Mi tío Jacques Tati

Inolvidable monsieur HulotMi panteón particular de cómicos del cine está formado por dos estadounidenses (Buster Keaton y Jerry Lewis), un inglés aclimatado en Hollywood (Charles Chaplin) y un francés, Jacques Tati. A diferencia de los primeros, cuyas carreras fueron largas y prolíficas —en el caso de Keaton, aunque pasado el cine mudo perdiera la independencia artística y viviera una larga decadencia, no solo  no dejó nunca de trabajar sino que  en sus años dorados acumuló una filmografía impresionante en número—, Tati solo firmó un corto y seis largometrajes, de los cuales dedicó cuatro (aquellos en los que me centraré en este artículo) a un personaje recurrente al que bautizó como monsieur Hulot (sin que nunca supiéramos su nombre de pila). Tal vez quepa hacer una distinción entre el francés y los otros. Si las películas de estos giran de forma absoluta en torno a sí mismos, en el cine de Tati siempre da la sensación de que Hulot pasa por allí como hubiera podido no pasar. Hulot impregna de una plácida humildad a todas sus peripecias, y de hecho, aun siendo el protagonista nunca es el centro absoluto del universo: de hecho, lo fue siendo menos a medida que avanzaba su «saga». Esta modestia casi metafísica que lo envuelve crea una sensación de armonía extraordinaria. De todos los grandes cómicos señalados, Tati es el único cuya comicidad no descansa en la tensión o en la agresividad que el mundo ejerce contra ellos sino en la tranquilidad. El efecto que tiene su cine es el de despertar una admirable sensación de placidez: al menos en lo que a mí respecta, creo que nada consigue templar mejor los nervios que sus películas.

La película en la que nació el personaje fue su segundo largometraje, Las vacaciones del señor Hulot (1953), a las que seguirían  Mi tío (1958), Playtime (1967) y Tráfico (1971).

Como había hecho Chaplin con su emblemático personaje del Vagabundo, Tati construyó el suyo mediante una indumentaria bien reconocible y una gestualidad particular. De entrada, su físico alto y delgado se basta para dotarlo de la presencia adecuada, a lo que hay que añadir una pipa y un paraguas, además de, a partir de Mi tío, una gabardina. La expresividad de Tati es mínima, por lo común denotando la perplejidad que le produce advertir el lío, grande o pequeño, que sus actos han provocado (muchas veces nadie más se da cuenta de que él ha sido el causante de todo) y se manifiesta en una forma de caminar mediante largas zancadas un tanto espasmódicas.

La casa de monsieur Hulot en Mi tio

¿Qué vida privada o íntima tiene Hulot? ¿A qué se dedica? En el primer film del ciclo, y como ya advierte del título, nada podremos saber de ellas, al ser presentado fuera de su ámbito cotidiano. En Mi tío se muestra su casa en el barrio parisino de Saint-Maur (por cierto que genial: está en el piso superior de una construcción oblonga, que diríase compuesta por adición de muchas diferentes, para llegar a la cual debe recorrerla prácticamente entera, dando las más impensables revueltas y apareciendo oportunamente delante de cada ventana para que podamos seguir sus avances). Para ser un hombre que ya no puede pasar por joven, no parece tener ocupación ninguna, y de hecho parte de la trama del film consiste en los intentos del muy escéptico cuñado de Hulot por darle un trabajo en su fábrica, con los desastres de imaginar por su culpa o sin ella. Ahora bien, su estatus cambia, incluso mejora, en las dos entregas siguientes. En Playtime, su visita a la sede de una importante empresa sugiere una relevancia profesional (inconcreta, eso sí) que antes no tenía, como indica la preocupación del directivo con que va a entrevistarse al no conseguir encontrarlo en el laberinto de pasillos de la oficina. Finalmente, en Tráfico se ha convertido en creativo de una empresa de automóviles.

Jacques Tati en Mi tioEn cuanto a su vida familiar o sentimental, Tati concibió a Hulot como el clásico individuo cuya singularidad lo convierte en un bicho raro para los demás (salvo para los niños, con los que tiene una afinidad natural) y parece apartarlo de la posibilidad de entablar una relación sentimental «normal». En dos de sus películas, la primera y la tercera, se introduce un personaje femenino, siempre una chica joven y guapa, que encuentra en Hulot el elemento extraño dentro del grupo en que se integra (los veraneantes y los participantes de un tour turístico, respectivamente) cuya mera aparición presagia el fin del aburrimiento. Ahora bien, Tati, cuyo cine puede ser tierno pero no sentimental, le hurta a Hulot la fácil posibilidad del amor basado en tan precario armazón. Por eso, ambas muchachas, en el final de la película, salen de su vida sin mayor repercusión (en Las vacaciones es más triste, por cuanto ni siquiera se despide de él; en Playtime, al menos, ella se lleva el recuerdo de un ramo de flores que él le regala en el último momento, si bien tampoco habrá entre los dos una despedida material, al quedarse él encerrado, por azar o por pusilanimidad, en la tienda de souvenirs mientras parte el autobús de ella).

En Mi tío, Tati se permite una malicia: su vecinita de abajo parece platónicamente enamorada de él, pero su condición de niña hace que ni se plantee una posibilidad de romance; ahora bien, cuando Hulot se marcha de la ciudad en el final de la película, de pronto ella aparece vestida y maquillada como una adulta… En todo caso, en el film lo que tiene Hulot es una familia: una hermana y un cuñado que forman un matrimonio que parece surgido de un tebeo de la editorial Bruguera de los años cincuenta por ser epítome de todas las convenciones pequeño-burguesas, comenzando por el afán de ostentación. Ella parece estimarlo, pero como a una mascota; él lo considera un estorbo, sobre todo porque parece atraer demasiado el cariño de su hijo (el sobrino que justifica el título del film) y además lo tiene por un inútil cuya continua aparición por casa les arrebata ese tono que pretenden darse. Dejo para el comentario de Tráfico la última variación propuesta por el cine sobre los sentimientos y las afinidades en el ciclo Hulot.

Monsieur Hulot, o Jacques TatiLa personal cadencia de las películas de Tati, la ausencia de ese énfasis personal tan habitual en otros cómicos y el equívoco en torno a los fines críticos de su cine hicieron que, sobre todo a partir de Mi tío, se le atribuyera el prestigioso, y a la vez abrumador, calificativo de «intelectual». Sin embargo, el desconcierto que provocó su siguiente película, Playtime, llevó a que más de un cinéfilo y de un crítico, lo tildara enseguida de demasiado «cerebral». Ciertamente, la profunda elaboración de sus escenas, concebidas bajo un implacable sentido de la progresión, puede hacer pensar que adolezcan de cerebralismo. Ahora bien, esta acusación me parece más bien que se debe, precisamente, a esa falta de énfasis cómico que señalaba líneas arriba: cuando Tati no hace gracia, puede hacer creer que se debe a que su humor está demasiado pensado, como si todas las grandes escenas de humor del cine (piénsese en Keaton, el cómico con quien más se lo ha comparado, en razón del similar sentido de la expresividad) no fueran el producto de una muy meticulosa preparación. La espontaneidad  pura queda para el humor en directo: el del teatro, la cuna del mismo Tati. Y en cualquier caso, creo que al creador del señor Hulot le salva su mágica capacidad para bañar su comicidad de ternura. No en vano, el gran tema de su cine es que lo auténtico no se encuentra en otra cosa que en las relaciones humanas gobernadas por el cariño y la simpatía.

Esa armonía que es el elemento central de su cine proviene del método de puesta en escena escogido. Tati fue un cineasta que movió la cámara lo mínimo posible, que prefería un plano fijo, general en la mayor parte de las ocasiones, por el que situar y desplazar a sus criaturas. Por ejemplo, su entrada en escena en Playtime tiene lugar mientras la atención del espectador se concentra en los personajes más cercanos al espectador y solo cuando tiene lugar un ruido (y todos nos volvemos para ver quién lo ha provocado) es cuando advertimos que Hulot ha tenido que penetrar en el encuadre un poco antes. Podríamos hablar de una presentación estelar (cuando por fin se hace notar, todos lo notan), pero desde un punto de vista humilde (pues inicialmente ha pasado desapercibido).

Mi tio Jacques Tati

Si Keaton y Chaplin, como es lógico, centraron su comicidad en lo visual y Jerry Lewis fundió esta dimensión (ya fuera bajo su dirección o bajo la del hombre que le enseñó las pautas de la dirección, el gran Frank Tashlin) con la puramente verbal (de ahí el protagonismo estelar en la composición de su personaje que tuvo su principal doblador en España, Miguel Ángel Valdivieso), Tati fue intensamente personal incluso en la combinación de ambos planos. Trabajó, por supuesto, lo visual (y con una minuciosidad que se merecería, si no fuera por lo cargante que ha devenido su uso y abuso entre la crítica y los cinéfilos, el calificativo de minimalista) pero fue especialmente original en el tratamiento del sonido. Si Lewis, como he señalado, hizo de su particular forma de hablar una fuente de irresistible diversión, el señor Hulot, por el contrario, habla poquísimo y se le entiende, tanto a él como al resto de personajes humanos, lo justo.

Tati-Hulot haciendo el payasoEn la monografía que Carlos Cuéllar dedica a Tati en la imprescindible colección Signo e Imagen (Cineastas) de Cátedra, el autor define este modelo como anti-vococentrista. Por «vococentrismo» se entiende el modo en que, en cine, es la voz humana el sonido registrado para ser el más diáfano, por la importancia de los diálogos. En la vida real, por el contrario, somos bien conscientes de las dificultades que muchas veces tenemos para entender un mensaje verbal en medio de los infinitos ruidos que nos rodean. Este «realismo sonoro» es una de las características más notorias del humor de Tati, de ahí el absurdo de ver su cine en versión doblada, aun cuando se conserve un doblaje de estreno plagado de voces extraordinarias como sucede con Mi tío. Precisamente esa diafanidad, esa claridad verbal que poseían las voces de antaño lo que hace es traicionar el sentido que Tati quiso darle a las palabras: solo ocasionalmente son un sonido coherente; por lo corriente, un ruido como los demás. Buena metáfora del propio ser humano.

Otro elemento fundamental de la banda sonora es el tratamiento de la música. En general, Tati incrusta un tema principal, bien reconocible pero uno solo, asociado generalmente a su personaje y que va sonando recurrentemente: es otra de las maneras mediante las cuales se define al señor Hulot, como su indumentaria o sus movimientos. Los dos leit-motivs más reconocibles fueron los compuestos por Alain Romans para Las vacaciones del señor Hulot y Mi tío, especialmente este último, que ha quedado como uno de esos temas que parecen integrar una banda sonora colectiva del cine.

Cartel frances de Las vacaciones del señor HulotTati, cuyo apellido completo, que delata el origen ruso de su familia, era Tatischeff, había nacido en 1907 e inició su carrera en el teatro de variedades, en el llamado music-hall. Interesado pronto por el cine, tras una serie de pequeños trabajos como actor, debutó como realizador con un corto, Escuela de carteros (1947), que luego desarrolló en su primer largometraje, Día de fiesta (1949), que fue recibido con muy estimable atención tanto por la crítica como por el público. Sin embargo, su primer éxito relevante, y donde apareció por primera vez su personaje central, fue Las vacaciones del señor Hulot (1953). En el mero sentido cómico, estamos ante una exquisita miniatura sin apenas hilo argumental más allá de los diversos contratiempos que el protagonista provoca entre el grupo de veraneantes con los que comparte estancia en un hotel junto al mar. Aquí ya está presente esa búsqueda por el gag que exige saber mirar antes que reírse a mandíbula batiente. Un buen ejemplo es el caos que provoca en las dos mesas donde se juega a las cartas sólo con cambiar un instante la orientación de la butaca donde el ensimismado jugador, que no lo advierte, está echando una baza.

El film fue rodado en la localidad norteña de Saint-Marc, de inolvidable fotogenia. Hulot llega allí en su destartalado automóvil (los petardeos que provoca conforman su propia impronta sonora, como enseguida advierte la joven Martine, a quien Hulot parece el único ser divertido de la colonia de veraneantes que inunda el hotel frente a su casita) y ya su primera aparición en el salón del Hotel de la Plage indica que va a constituirse en el auténtico disruptor de la placidez estival, cuando la puerta que deja abierta mientras él introduce su equipaje provoca el caos mediante un súbito huracán ventoso que resulta abiertamente irreal (es otra de las cualidades del cine de Tati: la dimensión puramente fantástica que acaba evocando Hulot con su devenir por los distintos escenarios). Por otra parte, y como hará en todas sus películas, Tati no monopoliza la atención del espectador, sino que se preocupa por dotar de una determinada presencia a cada personaje (el marido que pasea resignadamente detrás de su dominante esposa, dejándose distraer por cuanto ve; el camarero más pendiente de fiscalizar lo que hacen los clientes que de atender a su trabajo, que encuentra en Hulot, como era de esperar, el más exasperante objeto de su mirada, porque siempre termina fastidiando su tarea…). El señor Hulot nunca es el centro exclusivo de la acción.

Monsieur Hulot de vacaciones

Las vacaciones del señor Hulot tal vez sea la obra más lírica del cineasta, porque sus imágenes desprenden un sentido de la ensoñación que deriva de ese encantador blanco y negro de la fotografía (y eso que Tati siempre quiso rodar en color) que se empeña en remover esas impresiones que yacen en el fondo de la memoria de quienes hemos estado alguna vez en un sitio familiar, de pequeños, cuando todos veraneábamos en algún lugar de la costa. Es la misma indolencia, la misma sensualidad, la misma sensación de que, ante el mar, el tiempo se alarga o sencillamente no existe. Y todo eso mientras un tipo larguirucho rompe la monotonía con sus imprevistos tropiezos. Las vacaciones del señor Hulot tal vez no sea la obra maestra del ciclo, pero es sin duda mi favorita y un film que jamás me canso de ver, que de hecho necesito ver cada cierto tiempo.

La buena acogida del film permitió a Tati preparar con tranquilidad y el presupuesto adecuado (lo que se tradujo, en primer lugar, en el uso tan ansiado del color) su nueva película, Mi tío (1958), que acabaría constituyendo no solo el mayor éxito crítico y comercial de su carrera sino el trabajo más recordado de la misma, lo que subrayó además la obtención del Oscar a la mejor película extranjera.

Cartel frances de Mi tioLa película contrapone dos escenarios antagónicos: la acomodada zona residencial donde el matrimonio Arpel tiene su nueva y ultramoderna casa y el barrio popular de Saint-Maur. Una espléndida apertura une ambos espacios, en realidad muy cercanos (de hecho, el primero de los dos está creciendo a expensas del segundo): un conjunto de perros, entre los cuales llama nuestra atención uno de ellos porque está «vestido» con un chillón jersey de cuadros escoceses, corretea por las calles desde el segundo hasta el primero, y allí es donde el perrito señalado se separará de los otros al colarse por la reja de la casa de los Arpel. Como el can, existe otro vínculo entre los dos mundos: Gérard, el hijo pequeño del matrimonio, que va a la escuela en Saint-Maur (lo cual se basta para sugerir que los Arpel son nuevos ricos que acaban de mudarse), y si en la nueva casa se aburre intensamente, en el colegio y en su antiguo barrio, se reúne con su pandilla para pasárselo bomba. El bonito título de la película se sitúa bajo su punto de vista: ese tío no es otro que Hulot, quien asimismo vive en Saint-Maur y por ello es quien recoge cada día al niño y lo lleva a casa. Y es el tío el que encarna para el pequeño la supervivencia de la diversión frente a las pretensiones de esos padres que exhiben con vanidad la banal tecnificación de su hogar y lo obligan a estarse quieto.

El planteamiento se presta muy bien para desarrollar ese particular universo cómico y poético ya presentado en el film anterior. Ahora bien, pese a constituir en general una película encantadora, Mi tío me parece la menos conseguida de todo el ciclo. La insistencia en subrayar la ostentación de los Arpel a través de su casa acaba resultando un tanto excesiva, sobre todo porque repite demasiadas las mismas ideas: por un lado, el lucimiento de los gadgets (el surtidor con forma de pez y chorrito azul, que la señora solo acciona si cree que llega un visitante de postín, y para su desencanto suele ser un recadero o el propio Hulot, acaba cansando); por otro, la inevitable hostilidad de esos artilugios hacia Hulot, que nunca tiene claro cómo funcionan. Eso no quiere decir que la casa no depare momentos memorables, pero son sobre todo aquellos en los que Tati luce su intuición visual: por ejemplo, las dos ventanas circulares que tiene el dormitorio que, en la noche y cuando el matrimonio se asoma a cada una de ellas al escuchar ruidos en el jardín, parecen dos gigantescos ojos que observan trémulos la oscuridad.

La moderna casa de los Arpel en Mi tio, de TatiPor momentos, puede dar la impresión de que el film pretende efectuar una simple contraposición entre la «sana» sencillez de lo popular y tradicional frente a la «falsa» sofisticación de lo moderno. No creo que este reaccionario mensaje constituya el propósito principal de Tati. En primer lugar, las posibilidades que ofrece ese tratamiento de la «modernidad» tienen como objeto servir de esqueleto al andamiaje cómico en que mejor se mueve el cineasta, la inocencia con que el señor Hulot se mueve ante el mundo inanimado. Y en segundo lugar, lo que denuncia Tati es el modo en que el ser humano se deja seducir fácilmente por lo aparentemente complejo. De hecho, no se vaya a creer que en el barrio popular todo es maravilloso, puesto que ahí aparecen la indolencia, la pereza o, sencillamente, la estupidez. Ahora bien, los ritos que también existen en él están tratados con una tranquila poesía que falta en el barrio rico: en uno, las repeticiones que constituyen el recurso principal de Tati para describir ambos espacios resultan entrañables (por ejemplo, los montones de basura que el barrendero deja en mitad de la calzada mientras busca alguien con quien cotillear); en el otro, artificiosas. Y téngase en cuenta que Tati siempre ofrece la oportunidad de la redención, aun cuando sea involuntaria.

En este sentido, la película posee el final más conmovedor y generoso del ciclo. En esa conclusión, el señor Arpel acude, con Gérard, a despedir en la estación de tren a su cuñado (o a comprobar que en efecto se marcha, pues en realidad se está deshaciendo de él dándole un destino en provincias). Al intentar reclamar la atención de Hulot desde lejos, con un silbido, el siempre formal Arpel reproduce, sin saberlo, una de las gamberradas habituales de la pandilla de su hijo (en una de las cuales el mismo Hulot había participado sin advertirlo), y provoca el tropezón de un transeúnte con una farola. La reacción de Arpel es la misma que la de los niños: esconderse detrás de su coche para no ser descubierto por su iracunda víctima y en ese instante el pequeño Gérard se siente unido a él por primera vez en toda la película. Esa mano del padre que el niño busca, y que el adulto acepta con sorpresa y con calor, demuestra que nunca todo está perdido para siempre: y que entre los pliegues de una vida aburrida y consagrada a la convención todavía puede esconderse, aunque sea sin pretenderlo, el alma de lo infantil.

Cartel de PlaytimeTati se tomó su tiempo para levantar su siguiente proyecto, Playtime (1967), para el que contó con el mayor presupuesto jamás empleado en la industria francesa, pues el escenario donde iba a situar la nueva película requirió una grandísima inversión: un barrio ultramoderno —que está situado en París solo porque lo dicen los personajes y porque, divertidamente, varios reflejos «imposibles» de puertas que se abren o cierran muestran la Torre Eiffel, el Arco de Triunfo o el Sacré Coeur— presidido por el cristal, que enseguida fue denominado Tati-ville, con sus calles y su tráfico rodado. Ahora bien, el estreno de la película supuso tal descalabro económico que arruinó para siempre a su autor, y tuvo como terrible consecuencia la drástica reducción de metraje para intentar paliar la indiferencia inicial (artimaña que no se sabe que haya salido bien jamás, pero que han padecido numerosas joyas del cine). Así, la duración inicial de la película se acercaba a las dos horas y media, y fue reduciéndose: la versión estrenada en España supera por poco las dos horas (es la que yo he visto). Pues bien, pese a haber visto tan solo esta obra en su condición mutilada, considero que estamos ante la obra cumbre de su director y ante una de las grandes maravillas del cine de todos los tiempos.

Playtime es una de esas veces en que el cine ha ofrecido una película más cercana al puro concepto de la abstracción que en pintura nos es sobradamente familiar y que en las artes narrativas resulta más difícil de definir. Del modo más sencillo posible, diré que en Playtime no importa lo que se cuenta sino la manera en que se cuenta, y con ello no quiero resultar pretencioso porque el film no lo es. Sucede que no hay argumento definido sino idas y venidas —del señor Hulot y otros personajes, sobre todo de un grupo de turistas americanas, que pasean por ese barrio ultramoderno y luego acuden a cenar a uno de sus restaurantes, tan moderno y nuevecito que se está inaugurando esa noche sin estar del todo terminado, lo que provocará el caos. En apariencia, no hay estructura ni hilo conductor, de modo que el espectador no tarda en hallarse ante dos posibles reacciones: decidir que lo que está viendo no tiene sentido, y abandonarlo más tarde o más temprano; o sencillamente, dejarse llevar por el mero goce de la contemplación.

Tati-ville, en Playtime

Desde luego, tras ese trasiego sin fin por el decorado, tras ese cúmulo de repeticiones que, como siempre, constituyen el núcleo cómico sobre el que opera Tati, hay una idea que puede complacer a quien siempre busca un fin intelectual en las obras de arte: el cuestionamiento del culto al automatismo y al fetichismo de lo nuevo, que se distingue del de Mi tío por cuanto aquí quienes lo padecen no son unos individuos concretos con deseos de aparentar sino todos. ¿Todos? Por supuesto, monsieur Hulot no, pues de hecho se convierte en el dinamitador de tanta novedad gratuita (genial cuando rompe la puerta de cristal del restaurante, que no se deja abrir, y el portero, para no convertirse en innecesario, se pasa la noche sosteniendo el pomo como si el cristal siguiera en su sitio y él realmente abriera y cerrara el paso), mas sin que quepa hablar de «reflexión» en el sentido más pedante. Hulot no es símbolo de nada: él es así, y en su sencilla forma de mirar el mundo solo caben la espontaneidad y la humildad.

Por otro lado, bastaría el genial trabajo de composición del plano para rendirse fascinado ante este Playtime. Los momentos de desorientación de Hulot en la gigantesca oficina, a la vez laberíntica y diáfana (maravilloso el encuadre desde arriba que permite al espectador comprender un espacio que, a ras de suelo, confunde) o el fantástico sentido del compás con que van y vienen los múltiples personajes con papel cómico en la parte final en el restaurante son ejemplos cualesquiera del genio de Tati.

Los cubiculos donde trabajan los empleados de Playtime

Y por cierto, no puede ser casualidad que en este lugar uno de los camareros se parezca indiscutiblemente a Julius Kelp, el profesor chiflado, creándose un muy consciente vaso de comunicación entre el cineasta francés y el gran Jerry Lewis, que en esos años era sin la menor duda la figura cómica más conocida del mundo (de hecho, ese plano con grúa que muestra los cubículos que forman la oficina tiene un indudable eco, en horizontal, de la «casa de muñecas» vertical con la que Lewis muestra la residencia femenina donde se desarrolla su espléndida comedia El terror de las chicas, de 1962).

Playtime concluye mediante una declaración visual de intenciones que no puede ser más divertida e ingeniosa: los vehículos, entre los cuales está el autobús donde se van las turistas (una de ellas, recuérdese, ha sido el objeto del fallido love affair de Hulot), atrapados en un gigantesco embotellamiento, giran y giran en una rotonda como si compusieran un gigantesco tiovivo.

El tiovivo final de Playtime

Esta secuencia supone un anticipo del siguiente y último film del personaje, Tráfico (1971), puesto en marcha por Tati con más rapidez puesto que no parecía conveniente entrar en el olvido o en la postergación tras el anterior fracaso comercial. El cineasta, por ello, entregó una película de mayor modestia presupuestaria, considerada poco ambiciosa por distintos críticos que se sustentan en el hecho de que el film propone una línea argumental mucho más definida que nunca, bajo la forma de una road movie que narra el accidentado traslado desde París de un nuevo prototipo de coche familiar para camping a una feria del automóvil que tiene lugar en Amsterdam. Mientras el presidente de la compañía espera en la sede de la feria, Hulot, un chófer y la enérgica relaciones públicas recorren las carreteras francesas, belgas y holandesas con el vehículo, siendo detenidos por diversos contratiempos que, finalmente, provocarán que lleguen cuando el evento acaba de ser clausurado.

Cartel frances de PlaytimeEl planteamiento, una vez más, encierra una crítica a esa sumisa sociedad de masas que, en esos prósperos años de boom económico, tan fácilmente se dejaba sugestionar por cuanto simboliza ese nuevo estatus, en este caso, la velocidad y la máquina como antes fueran la tecnificación de la vida cotidiana o la burocratización de las ciudades sin alma. Como todo gran creador, Tati juega al desconcierto: quienes pensaron que Mi tío encerraba una fácil diatriba contra la tecnología es posible que se sorprendan al descubrir que ese modernísimo auto (repleto de infinitos gadgets que recuerdan indudablemente los de la residencia de los Arpel) ha sido diseñado… por el mismo monsieur Hulot, convertido aquí en inesperado ingeniero automovilístico. Y aunque es cierto que en Tráfico hay un menor deslumbramiento cómico y estético (y sea verdad que Tati cuida más el desarrollo argumental), tal vez por ello la llamada de atención sobre la necesidad de priorizar los vínculos humanos se saborea con más nitidez en este film, que permite al personaje central, en su despedida del cine, dejar la pantalla sin ese amargo sabor (para el espectador, no para el despistado Hulot) de soledad, de incompatibilidad real con el mundo.

Admirablemente, la acumulación de obstáculos, en vez de ir aumentando la histeria de los personajes a medida que el retraso se acumula, provoca la reacción contraria: los problemas se ven templados por el contacto humano que depara cada nuevo episodio. Allí donde todo parece que se va a resolver a gritos reaparece la camaradería y la complicidad. Una prueba es el accidente múltiple, incruento, sí, pero aparatoso y con numerosas «heridas» para las máquinas, que se resuelve de modo inesperado: todos los implicados se dedican a buscar los componentes desprendidos de sus automóviles preocupándose antes por ayudar gentilmente a localizar las piezas de los demás que las suyas propias. La misma Maria, la relaciones públicas, que inicialmente parece responder al estereotipo de la mujer que, en puesto de mando, se comporta despóticamente para estar a la altura de los hombres, y cuya prisa conduciendo su coqueto descapotable es la que realmente provoca los incidentes más aparatosos, va relajándose hasta el punto de acabar disfrutando de las divertidas peripecias que van surgiendo al paso. Considero que Carlos Cuéllar tiene razón al afirmar que esta evolución se debe a ese contagio de la plácida compostura ante la vida de monsieur Hulot.

Es más, sin la menor duda no solo es el personaje femenino más importante aparecido en una película de Hulot, hasta el punto de robarle a este la atención en múltiples momentos, sino que resulta en verdad delicioso. La actuación de la modelo estadounidense Maria Kimberly (una celebridad de la época en su campo), en su único papel en el cine, combina la lógica espontaneidad de una neoprofesional con un sentido de la presencia ante la cámara que delata su familiaridad con estas. Y a su vera Tati regala a su personaje de Hulot el único final en que este, por fin, y tras un punzante amago de que todo va a quedar como siempre, acaba marchándose con la chica, siendo él además quien toma la iniciativa aprovechando uno de los adminículos que lo simbolizan, el paraguas, como excusa para mantener el contacto. Los dos se marchan a pie bajo la lluvia, y en torno a ellos lo que queda es otro monumental atasco de coches. En ese sencillo contraste entre la naturalidad del contacto humano y el empeño, no menos humano, eso sí, en dejarse encerrar por los obstáculos que nos rodean, radica la clave de la eterna vindicación de Jacques Tati por los sentimientos.

El final feliz que Tati le dio por fin a monsieur Hulot

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 Responses to Mi tío Jacques Tati

  1. Avatar de Pablo Testa Pablo Testa dice:

    Excelente nota, muy completa

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