Como sucede con todas las fechas en que tuvo lugar un evento singular, ¿quién no recuerda lo que estaba haciendo el 23 de febrero de 1981, es decir, el día del golpe del 23-F? Yo me encontraba castigado en mi colegio Alfonso X, terminado el horario escolar, y mi principal recuerdo de esa tarde es la desacostumbrada inquietud que delataban las idas y venidas de los profesores que pasaban delante del rincón de la secretaría donde me habían sentado: no entendía de qué hablaban pero me lo estaba pasando la mar de entretenido. Entonces apareció mi padre, que venía a recogerme en persona, algo inhabitual por cuanto el colegio contaba con transporte escolar. En el trayecto a casa, visiblemente preocupado, me dijo lo que estaba pasando y que era necesario estar todos juntos en casa. Él era entonces sindicalista de UGT y presidente del comité de empresa de Iberia en Málaga y siempre contó el suceso con unos aires de trascendencia que los hijos traducimos, con guasa, como una forma de darse importancia, cuando él no sería más que un pececillo en el mar de peces grandes que podían sentirse verdaderamente preocupados por el resultado del golpe. En cualquier caso, y teniendo en cuenta que cada año tengo que explicar el episodio a mis alumnos de Historia de España de 2º de Bachillerato, el 23-F siempre me ha interesado mucho. Y el libro que hace años que recomiendo a los chavales, y que acabo de releer con admiración incontenible, no es una obra histórica, aunque el trabajo de investigación del autor permita utilizarlo para adentrarse con detalle en sus pormenores, sino una obra literaria acerca de un episodio de la Historia. Una obra cuyo valor se encuentra, precisamente, en la perspicacia psicológica (traducida mediante un memorable sentido dramático) y la cadencia propia del escritor de novelas con que se exponen tanto los hechos como, sobre todo, la indagación política y moral acerca de sus principales protagonistas. Se trata de Anatomía de un instante (2009), de Javier Cercas.
Señala Cercas en su prólogo, significativamente titulado «Epílogo de una novela», que su intención primera había sido justo esa: escribir una novela sobre el 23-F, combinando la ficción con la realidad supongo que al modo del excelente libro que lo había revelado unos años antes, Soldados de Salamina. Sin embargo, y después de haber creído tener en sus manos varias veces el libro completo se dio cuenta de que el enfoque era erróneo, ante todo porque, en este caso, la realidad sin más ya tenía un sobrado componente novelesco y sus personajes centrales se prestaban admirablemente a un desarrollo literario sin necesidad de recurrir a ningún ardid de la ficción.
El título del libro está inspirado en una cita de Jorge Luis Borges que dice así: «Cualquier destino consta en realidad de un solo instante, el instante en que un hombre sabe para siempre quién es». Ese instante al que se refiere lo concreta en el prólogo con aroma de epílogo. Es la imagen de Adolfo Suárez sentado en su escaño, con el gesto «estatuario» (así lo remarcará varias veces en el libro), impertérrito bajo el aluvión de balas que acaban de empezar a disparar los guardias civiles. «De repente, me pareció una imagen hipnótica y radiante, minuciosamente compleja, cebada de sentido; tal vez porque lo verdaderamente enigmático no es lo que nadie ha visto, sino lo que todos hemos visto muchas veces y pese a ello se niega a entregar su significado».
La advocación de Borges no se circunscribe a esa cita y el título que he elegido para este artículo, aludiendo al genial relato homónimo, así pretende recogerlo. El hilo conductor de la reflexión de Cercas se ciñe a la lábil relación entre dos conceptos, en apariencia antagónicos, en el fondo demasiado próximos, como sabemos que sucede con casi todos los extremos: la traición y el heroísmo.
Cercas señala que la Transición, obra colectiva de un buen puñado de individuos, ese día fundamental de febrero de 1981 vino a resumirse simbólicamente en los tres hombres que se negaron a arrojarse al suelo al empezar los disparos. Tres hombres que, en ese momento, podían darse por acabados políticamente por cuanto la práctica totalidad de quienes integraban su entorno les habían dado de lado en el final de ese proceso de tránsito de la dictadura a la democracia que ahora parecía quedar cargado de irrelevancia. Tres hombres, además, que eran considerados emblemáticos traidores por el grupo (político, ideológico, profesional) al que pertenecían y en el que habían desarrollado no solo sus carreras sino sus vidas. En el caso de Adolfo Suárez, el franquismo; en el del general Gutiérrez Mellado, el ejército; en el de Santiago Carrillo, el Partido Comunista.
Suárez había traicionado a aquellos que creyeron —entre otras razones porque él, con su encanto de seductor nato y su pasado proveniente del Movimiento Nacional, así se lo había parecido asegurar— que su obra de gobierno iba a consistir en una reforma suave del régimen del que procedía y gracias al cual era alguien: el clásico propósito de aparentar cambiarlo todo para que nada en realidad cambie. Gutiérrez Mellado, militar golpista en 1936 —se había jugado la vida en el interior de la capital formando parte de la famosa «quinta columna» señalada por el general Mola—, había intentado reformar y poner freno a ese ejército que se consideraba guardián de las esencias de Franco, lo cual le ganó el odio profundo de sus antiguos compañeros de armas, que lo consideraron pronto un hombre sin honor, ese honor que siempre fue la justificación militar de la sublevación contra la República. Santiago Carrillo, más de media vida exiliado fuera de España, había transigido con Suárez, renunciando a buena parte de las aspiraciones y de las señas de identidad que había mantenido el PCE durante la larga noche del franquismo, cuando prácticamente había sido la única fuerza política que, mal que bien, se había opuesto al régimen, dentro y fuera del país.
Tres traidores a los suyos (a la próspera clase política y social que medró bajo la dictadura, a los militares que se alzaron en 1936 y nunca permitieron que se olvidara que ellos habían ganado la guerra, al Partido que se consideraba encarnación quintaesencial del pueblo español que no se rindió nunca y que quería que nadie olvidara su sacrificio) que, sin embargo, aquella noche se convirtieron en héroes con ese comportamiento que quedó grabado por las cámaras de televisión.
Tres hombres que, en ese instante fundamental al que alude Borges (el concepto es propio de un hombre para el que la vida y la literatura fueron una sola cosa, debe tenerse en cuenta) en que parecía que todos esos sacrificios iban a ser aplastados por el nuevo pronunciamiento militar, decidieron al menos despedirse con un gesto de dignidad, asumiendo con orgullo su responsabilidad, negándose a tirarse al suelo cuando comenzó la granizada de tiros con que Tejero y sus guardias civiles decidieron amedrentar, lográndolo en todos los demás casos, a aquellos sujetos, los diputados, que creían haber vencido en la muerte al provecto hombre de estado con el que no se atrevieron en vida.
Javier Cercas nació en 1962. Tenía, por tanto, diecinueve años en el momento del 23-F. Él se considera un hijo de la Transición y el libro exuda el resquemor ante el rechazo que, a la altura del tiempo en que lo escribió y sobre todo para las generaciones más jóvenes, ya estaba recibiendo el hasta muy poco antes sacrosanto proceso político que condujo a la España democrática. Un rechazo basado en el convencimiento de que la Transición fue un pacto encubierto entre las élites políticas y económicas de la época, del cual el 23-F no fue sino el truco mayor para encubrir mejor la farsa. Un rechazo legitimado en el hecho de que los responsables de los crímenes de la dictadura nunca hayan pagado sus culpas (pagado ante la justicia, quiero decir) debido al blindaje de sus delitos por la famosa Ley de Amnistía de 1977.
Cercas defiende las razones de quienes, en las circunstancias de ese momento (algo que es más difícil de entender, como es natural, por quienes no lo vivieron directamente), comprendieron que a la justicia y a la razón había que anteponer la construcción de un futuro. El escritor cita bastante veces al politólogo alemán Max Weber, señalando que «no hay nada más abyecto que practicar una ética que sólo busca tener razón y que, en vez de dedicarse a construir un futuro justo y libre, obliga a ocuparse en discutir los errores de un pasado injusto y esclavo con el fin de sacar ventajas morales y materiales de la confesión de culpa». Bajo esta luz es cuando las traiciones de estos tres hombres iluminan su grandeza moral.
Por supuesto, Anatomía de un instante no es en absoluto una hagiografía de esos tres traidores, y mucho menos en el caso del que podemos considerar su personaje central, Suárez. Bien al contrario, Cercas no deja de subrayar en este su condición de arribista adulador, de «chisgarabís», de ambicioso con pocos escrúpulos (eso sí, los suficientes), de hombre sin apenas formación ni intereses intelectuales: alguien que antes de llegar al poder hacía gracia a sus oponentes mejor formados sin que estos dejaran de menospreciarlo (o de despreciarlo directamente). Eso sí, un chisgarabís que por unos pocos años demostró ser eso que se llama político de raza, poseedor de lo que Isaiah Berlin llama «sentido de la realidad» y Ortega y Gasset «intuición histórica», alguien capaz de saber, antes por instinto que por cálculo racional, qué piezas deben moverse y qué movimiento debe realizarse sobre un tapiz de tan compleja urdimbre que, en ese momento, solo él es capaz de comprender. Y el autor insiste en que, desde bastante tiempo atrás, Suárez ya había perdido esas condiciones: que era una rémora. Sin embargo, su actitud esa tarde en el Congreso bastó para que el político de raza volviera a emerger sobre el hombre trémulo y dubitativo de los meses previos.
Del mismo modo, el libro compone muy bien el escenario turbio en que, a lo largo de las semanas y meses anteriores, se estaba desarrollando la actividad política española. Una situación política en la que todos los dispares grupos que la componían solo parecían estar de acuerdo en una cosa: en desalojar a Suárez del poder (los primeros, los de su propio partido, esa endeble UCD que no sobrevivió a la Transición). Cercas insiste en que las conversaciones y los manejos de unos y otros, comenzando por el mismo Rey, seguramente dieron alas a los militares que planearon el golpe. Unos militares entre los que había divergencias en cuanto al objetivo (divergencias que ayudaron a neutralizarlo), pero que decidieron creer a quien defendió (es decir, el general Armada), con aparente conocimiento de causa, que el soberano veía bien ese curso de acontecimientos.
Lo que sí defiende Cercas es que el Rey, por insensatas que fueran algunas de su conversaciones —hacía mucho que no solo había perdido la confianza sino incluso el respeto por el hombre al que escogió para finiquitar el régimen franquista—, no amparó el golpe, pese a que con el tiempo muchos decidirían que sí, seguramente por dejarse llevar por sus convicciones antimonárquicas. Yo, que soy republicano, no necesito reforzar esta convicción política aumentando el número de defectos de Juan Carlos: bastante ha hecho el comportamiento posterior de este para arrojar lodo sobre el papel que jugó en la Transición, que fue fundamental pese a quien pese, y me da igual si lo hizo por noble convicción o por mero deseo de supervivencia. A este respecto, Cercas también dice, y dice bien, que importan poco las motivaciones de una acción si el resultado implica el triunfo de la justicia y la dignidad.
Un elemento especialmente sugerente de ese retrato que hace de Suárez aborda las referencias que en su momento habían identificado al presidente del gobierno con el protagonista de El general De la Rovere (1959), una película filmada por Roberto Rossellini cuando ya quedaban atrás sus años como pope del neorrealismo. El protagonista de esa cinta, Bardone, interpretado por Vittorio de Sica, es un arribista sin escrúpulos que se ha convertido en colaboracionista de los nazis en el periodo final de la ocupación de Italia. El ejército alemán le propone hacerse pasar por un líder de la resistencia (de origen aristocrático, como indica su apellido), que ha muerto al entrar en el país, impidiendo que pudieran interrogarlo y descubrir la identidad del líder partisano que saben que tienen entre rejas pero del que desconocen su aspecto. Bardone entra en la cárcel bajo el nombre del general De la Rovere y comienza su labor de infiltración, esperando que ese hombre se muestre al creerse ante un camarada de la lucha. Sin embargo, a medida que se va sugestionando con el papel y con la reverente admiración con que todos los reclusos lo tratan, Bardone acaba asumiendo la raíz moral del hombre usurpado y es finalmente fusilado bajo ese nombre, tras negarse a señalar a sus verdugos al líder al que buscan, que en efecto se ha revelado ante él. Y morirá proclamando con honor ante los fusiles prestos a disparar: «Señores. En estos momentos supremos dediquemos nuestros pensamientos a nuestras familias, a la patria y a la majestad del Rey. ¡Viva Italia!».
Del mismo modo que Bardone, Cercas considera que el Suárez que se negó a tirarse al suelo ante las balas de Tejero, con ese acto de valor no solo se redimió a sí mismo sino a toda su generación, a todos aquellos que, como él, habían colaborado sin el menor rubor con el franquismo y ayudaron a la perpetuación de un régimen que vio morir a su dictador en la cama. Como Bardone, aquel cachorro de buena apariencia surgido de las entrañas del Movimiento Nacional (fue su último ministro-secretario general), había acabado creyéndose el gran campeón de la democracia que nunca soñó ser antes de verse en tal papel. Creyó ser De la Rovere; mejor dicho, se convirtió en él.
Cercas considera que a los otros dos compañeros de enérgica de actitud del presidente esa fría tarde de febrero bien puede considerárselos bajo la misma luz. Santiago Carrillo había acabado convertido en un firme creyente no solo de la democracia sino de la necesidad de la reconciliación. Un Carrillo que, no se olvide, había sido el dirigente de un partido de corte totalitario, que se regía bajo las reglas estalinistas que impulsaban al comunismo internacional de la época (y que tan pocos reproches mereció de buena parte de la intelectualidad del momento) y que, en nombre de ese ideal abstracto que es la revolución del proletariado, había tenido comportamientos bastante oscuros. Sin embargo, y en buena medida gracias a la sintonía que tuvo desde el primer momento con Suárez, Carrillo entendió la ética política en el sentido que la defiende Weber: renunció a la revolución, a la bandera republicana y a la república, a la exigencia de justicia con respecto al franquismo. Renunció porque era preciso construir el futuro y él, que solo tenía un pasado que ofrecer, sacrificó la reputación que tenía entre los suyos por ese noble objetivo.
Lo mismo puede decirse de Gutiérrez Mellado (un hombre del que he leído muy poco, quizá porque he creído que me bastaba esa imagen de resistencia ante ese energúmeno bigotudo que intentó derribar de una zancadilla, sin conseguirlo, a un anciano de ochenta años). Mellado, ya lo he dicho, había sido uno de los hombres que ayudó a acabar con aquel intento democratizador de España que fue la II República. Y cuarenta años después, como al final de un proceso de examen de sí mismo en el que no le gustó todo lo que encontró, ayudó al regreso de un régimen que era heredero del que había sido derribado en 1936, lo que, en términos rotundos, venía a subrayar que los cuarenta años del franquismo habían sido un paréntesis que no había servido, a fin de cuentas, para nada.
Uno de los mejores fragmentos del libro es aquel en que Cercas analiza el correspondiente instante que Mellado vivió aquella tarde en el Congreso. El escritor supone que la furia que el general manifestó contra Tejero, exigiéndole que se inclinara ante su rango superior, no pudo sino recordarle que él mismo, cuarenta y cinco años atrás, había desobedecido a su vez esa misma instancia de disciplina, rebelándose contra el gobierno que encarnaba el poder legítimo en la nación. «Dicho de otra manera», señala Cercas, «tal vez la furia de Gutiérrez Mellado no estaba hecha únicamente de una furia visible contra unos guardias civiles rebeldes, sino también de una furia secreta contra sí mismo». Es el gesto de contrición de un antiguo golpista contra quienes pretenden repetir la misma barbarie que él cometió. La grandeza moral de Gutiérrez Mellado siempre resplandecerá mientras existan las imágenes del golpe, pero no es menor la que consigue evocarnos Javier Cercas con su bonita reflexión sobre el dolor que supone reconocer un error que se consideró noble en su día y que el tiempo ha acabado por convertir en una mancha indeleble, ante la que no queda otra opción que darlo todo no por limpiarla, lo que es imposible, sino por no permitir que el país vuelva a mancharse del mismo modo.
Es posible que Anatomía de un instante acabe dilatándose en más páginas de las debidas. O que las formidables ideas que contiene se subrayen, por medio de la repetición, más de la cuenta. Pero es lo mismo. Para mí, supone uno de los mejores libros que he leído nunca acerca de las relaciones entre moral y política, tanto por la lucidez del análisis como por la fuerza dramática que otorga el dominio literario del autor. No exagero si lo comparo con otra obra maestra del mismo tenor como es Eichmann en Jerusalén, de Hannah Arendt.
Para mayor fortuna, el final del libro es inesperadamente emotivo y se empeña en concernirnos a muchos de sus lectores. Cercas concluye señalando que su padre, que padecía un deterioro cognitivo similar al que sufrió Suárez en sus últimos años, murió el día anterior al de la publicación de la última foto pública del ex presidente, esa tan famosa en que se les ve a él y al Rey pasear por los jardines de la casa del primero, el segundo con la mano afectuosamente posada en el hombro del primero. Cercas recuerda entonces el desprecio que él sintió muchos años (desde luego en el momento en que se produjo el 23-F) por el propio Suárez, lo que fue un motivo más de esa confrontación que todos los jóvenes viven, sobre todo en asuntos ideológicos, con su padre. El suyo no solo había sido suarista sino que, en determinados rasgos de su persona, el hijo le reconocía algún aire al político abulense. En el momento de la redacción del presente libro, el padre estaba ya prácticamente ausente, pero el hijo, al visitarlo, le hablaba de sus progresos, pues era una forma de contacto a través de un tema que, estaba seguro, le había de interesar. El progenitor no abandonaba su mutismo, hasta que una tarde Cercas le preguntó que por qué él y su madre habían confiado en Suárez. Y algo se removió dentro del anciano. «Porque era como nosotros», fue la respuesta. «Porque era de pueblo, había sido de Falange, había sido de Acción Católica, no iba a hacer nada malo, lo entiendes, ¿no?».
Lo emotivo no está en la respuesta, en la justificación, en la identificación con la trayectoria de la propia persona en el caso del padre. Está en el modo en que el hijo comprende, comprensión que llega cuando se apaga la vida de ese progenitor al que, como a todos los progenitores, los hijos no nos hemos esforzado en entender hasta que la mayor parte de las veces ya no hay tiempo para hacérselo saber. Cercas se lamenta por haber tardado tanto en hacerlo, por no haber tenido tiempo para que el padre leyera el libro final y «supiera que por fin había entendido, que había entendido que yo no tenía tanta razón y él no estaba tan equivocado, que yo no soy mejor que él, y que ya no voy a serlo».
El escalofrío, incluso las lágrimas, por qué no reconocerlo, me han invadido en el momento de releer esas páginas, al identificar ese proceso de comprensión con el que yo mismo también viví en los últimos años de mi padre, ese hombre tan orgulloso de su pasado sindicalista (que a mí y a mi familia nos disgustó siempre más que nos admiró: nos quitó mucho tiempo de su presencia) y de su incansable voto hacia el PSOE, que tanto irritaban a este joven que se abrió a la política en el momento en que salían a la luz los incontables casos de corrupción del felipismo, lo que dio pie a infinitas discusiones domésticas. Las páginas finales de Anatomía de un instante creo que habrán provocado alguna catarsis de la misma naturaleza entre muchos de sus lectores. Y no puede sino conmoverme que el vínculo entre Cercas padre y Cercas hijo fuera ese traidor que acabó descubriendo la cualidad del héroe, ese impostor que terminó, casi sin darse cuenta, por advertir que el farsante le importaba mucho más que el hombre que antes había sido. Porque el farsante había descubierto lo que es la verdadera dignidad.
Solo puedo agradecerte de corazón esta maravillosa y emotiva reflexión sobre la magistral novela de Cercas. Y siendo toda ella apabullante en su capacidad para enganchar al lector, finalmente me quedo con el homenaje a una generación representada en el padre del escritor. Una formidable aproximación realista a unos tiempos pretéritos que no podemos analizarlos puerilmente desde una mirada estrecha y miope de héroes antifranquistas y sumisos condescendientes. Fueron muchos, entre ellos mi padre y mi abuelo materno, quienes no siendo jamás franquistas tampoco fueron enemigos acérrimos. La llegada de la democracia abrió ciertamente la mente a gentes que vivieron la dictadura en una suerte de anestesia moral no impostada y aún menos condenable. Un fortísimo abrazo y gracias por un regalo tan hermoso y valioso.
Pues imagina la alegría que me producen tus palabras, con el añadido de que en esta ocasión no es el cine lo que nos une sino la literatura, a través de una obra que además analiza un episodio histórico (y por añadidura una etapa fundamental de nuestra historia reciente) con tanta penetración, y sin excluir la necesaria emotividad. Que también tú hayas encontrado ese vínculo personal es una de las maravillas que nos produce este libro imprescindible. Un abrazo y de nuevo mil gracias.