Aspectos generales Las novelas I II
Los cien mil hijos de San Luis. En el Congreso de Verona de 1822, las potencias absolutistas (con la aquiescencia de Inglaterra) habían decidido la intervención en España. Bajo el mando del sobrino de Luis XVIII, el duque de Angulema, un ejército francés que fue bautizado como indica el título del libro, entró en la península y, aprovechando la enorme división entre los liberales y la tibieza de la reacción del pueblo, «liberó» al rey Fernando, al que se había conducido, triste ironía, al Cádiz donde había sido aprobada la constitución tan odiada por él. Este es el episodio histórico que sirve de marco a la acción. Galdós, necesitado de un personaje que se mueva entre las bambalinas del bando absolutista, concede el protagonismo a Genara, que reaparece en la serie convertida en una mujer de mundo consciente de su poderío entre los hombres. Así, en el tal vez más insólito cruce entre Historia y Ficción de toda la serie, comisionada por los partidarios de Fernando, Genara se entrevista con el mismísimo Chateaubriand, hoy ante todo el insigne escritor de las Memorias de ultratumba, entonces ministro de Asuntos Exteriores y el más firme partidario de la intervención, quien no duda en darle a la mujer la razón de esa postura: atemorizar a los revolucionarios que pueden hacer más daño a Francia, los propios y los italianos. La pobre España, víctima de intrigas nacionales.
Genara no es solo la protagonista del relato, sino que además lo cuenta en primera persona —salvo algunos capítulos en que, por necesidades del argumento, se recupera la tercera persona—, con lo cual el escritor introduce a un segundo narrador subjetivo dentro de la serie, y lo hace mediante el registro adecuado. Nada más delicioso que comparar el tono de los dos relatos subjetivos de la serie, el de Pipaón en los libros segundo y tercero, y el de Genara. Siendo los dos encendidos partidarios del absolutismo (Pipaón, en realidad, del absolutismo y de lo que sea menester), lógicamente la voz es muy diferente. Al tono untuoso y solapado del cortesano le sucede la desembozada franqueza de una Genara que se desnuda con admirable sinceridad, no teniendo el menor remilgo en confesar todas sus acciones, las veniales y las reprobables, incluso muy reprobables.
En su relato, Genara rellena huecos ignorados (aunque intuidos) por el lector. Enviada a Madrid desde la Francia donde se había instalado tras la ruptura con su marido, en efecto tuvo parte en la conspiración del 7 de julio y después se marchó de Madrid con el reencontrado Monsalud. Ya sabemos que Genara carece del menor sentido del equilibrio en sus sentimientos. Y si antes odió a Monsalud hasta el punto de desear verlo morir ante sus ojos, ahora lo ama con toda su alma. Ahora bien, de acuerdo con ese matiz sadiano que recorre siempre a la mujer, su pasión no debe entenderse en un sentido meramente romántico sino turbiamente sexual. Genara no es Solita, y aunque estima sus dones muy por encima de los de esta muchacha insignificante, su instinto de mujer enamorada le avisa a la primera de que es probable que su Salvador acabe dejándose ganar por la promesa de amor estable de aquella una vez se disipe la tentación del amor tumultuoso y aventurero que implica ella misma. Por tanto, no le temblará el pulso para enviar a la muchacha muy lejos de ese Madrid donde sabe que Salvador está a punto de llegar, mintiéndole sobre la ubicación de este.
Ahora bien, es cierto que Genara y Monsalud tienen mucho de almas gemelas. Como mínimo, las vidas de ambos están recorridas por la misma sensación de fracaso en cuanto emprenden. De hecho, el núcleo del episodio es la imposibilidad de disfrutar de su reencuentro, pues enseguida las circunstancias se empeñan en separarlos. Así, nada más abandonar Madrid, tras unos breves días de dicha, Salvador es aprisionado por una de las partidas levantadas en Aragón a favor de la causa absolutista y vuelven a separarse. Genara regresa a la península siguiendo el recorrido de los nuevos invasores, pero más que como testigo del triunfo de su causa va como mujer en busca de un hombre, pues Monsalud, con el régimen liberal en peligro, ha vuelto a asumir su compromiso político y recorre el país con la misión gubernamental de hacer reaccionar a sus habitantes contra el invasor. Es un notable recurso, por ende, el que Galdós iguale a las dos mujeres que aman a Monsalud repitiendo la misma estructura narrativa: si en Siete de julio era Solita quien marchaba tras su amado en medio del vértigo de la sublevación fernandina, ahora es Genara la que hace lo propio, solo que en un contexto aún más amplio y dramático.
Los cien mil hijos de San Luis mantiene sin desmayo el tono mayúsculo de los previos episodios nacionales. El encanto de su personaje central es irresistible, y resulta una delicia ver cómo se maneja sin dudar nunca en medio de circunstancias que a cualquier habrían detenido, utilizando tanto sus contactos en el medio absolutista como su capacidad para manipular a los hombres. Galdós se permite una entrañable libertad a este respecto. En este episodio aparece Calomarde, el siniestro ministro de Gracia y Justicia que ha entrado en la mítica histórica por la frase con que aceptó la bofetada que le diera la infanta Carlota, en el palacio de La Granja, por su participación en el intento de devolver la sucesión a don Carlos en detrimento de la niña Isabel. Hoy parece que el famoso «Manos blancas no ofenden» es puramente apócrifo; mas Galdós hace que el personaje se lo diga, antes que a nadie, a la misma Genara cuando esta lo echa con cajas destempladas de su salón.
Por lo demás, el personaje ha ido creciendo con respecto a la muchacha unidimensional que conocimos en El equipaje del rey José. En el contacto cotidiano con los suyos, descubre que la mezquindad no tiene patria ni ideología. «Las cuatro quintas partes de las reputaciones morales no significan otra cosa que falta de datos para conocer a los individuos que se pavonean con ella», señala, y es prueba de lucidez que no se engañe sobre sí misma: también ella aprovecha las brillantes apariencias para conducirse del mismo modo artero. No hay que olvidar que, en este caso, la narración está datada por su protagonista: es un escrito realizado muchos años después de producidos los acontecimientos, desde un retiro dorado del que ha sido excluida la felicidad. El episodio, por tanto, concluirá del modo más lógico: Genara no llegará a reunirse con ese hombre al que arrastra una vez más el tráfago histórico de esa pobre España desgarrada definitivamente en dos naciones enfrentadas, aunque en este caso sea por la intervención de un ejército invasor del mismo país ante el que, diez años antes, no dudaron en unirse.
El terror de 1824. Si yo tuviera que elegir uno de los diez títulos como la obra maestra de la serie, creo que sería este. Y si es así, se debe a que Galdós no solo consigue fundir en su grado máximo la peripecia de los personajes en el contexto histórico sino que alcanza el mayor grado de emoción dramática. El contexto lo permite: estamos en el momento en que Fernando, recién recuperado el poder absoluto y haciendo caso omiso de las recomendaciones de generosidad de los franceses, ordena el castigo de todos aquellos que han jugado algún papel contra él en el Trienio. No en vano el libro se inicia con la llegada a Madrid, enjaulado, de Riego, el militar más odiado por el rey pues fue su pronunciamiento el que dio pie al periodo constitucional, y pocas páginas después será ahorcado después de recibir la ignominia pública delante de esas masas a las que, como a todas las masas de la historia, parece valerles el panem et circenses. Una Comisión Militar dirige la conscripción y su jefe, Francisco Chaperón (otro personaje real que Galdós dibuja con maestría), sin respetar la menor apariencia de justicia, se encarga de cumplir las cuotas de condenados que le exigen no solo el rey sino ese grupo de exaltados que, regresado el viejo orden, no están dispuestos a permitir la menor tibieza. A estos, a no tardar mucho, el mismo rey les parecerá blando y comenzarán a organizarse en torno a su hermano don Carlos. De momento, la descripción que hace Galdós del ambiente de terror en que se desarrollan los acontecimientos es, al par que espeluznante, tristemente patética por cuanto la debilidad española por la componenda marca buena parte de los procesos: como siempre, quien tiene algún valimiento sobrevive; el que no, recibirá con saña el castigo.
Estamos en el segundo de los diez libros de la serie en que Monsalud no aparece. Está en Inglaterra, y desde allí demanda a Solita que se reúna con él. Sin embargo, cuando parece que por fin la felicidad se cierne en el horizonte, será esta quien sufra los embates de la Historia. Galdós coge a dos de sus personajes del Trienio, antiguos milicianos, para hacer descargar sobre ellos el peso del Terror, el maestrillo Sarmiento y el comerciante Cordero. El uno se ha convertido definitivamente en un sujeto grotesco, un orate que no duda en ir por las calles demandando su inmolación entre vivas a la constitución, enloquecido por la muerte de su único y amado hijo en la campaña de los cien mil hijos de San Luis. El otro se beneficia de tener amigos (nada menos que Pipaón, que en este libro manifiesta el primer comportamiento digno de la serie) y es así que consigue ser amnistiado y regresar a Madrid a ocuparse de su negocio. El personaje que vinculará el destino de los dos antiguos milicianos no será otro que Solita.
De entrada, Galdós nos sorprende con un precioso tercio inicial, digno de Dickens, que narra la abnegación con que la muchacha, de regreso en la capital tras la mala jugada que le hizo Genara en el capítulo anterior, recoge a su antiguo vecino Sarmiento, cuando este ya se hallaba al borde de la aniquilación física y moral, y con su abnegado cariño lo devuelve a la vida y a la cordura. A la vez, Solita se ha ganado el cariño de la familia Cordero al hacerse amiga de la hija mayor. Una sucia intriga provocada por un pretendiente despechado de esta —en la que juegan un papel esencial las cartas recibidas por Solita desde Londres por Salvador, que incluían, fatalmente, misivas para familiares y conocidos de los exiliados— termina primero con Cordero y su hija en prisión; enseguida con Solita, que se inculpa enseguida para exonerar a los anteriores; y por último, con Sarmiento, perjudicado por su insano alarde constitucionalista. Las páginas que tienen como foco los manejos de la Comisión y las presiones que sufre Chaperón por todas partes forman parte del retrato más descarnado que se haya hecho nunca de las vilezas del siglo diecinueve español, por su triste verismo. En el juego de recomendaciones y compensaciones, quien acabará convertido en definitivo chivo expiatorio, pues alguien debe pagar por todos, es el pobre Sarmiento.
Con conseguido sentido dramático, urdiendo un complejo tapiz de entradas y salidas, conectando de modo extraordinario elementos y relaciones que se habían ido forjando en los anteriores episodios —puede decirse que, salvo Monsalud, aquí aparece la práctica totalidad de personajes de la serie, incluida Genara (que aboga por Solita, remordida por su conciencia) y su marido Carlos (es quien da entrada a Riego en la capital)—, Galdós mantiene en perpetuo estado de vilo a los lectores en la segunda mitad de la historia, siempre con Dickens como principal fuente de inspiración para el tono narrativo (no era la primera ni sería la última vez: recuérdese que uno de sus primeros trabajos había sido la traducción del Pickwick). Y la novela concluye con uno de los episodios más memorables de la serie: la estremecedora pasión y muerte de un Sarmiento a quien el escritor convierte en sus horas postreras en un émulo del mismísimo don Quijote, el loco que alcanza la lucidez antes de morir y con ello acaba cuestionando la cordura, y el orden moral, del mundo que está dejando atrás.
Un voluntario realista. Después del paroxismo emocional provocado por El terror de 1824, el octavo episodio diríase un paréntesis en el conflicto de los personajes centrales. El escenario cambia de Madrid a Cataluña, pues Galdós se centra ahora en las revueltas absolutistas que tuvieron lugar en el noreste de la península y que fueron el preludio directo de las guerras carlistas. El lugar principal es la ciudad de Solsona y en concreto un convento de monjas dominicas, San Salomo, espacio en el que se va a desarrollar un curioso conflicto que tiene como protagonistas a dos personajes por completo nuevos y que no volverán a aparecer en la serie. El primero es un muchacho, Pepet Armengol, conocido como Tilín, criado en el convento y convertido en sacristán del mismo, cuyos juveniles sueños de gloria militar lo conducen a la causa absolutista, no por convicción política sino porque en ella encuentra el desahogo guerrero que precisa. El segundo es una monja, sor Teodora de Aransis, también firme defensora de la causa, que destaca en la galería de personajes femeninos de Galdós justificando que el autor fuera una de las bestias negras de los clericales hispanos. Se trata de una religiosa de enorme belleza que, todavía joven pero ya tras largos años de profesión eclesiástica, descubre que su vocación ha sido un espejismo provocado por un misticismo adolescente que alimentó su familia y ahora se siente ahogada entre los muros del convento. Su entrega a la causa es una forma de sublimación de sus anhelos de vivir en el siglo que, sin embargo, acaba también por revelársele como un amargo sustitutivo de la vida real.
El muchacho introvertido y feroz tampoco encuentra en la guerra el destino que esperaba: la envidia ante sus cualidades militares lo lleva enseguida a la postergación. Y entonces su único objeto en la vida pasa a ser esa monja a la que admira desde niño (su obsesión fetichista es el recuerdo del día en que vio cómo le cortaban sus bonitos cabellos para iniciar su vida en la fe), a la que convierte en objeto de deseo romántico, lo cual, como es natural, espanta a sor Teodora.
El marco concreto en que se desarrolla esta historia es la rebelión de los agraviats que estalló en la Cataluña rural en el otoño de 1828 (en la que, triste y significativamente, quienes se rebelaron contra el rey —por parecer «poco» absoluto— fueron buena parte de los mismos guerrilleros que se habían alzado en su nombre contra Napoleón) y que Fernando controló con relativa facilidad al presentarse él mismo en el principado, en lo que fue su último viaje triunfal por su reino. La conexión con el resto de la serie es la presencia de Salvador Monsalud, con el nombre falso de Jaime Servet, que se pasea por tales andurriales enviado una vez más por los exiliados liberales, que quieren información de primera mano acerca del carácter de esas rebeliones que están estallando en España. Lógicamente, Monsalud/Servet se espanta al descubrir que los rebeldes tienen un concepto todavía más cerril del absolutismo que los propios fernandinos y no le queda otra que intentar pasar desapercibido y regresar al extranjero. Sin embargo, será reconocido nada menos que por su némesis, Carlos Navarro, y entregado para ser fusilado como notorio traidor. En esto Galdós respeta los hechos históricos: quienes acabaron sufriendo los mayores castigos por esas rebeliones fueron aquellos liberales que todavía quedaban a mano.
Sin figurar entre lo más destacado de la serie, Un voluntario realista se lee sin suspender nunca el interés (la parte en que Monsalud intenta eludir su captura por parte de los hombres de Carlos tiene un conseguido aroma de novela de aventuras) y en ocasiones despierta una indudable sugestión, sobre todo cuando se centra en la figura de la monja angélica. La figura gallarda de Monsalud (tan irresistible para casi todas las mujeres de la serie), que encuentra un momentáneo refugio en su celda, termina por quebrantar las convicciones de sor Teodora. Salvador pasa a convertirse en la inesperada pieza central en la resolución de las relaciones entre los dos personajes centrales del libro. Tilín intenta secuestrar a la monja y llevársela a su refugio en las montañas. Liberada casualmente por la llegada primero de los guerrilleros de Carlos y después por las tropas realistas, sor Teodora utilizará a ese muchacho al que ha fascinado para salvar a Monsalud de su destino final. Convencido por su para él dulce monja de que la única forma de ganarse su amor, aun celestial, es sacrificándose por el prisionero —al que ella hace pasar por un hermano descarriado en un ejercicio de manipulación dolorosamente desgarrador, pues el mismo espectador, que quiere libre a Salvador, se pone del lado de sor Teodora en tan infame engaño—, Tilín lo reemplazará ante el pelotón de fusilamiento, ignorante de la sustitución, solución argumental para la que Galdós se inspiró en Historia de dos ciudades: siempre Dickens. Una vez más, un episodio acaba de modo desolador, con sor Teodora sabiéndose condenada al remordimiento y la expiación por la muerte que ha provocado, y ya totalmente segura de que la fe no habrá de prestarle el menor consuelo.
Los apostólicos. La acción de este penúltimo episodio se inicia en diciembre de 1829, cuando la última de las esposas del rey Fernando, la napolitana María Cristina, entra en Madrid. El reinado inicia su etapa final. Con el rey cada vez en peor estado de salud, mas recobradas sus ilusiones con la joven esposa y la pronta llegada de la ansiada descendencia, la situación del país entra en un remanso aletargado. La aprobación de la Pragmática Sanción, que suprime la Ley Sálica (mediante la cual los Borbones habían vetado el acceso al trono a las mujeres) para otorgar todos los derechos a su hijita Isabel termina por decidir a quienes ya reciben el nombre de apostólicos. Para estos, solo queda esperar la muerte del enfermo rey y proclamar soberano a su hermano don Carlos, cuyo concepto de la monarquía es bien sencillo: la unión del Altar y el Trono bajo la preeminencia moral del primero. Sus partidarios están seguros de tener el apoyo principal del ejército e incluso del pueblo. Después de todo, los liberales siguen siendo oficialmente los grandes enemigos y el ministro de Gracia y Justicia, Calomarde (un flagrante apostólico), está recrudeciendo las persecuciones.
Sobre el arco cronológico que va desde esa llegada a los famosos sucesos de La Granja —cuando los apostólicos, con la intervención fundamental de Calomarde, consiguieron del enfermo Fernando la derogación momentánea de la Pragmática—, en septiembre de 1832, se desarrollan los acontecimientos de Los apostólicos. Estamos ante una obra maestra de una libertad compositiva sin igual en la serie, sin un firme hilo argumental que fije a todos los personajes. El episodio da cabida al registro político, al retrato costumbrista, a la crónica literaria (en concreto de la primera generación romántica, entrando en escena los Espronceda, Ventura de la Vega, Patricio de la Escosura o el mismo Mesonero Romanos, que tanta información dio a Galdós sobre la época), a la intriga sentimental, incluso por qué no, al relato crepuscular.
En este último sentido, nuestros protagonistas hace tiempo que han dejado la vida activa: al igual que los actores políticos, diríase que están como a la espera. Solita ha sido acogida en el hogar de los Cordero, convirtiéndose en una segunda madre para los hijos pequeños del enviudado don Benigno, y en el digno comerciante nace la ilusión de que la muchacha se case con él. Solita no tiene noticias de Salvador desde hace dos años: ¿por qué no aceptar definitivamente su papel en ese hogar, después de tantos vaivenes en la vida? Genara vive en Madrid. Mantiene tertulia y sigue teniendo el mismo éxito de siempre, pero hace tiempo que no le satisface: incluso su bando de siempre, el ahora llamado apostólico, le provoca un infinito hastío.
¿Y el hombre por el que ambas han suspirado siempre? Una vez más, Galdós juega al ocultamiento. Durante medio relato, Genara, ayudada por Pipaón, busca por toda Madrid a Salvador, al que cree en la ciudad. Y en efecto, allí está. Sin embargo, Salvador (escondido bajo su alias de Jaime Servet) ha abandonado para siempre su papel de conspirador. Aprovechando la influencia de un último protector (Alejando Aguado, el factótum de Fernando VII en París para los empréstitos internacionales), ha regresado a España sin más objetivo que arreglar definitivamente su situación para poder vivir en paz. Es un hombre a quien el dolor y las decepciones han envejecido prematuramente: con realismo, Galdós deja bien claro que el héroe romántico ya no es tan gallardo, pues con los años ha engrosado el talle (también Solita, cuidado). Y aunque mantiene firme su fe en la libertad, estima con lucidez (vuelvo a insistir: la lucidez de Galdós) que el definitivo arraigo de ese ideal es muy difícil en España, por cuanto todos quienes tienen convicciones políticas, defiendan lo que defiendan, actúan inevitablemente bajo la tentación del autoritarismo.
Galdós marcha de escenario en escenario, coge a un personaje y lo abandona por otro, o los reúne. Con malicia hace coincidir varias veces a Solita con esa mujer a la que tiene por su ángel malo, Genara. Y no sabe hasta qué punto: si no ha tenido noticias de Salvador en esos dos años es porque el siempre falaz Pipaón (al que, sin embargo, es imposible detestar), encargado de darle las cartas que aquel le escribía, se las entregaba a la alavesa. El resultado es una vez más desalentador: Salvador, consciente por fin de que la única ilusión de su vida es fundar un hogar y con quién mejor que con ella, la pedía en matrimonio en esas cartas que no llegaron a su destinatario. Así, cuando aparece en persona para ratificar la petición, es demasiado tarde. Solita ha aceptado la proposición del comerciante y ella solo tiene una palabra. Genara, con malicia pero también con admiración, le había dicho poco antes que la ocupación de su existencia siempre habría de ser el sacrificio por los demás.
El capítulo en que, después de tantas páginas esperándolo, por fin se produce el encuentro entre los dos personajes está bañado en una profunda tristeza, posee un sentido elegíaco y un lirismo sencillo que emanan no del pobre Salvador sino de Solita, que domina con su grandeza moral toda la escena. No es él quien pierde (aunque lo pierde todo) sino ella, porque era ella, el único ser que nunca falla a nadie en toda la serie, la que merecía haber obtenido al menos la satisfacción final de sus ilusiones.
Ahora bien, no todo es tristeza en el curso de sus páginas. Ya he señalado la diversidad de registros de este soberbio episodio. Y en él hay un espacio para introducir un último personaje memorable. Se trata de don Felicísimo Carnicero, agente de asuntos eclesiásticos cuya casa (un inmueble ruinoso en el que parece reinar la entropía) es el centro de las intrigas apostólicas. El retrato del personaje, como señalaba en el artículo introductorio, es hilarante, por el afortunado uso del fósil como metáfora de su persona. La guasa del escritor es inigualable. Don Felicísimo tiene todas las noches tertulia con varios destacados correligionarios, pero es tan tacaño que escatima la iluminación, reducida a unas velas. Así, mientras en la conversación se defienden los principios más carcundas, la luz se va apagando hasta dejarlos a oscuras. La función de este hombre-fósil en la trama no es aleatoria: en su papel de conseguidor, él es quien arregla definitivamente la situación de Salvador y quien brinda refugio momentáneo en su casa a Genara (a quien tiene lógicamente por una de las suyas) cuando esta se entera de que se ha ganado las iras del mismísimo Calomarde. Y allí es donde se produce el último encuentro entre Salvador y su más antiguo amor: un encuentro que carece de la grandeza emotiva porque ambos saben que lo que hubo entre los dos no es suficiente ni para entablar un presente ni para garantizar un futuro. Tal vez ella, si se lo propusiera… Pero el momento ha pasado y solo quedan unos cuantos recuerdos, unos mejores, otros peores. El crepúsculo, repito, es un elemento metafísico que se apodera de varios de los mejores momentos del episodio y lo envuelven en una atmósfera de inigualable pesar.
Un faccioso más y algunos frailes menos. Terminada la lectura de la serie, me planteo que si Galdós la hubiera cerrado en el anterior episodio, componiendo un poco las últimas páginas, el final habría sido rotundo, extraordinario. Leído el último, pienso que lo que se cuenta aquí no era absolutamente necesario, aunque todavía contenga páginas magníficas. El mismo autor refirió a su editor —lo vuelve a contar Yolanda Arencibia en su biografía sobre el escritor— que su redacción le había costado más que la de ningún otro. Es posible que su cabeza bullera de proyectos de muy índole distinta: después de poner punto final a esta serie, Galdós comenzaría una forma nueva de novelar, que lo conduciría a sus obras maestras de la década de los ochenta. En cualquier caso, el episodio adolece de un grave defecto, la dispersión. Si en Los apostólicos destacaba la forma en que Galdós hilvanaba tonos y episodios muy diferentes entre sí, aquí sucede justo lo contrario: el cambio de escenarios y situaciones carece de equilibrio; el ensamblaje se adivina trabajoso, como si el escritor hubiera cambiado varias veces sobre la marcha lo que quería contar, seguramente inseguro de estar acertando.
El contexto histórico, lógicamente, es el final del reinado de Fernando, con su muerte, y el agitado inicio del de la niña Isabel, con el inmediato estallido de la rebelión carlista. El faccioso aludido por el título es don Carlos: ese remoquete despreciativo se lo dio Martínez de la Rosa, pronto presidente liberal (pero muy conservador) de María Cristina. El segundo término del título recoge uno de los episodios más atroces del inicio de la Regencia, la matanza de frailes en la capital que tuvo lugar en julio de 1834, cuando el pueblo bajo, azotado por una virulenta epidemia de cólera (y sin duda hostigado por la inseguridad política), culpando al clero de envenenar las aguas de Madrid, realizó una matanza de al menos setenta religiosos. Este episodio, en concreto, supone tal vez el punto más discutible del libro, porque el escritor, que le dedica mucho espacio, no consigue hacerlo necesario como hasta entonces había sucedido con cualquier episodio histórico.
Al llegar a este volumen de conclusión, los lectores de la serie tienen muy claro que a Galdós le queda por cerrar ese conflicto cainita entre los dos hermanos. Para ello, el escritor (testigo de la segunda guerra carlista en los mismos años en que componía los episodios) decidió utilizar el primer conflicto como final para su serie. El pretexto argumental es hacer que Salvador marche al escenario de la guerra, a Navarra, en pos de su hermano Carlos, el cual, con la salud definitivamente estropeada y medio enloquecido por el fracaso de toda su existencia, ha marchado allí en un último y estéril esfuerzo por alcanzar ese momento de triunfo que siempre se le ha escapado.
A lo largo de la serie Galdós no había querido convertir nunca el antagonismo entre los dos hermanos en el hilo central de la serie, manteniéndolo más bien como una amenaza latente para Monsalud, que solo en un episodio, Un voluntario realista, estuvo de concretarse, como ya vimos. Carlos pasa por los distintos libros como una sombra fugaz, como una sombra cuya principal tragedia es que él mismo acaba siendo consciente de haber tenido, tan solo, vida como sombra. Y es que de entre los varios derrotados a los que Galdós da voz en la serie, sin duda la de Carlos es la derrota más triste, porque en ningún momento parece haber tenido el mínimo consuelo que conocen las vidas, tan ligadas a él, de Monsalud o de su esposa Genara. Es por ello una pena que, en el momento en que los dos hermanos vuelven a encontrarse (y Monsalud le informa a Carlos de ese vínculo que este ignoraba y que se resiste a aceptar), el relato carezca de la debida fuerza. Fuera de algún buen momento (el único en que los dos hermanos concuerdan con simpatía: el recuerdo de su infancia en la Puebla de Arlanzón como el paraíso perdido), la relación entre ambos carece de densidad dramática y, lo que es peor, la sensación que produce la actuación de Salvador, antes que de abnegación filial, es de mera santurronería.
Galdós dedica la mayor parte del episodio a cerrar el triángulo sentimental entre Salvador, Solita y el bueno de don Benigno. Por desgracia, tampoco está muy afortunado, porque da la sensación de que esa resolución se dilata y dilata sin mucho sentido. Lo mejor del episodio, indudablemente, es la admirable generosidad con que don Benigno, enterado por fin de la verdadera naturaleza de los sentimientos de Solita hacia Monsalud, acabará no solo sacrificando sus propias ilusiones sino arreglándoselas para unir a esos dos corazones doloridos. El escritor nos irrita con los nuevos obstáculos que pone en el camino de los dos protagonistas, pues este elemento, por primera vez, parece propio sin más de un folletín vulgar. Ahora bien, todo lo salva la presencia de don Benigno, sin duda la personalidad dominante del episodio, porque Galdós sí triunfa rotundamente al convencernos a los lectores de que no estamos ante una manifestación de blanda santurronería (como ha pasado, insisto, con las atenciones de Salvador hacia su hermano) sino por coherencia ética del personaje.
En la última página del episodio, Galdós se despide para siempre, con un rotundo «Basta ya», de su propósito de novelar la historia del siglo XIX. Como bien sabemos, no sería así. Veinte años después, en 1898, coincidiendo con otro trance decisivo para el país, el canario retomaba los Episodios con una tercera serie, a la que acompañaría una cuarta e incluso una quinta que quedaría inconclusa por la muerte del ya muy anciano escritor. Ese episodio número veintiuno lleva por título Zumalacárregui, personaje que aparece en el cierre de esta segunda serie (el infortunado Carlos llega a creerse en determinado momento que las hazañas de aquel, excelente militar carlista cuya muerte fue una fortuna para el bando cristino), lo cual, una vez más, vincula una nueva tanda con la anterior.