Los relatos de Rudyard Kipling

Retrato de Kipling, por CollierCada vez que regreso a Rudyard Kipling me veo obligado a quedarme un buen tiempo a su lado, aunque he acabado pensando que toda una vida se quedaría pequeña para hacerse una idea exacta de la compleja entraña de un literato al que muchos han querido reducir a su condición de escritor simple, incluso detestablemente simple. Por ello necesito recapitular un poco acerca de las impresiones, siempre cambiantes, siempre diversas, que me provoca su lectura. Como ya lo hecho en mi artículo sobre su gran novela Kim, no me detendré en la dimensión imperialista de su obra (que es indiscutible pero que no invalida su grandeza literaria). Kipling ambientó muchos cuentos en la India y, como me veo reducido a las limitaciones de un lector occidental que no es especialista en ese territorio y esa cultura, debo señalar que ese mundo del que nos dio su visión es insuperablemente convincente en términos dramáticos y, desde luego, artísticos. Esos relatos, lo más conocido de su producción, sin embargo no son lo único de toda ella: escribió cuentos situados en mar y en tierra, en el campo y en la ciudad, en el mundo contemporáneo o en la Antigüedad romana y el medievo. En todas las etapas de su vida creó obras deslumbrantes, y no hay nadie mejor que Borges (siempre Borges) para explicarlo. En el prólogo a los cuentos que seleccionó para su Biblioteca personal, recogiendo muestras de todas sus etapas creativas, señala que «los primeros son ilusoriamente sencillos, los últimos, deliberadamente ambiguos y complejos. No son mejores, son distintos». Y la clave, concluye, está en que «en todos ellos el autor, con sabia inocencia, narra la fábula como si no acabara de comprenderla y agrega comentarios convencionales para que el lector esté en desacuerdo». Es imposible que Borges haya sido el mejor lector del mundo; pero no lo es que los mejores solo pueden estar a su altura.

Kipling, nacido en Bombay, hoy Mumbai, en 1865, fue enviado a Inglaterra por sus padres a la edad de cinco años para recibir allí su educación, como era práctica entre los empleados del Imperio. Regresó a la India en 1882, porque es donde estaba su familia (su padre era entonces director del Museo de Lahore, y así lo hizo aparecer en Kim). Se empleó en un periódico de esa ciudad, la Gaceta Civil y Militar, y allí hizo de todo: redacción, composición, reportajes… También fue en sus páginas donde comenzó a publicar sus relatos, por supuesto sobre aquello que para él era más vívido, la vida cotidiana en la India. Una selección de esos primeros relatos acabó publicándose en 1888 bajo el título de Plain Tales from the Hills (en España se conoce por el título, que no traduce exactamente el original, de Cuentos de las colinas). Cuando regresó a la metrópoli, al año siguiente, en busca de mejores perspectivas profesionales, se encontró con que esos relatos lo habían convertido en un autor célebre.

Edición de Cuentos de las colinas, en EneidaEl atractivo que el joven escritor despertó inicialmente entre los lectores de la metrópoli fue justo ese: los ingleses recibían un documento de primerísima mano sobre la vida en su preciada Joya de la Corona. El mundo que se vertía en sus páginas desprendía ese exotismo que al occidental de todos los tiempos le despiertan los escenarios y las gentes que no conoce, en los que busca el superficial encanto de lo diferente. Pero Kipling transmitía la seguridad de lo que para él era familiar, y lo hacía con envidiable facilidad, como si cada historia fluyera con naturalidad de su pluma, tratara el aspecto que tratara.

No conozco ningún escritor (ningún escritor bueno) que, con independencia del tipo de argumento o del formato narrativo, incluso ideológico, que utilice, no acabe hablando de la infinita complejidad del ser humano. En este sentido, Kipling fue un artista especialmente dotado: hay pocos autores que denoten semejante conocimiento del ser humano, incluso en aquellas historias que escribió siendo apenas un mozalbete y que parecen transmitir la sabiduría de un hombre mayor. La grandeza de su mirada sobre el ser humano comienza por la grandeza del estilo: hasta sus detractores (Orwell, por ejemplo) no dudaron en reconocer que estaban ante uno de los mejores escritores en lengua británica. Que el estilo sea sencillo o complejo depende del tono que dicte el relato. Kipling se manejaba con gran encanto en un tipo de narración sencilla, desinhibida, más atenta a los detalles que al argumento, pero sabía cuándo debía modificar su estilo según las exigencias de la historia.

Uniforme de gala de un soldado del RajEn esos cuentos ambientados en la India, Kipling hizo protagonistas a los soldados, a los ingenieros, a los funcionarios que habían marchado a la India a colaborar en la empresa de su país, pero si en un famoso poema señaló que la civilización era el «deber del hombre blanco», sus personajes en absoluto adolecen de tan trascendente pretensión. De entre esa vasta fauna, los hay que, en efecto, se comportan como dioses entre los indígenas, lo quieran estos o no —un estupendo cuento, Las tumbas de los antepasados, con penetración y sentido del humor, narra justo lo contrario: un joven soldado es erigido en dios del pueblo que su padre y su abuelo se propusieron unir a la «civilización» (las comillas irónicas indican la intención de Kipling, no la mía)—, pero el escritor transmite la impresión de que la mayor parte de los hombres blancos son ante todo profesionales que aceptan lo bueno y lo malo de ese destino. Y él, que los conoció bien, lo que hace es contarnos el revés de la trama, el trasfondo que hay por debajo de esos uniformes y esas competencias. Por ejemplo, los cuentos de los Tres Soldados traslucen esa virilidad cuartelera que parece tan propia de la institución militar. Pero esta es la mera superficie, el dibujo sencillo a partir del cual el escritor ofrece un intenso retrato humano: ¿acaso los personajes de los films de John Ford sobre la caballería, que tienen mucho de kiplinesco, como Fort Apache o La legión invencible, son meros ejemplares de barracón? Del mismo modo, su tratamiento de los indígenas, también variado, encierra retratos de indiscutible dignidad.

Borges también ha señalado que el escritor prefirió cantar «las asperezas, los trabajos y los deberes de un destino imperial» en vez de sus hazañas épicas. Retornando esa afirmación, uno de los temas centrales de la mirada de Kipling sobre la India, sin duda porque así lo sintió él también, fue el del impacto que este mundo provoca en el europeo que se cree civilizado (y por tanto, superior), al tropezarse con un mundo que, en primer lugar, se defiende de la intrusión de modo físico (en pocos escritores se palpa como en él la forma en que el calor y la humedad pueden minar la resistencia emocional de un hombre) pero, sobre todo, moral. Leyéndolo, da la sensación de que, al tiempo que la amaba, nunca dejó de considerar la India como un enorme monstruo, a la vez muy abstracto y demasiado concreto, con múltiples ojos que nunca dejan de escrutar al europeo, buscando un resquicio por donde traspasar sus barreras protectoras. No son pocos los cuentos en que los protagonistas acaban destrozados: ahogados por el clima hostil, incapaces de comprender creencias que consideran absurdas o aberrantes, fatigados por la rutina de un servicio que poco tiene que ver con esa magna empresa civilizadora de la que en un primer momento se creyeron paladines. Cuentos como Al final del viaje, La marca de la bestia o el genial La extraña cabalgada de Morrowbie Jukes (cuyo título alternativo de La aldea de los muertos es bien significativo) son buen ejemplo de ello.

El hombre que llego a ser rey, de Kipling, edicion de ForcolaUno de los mejores ejemplos de ambas dimensiones (la facilidad con que el hombre «superior» puede ser destruido por lo que creía «inferior» y la importancia del estilo en la expresión de las ideas) se encuentra en una de sus obras más populares (entre otras razones, por su famosa adaptación a cargo de John Huston, que a todo esto queda muy lejos de la calidad del original), El hombre que llegó a ser rey1. Recuérdese que la historia de esos dos buscavidas que llegan hasta el remoto Kafiristán para convertirse en sus dueños —aprovechando la inicial credulidad de sus habitantes, presuntos descendientes de las huestes de Alejandro Magno— está contada por uno de ellos, Peachey Carnahan, al periodista que los conoció y amparó antes del inicio de su expedición (y que, como vio bien Huston, es un trasunto del propio Kipling). El hombre llega en estado lamentable, pierde el hilo cada dos por tres y encierra en su relato la semilla de la inminente caída en la locura. Y el relato transcrito participa de esa alucinación: está desacompasado, se pierde en digresiones o dubitaciones, acelera de pronto y cae en imprecaciones. Es la historia de un hombre a punto de desmoronarse y de ahí el aire febril que imprime a su crónica. La prueba de la importancia del estilo según el tono de relato es el fracaso de la película al contar lo mismo: las imágenes del relato de Peachey (Michael Caine) carecen de esa cualidad alucinada que debía haberlo presidido, y no por tratarse de un medio expresivo diferente (la imagen frente a la palabra) Huston estaba exento de intentarlo siquiera. Pero Kipling es demasiado complejo para reducirlo a un mero argumento, por bueno que este sea.

El autor visitó India por última vez en 1891 y ya no la pisó más. El territorio de su primera infancia y de su juventud seguiría muy vivo en su interior, y de él siguieron saliendo un buen número de historias, pero dos de ellas deben considerarse el intento de exponer su concepto definitivo de la India. Una es la novela Kim (1901), uno de esos libros que se bastan para crear adhesiones a la literatura para toda la vida por su riqueza humana, por su complejidad dramática y por el fascinante tapiz mediante el cual volcó todo su amor hacia el lugar donde se convirtió en hombre y en escritor. La otra son los dos volúmenes que componen Los libros de la selva (1894 y 1895, respectivamente), que en su día supuso uno de los mayores éxitos comerciales de su carrera y el responsable de que, si ya una parte de la crítica lo ha despreciado por su imperialismo, otra lo haya menospreciado por dedicarse a escribir «para niños».

Magnifica edicion de Los libros de la selva, en NavonaComo tantos libros que lucen todavía esta etiqueta, Los libros de la selva son accesibles para los lectores más jóvenes, a los que parece dirigido el catálogo de maravillas y enseñanzas que contiene, pero una recuperación en la edad adulta descubre no ya su notable complejidad dramática y psicológica, sino que deja entrever reflexiones que nadie hubiera esperado dentro de una obra tan encasillada. Lo peor es acercarse a ella con el recuerdo presente de la versión de Disney de 1967, la cual sin duda es entrañable pero francamente pobre (en este caso, se queda muy lejos de la riqueza de los acercamientos del estudio a Pinocho, Peter Pan o Alicia en el País de las Maravillas). Por señalar el rasgo más notorio: el Mowgli de la película es un mozalbete que nadie diría que se ha educado en la selva, por lo poco que parece conocer de ella y por el modo en que continuamente se pone en peligro; el Mowgli del libro es una criatura en verdad inquietante por su misteriosa lucidez instintiva.

Los dos volúmenes narran a lo largo de ocho cuentos independientes (alternados con otros que nada tienen que ver con él) la vida de Mowgli desde que es recogido por los lobos siendo un bebé (sus padres han sido devorados por el tigre Shere Khan, circunstancia omitida en el film) hasta que abandona definitivamente la selva, hecho un adulto, para ir a vivir con los hombres. A través de ellos, Kipling propone una ética de la naturaleza que a la vez lo es de la civilización, pues la primera es una metáfora de la segunda, también organizada mediante leyes que han de ser respetadas. La selva es un mundo despiadado puesto que cada uno de sus miembros forma parte de una cadena alimentaria de la que no puede escapar (es curioso que Kipling, que como es natural no contemplaba con simpatía el sistema de castas de la India, en cierto modo señala que, llámense castas, clases sociales o culturas, en la vida siempre hay una jerarquía). Teniendo en cuenta que Mowgli es quien acaba situado en su cima, un lector ceñudo podría acabar considerando que esta idea subraya la convicción del escritor de que el hombre blanco, en el mundo civilizado, es quien ocupa ese puesto (si bien, para desconcierto de quienes lo consideran un racista, lo hace por medio de un niño indio).

Ilustracion de Lockwood Kipling, padre de Rudyard, para Los libros de la selva

Pero aunque todo pueda ser interpretable, la grandeza del libro radica en el modo, nada infantil, en que Kipling narra el proceso de formación de Mowgli, que a la vez acaba siendo de transformación. Al contrario que sus personajes netamente blancos (los funcionarios y los soldados de El hombre que llegó a ser rey y tantos otros), Mowgli no será destruido, pese a las pocas esperanzas iniciales de que pueda sobrevivir en ese medio hostil, porque consigue dominar lo mejor de los dos mundos a los que pertenece (entre los cuales es tratado como un extraño, en especial por parte de los blancos). En ese proceso de cambio, el escritor no puede evitar transmitirnos la idea de que ser «diferente» implica asimismo una aberración, una latente monstruosidad que hace comprensible la hostilidad con que lo reciben tanto muchos animales como la mayor parte de los humanos: si alguna vez alguien ha estado cerca de describir a un ser que es a la vez hombre y animal (sin recurrir a esquemas del género de terror), sin duda ese ha sido Kipling. Sin embargo, el muchacho también sabrá trabar vínculos indisolubles y comprender que no se puede estar en tierra de nadie: que al final hay que elegir, aunque sin renunciar a la herencia interior que se ha sabido ganar. Aunque parezca mentira, Mowgli es uno de los personajes más complejos que ha dado la literatura, y su existencia se debe, precisamente, a la tensión que debió de vivir ese escritor tan injustamente simplificado que fue Rudyard Kipling.

Inmortal Kim, de Rudyard KiplingDespués de concluir Kim, su última novela, en los más de treinta años de profesión que le quedaban, Kipling escribió fundamentalmente cuentos. Esta parte de su obra es menos conocida, pues sobre todo la componen una serie de colecciones de relatos (casi siempre previamente publicados en revistas) que, al menos en España, con alguna excepción, nos han llegado desordenados e incompletos, por lo común en antologías que mezclan obras de todas sus etapas y, por ello, no permiten hacerse una clara idea de su evolución.

En ellos se abrió a todo tipo de ambientes, incluso de épocas. Como luego haría su gran admirador Borges, no dudó en utilizar auténticos personajes de la Historia para construir en torno a ellos fábulas de admirable sentido universal. Por ejemplo, en El ojo de Alá, que sitúa en una velada en un monasterio medieval inglés, aparece Roger Bacon (uno de los pioneros de la defensa del método científico), aunque inteligentemente solo clarifica su identidad hacia el final, y lo aprovecha para trazar una reflexión sobre la tensión entre la ciencia y la religión en los tiempos oscuros. Admirablemente (la ecuanimidad con que un autor trata a sus personajes es una de las virtudes que más admiro en literatura), el personaje que representa la posición de la Iglesia —y que obliga a destruir ese «ojo de Alá» que ha traído de Hispania uno de sus monjes y que no es sino un pre-microscopio— no es un clérigo oscurantista, sino un hombre que es consciente de que si los límites humanos pueden ser transgredidos (por ejemplo, él convive con su mujer en la abadía), los divinos todavía deben ser preservados de los ojos mortales.

Kipling históricoAun mejor es uno de los cuentos del último volumen de estos que publicó, La iglesia que había en Antioquía, situado en tiempos del nacimiento del cristianismo. El protagonista es un joven oficial del ejército romano encargado de preservar la paz entre los distintos grupos religiosos, en difícil coexistencia por la tensión entre los primeros cristianos y la comunidad judía de cuyo seno han surgido, pero también entre las propias corrientes que se disputan la ortodoxia de la nueva fe. (El mismo soldado es practicante del culto mitraico, y considera que el cristianismo es una mera imitación de este). El legionario tiene ocasión de tratar a quienes en ese mismo momento están creando la Iglesia, es decir, san Pedro y san Pablo, los cuales se llevarán la sorpresa de escuchar de sus labios las mismas palabras con las que Jesús, en la cruz, pidió el perdón para quienes lo estaban ejecutando. Esa anécdota, que algún despistado podría entender como un cántico cristiano, en realidad es una bella apología de la convivencia. Aun inevitablemente teñida del pesimismo de un hombre anciano que a esas alturas sabía más del dolor que del amor, no por ello deja de apostar, a través de ese noble personaje, por la comprensión hacia los diferentes.

Con el paso de los años, como se ha señalado, los cuentos del autor, amén de diversificar escenarios, también mostraron una enorme versatilidad estilística. Algunos de ellos, sin incurrir en el cripticismo, son ciertamente densos, al estilo de Henry James. Destaca, por ejemplo, el genial Aurora malograda (también conocido como El alba malograda), presente en su último volumen, que narra la lenta y elaborada venganza contra un intelectual insoportablemente fatuo por parte de otro que no le perdona la desconsideración que años atrás le hizo a la mujer a la que amaba. El método consiste en hacer creer a aquel que, por sí mismo, ha descubierto un original inédito de Chaucer perteneciente a sus cuentos de Canterbury y convencerlo para escribir el ensayo definitivo sobre el autor: una vez publicado, el desvelamiento de la verdad lo hará víctima del mayor escarnio. Utilizando la técnica jamesiana del punto de vista subjetivo e incompleto, Kipling cuenta la historia desde el punto de vista de un narrador que es amigo de los dos protagonistas y que adivina enseguida el engaño pero decide permanecer como mero espectador. Ahora bien, por brillante que sea el minucioso desarrollo de la venganza, en la parte final el escritor da una vuelta de tuerca que desarma al lector al volcar de pronto la atención sobre un cuarto personaje que se creía accesorio y que cambia toda nuestra expectativa. Para mí, una de las obras maestras de la historia del relato breve.

El jardinero de KiplingA la misma altura está otro cuento, este anterior, El jardinero, en que Kipling también supo ser infinitamente complejo partiendo de una aparente limpieza de estilo. Se trata de una historia aparentemente muy diáfana, sin recoveco alguno, y sin embargo a medida que avanza (y sobre todo, se llega a su final) obliga a releer lo anterior, intuyendo que algo se nos ha escapado hasta que, de pronto, y del modo más natural, lo descubrimos. (No quiero parecer concluyente: advierto que estamos ante uno de los cuentos de Kipling sobre el que se han vertido más interpretaciones). Su protagonista, Helen Turrell, es una mujer que se hizo cargo de su sobrino, un niño ilegítimo que su hermano, con fama de oveja negra, tuvo en la India con una muchacha de posición inferior con la que se «enredó». El padre murió antes de que naciera, pero Helen consiguió que la familia de la madre se lo confiara y ha crecido con él en el pequeño pueblecito donde siempre ha vivido, permaneciendo soltera.

El cuento insiste en la determinación de Helen de que todo el mundo conozca la verdad sobre el pequeño, para no dar lugar a equívocos maliciosos, pero a este le cuesta el disgusto de que nunca podrá llamarla en público «mamá» como hacen todos los demás niños: en su infantil rabieta la amenaza con hacerle daño el resto de su vida, muriendo antes que ella. Y morirá, pero durante la Gran Guerra —la sombra de la muerte del único hijo varón de Kipling, por quien incluso había hecho valer sus influencias para que pudiera ir al frente, aun teniendo parecidos problemas de visión a los suyos, marcó el resto de su vida— y es enterrado en un cementerio para soldados en Francia. Tras el final del conflicto, Helen acude a ver la tumba pero, desorientada en un lugar tan vasto, pide ayuda para encontrar la tumba de su sobrino a un hombre que está plantando nuevas flores en un rincón. El hombre se levanta, la mira «con una compasión infinita» y le dice que la llevará a «donde está su hijo».

Ilustración de El Jardinero, de Kipling¿Qué quiere decir este final, es decir, la aparición de ese jardinero y esa frase en que él cambia la palabra con que se ha referido Helen al sobrino? Al mencionar el relato, Borges señala que «en él ocurre un milagro; la protagonista lo ignora pero el lector lo sabe». Otros han interpretado que el jardinero no sería otro que Cristo y se apoyan en el poema sobre María Magdalena que acompaña, tras su conclusión, al cuento (y que indignantemente hay ediciones del mismo que suprimen). Para mí, esa figura masculina —la frase final, cuando Helen se dirige hacia la salida, nos dice tan solo que ella «vio a lo lejos al hombre inclinado sobre sus jóvenes plantas y se marchó, suponiendo que era el jardinero»—, sea o no Jesús, y yo no digo tanto, lo que hace es iluminar al lector y obligarlo a revisar el cuento. Y esa nueva luz, al leer con atención los detalles iniciales de la historia (Helen recoge al niño muy lejos de su pueblo, en una ciudad de Francia, donde el narrador del relato —sin forzar en absoluto el encubrimiento: Kipling jamás hizo eso— nos cuenta que ha ido a hacer una cura de sus pulmones, e incluso despide a la niñera venida de India), nos lleva a una nueva conclusión: la madre de Michael es ella misma, y ese culto a la verdad del que siempre ha hecho gala lo que ha hecho es enmascarar la gran mentira de su vida. Y así, por mucho que ha querido y criado a Michael como a su propio hijo, ni siquiera muerto es capaz de reconocer la verdad. El jardinero, con su postrera intervención, ilumina al lector pero, tristemente, no a Helen, que hasta el final se aferrará a la historia construida para tapar la falta de su juventud.

Complejidad narrativa pareciendo absolutamente diáfano; capacidad para adecuar siempre el estilo al planteamiento; mirada ambigua sobre el ser más ambiguo de la creación; comprensión humanista hacia sus personajes, estén o no equivocados. Estas son las claves de un escritor que muchos creen que debería haber sido olvidado, pero que se empeña en seguir viviendo dentro de nosotros mucho tiempo después de haberlo leído.

Ilustracion de W. H.. Drake para Los libros de la selva

1 Como ya he hecho en algún otro escrito sobre Kipling, utilizo esta denominación, extraña para muchos (el film de Huston, por ejemplo, se estrenó como El hombre que pudo reinar) porque es la elegida por Fórcola para su excelente edición del relato publicada en 2020 con una imprescindible introducción de Ignacio Martínez de Pisón (es imprescindible no porque cite en ella mi artículo sobre el cuento y su adaptación: hace años que sigo, con acendrada admiración, sus libros sobre literatura y geografía), que desde entonces queda para mí como la versión definitiva de la obra en español.

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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6 Responses to Los relatos de Rudyard Kipling

  1. Avatar de David Perez Ugalde David Perez Ugalde dice:

    Maravilloso, José Miguel. Me quito el sombrero o me quito el turbante 😅, qué gran artículo que viene a complementar el anterior sobre Kim. Corriendo voy a por mi ejemplar de Cuentos editado por Acantilado y luego a por Kim y Los libros de la selva. Por cierto, esa cabalgada de Morrowbie Jukes ¡cuánto me recuerda al Tigre de Esnapur! Y también recuerdo el tremendo El bisara de Poore, ¡puro Borges antes de Borges! Un gran abrazo, como siempre!

    • ¡Yo estoy convencido de que Lang se dio un buen repaso de Kipling antes de empezar el rodaje de Esnapur! El libro de Acantilado ha sido de los que he leído este verano; sus traducciones son excelentes. Una edición muy buena, porque es de un libro concreto, es «Límites y renovaciones», en Cátedra, que es su última antología de cuentos publicada. Pero la selección de Acantilado es maravillosa.

  2. Avatar de Pablo Testa Pablo Testa dice:

    Excelente nota!!
    Muy completa y con muchas puertas de entrada para un autor tan sorprendente.
    Saludos

  3. Avatar de carlos carlos dice:

    ¡Caramba… No me detengo a leer pero al ver el retrato de Kipling, y al haberlo visto ayer en la piel del actor Christopher Plummer, precisamente, pienso que al menos, el actor y su caracterización consiguieron un retrato físico muy vivo del autor.

    Carlos San Miguel

    • Sí, la caracterización de Plummer es impresionante, sobre todo porque antes de ver la película nadie diría que se pueden parecer. Hace tiempo de la última vez que vi esta película (tengo un artículo dedicado en exclusiva a analizarla, comparándolo con el relato, que me parece mucho mejor), pero para mí los actores siempre son lo más recordable, tanto Connery y Caine, inolvidables, como Plummer, espléndido.

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