Aspectos generales Las novelas I II
Como ya hice al abordar hace un tiempo la primera serie de los Episodios Nacionales, voy a ir comentando libro por libro de los diez que componen esta segunda entrega. Mi propósito es diferenciar unos de otros, reseñando su argumento, sus componentes dramáticos y su relación con el contexto histórico (no puedo evitar ser profesor de Historia cuando leo estas obras), y expresando un juicio cualitativo sobre ellos, que pueda servir de ayuda o de recuerdo a quienes los hayan leído, lo vayan a hacer o, al menos, pretendan tener una impresión general de la obra. Por ello, inevitablemente la trama se cuenta con detalle.
El equipaje del rey José. Galdós tenía claro que buena parte de los lectores de la nueva serie lo habrían sido también de la primera. Es por ello que este arranque casi podría considerarse el epílogo de la anterior, a la vez que el necesario proemio al nudo dramático y argumental de la segunda. El escritor comienza situándonos ante un corro de madrileños que comentan las noticias fresquísimas de la inminente huida de José I, que implica también la de aquellos que apostaron a su carta. Sus nombres nos son familiares: don Mauro Requejo (que había intentado nada menos que forzar la voluntad de Inesilla, la amada de Gabriel Araceli, en El 19 de marzo y el 2 de mayo), el licenciado Lobo, cómplice del anterior, el padre Salmón, etc. Es más, el muchacho con uniforme de guardia francés al que paran en la calle, Salvador Monsalud, que va a ser el protagonista de la serie, tiene el apellido de un personaje que aparecía fugazmente en el décimo episodio, haciendo un papel nada lucido en el acontecimiento que le da título, La batalla de Los Arapiles: es el tío del protagonista. Estos vasos comunicantes entre las dos series habrán de ser frecuentes en adelante, consiguiendo crear a la perfección la sensación de continuidad pese al cambio de personajes centrales. La España de Fernando VII es la misma de la Guerra de la Independencia y siendo Madrid el centro de la acción no ha de extrañar que sigan viviendo allí quienes ya lo hacían en esos agitados años.
El mismo Galdós (en el cap. XXI), en una de esas intervenciones personales que tanto le gustaba incluir, señala sobre el presente que «más que libro, es el prefacio de un libro». Y es cierto: en todo momento da la sensación de que el objetivo principal de El equipaje del rey José es situar a los lectores ante los protagonistas de la trama y fijar sus relaciones para el resto de la serie. Esta caracterización incurre en el puro folletín: un hijo natural, Salvador, que averigua la identidad de su padre, militante en el bando contrario, en el momento en que este se prepara a morir, y al que de hecho le facilita una pistola para darse fin a sí mismo y no ser linchado cobardemente por los franceses; dos hermanos que ignoran serlo pero que ya se odian por haber fijado sus ojos en la misma muchacha; una jovencita, esta última, que repudia con salvajismo el amor que ha sentido por el primero, por el hermano bastardo, y que exige su muerte inmediata, llevada de un desmedido sentido del patriotismo que se explica ante todo por el ciego ardor juvenil —el realista Galdós, ya lo he dicho, utilizó siempre los recursos del romanticismo para vincular a sus personajes—, entregándose al hermano que no quiere y no podrá querer, arruinando así su juventud…
El jovencísimo Monsalud (veintiún años en este inicio) forma parte de las filas gabachas no por conveniencia ni por traición. Primero ha sido por supervivencia, para no morirse de hambre en el Madrid a donde llegó pobre y desvalido, y después por coherencia: su honradez no le permite saltar del barco que se hunde como una rata. Ahora bien, la ruta seguida por el ejército en retirada lo lleva al pueblo de donde se fue, Puebla de Arlanzón, cerca del límite con la provincia alavesa de donde es natural (en concreto, del municipio de Pipaón), y allí es donde sucede cuanto he señalado líneas arriba. Salvador acude a despedirse de su prometida, Generosa de Baraona, conocida como Genara, pero el acérrimo absolutismo de esta trueca su amor en odio, consiguiendo que el joven guerrillero que hasta entonces la pretendía sin esperanza, Carlos, se convierta en su instrumento ejecutor. Entre medias, la anagnórisis, tan conveniente en el mito y en el folletín: don Fernando Navarro, alias Garrote, el maduro y jactancioso hidalgüelo que ha soñado con unirse a la guerrilla donde ya milita con brillo su hijo Carlos, es capturado a las primeras por los franceses, que lo condenan a muerte y en el joven guardia español que ha de custodiarlo reconoce al hijo natural cuya existencia hace tiempo que remuerde su conciencia. El episodio concluye con el duelo mortal entre Carlos y Salvador (quien se cuida mucho de revelar a su contrincante lo que ahora sabe). De hecho, el continuará que propone Galdós es un cliffhanger de órdago: en apariencia, Carlos ha muerto de una certera estocada de Salvador, pero el combate ha retrasado su huida y oye pasos de gente que se acerca…
Toda esta intervención del destino fatal, todo este cúmulo de pasiones arrebatadas, resulta abrumador: todavía no conocemos lo suficiente a los personajes como para asimilar que les sucedan tantas cosas. Llega un momento en que el contexto histórico, la retirada de los franceses, no parece sino una mera excusa para precipitar los acontecimientos, y aunque es un recurso que Galdós utiliza en todos los episodios, aquí los árboles no dejan ver bien el bosque. El equipaje del rey José, en una primera lectura, tiene más defectos que virtudes pero mejora en la revisión, porque entonces los personajes sí nos han dejado un poso y estos excesos juveniles ahora sí nos parecen necesarios. No es, por ello, un mal arranque para la serie.
Memorias de un cortesano de 1815. Quien espere una aclaración rápida de los sucesos con que concluyó el libro anterior se llevará un chasco: no solo no se hace la menor referencia a esos dos luchadores y su destino (a Monsalud, teórico protagonista de la serie, ni siquiera se lo mencionará en todo el episodio) sino que, de pronto, la narración cambia a la primera persona y regresa al Madrid donde Fernando VII ha conseguido restablecer con facilidad su autoridad absoluta suprimiendo la Constitución. Es la primera de las fenomenales elipsis con que el escritor hace avanzar la presente serie. El narrador, que también lo será del siguiente episodio, había aparecido brevemente en El equipaje del rey José. Se trata de Juan Bragas, paisano de Salvador y amigo de este, también paniaguado de los franceses durante la invasión pero que, mucho más astuto y carente de todo sentido de la lealtad, sabe cómo unirse a la nueva ola triunfadora. A lo largo de toda la serie, Bragas será el prototipo de lo que en la época del escritor se llamaba covachuelista y, en todas, medrador, trepa, superviviente nato, etcétera. Unido a la causa absolutista, Bragas conseguirá estar hasta el final del reinado en las filas siempre de los más conservadores, lo que implica que acabará militando en el bando de los apostólicos, los futuros carlistas, mas del mismo modo siempre sabrá cómo guardarse una última baza, cómo no comprometerse demasiado para saltar a la otra orilla cuando sea necesario… El símbolo de esta capacidad para reformularse a sí mismo y conseguir que el pasado siempre parezca el presente actual será el cambio de nombre: avergonzado de la vulgaridad de su apellido, el personaje acaba adoptando el de su patria chica, llamándose en adelante Juan de Pipaón.
En la serie inaugural de los Episodios, el relato en primera persona había traducido la nobleza y abnegación de Gabriel en su rol clásico de héroe en proceso continuo de formación. Con inaudita brillantez, Galdós aborda un registro nuevo, dándole a Pipaón una voz que no puede estar más alejada de la de Araceli: la de un narrador untuoso, pagado de sí mismo hasta un sentido que excede todo decoro, que relata una serie de cínicas maniobras y arteras pillerías como si el mero uso del oportunismo fuera la mayor de las virtudes. Y para ello no necesita utilizar la ironía exterior (es decir, la que impone el escritor desde fuera), pues basta la interior, la que el mismo Pipaón no puede evitar traslucir, pues él es bien consciente de lo que es y de lo que hace.
Pipaón inicia su «carrera» distinguiéndose notoriamente la noche del 10 de mayo de 1914, en que Fernando dio el golpe de estado definitivo contra los diputados constitucionalistas. Después, encontrando en cada momento al protector adecuado (todos ellos verdaderos personajes históricos, para mayor realismo), entra en la rueda de la burocracia fernandina, ocupando distintos puestos aun cuando su labor habitual siempre será la de agente de todo tipo de intrigas al servicio de sus mentores. Su culminación será ser admitido nada menos que en el cuarto del mismísimo rey, de quien aspira a convertirse en alcahuete. En este caso, a quien aspira a llevar al lecho de Fernando —no en vano lo conoce al tropezárselo en una de esas famosas salidas nocturnas que el rey hacía en compañía de los miembros más vulgares de su camarilla— es a Presentacioncita, una joven coquetuela que ya había aparecido en Cádiz, personaje que por su facilidad para manipular a los hombres supone un precedente de la futura Genara.
Su pièce de resistánce es una intriga a varias bandas en la que traiciona sin misericordia a unas señoras tronadas (las de Porreño, que rescata de su previa novela La Fontana de Oro, que estaba ambientada en el Trienio, con lo cual casi podríamos hablar de algo tan moderno como una precuela) a las que birla legalmente su propiedad. Ahora bien, el pícaro será objeto de una sangrante venganza pública por parte de Presentacioncita que lo convierte en hazmerreír público en pleno lago de la Casa de Campo, en presencia del rey. Con eso concluye el libro: pero es claro que Pipaón se repondrá de semejante afrenta, y bien pronto. Memorias de un cortesano de 1815 es ya una novela de gran altura, que anticipa jubilosamente tanto su originalidad compositiva como la libertad con que el escritor irá concediendo el protagonismo a los distintos personajes de su galería
La segunda casaca. Pipaón vuelve a contar la historia desde su perspectiva personal. Ahora bien, en este caso el argumento se bifurca en dos tramas. La primera sigue teniéndolo como sujeto central a él y a sus intrigas. La acción, situada en vísperas del golpe de Riego (que tendrá lugar en la parte final del relato), nos lo muestra en horas bajas, cesante de su último puesto ministerial mas todavía entrando y saliendo de los despachos de los de arriba. Por otra parte, el régimen fernandino, tras seis años estériles, está completamente minado por las conspiraciones liberales, cuyo centro se encuentra en las incontables sociedades secretas que están surgiendo. «Hazte masón», le dirá a Pipaón uno de sus antiguos protectores, y ciertamente esa vela que pone al diablo será la que le permita una vez más permanecer a flote con la caída de los suyos. La segunda casaca a que se refiere el título es, precisamente, la de masón, lo que subraya su doblez, su inveterada facilidad para mostrar dos caras, o mejor dicho, para exhibir la más conveniente en el momento adecuado. Y siempre, siempre, sus palabras expresan la misma convicción, como si en todo momento hubiera mantenido las mismas convicciones. Sin la menor duda, Pipaón es uno de los grandes personajes de la serie.
La segunda trama nos devuelve a Salvador Monsalud. Ahora bien, con suprema destreza, inicialmente Galdós lo mantiene oculto: está en Madrid, pues en los años del exilio francés se ha convertido en activo agente conspirador de los liberales. Quienes dan la noticia son las dos personas a las que Pipaón aloja en su casa, nada menos que Genara y su abuelo, absolutista recalcitrante, y por fin se nos informa de lo sucedido tras el final de El equipaje del rey José. Carlos Navarro salvó la vida, si bien pasó por una larga y dolorosa convalecencia de la que no se ha recuperado del todo (en realidad, a lo largo de la serie, si bien seguirá siendo soldado, aparece como un eterno enfermo), tras la cual se casó con Genara, matrimonio que enseguida demostró estar condenado al fracaso.
Genara es el personaje central del libro, en realidad: el más tenso, el más recordable. La muchacha romántica y apasionada del primer capítulo se ha convertido en una mujer amargada, «callada, grave, pensativa», que no parece vivir sino vegetar y que reactiva su naturaleza pasional al ver a Salvador (a quien toda la familia considera el demonio en persona) en Madrid. Genara sublima el fracaso de su vida mediante el odio cerval a su antiguo enamorado —incrementado por el descubrimiento de que parece tener una joven amante, lo que en el vocabulario romántico traduce, una vez más, lo próximo que están el odio y el amor—, de ahí que pida, exija, a Pipaón que utilice sus contactos para encontrarlo y apresarlo, bien que ella misma conduce una indagación que, en efecto, dará con él. La Genara que comparece en La segunda casaca es un personaje que no duda en exhibir su lado más oscuro, una mujer cuya alma ha envejecido prematuramente, que en una escena estremecedora le confiesa a Pipaón que si odia tanto es debido a «mi soledad, el alejamiento de mi marido, el no ser hermana ni madre de nadie…». Ahora bien, tras apurar las heces del odio y del ensimismamiento, cuando ya solo le queda dejarse caer definitivamente por el sumidero más negro, Genara mirará la luz que hay al final del túnel y por fortuna avanzará hasta ella. Este doble oscuro no reaparecerá en toda la serie; bien al contrario, se convertirá en una mujer de mundo, segura de sí misma, dominadora de hombres y destinos, si bien, como Salvador, destinada a no conseguir nunca el triunfo que pretende.
El doble relato de la crisis que lleva al final de la etapa absolutista y del cerco cada vez más estrecho sobre Salvador se desarrolla bajo una atmósfera progresivamente siniestra, que dota a la historia de una aureola de tragedia lóbrega o de relato gótico. La misma narración de Pipaón abandona la ostentosa seguridad del episodio anterior, pues el pobre covachuelista lo pasa muy mal, ya que se ha pasado al bando liberal (se ha hecho masón, como le aconsejaron) y sin embargo el triunfo de estos se retrasa, lo que obliga al medroso medrador a ocultarse de sus antiguos valedores. Además, Salvador no solo no se deja capturar sino que le envía amenazadoras cartas en las que le exige que haga poner en libertad a su madre, a la cual la familia de Genara (no ella, que no se ha degradado hasta tal extremo) ha hecho encerrar y maltratar, esperando que confiese dónde está el hijo. Finalmente, Salvador aparecerá en persona. De modo bien simbólico, su escondite se encontraba en el edificio frontero a la casa de Pipaón (con la que se comunica mediante el proverbial pasadizo secreto, otro toque gótico) y ese lugar no es otro que la sede de la Inquisición. Ahora bien, acertada metáfora de la degradación que corroe al régimen fernandino, el edificio está medio abandonado y sus antiguos instrumentos de tortura sirven ahora para que su guardián fabrique juguetes con ellos.
Será Salvador quien introduzca a Pipaón en uno de los círculos masónicos y es impagable escuchar el discurso con que este obsequia a sus nuevos camaradas para convencerlos de su pureza revolucionaria: el mismo Monsalud no podrá evitar decirle, con chusca admiración, que ha hecho reaparecer el jacobinismo en Madrid. Bien situado de nuevo gracias al triunfo de los liberales, Pipaón cierra sus memorias. Sin embargo, quedan tres capítulos del libro, que recuperan al narrador omnisciente. En ellos se produce la definitiva ruptura entre Genara y su esposo, lo que supone la liberación de la mujer, que antes ha encontrado también la serenidad para hablar frente a frente con Salvador. La magistral habilidad con que Galdós funde el convulso momento histórico con la no menos convulsa peripecia de los personajes no deja lugar a dudas: La segunda casaca sitúa al espectador del todo en el corazón argumental y dramático, narrativo y sentimental, que desde ese momento no abandonará la serie e irá incluso mejorando de episodio en episodio.
El Grande Oriente. Si Galdós ha dedicado dos volúmenes al Sexenio Absolutista, otros dos consagra al Trienio Liberal. Salvador Monsalud recupera el completo protagonismo, un Monsalud que es consciente de que, en Madrid como en todas partes, el régimen de libertades está minado desde dentro, y los peores enemigos no son los partidarios de Fernando que ahora, y con la aquiescencia del hipócrita soberano (Galdós no se priva en recordar su famosa frase de «marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional»), se enredan en continuas y lamentables conspiraciones. No, el cáncer radica en que los defensores de la libertad están reproduciendo los mismos vicios que aquellos a quienes han despojado de su arbitraria autoridad: su principal preocupación es dar y conseguir prebendas, discutir y no solucionar nada, y dividirse y subdividirse en facciones que insensatamente se enfrentan entre ellas sin advertir que la hidra absolutista está sofocada pero no muerta.
Galdós pone en el foco las intrigas continuas que desatan las sociedades masónicas. El Grande Oriente es la principal de ellas y concentra a los liberales que son llamados templados. Los que enseguida se bautizan como exaltados han creado otro grupo, Los Comuneros. El escritor se ríe implacablemente de todos ellos, complaciéndose en la minuciosa descripción de los rimbombantes nombres de cargos y espacios, la ridícula decoración de las salas donde se reúnen sus miembros o las pretenciosas contraseñas que han de repetir una y otra vez como parte del ritual. Pero por debajo de la caricatura hay un juicio severo, que Galdós dicta a través de Monsalud. El joven califica el Grande Oriente como «un hormiguero de intrigantes, una agencia de destinos, un centro de corrupción e infames compradazgos, una hermandad de pedigüeños…».
De entrada, se nos sitúa en un escenario importante de la trama, la casa de la calle de Coloreros donde Salvador vive con su madre, y donde entran en escena nuevos personajes. En primer lugar, el maestrillo don Patricio Sarmiento, exaltado comunero y ceñudo vigilante de sus convecinos. En segundo lugar, Gil de la Cuadra, antiguo funcionario al servicio de Pepe Botella, que ya había aparecido brevemente en El equipaje del rey José, participando de la desbandada francesa. Monsalud tiene una deuda de honor con este individuo amargado por la pérdida de estatus, pues él y su joven esposa, ya fallecida (se sugerirá después que fue amante suya: el remordimiento aumenta el débito a sus ojos), le salvaron la vida en esos días. Cuando el anciano es apresado por participar en una conspiración absolutista, Salvador se consagra a intentar procurar su huida.
Más importante aún es un personaje femenino que será fundamental en la trama: Soledad, llamada Sola o Solita, la hija del anciano Gil. Galdós la presenta como una muchacha de aspecto insignificante («como cronistas, sentimos tener que decir que Solita era fea») pero sencilla y buena. No es una caracterización prometedora; es más, es harto tópica y si embargo, a medida que el lector va advirtiendo que el escritor ha decidido convertirla en su heroína, el personaje irá engrandeciéndose por su humanidad y carácter. Huelga decir que desde el primer momento caerá profundamente enamorada de Salvador. Mas este ni se fija en ella: con el padre en prisión, la acoge en su casa como hermana y ya está. Y es que Salvador vive un nuevo amorío, con Andrea, una muchacha que tiene los atractivos que le faltan a Solita, pero una vez más todo está destinado a fracasar —en su excelente biografía de Galdós (Tusquets, 2020), Yolanda Arencibia señala que en este excurso sentimental, que será breve, el escritor recrea un episodio amoroso de sus años jóvenes. Para salvar a Gil de la Cuadra, Salvador necesita la ayuda del tío y tutor de Andrea, importante masón, que le exige que renuncie a su sobrina, a quien quiere casar con un aristócrata ya maduro.
Del mismo modo que Gabriel Araceli era el símbolo de la España indómita que buscaba afirmarse frente al abuso del invasor, Salvador lo es del país de los tristes destinos (tomo del propio Galdós esta metáfora, que él destinó a Isabel II). Es un héroe desdichado, que sufre uno y otro traspié, que recuerda en sus momentos de mayor autocompasión (al fin y al cabo es un héroe muy imperfecto, eso el escritor nunca lo oculta) que el fracaso mina su vida desde que se alzaba sobre sus pies. Como él mismo dice, se hace guardia de José I y los franceses son derrotados; ama, y ese amor está a punto de matarle; conspira, y la conspiración fracasa; no conspira, y la conspiración triunfa. «Todo aquello en que pongo los ojos se vuelve negro», exclama con pesar. En la parte final, Salvador se encuentra en absoluta soledad, alejado definitivamente de quienes fueron sus correligionarios, perdida la nueva oportunidad de amor e incluso el respeto del hombre al que consigue salvar de la muerte, tras que un comunero informe a este, con malicia, del adulterio cometido con su esposa. Pero a España no le va mejor. En el relato paralelo, Galdós cuenta uno de los episodios más atroces del Trienio: el asalto de las turbas a la prisión real para linchar al sacerdote conspirador Vinuesa a martillazos…
Siete de julio. El 7 de julio de 1822 tuvo lugar el estallido final de la última de las conspiraciones que intentaron forzar desde dentro de país (desde el corazón del Palacio Real) el final del periodo constitucional. En las calles de Madrid, y sobre todo en torno a la Plaza Mayor, se produjo un feroz combate entre las tropas sublevadas y un heterogéneo conjunto de defensores de la constitución entre los cuales destacó la Milicia Nacional, un cuerpo de voluntarios creado por la Pepa para defender en caso de necesidad el régimen constitucional. En el quinto episodio de esta serie Galdós se centra en este cuerpo, que como es natural también fue fuente de inestabilidad y división dentro del bando liberal, pero que rindió su mejor servicio en la jornada que da título al libro.
Encontramos a Salvador alejado de las fanfarrias políticas, secretario personal del duque del Parque, diputado en Cortes al que escribe los discursos. A estas alturas (y apenas empezamos el quinto episodio) es un hombre dominado por la melancolía, que desengañado de la política empieza a anhelar la estabilidad de una vida hogareña al lado de una buena mujer. Es entonces cuando Solita cobra relieve ante sus ojos, mas lo hace, una vez más, en momento inoportuno: un primo hermano al que su padre ha destinado como marido desde su infancia, y que es miembro de la Guardia Real, acaba de aparecer en Madrid dispuesto a cumplir la promesa familiar. Monsalud se deja llevar a lo largo del libro por la apatía, hasta el punto de ceder el protagonismo a Solita o al coro de humildes liberales que, desde un punto de vista más exaltado (el maestrillo Sarmiento) o más templado, anticipan la inminencia de una sublevación.
Entre estos hace su aparición alguien que enseguida se incorpora al coro principal de personajes. Se trata de Benigno Cordero —¿el nombre hace justicia al hombre o al revés?—, un próspero comerciante y miembro de la Milicia, que sin embargo sabrá comportarse con gran heroísmo en los combates en la Plaza Mayor. La contraposición entre Cordero y Sarmiento es seguramente demasiado obvia, más dos títulos después, en El terror de 1824, Galdós extraerá de ella el tal vez mejor libro de la serie. En cualquier caso, quede para la memoria el genial relato del episodio bélico por las calles de Madrid, que vuelve a demostrar que el escritor posee, cuando es necesario, la misma condición de narrador de raza de un Dumas o un Salgari.
A esas alturas, Galdós domina a la perfección a sus personajes y sabe el tono narrativo que conviene a cada episodio. Su más audaz decisión del presente es dejar a Salvador en un segundo plano, a tono inicialmente con esa abulia que parece dominarlo, con esa búsqueda quimérica de una ataraxia que le parece que le niega el destino. Por ello, es Solita quien se convierte en los ojos del lector: lo que ella sabe de Salvador es lo que sabemos nosotros. Cuando Salvador asume al fin un comportamiento activo y se une a los defensores de la constitución, compartimos la angustia de la muchacha buscándolo en medio del barullo y de los disparos; cuando por fin todo ha vuelto a la tranquilidad y han desaparecido el obstáculo del primo (quien, al conocer la existencia de Monsalud, la ha liberado de su compromiso) y del padre que lo odiaba, Solita advierte una nueva agitación que altera el espíritu su amado.
En las páginas finales del episodio, Salvador se ve desgarrado entre la intuición de que esa muchacha limpia y sencilla es el rayo de luz al que debería acogerse y la nueva tentación que ha surgido en su vida bajo la forma de la vieja pasión. En esta ocasión, el lector sí intuye más que Solita lo que sucede. Utilizando magistralmente de nuevo la técnica del solapamiento, Galdós ha dejado vislumbrar a una señora distinguida y «muy linda» moviéndose en el manejo turbio de la conspiración. Y a una mujer joven le corresponde la voz que Solita escucha cuando Salvador sube a la carroza que lo alejará de ella, quién sabe si para siempre. No puede ser otra que Genara.