Jack el Destripador: sangre, tinta y celuloide (I)

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Suyo afectisimo, Jack el DestripadorComo tantas otras figuras extraídas de la realidad, de Julio César a Ricardo Corazón de León, de Abraham Lincoln a Napoleón, personajes demasiado conseguidos como para haber tenido sustancia real, Jack el Destripador parece hoy la creación de un escritor pulp o de un guionista de cine de terror. La sangre de los cinco crímenes atribuidos que cometió entre el 31 de agosto y el 9 de noviembre de 1888 en el londinense barrio de Whitechapel se transmutó pronto en tinta —no en vano el nombre se lo atribuyó, supuestamente, él mismo en una de las cartas que envió a Scotland Yard jactándose de sus crímenes— y enseguida en celuloide. Es imposible leer o escuchar su nombre y no pensar de inmediato en unas callejuelas húmedas y sombrías cubiertas por la espesa niebla que surge del Támesis, por las que avanza una figura embozada distinguida por un sombrero de copa y un maletín de mano y, tarde o temprano, se dibuja en el aire una veta de plata cubierta de líquido escarlata y se escucha el alarido de una mujer… No quiero a mi vez entregarme a vanas literaturas o a metáforas visuales que no me pertenecen. En las próximas líneas voy a acercarme a varias de las más relevantes (o eso creo) ficciones que ha creado la imaginación del hombre, con mayor o menor sujeción a los elementos reales del caso, hasta dibujar una figura que ha acabado siendo tan conocida en los anales del thriller y del terror como el doctor Jekyll y Mr. Hyde (con la que, en el fondo, tantos elementos comparte), Drácula o Sherlock Holmes, con varios de los cuales, no es de extrañar, ha cruzado sus caminos.

No es objeto de este artículo ni la exposición de los detalles del caso ni las teorías múltiples a que ha dado lugar, pero es evidente que un conocimiento de los pormenores básicos del mismo y de sus implicaciones enriquece cualquier acercamiento al famoso criminal, al multiplicar sus puertas de entrada. Recomiendo en cualquier caso una publicación actualmente en las librerías que es un magnífico resumen del mismo desde varios puntos de vista, en especial la crónica criminal, las claves esotéricas que diferentes autores han asociado a la misma e incluso una pequeña introducción a las obras de investigación (o de pura especulación) más significativas de su historial. Es el mapa de Londres de 1888 dedicado a Jack el Destripador, editado por MS Aventuras Literarias dentro de su memorable colección de planos de diversas ciudades y regiones del mundo relacionadas con escritores y obras fundamentales (el Dublín de James Joyce, el París de Los miserables o el Madrid de Galdós, Valle-Inclán o Emilia Pardo Bazán), que incluye un pormenorizado recorrido por el Whitechapel de los crímenes, un registro de los asesinatos e incidentes asociados a él (más allá de los cinco canónicos) y un fastuoso mapa de esas conexiones esotéricas a que me refería, que a Alan Moore le encantaría.

Seccion del mapa esotérico de MS Aventuras Literarias sobre Jack el Destripador

Las primeras apariciones reseñables del personaje no lo tienen como núcleo argumental, sino de modo secundario. Eso sí, se encuentran en dos grandes clásicos del cine mudo, ambos alemanes. El primero es El hombre de las figuras de cera (Paul Leni, 1924), un film formado por tres episodios, cada uno de los cuales ilustra una divagación de un joven escritor contratado por un feriante para que imagine historias acerca de las tres figuras de cera que componen su show. La tercera, protagonista del sketch más breve, es nuestro Destripador y lo encarna nada menos que Werner Krauss, es decir, el doctor Caligari del famoso film expresionista. El segundo es La caja de Pandora (G. W. Pabst, 1928) y el personaje aparece justo en la conclusión, por lo que mejor no decir nada más para quien no conozca la película.

The Lodger, novela fundamental del ciclo sobre Jack el DestripadorEn la conformación del mito cinematográfico de Jack el Destripador influye mucho una novelita que fue adaptada de modo profuso durante el cine clásico. Se trata de The Lodger y su autora es Marie Belloc Lowndes (1868-1947), una escritora inglesa increíblemente prolífica cuyo mayor éxito fue el que nos ocupa. Inicialmente había sido publicada en 1911 como un relato, pero ella misma lo fue ampliando hasta extenderlo a la definitiva versión de 1913. En español existe una antigua traducción (que es a la que yo tenido acceso) publicada en Argentina con el título de Un huésped excéntrico. Más reciente y disponible hay otra, de 2015, bautizada de modo más directo como El huésped, a cargo del sello Menoscuarto.

La escritora aborda la figura del Destripador mediante una identidad indirecta, tal vez para obrar con mayor libertad creativa puesto que a su planteamiento le importa poco la exactitud histórica en beneficio del suspense psicológico sobre el que se construye. Así, el asesino en serie de mujeres que tiene en pánico a toda Londres firma sus trabajos mediante una nota triangular que prende en la ropa de sus víctimas y donde se acredita como El Vengador. El núcleo de la trama se centra en una modesta casa de huéspedes, propiedad de un matrimonio de antiguos sirvientes, los Bunting, a donde llega una noche un nuevo y misterioso inquilino que, aunque parece un caballero, llega sin más posesión que un maletín del que se muestra muy celoso. Poco a poco, a la señora Bunting primero, y a su marido después, empieza a antojárseles que ese hombre, que se ha presentado con el curioso nombre de Sleuth (‘sabueso’ en inglés) y que tiene hábitos noctámbulos que concuerdan con los crímenes del Vengador, puede muy bien ser este.

Ilustracion de Henry Raleigh para el relato The LodgerPuesto que toda la historia está narrada desde el punto de vista del matrimonio, la figura del asesino (puesto que Sleuth en efecto será el criminal buscado por todos, algo de lo que pocas dudas hay desde el principio) importa menos que la angustia psicológica y moral que va arraigando poco a poco en esa pareja madura, vulgar, hostigada por la convicción de hallarse al borde de la miseria, para la que la llegada de ese inquilino que les paga mucho más de lo que ellos podían soñar supone la salvación material. La escritora utiliza muy bien, por ello, esa ambigüedad en la reacción de los Bunting (sobre todo de la esposa, que es quien primero concibe la sospecha) acerca de la posible identidad del recién llegado. Ella entiende bien que denunciarlo (y tiene a mano a un joven policía que los visita con asiduidad) es regresar a la zozobra vital, pero es mérito de la autora saber transmitir muy bien el modo en que la señora Bunting se justifica a sí misma (en su simplicidad, seguro que con sinceridad) la compasión a que le mueve ese individuo.

Esa compasión se debe en parte al patetismo que Sleuth desprende y que remueve en ella un instinto maternal no saciado (lo remarca sutilmente el hecho de que su esposo sí aportó al matrimonio una hija anterior, a la que es evidente que ella no quiere mucho). Y en parte también al hecho de que toda su vida ha estado acostumbrada a reverenciar la «clase», por lo que su instinto la mueve a proteger a ese hombre en quien distingue a un caballero… aun cuando sea de sí mismo. Por supuesto, el conflicto es insoluble y la novela ronda la tragedia moral, aunque no acaba de apurar todo lo que prometía, quizá porque la escritora tampoco posee la capacidad para hacerlo. Sin embargo, tanto la atmósfera de paranoia colectiva urbana de la que sus personajes son portavoces como el retrato de esas vidas que, por distintas razones, se encuentran al borde del abismo, componen una historia que se sigue con mucho mayor interés de lo que se esperaba.

La ultima edicion espanola de The LodgerEn cuanto a las circunstancias del Vengador-Destripador, Lowndes no concreta ninguna explicación de los motivos de su perturbación —aunque en el final no puede evitar dar una información innecesaria: es un hombre con antecedentes de insania criminal que había escapado un mes atrás de una institución mental— salvo una evidente obsesión por la impureza de la mujer, como delatan sus constantes lecturas en voz alta de pasajes de la Biblia que inciden en esa condición. Las películas ya se encargarían de dar una razón concreta, un trauma que justifique la saña criminal contra mujeres de vida alegre.

La historia sería llevada al cine cinco veces, las cuatro primeras en un lapso relativamente cercano, entre 1927 y 1953. En todas ellas se respeta el dramatis personae de la novela: el matrimonio de caseros, su hija Daisy (convertida en sobrina en las versiones americanas) y el mencionado policía que pretende a esta y, por tanto, aprovecha el caso que investiga como excusa para frecuentar la casa.

Poster británico de El enemigo de las rubiasQuien abrió la cadena fue nada menos que el gran Alfred Hitchcock en su tercera película, todavía en los tiempos del cine mudo y en su país natal, cuando no podía ni sospechar su futura relevancia en Hollywood. En España se conoce bajo el título de El enemigo de las rubias. El director, en su famoso libro-entrevista orquestado por François Truffaut, declararía que este fue su primer film «verdaderamente de Hitchcock». Y aunque no he visto los dos anteriores, es fácil comprender su afirmación, puesto que en él, además de soluciones de puesta en escena dignas ya del maestro en que se convertirá, figura ya su querida estructura de thriller (que utilizaba a modo de señuelo para el público que le permitiera deslizar en su interior toda una sugestiva variedad de planteamientos, entroncados con los más diversos géneros) e incluso el tipo de personaje más asociado a su filmografía, el falso culpable. Hitchcock también declaró que esto se debió no a una opción personal sino a la imposibilidad de presentar como un asesino a la estrella protagonista, el actor Ivor Novello, de tal modo que hubo que cambiar el final concebido por la novelista, que era el que también prefería el director. (Años después, en Hollywood, le pasaría lo mismo con Sospecha: los productores entendieron que el público no iba a admitir la culpabilidad de Cary Grant).

El enemigo de las rubias posee una introducción deslumbrante, con unos quince minutos iniciales dedicados a presentar la ola de paranoia pública que están provocando los crímenes a través de un encadenado de imágenes que parten del hallazgo de uno de los cadáveres, sigue con la difusión de la noticia y las reacciones del más diverso tipo que provoca y, por último, describe el escenario donde se centrará la acción, la pensión, y a sus habitantes. Todo ello antes de que aparezca el protagonista, es decir, la estrella de la película. Que un director jovenzuelo y con poca experiencia decidiera realizar tamaña transgresión es un indicador de la enorme personalidad con que ya contaba: Hitchcock sabía que era necesario expresar primero el estado de ánimo colectivo que justificará el desarrollo de la historia, así como describir a los personajes «normales» antes de introducir al supuestamente perturbado. Y es que el planteamiento del film ya es el tema que cohesiona toda la filmografía de Hitchcock: una reflexión sobre el eterno antagonismo entre la Diferencia y la Normalidad, que siempre se resolverá a favor de esta última, por horrible que pueda ser lo que en cada momento se considere normal.

Ivor Novello como el falso asesino de El enemigo de las rubiasAsí, el joven inquilino que llega de noche a la pensión —eso sí, mediante una presentación absolutamente genial, que compensa la supuesta tardanza en hacerlo entrar en escena— se remarca enseguida como alguien distinto: tiene rasgos y modales delicados; una sensibilidad chocante (enseguida hace retirar a su patrona los retratos femeninos que adornan su habitación y que esta considera el colmo de lo sofisticado); unas costumbres particulares (está en pie cuando todos duermen)… Encima, enseguida queda claro que la hija se siente atraída por él, estropeando a los padres el feliz porvenir de verla casada con alguien con una profesión tan segura y socialmente respetable como la de policía. De hecho, el elemento que acompaña al suspense, hasta el punto de interponerse muchas veces a aquel, es el melodrama sentimental: el policía, viéndose postergado, acabará haciendo suyas las sospechas de la patrona, lo que estará a punto de acabar con el linchamiento público del hombre sobre el que ha puesto el foco. Sin embargo, ya se ha dicho, el protagonista es inocente; sus salidas nocturnas y su misterio se corresponden con su propósito de localizar él mismo al asesino, puesto que la primera víctima fue su propia hermana. Y no tiene precio el significativo final que da Hitchcock al film: revelada finalmente su condición de hombre de alto nivel económico, los padres de Daisy (olvidado ya el policía, que ahora pasa a ser el pretendiente vulgar) se complacen con la mayor de las sonrisas en apreciar el lujo de la casa de su futuro yerno.

El éxito del film provocó un raudo remake en el mismo cine británico, ahora con el atractivo del recién conquistado. Se trata de El vengador (1932), de Maurice Elvey, película que desgraciadamente nunca he tenido ocasión de ver, en la que de nuevo Novello encarnaba el personaje central, por lo que una vez más volvía ser un falso culpable.

Jack el Destripador, de John Brahm, poster originalEl salto siguiente fue a Hollywood. En 1944, la Fox realizaba una versión cuyo título original es el mismo del libro, The Lodger, pero que en España se estrenó directamente como Jack el Destripador, sin inventarse nada puesto que el guion (del especialista, tanto en cine como en literatura, Barré Lyndon) directamente prescindía del subterfugio del Vengador para acudir al asesino original. El film compone un sugerente díptico con otra película espléndida, Concierto macabro (1945) —concebida sin duda debido al éxito del anterior título—, que comparten al guionista, al director John Brahm, al protagonista Laird Cregar y al secundario George Sanders, amén de ofrecer un planteamiento similar. Ambas giran en torno a la personalidad monstruosa que se encierra en el físico descomunal (1’91 m y 132 kg) y los modales ambiguamente melifluos de ese intérprete genial que fue Cregar, el cual, por desgracia, murió poco después, con tan solo treinta años, cuando todavía tenía tanto por dar. Ahora bien, aun cuando el espectador tiene claro desde el primer momento que el hombre que llega a la pensión no es quien dice ser (ha escogido su nombre, Slade, del de una callejuela cercana a la casa), el aire de profundo dolor que emana de él y el perplejo desvalimiento que tan bien expresa el actor despiertan una considerable compasión, induciéndonos al malsano deseo de que ojalá todo sea una confusión.

En la colisión del libro de Lowndes con el mito de Jack el Destripador, Lyndon respeta un elemento que a esa altura parecía irrefutable ante la exactitud quirúrgica de las brutales mutilaciones que el asesino ejecutaba sobre sus víctimas: convierte a Slade en un médico. Un médico cuya obsesión por las actrices —por razones de censura, la prostitución fue sustituida por esta otra profesión, casi con tan mala fama en la época victoriana como la primera: en la España nacional-católica incluso duró más tiempo— se debe a que su querido hermano, un pintor de talento, se degradó por culpa de una de aquellas, que lo acabó conduciendo al suicidio. La trama cambia la profesión de la hija (ahora sobrina) de los Bonting (el apellido sufre, seguramente por error, una ligera modificación: la u inicial se convierte en o), convirtiéndola en artista de music-hall, lo que permite a la actriz inglesa Merle Oberon brindar una composición deliciosa. La modificación es afortunada teniendo en cuenta el cambio de móvil del personaje, pues se enamora de alguien que bien podría convertirse en víctima suya, lo que lógicamente está a punto de suceder en la parte final, cuando se enfrenta al rechazo definitivo al descubrirse ante su amada.

Laird Cregar, impresionante Jack el DestripadorLa historia plantea de nuevo una situación triangular, pero en este caso es un acierto que el personaje del policía no resulte negativo (como en las películas inglesas) ni cargante (como en la siguiente versión) sino un profesional de atractiva personalidad. En buena medida, por supuesto, ayuda la excelencia del gran George Sanders en un personaje guasón pero no cínico, como era su especialidad, y por tanto hondamente preocupado por la detención del asesino. Hay una magnífica escena, que Lyndon retoma del libro de Lowndes, en que el policía lleva a Kitty al particular Museo Negro de Scotland Yard (en el que los policías exhiben como si fuera una sala de trofeos los vestigios de sus casos más famosos, incluyendo moldes del rostro de los criminales ahorcados), en la que su conversación salta de la descripción del lugar a la declaración romántica, dejando entrever no solo que, para él, lo profesional y lo personal están íntimamente ligados, sino lo que va ser la futura vida en común de tan dispar pareja. Por otra parte, es en esa escena donde el policía encontrará la clave que lo conducirá hasta Slade.

El director John Brahm trabaja de modo magnífico el fatalismo inherente a la historia y los elementos visuales asimismo imprescindibles en el mito (las calles húmedas invadidas por la niebla, las callejuelas solitarias en las que cada eco de pasos parece encerrar una amenaza…) mediante una puesta en escena que justifica su fama entre críticos e iniciados. Y vuelvo a recomendar: no debe pasarse la oportunidad de ver este título justo antes o justo después que Concierto macabro.

Poster de Man in the Attic

Casi diez años después, la historia fue llevada de nuevo al cine, ahora en términos más modestos, lo que seguramente explique que nunca fuera estrenada en España. El título cambia por el de Man in the Attic (1953), pero el punto de partida es el mismo guion de Barré Lyndon, oportunamente remozado en algunas circunstancias (y una nueva modificación en el apellido de los caseros: ahora son los Harley). La primera es que el trauma que ha perturbado a Slade es la figura de su madre, actriz de gran belleza y depravado egoísmo, que destrozó la vida de su padre mediante infidelidades continuas antes de abandonarlo y dejarlo a merced de la bebida. De hecho, la primera víctima del Destripador no es sino esa madre caída ella misma en la degradación, circunstancia en la que no se insiste mucho, lo cual la salvaguarda de incurrir en un inconveniente énfasis psicoanalítico pero que no puede ser más malsana y enfermiza. Es más, permite mejorar aún más la escena final (también heredada del film anterior) en que Slade se desmorona al ver el pícaro baile de su amada como un espectador más en la platea más del estrado: la expresión libidinosa que descubre en los hombres que pueblan la sala le hacen revivir el horror que padeciera su padre.

Jack Palance, otro soberbio Jack el DestripadorAl gran Laird Cregar lo sustituye otro actor no menos grande pero sí más conocido, Jack Palance, en su primer papel protagonista. Como Cregar, su mero físico ya crea el personaje: los rasgos angulosos, la nariz aplastada, el aspecto demacrado y la expresión torturada, lo que le permite tanto desprender una maldad salvaje como una turbulenta angustia existencial. Eso sí, hay en él mucho menor encubrimiento que en Cregar (este más tortuoso), lo que hace que desde el primer momento parezca mucho más vulnerable (por ello, o porque el actor Byron Palmer no permitía otra cosa, el policía tiene aquí menos relieve, aun cuando sea también quien dé con la clave). Esta vez su identidad no es falsa: Slade es su verdadero nombre y es patólogo tal como alega ante los Harley, actividad que justifica sus salidas nocturnas (es entonces cuando acude al hospital a realizar con tranquilidad sus experimentos). Ahora bien, Palance no puede evitar resultar amenazador en un sentido más puro que Cregar, como si en todo momento estuviera a punto de perder los estribos. Es mérito del actor que, a la vez, transmita una dignidad herida, que brilla en la escena en el Museo Negro, que aquí cuenta con su presencia, lo que es todo un acierto, ya que permite realizar una amarga crítica de que la policía (el elemento de represión legal de la sociedad) se permita recrearse de tal modo en sus triunfos mediante la reducción de los criminales a meros objetos de exhibición, como un zoológico que los convierte definitivamente en bestias a las que fue lícito exterminar, negando cualquier elemento, aun pequeño, de humanidad en aquellos. El dolor de Slade, que tal vez intuye que él mismo acabará de algún modo en esa exhibición, transmite una indignación moral que no puede serle indiferente a cualquier espectador con sentido ético. He ahí la grandeza de Man in the Attic.

Man in the Attic cuenta, además, con una realización espléndida por parte de otro director poco conocido, incluso aún menos que Brahm aunque esté siendo adecuadamente redescubierto en los últimos tiempos, el argentino Hugo Fregonese. Y una última y estremecedora circunstancia: la coprotagonista, la irlandesa Constance Smith, aquí espléndida, acabó teniendo un destino muy parecido al de esas actrices en decadencia a las que mata el Destripador (por ejemplo, la que viene a verla la noche del estreno de su espectáculo, por la que siente una enorme compasión), pues su carrera se truncó pronto, cayó en el alcohol y desarrolló una existencia turbulenta hasta morir pobre y olvidada en las calles de Londres allá por los años ochenta.

Constance Smith y Jack Palance en Man in the attic

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 Responses to Jack el Destripador: sangre, tinta y celuloide (I)

  1. Avatar de Renaissance Renaissance dice:

    Jack el destripador ha vuelto a salir hace poco por las redes porque supuestamente, han descubierto su identidad (cosa a la que no presto atención porque es más que probable que el documental en cuestión sea una nueva recopilación de teorías. No es de los personajes sobre los que más haya leido, salvo por From Hell, lectura casi obligatoria por lo detallado de ese Londres peor que cualquier asesino, y una pelicula que me viene a la cabeza, Al borde de la locura, donde Anthony Perkins interpretaba a un personaje mitad Hyde, mitad Jack el destripador. De nuevo, no había visto ninguna de estas versiones por mi escaso contacto con el cine clásico. Aunque también es inevitable señalar la relación ficticia que con el tiempo se ha ido desarrollando entre Sherlock Holmes y este Jack, ya convertido más en una idea, como el Springheeled Jack que había aterrorizado la ciudad hace decadas, que en un personaje real.

    • En la segunda entrega de este artículo hablo extensamente de «From Hell», claro, una aproximación imprescindible al mito de Jack el Destripador. No he leído mucho más, eso sí: un famoso cuento de Robert Bloch que lo mezclaba con la ciencia ficción y un libro español, muy bueno, con el que cerraré esa entrega. Para mí Jack es ante todo un personaje de cine, por tanto.

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