Las mejores 25 películas de la Historia en Cinema de perra gorda
Mi amigo Juan Carlos Vizcaíno cumple este 2024 los veinte años de su magnífico blog Cinema de perra gorda. Son muchos los años que este espacio me acompaña, descubriéndome infinidad de películas (Juan Carlos siente especial deleite en fijarse en aquellas propuestas que las historias del cine apenas recogen, cuando no ignoran directamente, y que esconden múltiples joyas) y ayudándome a valorar otras cuyo conocimiento ya compartíamos. Para rendir al evento la importancia que merece, nos ha solicitado a amigos y seguidores una lista de veinticinco películas a las que demos una importancia eminente de entre todas las que nos gustan. Como a mí este tipo de recuentos, más lúdicos que «científicos», me encantan, me he sumado con entusiasmo a la propuesta. En el enlace que encabeza estas líneas va mi lista tal cual, pero en este artículo he querido darme el placer de por qué he escogido estas (podían haber sido otras, cierto, pero algunas de ellas siempre las incluyo cuando me piden algo similar: es decir, es una lista trascendente que incluye una sub-lista contingente). Señalo, por ello, que no son tanto las mejores películas como aquellas que para mí son fundamentales. Cada una de ellas la he visto más de una vez (alguna, muchísimas veces), y siguen teniendo la virtud de darme el mismo placer a la vez que me hacen fijarme en algo nuevo cada vez (y no es pretenciosidad, aunque tal vez también lo sea).
La lista presenta dos evidentes características. Una, la adscripción de casi todas las películas a alguno de los géneros clásicos (fantástico, western, melodrama, aventura). Dos, la abrumadora presencia de películas de Hollywood: por mucho que hace años que me he propuesto conocer a fondo el «catálogo» de las principales industrias cinematográficas del mundo (de la francesa a la italiana, de la japonesa a la italiana, con catas más o menos profundas en la alemana o en la rusa), al final siempre vuelvo a los orígenes de casi todo cinéfilo, al cine que nos atrapó en las emisiones televisivas de nuestra niñez. Es decir, a Hollywood. Solo me he impuesto una regla, la de no repetir ningún director, por la sencilla razón de que cinco nombres se habrían repartido la práctica totalidad de la lista: John Ford, Alfred Hitchcock, Fritz Lang, Jacques Tourneur y Terence Fisher. Significativamente, y he ahí por qué nada puede competir con Hollywood, cuatro de los cinco directores son europeos, y solo uno de ellos (Fisher) no trabajó nunca en la Meca del Cine.
Por orden cronológico, la lista se abre con la única cinta que he incluido de la época muda, Nosferatu el vampiro (1922, F. W. Murnau). Teniendo en cuenta que el terror es uno de mis géneros predilectos, el vampiro el mito por el que siento mayor fascinación y el personaje de Drácula el más fascinante jamás surgido del mismo, no podía faltar alguna de las mejores plasmaciones de la genial creación de Bram Stoker. Podía haber incluido la versión de Terence Fisher, pero he preferido decantarme por esta adaptación apócrifa que firmó el gran Murnau, por cuanto posee dos cualidades que la hacen única dentro del tema. La primera es la clara plasmación visual (y el cine es, antes que nada, imágenes) de que el vampiro y el ser humano no es que sean radicalmente antagónicos sino que viven en dimensiones diferentes de los sentidos, que si se conjuntan en determinados momentos es porque aquel necesita de este para su sustento. La segunda, antes de que Coppola lo pusiera de moda con su nefasta aproximación a la novela seminal, es que utiliza al no muerto para proponer una exacerbación del romanticismo que desmiente de raíz mi afirmación anterior, lo que no es burda contradicción sino arriesgada paradoja: la perdición del monstruo aquí se producirá por su fascinación (más que amor) hacia el personaje femenino, que lo distrae del nacimiento del nuevo día.
El hiato hasta el siguiente título de la lista es de casi veinte años. Me lleva hasta Beau Geste (1939, William Wellman), primero de los varios hitos de la aventura que contiene la lista (todos ellos distintos entre sí, lo que constata la versatilidad de este género). En este caso, el genial planteamiento se basa, como en Nosferatu, en la paradoja, en el juego de contrarios: un canto a la aventura en su concepto más idealista y noble, desarrollado sin embargo en el contexto más sombrío y siniestro. Solo la apertura del film (el hallazgo de ese fuerte aislado en el desierto poblado por cadáveres de soldados acodados en las almenas como si estuvieran protegiéndolo desde la muerte) le garantiza un puesto de honor. Acto seguido saltamos a un melodrama, Niebla en el pasado (1942, Mervyn LeRoy), impregnado casi hasta la asfixia por elementos muy pintureros en el puro estilo del Hollywood más estelar y más irreal, cuya alambicada trama, sin embargo, se plasma con admirable contención a partir de uno de los motores argumentales ante los que nunca he podido pasar de largo sin pararme a ver de qué va la historia que lo incluye, el de la amnesia (y pensar que no he incluido Recuerda, el film que me llevó a Hitchcock…). Como es natural, el elemento que sublima todos los demás y les otorga la atmósfera necesaria, es el puro romanticismo, pues la trama gira en torno a una pregunta fundamental: ¿recordará el protagonista que la abnegada secretaria que hace años que trabaja para él fue su amada esposa, a la que instintivamente anhela sin saber que la tiene al lado? Por supuesto, el final es maravilloso, por la bella contención con que contesta ese interrogante.
En el momento en que descubrí ¡Qué bello es vivir! (1946, Frank Capra), en alguna sesión navideña de mi infancia, este film se convirtió en mi primera película favorita, posición de la que tardaría muchos años en desalojarla. Todavía hoy siguen asombrándome la perfección de su construcción argumental y narrativa —creo que si no se ha hecho un remake directo (encubierto, hay muchos) de este film es porque el metraje se iría a las cuatro horas— y la facilidad con que sus claves emocionales desarman todas mis defensas: esta reivindicación de la anulación personal al servicio de los demás, así como de la vida sencilla, está en las antípodas de mis propias convicciones, y aun así, mientras la contemplo (y será de las películas que más veces habré visto en mi vida), no puede sino conmoverme profundamente.
Tres clásicos de diferente género vienen a continuación, vinculados por un matiz que los enriquece e incluso complementa entre sí, de nuevo el romanticismo (no confundirlo nunca con sentimentalismo: el primero enriquece cualquier historia; el segundo, por lo común la trivializa). El fantasma y la señora Muir (1947, Joseph L. Mankiewicz) es una fábula fantástica trabada a partir de la relación entre dos personajes inolvidables, una viuda de apariencia frágil pero enérgica personalidad y el fantasma del lobo de mar que se enamora irremisiblemente de ella. Retorno al pasado (1947, Jacques Tourneur) es el film noir más bello jamás realizado, pues nadie como su gran director para traducir mejor (con la colaboración imprescindible del gesto a la vez firme y resignado de Robert Mitchum) ese concepto resbaladizo y fascinador (en la ficción y solo en la ficción, claro) que es el fatalismo. Por último, Carta de una desconocida (1948, Max Ophüls) es un melodrama de sentimientos en estado puro que versa, precisamente, sobre la triste discordancia entre el amor puro y sin condiciones que siente una «mujer sin importancia» hacia un pianista sin corazón, al que, de modo inolvidable, el director redime en el plano final con tan solo un gesto por parte del actor, que quienes adoran este film evocarán bien.
La película que desplazó a ¡Qué bello es vivir! como «la mejor de todos los tiempos» (no hubo ningún otro destronamiento: sencillamente, acabé comprendiendo que no se puede elegir tajantemente una obra por encima de otras) fue El manantial (1949, King Vidor), el film que siempre utilizo cuando quiero razonar por qué, de todos los elementos que se conjuntan para componer una película, al final el director acaba siendo el más importante. Y es que la realización de Vidor deslumbra por su capacidad para hacer que una reivindicación del individualismo francamente discutible (en rigor, el personaje protagonista, por mucho que lo encarne el gran Gary Cooper, resulta más antipático que admirable, más inflexible que ejemplar) se convierta en una inolvidable búsqueda del Absoluto, en la cual ni uno solo de sus planos sobra, por lo general respondiendo a ese principio de la síntesis narrativo que siempre caracterizó al mejor cine americano. En concreto, los tres breves planos iniciales seguramente constituyan la mejor carta de definición de un personaje, y sin necesidad ni de que este hable ni de que veamos su rostro, pues nos da la espalda…
Dos nuevas aventuras se añaden a la lista. Scaramouche (1952, George Sidney) es para mí adorable, porque seguramente sea la película del género que mejor ha sabido plasmar una de las cualidades que lo distinguen desde su mismo origen literario (qué mejores ejemplos que los de Stevenson, Dumas o Conan Doyle), la capacidad para combinar, y equilibrar, la tensión con la distensión, eso que parece tan fácil de reproducir pero que directores como Spielberg han demostrado cuán cerca se está de trivializar la primera si cargamos las tintas en la segunda. Y un segundo argumento: el film contiene el mejor duelo a espadas (para mí, la imagen icónica por excelencia de la aventura) del séptimo arte. En lo que respecta a Cuando ruge la marabunta (1954), siempre me rinde el modo en que plantea un melodrama pasional entre dos personajes a cuál más incontenible (el duelo animal entre Eleanor Parker y Charlton Heston es de antología), y en el momento en que el estallido ya no puede esperar más, recurre a una trama de enfrentamiento con otros animales, los que indica el espléndido título español, que de por sí es magnífica y que permite proponer el punto de encuentro entre aquellos dos. No sé a quién se debe la idea, pero ¿cómo no admirar la lógica de que sea una acción total —porque el riesgo de muerte, y horrible, es extremo— la que una a dos seres cuyo temperamento les impide, en cualquier dimensión, la serenidad?
Llego por fin a esos dos grandes maestros que siempre ponen de acuerdo a todos los cinéfilos, porque ninguno como ellos convocan tanto respeto como cariño y porque nadie posee una lista de obras maestras tan vasta e impresionante. Centauros del desierto (1956) no es mejor que los otros grandes títulos de John Ford: sencillamente, cada vez que la reviso se empeña en decirme más cosas y en abrirme dimensiones que, sobre el papel, diríanse incompatibles (en los últimos años, el descubrimiento de la espléndida novela de Alan LeMay que adapta, y con fidelidad, ha añadido otro plus al disfrute de esta historia). Además, siendo John Wayne uno de mis actores más necesarios, aquí Ford le dio el papel de su vida: el más complejo, el más torturado, el más amargo. El plano en que el actor expresa la impotencia de su personaje, contemplando tristemente el horizonte con la seguridad de que no volverá a ver con vida a la única mujer a la que ha amado, me basta para idolatrarlo como un intérprete de excepción.
En cuanto a Vértigo (1958), seguramente el film de Hitchcock que despierta valoración más unánime, siempre me ha resultado de lo más inquietante mi capacidad para identificarme con ese sombrío y tortuoso personaje que inmortaliza James Stewart, el tipo de vida anodina que se asoma al paraíso solo para perderlo y que se empeña en una insensata odisea para reconstruirlo, al precio de la propia destrucción. Y nunca cansa seguir, como Scottie, a esa evanescente Kim Novak por las bellas calles de San Francisco bajo los sones de Bernard Herrmann: porque descubrimos que pocas veces ha sido mejor plasmada esa mayúscula abstracción, la Sugestión, que es una de las trampas que nos tiende la búsqueda constante de ese plus que nos haga mejor la vida. Una sugestión que, no se olvide, se basa en una representación, en una impostura: cine.
Nunca he dudado de que la animación es cine, sin más, y allá los amantes de las etiquetas (y de poner muros a su capacidad para disfrutar) que lo niegan. Y para mí, por mucho que ame a Hayao Miyazaki, el nombre fundamental en este terreno siempre será el de Walt Disney. De todas las joyas que este gran cineasta impulsó (denigradas en cada época por razones diferentes: antes, por el puritanismo artístico; después, por el puritanismo paterno; ahora, por el puritanismo ideológico, iguales de inflexibles todos ellos), La bella durmiente (1959, varios directores) es, desde los días de mi indefensa infancia, mi favorita. La sencillez de su historia permite que los genios del estudio se concentren en la creación de una deslumbrante filigrana visual (es el último título de la casa hecho completamente a mano: su fracaso comercial clausuró este método artesanal), cuya creatividad brilla en cada fotograma. Y encima, incluye al personaje más imprescindible creado jamás por el estudio, esa incomparable bruja llamada Maléfica que, en cada edad de la vida, nos sugiere cosas distintas (y no digo más…)
Abro ahora un capítulo europeo y además contravengo mi norma de repetir un director al incluir El tigre de Esnapur y La tumba india (1959), las dos de Fritz Lang. Al hacerlo, respeto una norma de rango superior, en este caso la que el responsable de la convocatoria nos ha impuesto a los participantes: si un díptico, ciclo o conjunto se estrenó en su momento en partes separadas, cada una se ha de incluir también por separado. En realidad, esas dos películas son solo una, dividida en dos segmentos en el momento del estreno. Este díptico aventurero supuso el regreso de Fritz Lang a su Alemania natal, y lo hizo para volver literalmente a sus orígenes: a un tipo de cine de vocación pulp en el que no paran de suceder cosas hasta el punto de que pronto deja de importar lo que pasa para dejarnos llevar por el aluvión de detalles, gestos, escenarios, personajes y acciones que pasan ante nuestros ojos. El resultado es quintaesencia de Lang: una delicia narrativa que no elude la reflexión sobre la infinita complejidad del ser humano, o sea, el tema fundamental de la ficción de todos los tiempos. Y ay de los bailes de Debra Paget…
A continuación aparecen tres joyas del cine fantástico, muy distintas entre sí pero vinculadas por suceder en un espacio cerrado (un castillo, una mansión y un sanatorio con sus respectivos y vastos jardines), cada uno de los cuales se ha convertido en un fascinador escenario del cine.
La primera, La máscara del demonio (1960), supuso el debut de un director genial, Mario Bava, que en el breve espacio de tiempo en que pudo hacerlo, demostró que en el cine ha habido pocos dominadores de lo puramente visual como él. Asumiendo las convenciones anglosajonas del cine gótico, Bava situó su historia en un castillo remoto en el que no cabe un solo refugio posible frente al horror que desata la bruja cuyo proceso de renacimiento se narra. El rostro alucinado de Barbara Steele en dicho papel será por siempre su mejor símbolo. ¡Suspense! (1961, Jack Clayton) es un rebautizo espantoso, e inadecuado, de una adaptación de Otra vuelta de tuerca, el espléndido cuento de fantasmas de Henry James acerca de una institutriz que intenta librar a sus dos pequeños pupilos del asedio de sus antiguos cuidadores. La elegancia de la puesta en escena, la tensa serenidad de Deborah Kerr en el papel principal, la inquietud que despiertan los niños actores, la imborrable mansión de Bly donde sucede todo y la intensidad de sus momentos culminantes justifican el progresivo prestigio que ha ido adquiriendo. Finalmente, El año pasado en Marienbad (1961), que podría parecer una película en las antípodas de los anteriores (es todavía unas de las grandes referencias del engañosamente bautizado como «cine de autor»), en realidad los complementa y los matiza mediante una propuesta dotada de unas evidentes intenciones intelectuales (entiéndaseme: totalmente lícitas y, aquí, imprescindibles) que se sellan en un coherente relato sobre lo evanescente del tiempo y de la memoria, por ende del espacio. No en vano, para mí ese balneario cuyos jardines geométricos componen su imagen emblemática no es sino el país de los muertos…
La Hammer es, seguramente, mi estudio favorito, y no solo por la debilidad que siento por el terror: ante todo, me resulta muy especial la sensación de íntima comunión que traba con el espectador y que deriva del aire de familia que permite la recurrencia de temas, actores, directores, técnicos y, en fin, de su impronta visual. Como ya he dicho, su realizador emblemático, Terence Fisher, figura entre mis directores predilectos. Podía haberme decantado para esta selección por su Drácula de 1958, para mí la más rica adaptación de la novela de Stoker. Pero he preferido distinguir, de entre sus grandes películas, a una mucho menos conocida por no adscribirse a ninguno de los mitos clásicos del terror gótico que tantas veces abordó y porque, no estrenada en su día en España, tardé muchos años en poder verla, siendo imposible de expresar el placer que sentí al comprobar que respondía a mis enormes expectativas. La Gorgona (1964) —difundida en televisión y formatos domésticos como La leyenda de Vandorf— parte de un planteamiento tan arriesgado como seductor: en el clásico escenario de la Europa germánica donde la Hammer situaba sus fábulas, construye una trama de romanticismo maldito cuyo vórtice es la implantación en tierra extraña del mito griego señalado por el título. Fascinador planteamiento que, además, ofrece la mejor confrontación entre los inolvidables Christopher Lee (en un papel por completo diferente a los suyos habituales: para mí, el rol de su vida, por encima incluso del de Drácula) y Peter Cushing.
Retorno a Hollywood para recoger un western genial, rodado en ese momento fronterizo en que el género en su sentido clásico desaparecía pero todavía no habían cristalizado las corrientes que lo sustituirían. Esa encrucijada personaliza para bien Río Conchos (1964), dirigido por uno de esos artesanos que luego nadie recuerda casi nunca, Gordon Douglas, pero que aquí ofreció una puesta en escena perfecta. Qué mejor expresión de esa condición de film entre épocas que el tono absolutamente agreste de su planteamiento, que parte de la incursión en tierra mexicana que efectúan cuatro individuos del todo dispares buscando un cargamento de armas robado cuya trayectoria acaba alcanzando un tono tan extraño que a ratos diríase bíblico (por momentos parecen los cuatro jinetes del Apocalipsis: allí donde van estalla la violencia) y a ratos odiseico (debido al aroma casi mitológico que acaba impregnando su aventura), y que en ningún momento anticipa cómo puede concluir para cada uno de sus participantes.
Recordaba hace bien poco en este mismo blog El rapto de Bunny Lake (1965), thriller situado por Otto Preminger en suelo inglés cuya sugerente trama (una pequeña ha sido secuestrada, pero el policía encargado del caso empieza a preguntarse si acaso la niña no ha existido fuera de la imaginación tal vez perturbada de la madre) permite una inquietante mirada sobre lo fácil que es destruir el concepto de Realidad, puesto que este siempre dependerá del punto de vista y en especial, de la concordancia con los demás. Ya lo decía Hawthorne en su genial relato Wakefield, que es muy fácil perder la sincronía con quienes nos rodean y convertirse en un paria del universo. Y como siempre en el mejor Hollywood, esta reflexión surge de la profunda impresión que dejan unas imágenes que, mientras se suceden, únicamente nos obligan a no desviar la mirada de la absorbente intriga que se desarrolla en la pantalla.
Entre las múltiples reformulaciones que hizo la serie B europea sobre los géneros anglosajones, tal vez la más apasionante se hiciera en tierras mediterráneas (en Italia, que prestó sobre todo a los directores, y en España, que hizo lo propio con las localizaciones) con el cine del Oeste. El propósito se intentó denigrar dándole el remoquete de spaghetti western, pero qué diablos, el término tiene su gracia y todos sus seguidores lo hemos asumido de modo entrañable. Aunque no lo creó, el hombre que condicionó su desarrollo, por el éxito de sus películas, fue Sergio Leone. Y si en otra ocasión habría incluido su monumental Hasta que llegó su hora (1968) —el film que me lo descubrió, en una vieja sesión de Sábado Cine, con el formato en Scope masacrado—, en los últimos tiempos me decanto por El bueno, el feo y el malo (1966), ideal para apreciar la sugerente combinación entre el realismo descarnado, propio del relato picaresco al que en rigor responde su trama, y la mayúscula abstracción que depara la fascinante envoltura visual que Leone otorgaba a su cine. La genial secuencia del Éxtasis del Oro, con Eli Wallach buscando en el cementerio donde concluye todo la tumba con el tesoro que tantas muertes ha provocado, seguido en vertiginoso travelling circular mientras suena un prodigioso tema de Morricone que diríase que surge a medida que el personaje corre y corre más, es uno de mis momentos favoritos del cine.
Las tres últimas películas de mi lista abordan la ciencia ficción, dos a partir de sendos clásicos del género, la otra según un argumento propio que reformula la monster movie con singular originalidad.
La novela Solaris, del polaco Stanislaw Lem, es para mí uno de los grandes libros del siglo XX. Ese planeta-océano que hace realidad los deseos más perturbadores de quienes lo orbitan es un poderoso símbolo de la desnudez del ser humano ante lo trascendente. Y qué genial adaptación realizó el soviético Andrei Tarkovski con su Solaris de 1972, asumiendo las reflexiones de la novela original pero matizándolo mediante su propia y riquísima poética de la soledad, como bien indica ese tercio inicial absolutamente original del cineasta. Y aunque en su día se la quiso presentar como la respuesta soviética al 2001 de Kubrick, tal comparación solo actúa en contra del comparado: con medios infinitamente inferiores a los suyos (que permitió a Tarkovski mostrar el futuro desde un punto de vista doméstico, sucio, realista, y no con esa aséptica limpieza plástica que Hollywood convirtió en tópico de las ambientaciones futurista), el ucraniano ofrece un ejercicio de poderosa densidad que no necesita de colorines lisérgicos ni de una astuta selección musical para sobrecogernos.
Sucesos en la IV fase (1974) cuenta, lisa y llanamente, el enfrentamiento entre las hormigas y el hombre. Pero no lo hace con pretensiones de super espectáculo, sino con el formato más sencillo posible, adoptando el formato de un descarnado informe científico, desnudamente abstracto, sobrecogedoramente conciso, en el curso del cual sus responsables irán descubriendo, progresivamente fascinados y horrorizados, que los pequeños insectos han incrementado su inteligencia y que la lucha subsiguiente los deja a ellos, los hombres, en desigualdad. La película la firma nada menos que Saul Bass, el responsable de tantos títulos de crédito míticos, en su única experiencia como director (saldada con un rotundo fracaso comercial). Una obra maestra que deja bien claro que, en cine, lo «pequeño» solo es cuestión de presupuesto.
Cierra mi lista Blade Runner (1982), según una novela de Philip K. Dick cuyo título original no utiliza porque poco aprovecha de ella el guion. Señalo antes que nada que es una película que no incluiría ni entre las veinticinco ni entre las cincuenta ni entre las doscientas mejores, en el riguroso sentido del término, de la historia del cine. Lo impide la mediocre puesta en escena de un hombre, Ridley Scott, demasiado contagiado por las tonterías visuales de su formación publicitaria (es una pena ver cómo destroza la famosa escena de la muerte del replicante con esas gotas de lluvia a contraluz y la paloma volando al ralentí: mejor es cerrar los ojos y escuchar tan solo su bella retahíla de momentos que habrán de perderse bajo los sones hipnóticos de Vangelis). Ahora bien, lo que queda es inolvidable: la recreación de una una degradada y superpoblada metrópolis del futuro (antes de que el concepto se convirtiera en un tópico), la inteligente conversión de la tecnología futurista en un elemento doméstico (eso y no otra cosa creo que será el futuro), la reflexión sobre la identidad o sobre la trascendencia (esto la vincula con Solaris, por cierto), el entrañable uso del clásico personaje del private eye para vertebrar la trama o la música y el diseño de producción. Todos estos elementos, y más (algunos actores, no todos por desgracia, y muchos personajes), desde el primer momento en que vi el film por primera vez (una vez más, en la tele y con el formato amputado, aunque después la he recuperado mil veces en pantalla grande) se han apoderado tan profundamente de mí que si alguna vez se me diera la inaudita posibilidad de entrar en un escenario cinematográfico y pasear por él como si existiera de verdad, sería por este Los Angeles de 2019.
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