Las citas de páginas se corresponden con la edición de la novela en Alianza Editorial, número 1392 de su colección de bolsillo (Madrid, 1981), cuya portada reproduzco justo debajo.
Un viaje de invierno (1972) es la tercera novela regionata publicada por Juan Benet. Algunos críticos la sitúan como el cierre de una trilogía que habría sido iniciada por la seminal Volverás a Región (1968) y prolongada por Una meditación (1970). Sin embargo, otros —y yo coincido con ellos—, señalan que en realidad sería el capítulo central de un conjunto que forma ciertamente una trilogía pero que en realidad cierra La otra casa de Mazón (1973). Si lo creo más acertado es porque de este modo se diferencia radicalmente la primera novela de Benet de las otras tres, y ello por la sencilla razón de que ese libro inaugural podría decirse que contiene y anuncia a los siguientes, que se alimentan inevitablemente del incontenible tropel de hallazgos, incidentes, episodios y sugerencias que incluye. Eso sí, los tres libros se diferencian por evidentes peculiaridades textuales. El primero está formado por un párrafo continuo sin un solo punto y aparte hasta el final. El tercero utiliza fragmentos en prosa con otros de estructura teatral. Por contraste, el segundo parece visualmente más diáfano, puesto que presenta una división en capítulos y párrafos de diversa extensión, si bien también ofrece una singularidad: una serie de acotaciones marginales, o ladillos, que ribetean el texto a intervalos. Ahora bien, superando en mayor grado aún a las precedentes, estamos ante una novela que supone un subyugante ejercicio de indeterminación, de tal modo que el lector difícilmente podrá asegurar nada una vez concluida la lectura. Ahora bien, como intentaré justificar en las siguientes líneas, que el sentido real de lo que sucede (esta palabra tiene poca aplicación en Benet) sea difícil de concretar no quiere decir que el texto sea hermético. Bien al contrario, uno de sus grandes atractivos es que permite diferentes interpretaciones de los asuntos tratados a modo de bella metáfora de lo que el autor entendía por realidad: algo que nunca se construye de modo absoluto, y que por tanto no se aprehende nunca del todo. Una dimensión de la memoria, en suma.
Es verdad que son muchos los que han señalado que esta es la novela más críptica del autor. En realidad, cabe decir que a medida que añadía entregas a su ciclo Benet hacía cada vez más difícil la comprensión de sus textos: La otra casa de Mazón es bastante inextricable; En el Estado (1977), un presunto «divertimento» del escritor mientras se concentraba en su siguiente y más ambiciosa obra, lo es en aún mayor grado; y Saúl ante Samuel (1980) tiene fama de ser impenetrable, y ni yo mismo he conseguido todavía enfrentarme a ella (siempre es bueno guardarse un reto para el futuro). Esta novela fue una especie de punto final dentro de esa gymkhana de complejidad, pues los dos libros siguientes destacarían por su «legibilidad», primero El aire de un crimen (1980), en este caso por consciente intención del autor, al haber aceptado presentarla al Premio Planeta de ese año, y después el ciclo de Herrumbrosas lanzas (1983-1985), crónica de la guerra civil en Región que por su carácter (teóricamente) más narrativo así lo exigía.
Ahora bien, repito que Un viaje de invierno no tiene nada de incomprensible. Aun cuando el libro contiene todas las constantes estilísticas de Benet, comenzando por esas frases extenuantes que se alargan a base de interpolaciones a su vez repletas de interpolaciones (no me parece ninguna traición al texto decir que en muchas ocasiones es mejor aislar el cuerpo central de la frase y, una vez atrapado su sentido, leer las partes intercaladas o las apostillas), no por ello el texto resulta confuso. Los ladillos, desde luego, no dificultan la lectura: pueden entenderse (o no entenderse) como comentarios, complementos, puntualizaciones, reflexiones y referencias de varia índole. No es necesario atenderlos para comprender el cuerpo del relato: no lo interrumpen.
Eso sí, la novela hace honor al sentido con que Benet concebía la literatura y, por ende, a los lectores: aquella «debe arrancar al público de sus costumbres». Y si este acepta que se encuentra ante una historia en la que el argumento (la «información», decía él) no es su justificación, descubrirá que se encuentra ante uno de los mundos literarios más coherentes y absorbentes que ha dado nuestras letras.
Yo había leído esta novela hace varios años y ahora lo he hecho de nuevo, con una particularidad: concluida su lectura he vuelto al principio y, teniendo frescos muchos de esos elementos enigmáticos, el «repaso» inmediato clarifica mucho la comprensión al advertir que aquellos son mencionados de modo constante, hasta formar el clásico mosaico que visto de cerca confunde, pero que de lejos comunica toda su nitidez. Comprendo que es lícito defender que si una novela es buena no ha de pedir semejante condición. Yo a esto contesto que la riqueza de la literatura es la múltiple diversidad de temas y tratamientos que ofrece, incluso en la exigencia de esfuerzos distintos. A mí esa doble lectura inmediata me había sucedido antes con dos novelas, Rayuela, de Julio Cortázar y, claro, Volverás a Región. Y las dos veces el premio me compensó con creces
El punto de partida de la novela parece claro desde su mismo arranque. Una mujer prepara las invitaciones para la fiesta con que cada año, en marzo, celebra la llegada de su hija. El escenario de la acción es La Gándara, una finca en el valle del Torce, clásico espacio regionato que vivió tiempos mejores. Hay un segundo personaje, un criado que se ha empleado en la casa al inicio del invierno que ahora concluye y que, por tanto, ha de hacerse cargo de los preparativos de la fiesta. De hecho, el cuerpo de la novela sucede cuando la celebración es ya inminente, a partir de lo cual el autor marcha todo cuanto quiere hacia atrás o, por el contrario, da vueltas y vueltas sobre la misma situación dentro del típico tiempo estancado en que el pasado no siempre conduce directamente al presente o al menos no lo hace en línea recta.
Los nombres de esos personajes son peculiares. El de la hija, primero en aparecer, es Coré. El de la madre se hará esperar hasta el capítulo II (p. 52) y es Demetria (aunque una sola vez se dirá que también la llaman Nemesia). El criado se llama Arturo y el narrador nos informa que solo conoce de sí mismo ese nombre de pila. Sin embargo, la señora (y «sólo ella») sabe que su nombre completo es Arturo de Bremont, que enseguida reconoce que parece «poco adecuado a una persona de su clase». Un cuarto nombre es mencionado al tiempo que el de Coré y Arturo: es el del marido de la señora, Amat, en realidad apellido (el de la estirpe familiar a la que pertenece, que rechazó el matrimonio), que abandonó tiempo atrás la casa (tardará muchas páginas, pero se acabará sabiendo que lo hizo el mismo día de la boda) y que tiene consigo a Coré durante los seis meses del periodo invernal, transcurrido el cual esta vuelve con la madre. Se añade que esta separación forma parte de las capitulaciones de la separación.
Los nombres de las dos mujeres y la explicación de ese trato, por supuesto, remiten enseguida al mito clásico de Démeter, hermana de Zeus y diosa de la agricultura, cuya hija Perséfone (también llamada Coré), habida con el mismo Zeus, fue raptada por Hades, que se la llevó a su hogar en el inframundo. El desconsuelo de la diosa tuvo como consecuencia que las cosechas dejaran de florecer, de tal modo que el dios padre acabó interviniendo para obligar la devolución a su infernal hermano. Este, sin embargo, antes de irse Perséfone, la engañó para que comiera seis semillas de granada, lo cual la ató a su nuevo hogar, de tal modo que la muchacha debió dividir su tiempo, pasando los meses del invierno en el mundo de los muertos y el resto con su madre. Este mito didáctico servía para explicar el ciclo anual de la agricultura. A la vez, justificaba los famosos misterios de Eleusis.
Conociendo el interés del escritor por los mitos, Un viaje de invierno no extraña que en primera instancia parezca ser una versión de la antedicha historia. Y en efecto, podría señalarse que en parte lo es, porque esa celebración (que se produce significativamente con la primavera, en la tercera semana de marzo) puede ser considerada (me resisto a utilizar el fácil término interpretada) un correlato o un equivalente de los misterios eleusinos. En otro artículo he razonado el contenido mistérico de la literatura de Juan Benet, en el doble sentido de la palabra: por la sensación enigmática que desprende su lectura y por la instintiva consciencia de que la obra del autor se presenta ante el lector como una iniciación. No en vano él escribió reflexiones del tenor de que «la literatura debe arrancar al público de su costumbre». No en vano Javier Marías, el escritor más próximo al autor, del que fue buen amigo, ha declarado con acierto que la sugestión que despiertan las obras de Benet no está en saber qué está pasando o qué va pasar, sino en ese mero paso.
El eje de la narración que propone Un viaje de invierno se sitúa siempre en torno a esa fiesta, sus preparativos, sus posibles invitados, su desarrollo y su conclusión. Esa ocasión no tarda en investirse de una pluralidad de significados: tal vez su intención no sea tanto dar la bienvenida a Coré como reproducir la primera celebración habida en la casa, la de la boda, en cuya celebración un Intruso (Benet lo escribe siempre con mayúsculas), tal vez enviado por la familia del esposo, entró sin ser invitado y consiguió llevárselo con él. Por ello, es posible que la fiesta tenga por objeto cerrar el círculo y atraer de nuevo a Amat al lugar del que se marchó. Sin embargo, poco a poco el escritor va conculcando incluso esas certezas iniciales.
Por ejemplo, los enigmas en torno a la hija se acumulan de tal modo —el primero, su falta de comparecencia en persona— que enseguida el lector se pregunta si está ella realmente en la casa cuando se celebra la fiesta. Es más, en la parte final de la novela, el autor parece confirmar que es una mera invención de Demetria al escribir que Coré está «separada de ella seis meses al año por decisión de un juez que nunca falló el caso» o que ella «es más hija de la fantasía que de la carne» (págs. 150-151). En cuanto a la misma fiesta, pronto se atenúa su misma condición: parece que consiste sencillamente en estar en la casa, sin agasajo ni comida, todo lo más bebida (champán al menos) y frutos secos. En cuanto a los invitados, los datos se van suministrando de modo desconcertante: se señala que la invitación no es concreta, o directa, sino que aquellos acuden a un llamado que parece propio de la costumbre o del instinto; que portan un disfraz; que debe entenderse que ese acto tiene «un algo o un mucho de clandestino»… En el final, incluso, la teoría más firme parece convertirlos en un baile de espectros, en un conjunto de sombras que acude a una especie de conjuro, que serían las invitaciones enviadas por Demetria que ya se aluden en la primera frase de la novela pero que tal vez en realidad no llegan nunca a sus destinatarios.
En esta novela de sucesos que no se explican —la reticencia es una de las principales características de la narrativa benetiana—, es significativo que Arturo no haya sido contratado explícitamente, aunque varias veces se indique que Demetria tenía noticias suyas previas y que un cruce de miradas entre ambos (cuando esta hizo su última salida de la casa a la ciudad) ha bastado para que él, que también había oído hablar de la casa, la señora y la fiesta, intuyera que se le reclamaba. Una vez allí, el criado, a quien ella no da la menor instrucción, entiende que en la casa hay un orden: un orden inexorable en sentido kafkiano (Benet admiraba enormemente al autor de El proceso), que sin embargo él ha de deducir por mero instinto. Una vez más, al relatar esa particular manera de comunicación no verbal entre ama y sirviente, la novela manifiesta un sentido mistérico que crea la sensación de que continuamente nos hallamos al borde una revelación sustancial. A esto creo que cabe añadir un elemento de referencia ritual más, que une Un viaje de invierno con Volverás a Región.
La casa está aislada en el valle del Torce. Más allá de ella, se nos dirá, comienza el territorio montuoso de Mantua, donde se encuentran «los caseríos desperdigados de los Amat», pero que los conocedores del ciclo regionato asocian a uno de sus elementos mítico-legendarios más sugestivos: la misteriosa propiedad en plena montaña sobre la que pesa una inmemorial prohibición de entrada que se encarga de custodiar un guardián primigenio llamado el Numa, cuya misión es abatir de un certero disparo a cuanto intruso intenta penetrar en ella. En Volverás a Región, este elemento tenía una importancia fundamental: a modo de rito expiatorio, o como símbolo de la terrible degradación caída sobre la comarca tras la guerra civil, sus habitantes pasaban el tiempo esperando la llegada de algún forastero atraído por la leyenda y decidido a desafiar la prohibición, siempre con el mismo resultado, el disparo en la noche y el silencio posterior. El mismo final, inolvidable, de la novela participa de ello.
En parte sugestionado por la referencia a Mantua (el nombre del Numa o la evidente referencia al mismo figuran en algunos momentos del libro), me empeño en encontrar alguna relación entre el desafío de la ley de la montaña y la fiesta de Un viaje de invierno. El vínculo es el personaje del sirviente. Arturo (un hombre de edad media, dice el texto) ha ocupado su vida en media docena de empleos como peón en distintas granjas del valle del Torce, siguiendo siempre río arriba —Benet concreta: cada salto supone 10 km hacia adelante, cada seis u ocho años—, hasta llegar a La Gándara, la última casa de esa ribera, más allá de la cual solo quedan esos caseríos de los Amat y el monte terrible. En distintas ocasiones, las reflexiones en torno al criado apuntan a que su estancia en la casa es «el imprescindible aprendizaje para su futuro viaje a Mantua», y la celebración ha de señalar el momento en que ha de partir. ![]()
Además del mito y del propio mundo desarrollado en sus libros previos, debe señalarse otra fuente de inspiración para Benet. El título de la novela es el nombre de una famosa composición de Franz Schubert titulada precisamente así, Winterreise (1827), que el músico finalizó cuando ya se sabía próximo a morir de la sífilis que le afectaba desde años atrás. Schubert utilizó el conjunto de poemas del mismo nombre de Wilhelm Müller, otro artista de muerte prematura (ambos fallecieron a la misma edad de treinta y un años, con solo uno de diferencia entre ambos decesos). Los expertos —ya quisiera yo tener una mínima cultura musical para hablar en primera persona— señalan que el tema central de la obra es el amor no correspondido, y que las distintas lieder que la forman son reflexiones y sentimientos del hombre abandonado por la amada mientras pasea en pleno invierno, de tal modo que la atmósfera de desolación se funde con su propio dolor.
¿Hay algún paralelismo argumental que invite a creer que la relación entre las obras de Schubert y de Benet va más allá de cadencias y sugerencias? Cuando menos hay un quinto personaje que se añade a los anteriores y que, anticipado en distintos momentos —en uno de ellos (p. 55), sin que el lector pueda saberlo todavía, se recoge tal y como aparecerá en las líneas finales del libro—, cobra una atención protagonista en el capítulo central de la novela, el V, que el escritor distingue de un modo significativo: es el único que se presenta sin un solo ladillo. Se trata de un músico de Región, al que se le da el tratamiento de maestro, un artista de carrera precoz de cuya trayectoria Demetria, a distancia, ha permanecido siempre atenta y que, tras un viaje por Europa central, regresó para hundir su fracaso en la misma Región (en la ciudad), dedicado a dar lecciones mal remuneradas, saliendo pocas veces de su casa en el arrabal, abandonado a un «continuo e imperceptible deterioro». No hay la menor mención de que Demetria haya sentido algún tipo de atracción sentimental por él, pero sí es evidente que en esa vida de enclaustramiento ella contempla algún reflejo especular de su propia existencia retirada y de ahí nace cierto deseo inconcreto, y eternamente postergado, de prestarle alguna ayuda (por ejemplo, considerar en algún momento encomendarle la educación de la propia Coré o invitarlo a su fiesta anual).
Con estos mimbres narrativos (que para Benet, cuyas públicas invectivas contra el argumento como eje principal de cualquier novela, siempre fueron muy notorias), el escritor madrileño levanta una obra cuyo tema central, que estaba ya presente en Volverás a Región y que en general lo está en la práctica totalidad de sus novelas, son la Espera y su inevitable corolario, la Repetición. Por supuesto, también está presente el tema obsesivo de las narraciones regionatas, el de la Ruina, si bien en este caso se halla atenuado, concentrado antes en el fracaso que en la degradación, quizá porque, como dice un buen conocedor como Rafael García Maldonado, autor de un extraordinario estudio biográfico y literario sobre Benet, en esta novela no aparece la guerra civil y apenas se la menciona en algún momento.
Demetria ha convertido su vida en una eterna espera, con su severa vestimenta negra —en el lugar también la llaman la «oscura»— y su enclaustramiento no solo en la casa sino en su propia alcoba. Arturo de Bremont, mientras se desplaza por toda la casa y sus alrededores atendiendo a sus cuidados y reparaciones, también se halla en un estado de espera; en su caso, de tensa espera, ocupado en adivinar los deseos e intenciones de su señora a la vez que de tomar una decisión sobre su propio futuro.
Benet hace uso continuo del sugestivo recurso de la recurrencia, con evidente sentido anticipatorio. En primer lugar, de determinados elementos (que en buena ley podríamos llamar leit-motivs), que es evidente que poseen un propósito simbólico por mucho que este quede a la imaginación del lector. Uno de ellos es el bausán que la señora guarda siempre cerca de sí, una figurita humana compuesta de fibra vegetal (se encuentra en la portada de la edición de Alianza que es la primera imagen de este artículo) que aparece impregnada en cada aparición de una malsana aureola sexual. Otro es ese caballo que se va acercando a la propiedad en los días previos a la fiesta y que solo puede desplazarse con lentitud pues tiene trabadas las patas delanteras por una cuerda (por una maniota, escribe Benet, tan amigo de utilizar términos cultos que solo parece conocer él). Finalmente, son fundamentales esos grajos que parecen tan relacionados con el Winterraise de Schubert, que sobrevuelan continuamente La Gándara y se refugian en el cercano cañón que comunica la propiedad con el río, testigos a ratos curiosos y a ratos malévolos de cuanto sucede en la casa.
Otra recurrencia es el retorno periódico a episodios que han sido narrados con anterioridad y que se reproducen y reconstruyen. Por ejemplo, en el capítulo II la señora se asoma a la ventana abierta mirando hacia el horizonte —por donde acaba de distinguir al caballo— «con la cabellera suelta y la camisa descuidadamente abrochada», actitud que llama la atención de Arturo, testigo de esa aparición y consciente de que la propia señora ha tenido el buen cuidado de saberse observada, episodio al que se volverá en unas cuantas ocasiones más. Otro incidente versa sobre un papel vegetal transparente que el sirviente encuentra ante la puerta de entrada de la casa y que tiene escrita, en mayúscula, la palabra AMAT, que lleva en el acto a su ama, sorprendiéndola con el bausán en las manos. Y no digamos las periódicas referencias al avance del caballo hacia la casa, la bufanda olvidada por el Intruso en una de las fiestas, el uso comparativo de la imagen de una madre que reserva un regalo sorpresa al hijo primogénito que le ayuda a organizar los juguetes para sus hermanitos en la noche de Reyes o las alusiones a un esquivo espíritu de la porcelana que hay en la fiesta.
La ambigüedad acerca de lo que se nos está contando o sobre quién se está contando es otra constante de la novela. Un ejemplo fascinante tiene lugar con el momento en que el músico pasa a un primer plano. El final del capítulo IV nos sitúa ante Demetria atendiendo a la llegada de su futuro sirviente, en la noche, por el camino que lleva del río a la casa: como lo cita por su nombre, no queda duda de que es Arturo. El capítulo V comienza, en apariencia, por el mismo episodio, al hablar de la senda empinada y de la determinación de quien sube por ella. Sin embargo, en algún momento de esa descripción, el personaje que sube pasa de ser Arturo a ser el músico (esta ambigua identificación entre ambos tiene lugar en otros momentos de la novela) y, de hecho, en el final de la novela (nueva anticipación, pues) el músico acabará presentándose en la fiesta.
Esta transición extraordinaria subraya una sensación instintiva que acaba presentándose en el ánimo del lector: que todo cuanto sucede en la historia está repetido o se presiente que se repetirá. Y quizá el mismo escritor nos dé la clave cuando el narrador señala (en la p. 93 del capítulo IV) que «dos cadenas de hechos se están produciendo en cada momento, la segunda de las cuales lleva una vida subterránea e inadvertida para la historia». Lo que yo entiendo como una forma de clarificar, por una vez, un concepto muy benetiano: el de la porosidad de la realidad o del tiempo, que se revelan como una circunstancia inconcreta, dúctil, enigmática, que admite que suceda a la vez lo que debiera suceder en momentos diferentes.
Todo esto conduce a una conclusión: una cosa es que el escritor deje en la incertidumbre acerca de la explicación concreta de cada elemento que compone la narración y otra cosa es que la composición abuse arbitrariamente de esa inconcreción. De hecho, yo creo que Un viaje de invierno es la novela del autor que posee un mayor sentido de la progresión, y por ende de la lógica narrativa en el sentido tradicional del término literario. Y es que todas esas recurrencias, todas esas expectativas que se van presentando a lo largo de la novela terminan por concentrarse mágicamente en su último capítulo, el VIII.
[Quien no conozca el final de la novela debe dejar de leer aquí para no ver reducido el impacto que, pese a todo, posee esta conclusión]
El centro de este capítulo, por supuesto, es la celebración final de la fiesta, aunque cuando esta se produce acaba pareciendo, casi como se había ido sugiriendo en todas las páginas anteriores, que sus asistentes en realidad son solo sombras y espíritus. Benet lo señala con claridad: «todos ellos sabía de sobra que habían muerto» (p. 186). La mañana de la celebración es cuando la señora se asoma a la ventana, mirando al horizonte, con los cabellos y la indumentaria desarreglados. Es cuando el criado la contempla desde abajo y tal vez entonces sea cuando decide que es el momento de seguir río arriba hacia Mantua. La señora contempla al caballo que cada vez se acerca más y más a la casa y, sin aviso previo, es de noche y a quien está contemplando es al músico, que por fin asciende hacia el lugar. Que este no pueda ver a ninguno de los asistentes, aunque escuche su rumor y que, cuando abre el piano, sienta cómo todos se sientan a su alrededor, solo puede significar que quizá todas las fiestas han sido una sola, y mientras sus dedos tratan de tocar las teclas, estas se hunden solas como en una pianola y suena el vals que pensaba tocar.
Extrañamente como en el final de Cien años de soledad (1967), la mítica novela de García Márquez prácticamente coetánea de Volverás a Región, todo parece aceptar definitivamente la destrucción y la muerte: la del mismo músico, que no sabe que esa invitación es el final de sus años de fracaso en Región, la de la misma casa y sus invitados, de los que apenas quedan despojos (cabelleras, dientes, la bufanda que el Intruso dejó quién sabe cuándo, «un amasijo de tripas, lombrices, amibas o fetos» que tratan de formar, último misterio, una figura geométrica). Por último, a espaldas del músico por fin irrumpe el caballo en la casa, tal vez porque ese caballo, al que todo el rato han acompañado unas sempiternas moscas azules, tiene por nombre Muerte.