender a aquello que pasa delante de sus ojos y que, por tanto, queda registrado para siempre: una vez leído el cuaderno con los detalles del atraco, para él es imposible ignorarlo; la tentación de la regresión que envuelve al ser humano en medio de una impenetrable naturaleza, primordial en sentido literal, en la que las convenciones de la civilización no es que se solapen, es que carecen de sentido. Seguramente la razón estribe en una combinación de todas las razones antedichas, pero lo estremecedor es que el espectador no llegará nunca a estar seguro: Espinosa se nos resbala de entre las manos, a nosotros y a esos criminales con los que tendrá que lidiar. Y la convicción que presta Darín a su personaje es escalofriante. Acostumbrados hasta ese momento al registro extrovertido, en ocasiones en exceso extrovertido, en que Campanella lo situaba, vemos cómo el intérprete reduce gestos, atenúa expresiones, y actúa con los ojos, con el movimiento (aun mínimo) del cuerpo, magníficamente guiado por la cámara de un Bielinsky que se funde con el personaje y no solo en los múltiples flashes que ilustran el uso de esa memoria fotográfica que le hace adivinar el complejo curso del atraco. Es de lamentar verdaderamente que director-guionista y actor nunca pudieran ofrecernos ninguna colaboración más.
La cuarta colaboración del actor con Campanella repitió el éxito extraordinario de El hijo de la novia. Pero en este caso la sorpresa fue de lo más grata, se trata de su mejor película en común. Se basa en una novela de Eduardo Sacheri que este tituló La pregunta en sus ojos y que, en su pase al cine, aceptó que se cambiara por El secreto de sus ojos (2009). A él pertenece la magnífica historia: situada en dos momentos separados por veinte años, cuenta la obsesión de un secretario de juzgado jubilado, Benjamín Espósito (el apellido también está cambiado; en el libro es Chaparro), por el caso que marcó su vida profesional, la violación y asesinato de una muchacha llamada Liliana Coloto. El amor puro y rotundo que Benjamín descubrió en el gesto destrozado del pobre viudo (lo describirá así: «se quedó parado en el tiempo») lo llevó a comprometerse personalmente con la captura de un asesino que se había desvanecido sin dejar huella y cuya identidad descubrió en las fotos del pasado de la chica en su pueblo natal: era Gómez, el pobre enamorado que quedó atrás. Ahora bien, con la llegada de la dictadura, un compañero de profesión de Espósito que tenía con él una cuenta pendiente consigue que sea puesto en libertad, convertido en sicario de los que detentan el poder.
El guion final, en mi opinión, mejora la novela aun siguiendo en líneas generales sus pasos. Ahora bien, el hecho de que el mismo Sacheri lo firme junto a Campanella obliga a admirar que el propio escritor tuviera la intuición de reformular su propio material en beneficio de la película. La diferencia fundamental estriba en la relevancia que se da al personaje femenino de Irene, su superior en el tribunal y la mujer a la que Espósito ha amado en silencio desde el primer momento en que la vio. Aun cuando ese amor mudo también existe en la novela, el personaje interviene poco (la novela se centra principalmente en la relación entre el protagonista y el viudo), mas en el film es fundamental, tanto para dibujar mejor la dimensión sentimental de la historia como para darle intervenciones esenciales para la trama (por ejemplo, las hirientes palabras dirigidas a la hombría de Gómez con que este acaba delatándose con rabia en el interrogatorio están puestas en su boca, al contrario que en la novela, haciendo que su efecto sea muy superior). De ese modo, El secreto de sus ojos sabe equilibrar admirablemente la dimensión emocional —si Espósito se implica tan a fondo es porque, en el fondo, el amor rotundo del viudo es el que él habría querido disfrutar con Irene pero no verbalizó nunca, pese a que ella, es evidente, también lo amaba— con la policiaca y, además, con la política, en este caso sin cargar las tintas porque no era necesario.
Si Soledad Villamil está estupenda como Irene (y Guillermo Francella como Sandoval, el amigo fiel y alcoholizado del protagonista inolvidable), Darín es el alma de la película. Al contrario que en las otras películas con Campanella, la absoluta confianza que le otorga el director no impide que el actor sepa medirse muy bien y combine admirablemente la contención íntima de Espósito ante la mujer y la extroversión puramente Darín en sus relaciones con el resto de personajes. El secreto de sus ojos al que se refiere el título está en ella, pero es la mirada de él la que conduce al espectador por los complejos vericuetos de la historia. El secreto de sus ojos no alcanza la categoría de obra maestra que merecía porque, una vez más, la realización de Campanella no redondea sus posibilidades, aunque se nota que la confianza del director en el material que maneja estimula su creatividad con momentos de gran altura (el interrogatorio mencionado, el famoso plano secuencia en el estadio donde será encontrado el asesino). En cualquier caso, es una película que deja un recuerdo muy especial
Además de Campanella y Bielinsky hay un tercer realizador con el que Darín ha establecido una jugosa colaboración. Se trata de Sebastián Borensztein. De las tres películas que han hecho juntos he visto dos —me falta La odisea de los giles (2019)—, ambas excelentes y a las que beneficia un aire de modestia que no existe en las obras de los dos antedichos. Y aunque sus planteamientos no sean sorprendentes —como en todas las películas de este artículo, se centran en el momento en que el personaje central es sorprendido por unos acontecimientos que cambiarán radicalmente su vida—, esa sencilla modestia que emana de sus imágenes diríase que establece una relación más íntima entre el espectador y el personaje interpretado por Darín.
La primera es Un cuento chino (2011). El guion parte de un insólito hecho real: una vaca llovió del cielo sobre un pesquero japonés y lo hundió (la explicación es que el animal fue arrojado desde el avión donde los trasladaban los tipos que lo habían robado y se asustaron al ver cómo comenzaba a alborotar dentro de un vehículo tan frágil). La anécdota se plasma de forma parecida en el arranque del film, solo que aquí la caída se produce sobre una pequeña embarcación y mata a la muchacha a la que se estaba declarando en ese momento el joven chino, Jun, que para escapar de su dolor se traslada a Argentina para iniciar su nueva vida con los parientes que viven allí. Al llegar, todo parece salirle mal a Jun: le roban sus pertenencias a las primeras de cambio, sus parientes no aparece y él, que como es natural no habla español, se encuentra por completo desvalido. En este punto es donde entra el personaje encarnado por Darín, un ferretero misantrópico y con malas pulgas cuya vida consiste, como la de toda la gente solitaria, en una sucesión de rutinas que el chino, a quien acoge al encontrarlo bajo la lluvia en lastimoso estado, vendrá a alterar.
El director Borensztein describe con celo minimalista ese conjunto de rituales que componen la existencia cotidiana de Roberto (entre ellos, la búsqueda en los periódicos de noticias extravagantes que recorta y pega en un álbum) y apoya la dramaturgia en el contraste entre la expresión desabrida de ese ferretero perpetuamente enfurruñado y la aparente inexpresividad del oriental, capaz sin embargo de decirlo con su mirada inquieta y su pasmo ante las inexplicables reacciones del hombre que lo ha acogido. Por supuesto, a esas alturas Darín borda con facilidad su personaje y el feeling que se establece entre él el joven Ignacio Huang sostiene de modo excelente la dramaturgia. Desde luego, el planteamiento es sencillo e incluso puede definirse como previsible pero, repito, estamos ante una película que desde el primer momento consigue transmitir la idea de que cualquier mínimo devenir de sus personajes es imprescindible para la armonía del mundo, es decir, de la película. Un cuento chino acaba proponiéndose como una bonita fábula en torno a cómo el azar, el destino y, por supuesto, las decisiones personales pueden prender la chispa que redefina una opción vital que se decantaba enroscada en uno mismo para demostrar la necesidad de las relaciones humanas y de abrirse a los demás. Y de todas las películas de Darín, para mí sin duda es la que contiene su final más bonito y entrañable.
Capitán Kóblic (2016) entra en el terreno escabroso de los desmanes de la dictadura militar de los setenta, que el cine argentino de la democracia nunca ha tenido reparo en relatar. El actor encarna esta vez a un piloto del ejército implicado en los tristemente célebres «vuelos de la muerte». Estos episodios se presentan en los agitados recuerdos del protagonista a modo de flash-back, pues el presente se ubica en algún lugar olvidado de la Argentina a donde el protagonista llega después de haber caído en desgracia ante sus superiores (al final se sabrá por qué), intentando escapar de una venganza desde arriba que sabe inevitable. En el arranque del film, el protagonista se ha despedido de su mujer, a la que no parece que nunca vaya a volver a ver («es muy triste el final», dice ella, y ese momento define muy bien una relación entre dos seres que ya no pueden sentir amor el uno por el otro pero tampoco pueden ignorar el peso de los muchos años de convivencia) y se marcha a ese rincón donde un amigo le ha proporcionado un trabajo donde esconderse: piloto de una avioneta de fumigación. Ahora bien, ese sitio es el coto privado de un policía, el comisario Velarde (Oscar Martínez, espléndido como siempre, caracterizado para resultar repulsivo: un ostentoso peluquín, dientes podridos, la mirada siempre turbia), que enseguida recela del intruso y que al descubrir por casualidad su identidad teme que haya sido enviado para efectuar alguna maniobra que interrumpa sus negocios (es bien significativo que, en una dictadura, ni quienes se benefician de su servidumbre al poder tengan nunca claro que cualquier día también ellos pueden ser víctimas de la arbitrariedad). Como en El aura, el escenario expresa sobradamente a sus habitantes y sus vidas: esas llanuras interminables, esas carreteras solitarias, lugares demasiado expuestos para poder creer que hay escape cuando a uno lo buscan.
No por nada los críticos señalaron enseguida que el film tiene la estructura propia de un western, con el inolvidable clásico Raíces profundas (1953) a la cabeza de las referencias. Así, ese militar asqueado con su pasado vendría a ser el equivalente del noble Shane enfrentado al cacique local que pretende imponer su ley a cuantos viven en él (en este caso la ley del terror: produce escalofrío el momento en que el comisario dispara contra el perro de uno de sus subordinados solo porque le ha ladrado), sin que falten la mujer endurecida por la vida que se enamorará de él (interpretada por la española Inma Cuesta) o el muchacho que lo idolatra. Es más, también está el equivalente del implacable sicario inmortalizado por Jack Palance, aquí el brutal amante de Inma Cuesta que, en un inesperado giro que resalta aún más la vileza de quienes gozan de impunidad en esos tiempos violentos, resultará ser su propio tío.
Ricardo Darín hace uso de un registro de tensa sobriedad que va más allá del que utilizó en El aura, puesto que aquí su forma de mirar a su alrededor casi sin esperar ver nada bueno o el gesto cansado con que hace frente de nuevo al violento destino delatan a un hombre que, aun resistiéndose a la definitiva muerte, quiere enterrarse en el olvido, dejar de ser alguien porque solo así encontrará la libertad que es lo único que ansía a esas alturas de la vida. Capitán Kóblic es un film denso e intenso, que vale lo que la forma de mirarse los personajes entre sí (unos anhelan el contacto de la amistad o del amor, otros solo conocen la desconfianza o el abuso del débil), admirablemente henchido de nobleza y dignidad, la de ese hombre que al final sabremos que se negó a abrir la compuerta del avión (lo había hecho ya demasiadas veces, se lamenta). La memorable resolución de los momentos de inevitable acción (todos ellos resueltos con notable contención) y la atmósfera de sucia vileza dentro de la cual Kóblic y aquellos que le importan procurar sobrevivir sabiendo que aun así tendrán que ensuciarse redondean los resultados de esta gran película, junto con El aura seguramente la mejor de todo este conjunto.
Creo que hay pocos intérpretes del cine contemporáneo que posean esa facilidad para dar vida a seres que —incluso aquellos en teoría menos recomendables o más misantrópicos— despiertan tanto nuestra capacidad de comprensión. El infeliz estafador que no es tan inteligente como cree, el hombre encerrado en sí mismo que un día se deja arrastrar por el vértigo de saber hasta dónde puede llegar, el secretario de juzgado que encuentra en un caso criminal el símbolo del profundo amor que no sabe verbalizar, el hosco ferretero que no sabe que solo está esperando una señal de ese absurdo azar que tanto le fascina para salir de su cascarón o el militar que lamentará el resto de su vida que una vez no estuviera a la altura de la dignidad que se espera de un ser humano. En todos ellos vibra ese factor en el fondo tan difícil de definir pero que distinguimos por encima de todo: ese ambiguo misterio que llamamos humanidad. La humanidad de un gran actor argentino llamado Ricardo Darín.
Gran actor y merecida reseña. Un talento no aprovechado al máximo, quizás la nacionalidad … Sí, «El silencio de sus ojos» es su gran película. Una historia, en la que se mezcla el drama, el suspense y el amor, encajados con gran habilidad dentro de un guión perfectamente estructurado. Darín destaca por su actuación natural, sin sobreactuaciones, muy bien dirigido. Y Soledad Villamil, maravillosa, una de mis debilidades. Tengo muy buen recuerdo de «El hijo de la novia» y de «El mismo amor, la misma lluvia», en una época en la que este tipo de películas me apetecían mucho. No he visto las otras a las que haces referencia. Quedan apuntadas.
Un abrazo
Muchas gracias, Javier. En efecto, un actor que se merece toda nuestra gratitud por la gran cantidad de buenos momentos que nos ha hecho pasar. Soledad Villamil está magnífica en «El secreto de sus ojos», y ahora creo recordar que también había aparecido con Darín en otro film de Campanella, el primero que los reunió y que tú mencionas, «El mismo amor, la misma lluvia», del que sin embargo yo no guardo tan buena impresión. Y lo mejor es que me quedan todavía unas cuantas películas prometedoras de Darín por descubrir, amén de «El Eternauta», serie a la que le tengo muchas ganas.
Otro abrazo para ti.
Buena noche, mi estimado señor de Fórmica. Acabo de ver el conversatorio que tuvo con la gente de El Tercer Piso y, primero, he de decirle que mi admiración por usted y su blog es mayor ahora. Segundo, comentarle que, de hecho, sí se ha publicado en español un libro de Johanna Schopenhauer, la madre del filósofo. Se llama «La nieve» y lo publicó la Editorial Periférica. Ojalá se anime a leerlo y reseñarlo para saber si las palabras de su hijo acabaron siendo ciertas. ¡Saludos!
Muchas gracias por sus palabras. La charla en El Tercer Piso es sin duda uno de los momentos que recuerdo con mayor cariño del curso pasado -como profesor, el tiempo no lo divido en años sino en cursos, claro. Muchas gracias por las noticias sobre el libro de la señora Schopenhauer. Es tanta mi curiosidad que lo acabo de encargar precisamente en la misma librería de la charla. ¡Un abrazo!